En el transcurrir
atropellado del mundo, las muertes sin tiros, envenenamientos ni explosiones,
quedan relegadas a voces piadosas, lamentos de amistad, pesares por pérdidas
que disminuye el sentimiento de compañía.
Algunos
periódicos conservan el espacio de los obituarios, nombre antiguo de los libros
parroquiales donde el trazo eclesiástico asentaba entierros y defunciones. Fue
una ocupación respetable que aparece en alguna de las novelas de Antonio
Tabucchi. Los encargados de necrológicas se daban mañas para oponer al dolor
por la muerte, la alegría de lo que significó en vida.
Se echa de menos
la forma, o género periodístico, cuando el lector enfrenta el desgreño con que
se contó el fallecimiento de Derek Walcott en algunos medios. Una celebración
del lugar común, la indiferente conformidad, en versos del Tuerto. “…Las
personas graves dirán: - ¿De qué murió?
Walcott estuvo en Colombia. Por aquellos años en que se organizaba la feria del libro del Gran Caribe. Caminó por las calles y avenidas de Barranquilla. Lo acompañaban Gustavo Bell Lemus, Alfonso Múnera, Heriberto Fiorillo y, el poeta de Zipaquirá, Álvaro Rodríguez, quien tradujo El Reino del Caimito. “En el ocio de agosto, cuando la mar es apacible, y se aquietan las islas, hojas morenas sobre este mar Caribe,…”. El poeta de Santa Lucía le mostraba con risueño asombro, a su mujer, cómo los edificios tenían nombres. Le dijo: como en García Márquez.
Walcott estuvo en Colombia. Por aquellos años en que se organizaba la feria del libro del Gran Caribe. Caminó por las calles y avenidas de Barranquilla. Lo acompañaban Gustavo Bell Lemus, Alfonso Múnera, Heriberto Fiorillo y, el poeta de Zipaquirá, Álvaro Rodríguez, quien tradujo El Reino del Caimito. “En el ocio de agosto, cuando la mar es apacible, y se aquietan las islas, hojas morenas sobre este mar Caribe,…”. El poeta de Santa Lucía le mostraba con risueño asombro, a su mujer, cómo los edificios tenían nombres. Le dijo: como en García Márquez.
Después se metió
en el laberinto de Cartagena de Indias, en el golpeteo incesante del mar, en
sus campanas puntuales para el ángelus y el anuncio de la noche entre
murciélagos y pájaros marinos de vuelo atrasado.
De esas ciudades
por las cuales anduvo, Jamaica, Trinidad, Guadalupe, Martinica, con casonas de
madera empujadas por los huracanes, alambreras destempladas por los pájaros en
su vuelo ciego, ámbitos interrumpidos por las edificaciones de hoy; ahora
pisaba a Barranquilla y Cartagena de Indias. La Arenosa, nueva, agregaba la
corriente del río, su aroma a tierra arrancada y pedazos de bosque amontonados
en la desembocadura contra el mar color de ostra vieja. La heroica y
bella apoyada en la eternidad de la piedra le regaló el silencio de los templos
al anochecer. En todas respiró el olor del Caribe, su rastro de antiguas
migraciones, sus secretos apenas rasguñados, una clave más para
desentrañar el enigma, el que navega en la sangre y el que reposa en el
fondo del mar.
Memoria de los
pasos, en sus poemas de 2005, Hijo Pródigo, talló a Cartagena: “cuyas calles,
si uno escucha a escondidas, hablarían castellano demótico”.
De ese mundo de
esplendor caótico, Walcott, rescató el curso de una poesía. Afluente de
lenguas. Enriquecido aporte a lo que nos pertenece: St.- John Perse, su tono
majestuoso de ordenador del mundo. Aimé Césaire, el apropiador de lo no
nombrado.
Ahora él. Para
siempre.
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De BAÚL DE MAGO
(columna del autor para EL UNIVERSAL), 23/03/2017
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