Café Tacvba
siempre me ha sorprendido, normalmente para bien. Durante años, canté a gritos
su célebre canción Ingrata. Es cierto, coreaba sin ningún pudor “pues si quiero
hacerte daño solo falta que yo quiera lastimarte y humillarte (…) Por eso ahora
tendré que obsequiarte un par de balazos pa’ que te duela. Y aunque estoy muy
triste por ya no tenerte voy a estar contigo en tu funeral”. A menudo la
cantábamos en sendas borracheras, varones y mujeres, recordando algún episodio
amoroso fallido. Pero a pesar del sentimiento puesto en cada nota cantada, juro
por lo que más quieran, que jamás se me pasó por la mente pegarle balazos a
quien dirigía mi voz ni quise ir a sepelio alguno.
Los integrantes de Cafeta, a quienes sigo, quiero y admiro hace más de 20 años, han decidido no tocar más Ingrata para no incentivar los feminicidios, como una manera de protesta frente al alto índice de violencia y por la sensación de que su letra puede promover agresiones .
Ahí está el problema. Denunciar la violencia es absolutamente legítimo y necesario, pero hay que poner las cosas en su lugar. La música –además de otras artes- reposa en la capacidad de figuración, de moverse en el plano de la ficción, representando situaciones no necesariamente reales pero que permiten conducirnos al laberinto de los sentimientos. La abstracción y el evocar escenarios imaginarios es lo que hace que una canción sea potente, trascendente, que nos haga llorar o reír, que nos permita volar o imaginar. Es gracias a ese proceso mágico que un compositor puede arrancarnos lágrimas, rabia o pasión tan solo escuchando sus palabras. Puede despertar nuestros miedos, nuestras furias, aquello que nos hace humanos.
Si tomáramos literalmente todo lo que se dice en la música –o en las novelas-, habría que empezar una auténtica cacería de brujas, una relectura de lo escrito hasta ahora y censurar, recortar, arreglar lo excesivo, como lo hace el fiscalizador de imágenes eróticas en la maravillosa película Cinema Paradiso.
Imagino a una
comisión de aburridos caballeros que, como creyentes ortodoxos que leen la
Biblia al pie de la letra y cuando se dice que “si tu mano te hace pecar
córtatela” van por un hacha, revisen las letras de tanto que se ha escrito con
un plumón rojo. Se encontrarían con párrafos como “rata inmunda, animal
rastrero, escoria de la vida, adefesio mal hecho, infrahumano, espectro del
infierno, maldita sabandija, cuánto daño me has hecho” (Rata de dos patas), o
el memorable episodio donde Camelia la texana da siete plomazos al que lo
traicionó. Tendrían que empezar a borrar, y borrar, y borrar. ¿Qué quedaría del
bolero o del corrido en México si se le quita la figuración y el drama?
Correcto: casi nada.
Durante largos siglos el catolicismo jugó un rol perverso controlando la producción estética. Los artistas pudieron poco a poco quitarse las cadenas y transitar por el sendero de la libertad dejando que la creatividad sea su principal guía. Todo indica que hoy se vuelve a erigir un sistema de control de lo políticamente correcto. Un nuevo mainstream cultural impone parámetros dentro de los cuales se debe mover quien quiera expresar algo. El fantasma del control renace, y Cafeta, el grupo más transgresor, crítico y lúcido de los 90, cayó en sus redes.
Me quedo con una última reflexión de un amigo en su muro de Facebook: “Tengo Ingrata versión en vivo en un cd doble original ¿qué debo hacer con este material, según la corrección política? 1. Quemarlo. 2. Esconderlo en un armario secreto. 3. Subastarlo como objeto extraño. 4. Reclamar a los tacubos la devolución de mi dinero”. Y algún cibernauta igual de audaz le dice: “te lo compro”.
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De EL DEBER,
12/03/2017
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