Monday, March 8, 2010

“¡Que el diablo se haga poeta!”


Robert Walser
Vida de poeta
Alfaguara, 1990

por Carlos Rull

La primera vez que supe algo acerca de Robert Walser fue durante la lectura de Bartleby y compañía, la extraña e inquietante colección de vidas literarias de Vila-Matas. Walser, como tantos otros escritores recogidos por el autor catalán, fue uno de aquellos bartlebys escribientes – oficinistas anónimos - dedicados a una escritura que acabaría por conducirles a la negación la escritura, un escritor del NO. Fue el propio Vila-Matas quien acabó por decidirme a abordar la obra del olvidado escribiente suizo al insistir en mencionar a Walser en sus otras dos últimas novelas, El mal de Montano y Doctor Pasavento , en la que el escritor suizo adquiere un papel fundamental como símbolo de la voluntad de negación, de la necesidad de no-ser para transmutarse en escritura y de la nostalgia de la inocencia creativa original.
Robert Walser (1878-1856) acabó sus días mientras se dedicaba a una de sus aficiones favoritas y fuente principal de inspiración para muchos de sus relatos: el paseo. Lo encontraron estirado sobre la blanca nieve que cubría las tierras circundantes al centro de salud en el que estuvo ingresado desde 1929. Vida de poeta recoge sus dos primeros libros, Geschichten (1914) y Poetenleben (1918), que a su vez recogían sus escritos, artículos y relatos publicados en revistas y periódicos entre 1899 y 1916. Se trata por tanto de una antología de sus relatos de juventud, una ocasión estupenda para asistir al recorrido inicial de quien acabaría por renegar de la escritura sumergido en una insuperable “crisis de la pluma”. Lo último que escribió fueron una serie de microgramas, microtextos aparentemente crifrados y escritos a lápiz, abigarrados y amontanados en 526 folios. Dejó de escribir definitivamente en 1933. Uno de los relatos de este volumen está dedicado a Hölderlin sobre cuyo destino similar al suyo dice Walser: “Hölderlin salió de la casa, vagó todavía un tiempo más en el mundo y cayó luego en una demencia incurable”.
Aunque la crítica ha olvidado a menudo la existencia de Walser, fue éste un autor de referencia en el panorama del “jugendstil” o modernismo alemán, reivindicado repetidamente por autores como Hesse, Kafka o Musil. Y mucho de modernismo es lo que encontramos en estos relatos. La figura del artista, del poeta, del actor, del joven suelen aparecer opuestas al mundo burgués y fariseo, no es extraño que el padre de Wenzel en el relato con ese título nos recuerde a los burgueses de Darío o al Senyor Esteve de Rusiñol. Abundan, pues, los relatos sobre jóvenes que quieren ser artistas (pero a los que, en muchos casos, les “falta chispa”), sobre poetas que pasean y observan el mundo, sobre talentos que se dedican a sablear a sus mecenas, sobre pintores y poetas, sobre poetas en comunión con la naturaleza, sobre obreros poetas, sobre artistas y bosques. Literatura y naturaleza, literatura sobre la misma literatura (como en “Hölderlin” o “Kleist en Thun”) y paseos, muchos paseos, de los que hablaremos más abajo. Abundan también relatos de corte vanguardista o de tono absurdo como “Discurso a una estufa”, “Discurso a un botón”, “Hombre de harina”, “Teatro de gato” y el divertidísimo y desazonador “Mundo”.
La mirada de Walser, que, según dicen, nunca dejó de ser encantadoramente ingenua (de ahí, seguramente, su locura) está transida de amor a la naturaleza. No hay épica en los textos de Walser, a lo sumo en deambular expectante, ansioso de contemplar y describir, de convertir el paisaje en palabra. Poco importa si los paseos de Walser eran reales o imaginarios pues él los convierte en puro arte poético, todo lo que le rodea se convierte en literatura, en palabra construida pictóricamente, es decir, a trazos. Son retazos de observaciones que sin necesidad de constituir una descripción perfecta y coherente transmiten la impresión justa y exacta del paisaje o el suceso. De verbo ágil y prosa sutil, el entonces joven escritor suiza pinta con exactitud no sólo el paisaje sino también el estado de ánimo, la sensación, la emoción, la fascinación ante los colores, las formas, los olores, los sonidos, que traslada con vaga rigurosidad al texto. En muchos de los relatos no hay voluntad alguna de explicar una historia, ni siquiera de describir un cuadro costumbrista o de relatar una pequeña anécdota, sólo son paseos literarios, al estilo de El caminante y de algunos relatos de Hesse, pero aún más desnudos de narración. Sin incurrir en la descripción farragosa y minuciosa, construye Walser una naturaleza literaria propia y creo que inimitable y pide a menudo al lector su colaboración y su implicación en ese proceso, a menudo con guiños cómicos o gestos cómplices.
Sus personajes son a menudo vagabundos, solitarios deambulantes que muestran un profundo despreció por el éxito, la rutina, la comodidad burguesa y la tiranía de lo cotidiano y de las obligaciones, y están, en cambio, dotados de una ingente capacidad para percibir la belleza del entorno, embelesarse ante un paisaje o sentir el éxtasis estético de un paseo dominical por un parque urbano o del hallazgo fortuito de un rincón bucólico e ignoto en lo profundo de un bosque. Como Walser, que nunca fue capaz de conservar un mismo trabajo ni de vivir en una misma ciudad durante mucho tiempo, sus personajes huyen de la cotidianeidad y la rutina (como el propio Walser huye a través de su escritura) para vivir del arte, o del simple deambular; huyen de la responsabilidad y el éxito para ser ellos mismos, para disfrutar de su existencia y de la contemplación gozosa de la naturaleza por la que transitan.
Sin embargo, la ingenuidad del observador embelesado, del enamorado del verdor y el oro de los campos y las colinas no debe cegarnos a la evidente ironía – a veces casi maliciosa – que transita por muchos de los textos de este volumen. No es raro que Walser se carcajee de artistas y burgueses, sonría ante los aspirantes a actor y las actrices, nos guiñe el ojo ante las angustias creativas de poetas y escritores o lance más o menos disimulados sarcasmos acerca de todo lo que le pasa por delante. Así, “El obrero”, retrato de un obrero con vocación de artista dedicado a la invención de utopías, finaliza con una maliciosa ironía antipatriótica.
Más allá de su anécdota vital, del aislamiento y la locura que lo convierte en personaje literario ideal para la ficción, Robert Walser merece sin duda alguna una visita atenta a su obra. Como volumen de juventud, Vida de poeta nos proporciona una primera aproximación, un resumen completo y detallado del periodo de formación del escritor suizo, que puede servir como introducción para quien desee seguir esa trayectoria suya hasta la locura, pero que se sostiene por sí solo como una lectura original, emotiva, entrañable, divertida, diferente.

Carlos Rull, 2006

Imagen: Robert Walser en 1890

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