PABLO CEREZAL
Hace algunos años
que tuve la fortuna de horadar con mis ajados zapatos los lustrosos adoquines
de Aix-en-Provence, esa memorable urbe francesa en que viera la luz por vez
primera ese alquimista del fulgor que fue Paul Cézanne, y por cuyas
blancas callejas paseó el eco negro de mi admirada Nina Simone, y
la mecanografía tullida de flor y aventura de mi amado Blaise Cendrars.
Una tarde de
sobremesa lánguida y pastis mal digerido, pude entregarme a la
gloria de perder el rumbo en el gorjeo primaveral de sus calles, sin plan ni
objetivo más allá del de soñarme regresando a casa, a una buhardilla
desportillada de listones de madera rancia y hebras de tabaco seco, donde me
esperaría una vieja Underwood dispuesta a disparar sus teclas
de memoria y desengaño contra la diana irregular de un papel de segunda mano
(¡cuánto daño hace la literatura!). Evidentemente, la ensoñación quedó en tal,
pero por un instante pude gozar de una de sus variaciones, como en esos sueños
en que el hilo conductor se pierde para recabar historias aledañas e
incomprensibles para la conciencia. A la vuelta de una esquina huérfana de
orines, bajo un letrero pulcramente cincelado con la palabra Librairie,
refulgía la puerta de pomo niquelado y cristal soñoliento que me dio paso a una
suerte de País de las Maravillas que ya hubiese querido para sí la dulce
Alicia.
En aquella
librería, además de innumerables estantes orondos de gloriosos volúmenes,
habitaban dos vitrinas que contenían, con su corazón de tinta expuesto como
tras una disección de divinidad, un ejemplar de Las Flores del Mal,
primerísima edición, autografiado por su autor para la persona a quien decidió
dedicar aquella obra inmortal: Théophile Gautier, y otro, en
francés, de la obra de aquel mago de la vida y la palabra que dio en llamarse Henry
Miller: Recordar para Recordar, primera edición de Gallimard,
1935.
Contrariando las
normas básicas de tan egregio mausoleo, la anciana dependienta espolvoreaba el
humo de un amargo cigarro en su atmósfera de papel sin memoria, y las vitrinas,
sí, pude comprobarlo, carecían de candado, cierre, pasador o cerrojo que
garantizase el buen recaudo de los volúmenes citados. Por vez primera en mi
vida me acometió, violenta, la necesidad del hurto premeditado.
Navegamos la vida
cual naúfragos de un desastre de salitre y ambición, siempre a la deriva de
nuestros deseos insatisfechos. Y no me refiero a lo material, o al menos no
sólo a ello. Conocemos personas, amigos, amantes, y deseamos hacerlos nuestros
cuando se nos antojan ya inevitables para el buen transcurso de nuestros días,
sin reparar en sus sentimientos que, quizás, tal vez, sean bien distintos.
Especialmente en el amor, esa peregrina enfermedad. Podríamos acogernos al
ideal cristiano del amor altruista y solidario, ése que sólo busca la felicidad
del otro. Pero no. De repente entra en nuestra vida, como un torrente brusco de
sonrisas, esa mujer que promete, en cada uno de sus gestos, en su caminar de
diosa niña, en su dialogar de niña hembra, en su desordenar la atmósfera hembra
de nuestras fantasías, el jardín de aquel Edén que relatasen los antiguos
escribas. Y, al momento, deseamos agotarla entre nuestros brazos, como haríamos
con una copa de vino de esas que, en vez de a la charla y la calma, invitan al
silencio crepitante de la actividad carnal.
Nunca podremos
poseer lo que en la mujer (y de la mujer) codiciamos. No es nuestro, y debería
bastarnos con la fugacidad de un beso de cordial saludo, la silueta de una
metáfora que cante su esplendor, o la contemplación sosegada de su trazo
inabarcable. Pero deseando acariciarla, tocarla, tomarla, poseerla, agotarla en
nuestra garganta de sed y apetito, desbaratamos la perfección exacta de su
belleza.
Soy consciente,
muchas veces así lo aseguro, de que la belleza no debe ser patrimonio de nadie,
que no hay persona que ostente el derecho de apropiarse su moneda de gloria
eterna. Quizás así lo entendía también la anciana librera de Aix-en-Provence, y
por ello dejaba aquellas vitrinas abiertas, cual tentaciones bíblicas, para que
todo el que lo desease pudiese descansar, entre las manos, el tedio de años y
tinta de aquellas memorables obras literarias sin sentir la comezón ebria de la
apropiación indebida. Y no le faltaba razón, sólo esa tranquilidad podía
permitir que invadiese de cáncer venidero su breve imperio de letras ajadas,
con el humo de su cigarro.
Aquella mujer,
hoy lo comprendo, cultivaba un comprensivo y benévolo talante que estaba por
encima del bien y del mal. Pero, uno, a estas alturas de la vida, se reconoce
ya demasiado humano, y en ocasiones no le basta con asomarse a la esquiva
mirilla de la magnificencia. Al contrario, me siento impelido a echar la puerta
abajo, desordenar la estancia como lo haría un guerrero sediento de venganza, y
tomar entre las manos el objeto de mi deseo, besarlo, devorarlo, ensuciarlo con
mi caricia de zarpa y ansiedad, horadarlo con mi torpeza de sexo desnutrido,
despejar su ecuación de carne y latido, poseer su vertiente de humedad, hacerlo
mío... tal vez así, más que seguir viviendo, pueda morir en paz sabiendo que
fue mía. La Belleza, quiero decir.
Los libros,
obvio, no los robé. Se me habrían caído con estrépito al cruzar la puerta de
entrada, como se me caen las lágrimas de las mujeres que amo, cuando pienso que
ya son mías. Mi pericia en el bandidaje queda siempre en entredicho.
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De POSTALES
DESDE EL HAFA (blog del autor),
03/03/2017
Fotografía: Pablo
Cerezal
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