Wednesday, April 28, 2021

Emerson, Lake & Palmer, un progresivo clásico


JORGE HIGAREDA MACÍAS

 

El 7 de diciembre del 2016, murió de cáncer un excelente bajista, vocalista y compositor: Greg Lake; quien, además de haber formado parte de la época inicial del King Crimson de Robert Fripp (como ya les contamos aquí mismo), fue él mismo quien creó el dúo inicial de lo que se convertiría en el trío: ELP (Emerson, Lake & Palmer), junto con otro genio que también murió el mismo año: Keith Emerson, quien fue mejor conocido, en el medio musical, como el Jimi Hendrix de los teclados.

 

Cuando estos dos genios se encontraron, iniciando 1970, Emerson ya tenía más trayectoria profesional, pues desde muy joven comenzó su estudio del piano clásico y a los 16 años adquirió su primer órgano Hammond, con lo que comenzó a tocar localmente en su natal Yorkshire pero viajando adonde los clubes lo llevaran.

 

Se cuenta que en Francia, con una de sus varias bandas iniciales, llamada The V.I.P.’s, hubo un altercado en el bar en que tocaban y él detuvo el problema simulando sonidos de armas de fuego con su teclado, con lo cual terminó el altercado, pero el dueño le pidió que incorporara esos sonidos en su repertorio y esta se considera como la causa de que Keith Emerson iniciara su largo y sinuoso camino de exploración con su instrumento hasta alcanzar alturas insospechadas y niveles a los que muy pocos músicos han logrado llegar con su técnica.

 

Ya un poco más consolidado, Emerson fundó la banda The Nice, con él mismo como músico principal y con el concepto de hacer una música que partiera de piezas de música clásica o de jazz, destrozadas por su interpretación de estas con sus propias teclas y acompañando estas escapadas con bajo, guitarra, batería y voz, con intención de crear, lo que él mismo denominó: un rock sinfónico.

 

El buen Emerson era todo un showman que en cada actuación en vivo hacía todo tipo de locuras con su órgano Hammond; cosas como utilizar dagas clavadas en ciertas teclas, para lograr el sustain de alguna nota en especial, o tocando montado encima del Hammond, golpeándolo con un látigo, brincando encima de él o pateándolo; con todo esto lograba sonidos parecidos a explosiones, y otros ruidos extraños y violentos, por lo que se le reconoce como uno de los precursores de lo que en un futuro se conocería como Heavy Metal.

 

La leyenda cuenta que en una tienda de discos, un vendedor lo invitó a escuchar un nuevo disco de un tal Walter Carlos, quien hacía música de Bach pero utilizando un instrumento musical recientemente inventado, el Sintetizador Moog; para él fue amor a primera vista y aún más cuando tocó en vivo la obra: “Also Sprach Zarathustra”, en su versión del 1968 creada para el soundtrack de la película: 2001: Space Oddisey, que se convirtió en todo un éxito.

 

Ese 1970, coincidieron en San Francisco las bandas King Crimson y The Nice, tocando juntos en el mismo lugar. El momento era clave para ambas bandas, por un lado, King Crimson llegaba al punto del rompimiento que dejaría casi solo a Robert Fripp, lo cual dejaba en libertad y en búsqueda de otra banda a Greg Lake; y por otro lado, The Nice, agrupación que en palabras de Keith Emerson: “ya había sobrepasado su tiempo de vida”.

 

Cuenta Lake que Emerson tocaba una pieza de jazz durante el soundcheck y se le ocurrió acompañarlo con su bajo… ¡y explotó una increíble química entre estos dos! Sólo faltaba encontrar a un baterista.

 

Emerson y Lake buscaron muchas opciones, entre ellas pretendían invitar al batería de The Jimi Hendrix Experience, Mitch Mitchell, pero no le interesó; sin embargo, le platicó a Jimi sobre este proyecto y el plan de Hendrix era crear un supergrupo con estos dos genios, lamentablemente Hendrix murió a los pocos meses.

 

Carl Palmer era un baterista con una gran reputación, pero que reconocía el virtuosismo y las locas representaciones de Emerson, por lo que se integró de inmediato al proyecto. Palmer en la siguiente década formaría parte de otra súper banda de la que después les platicaremos: Asia, formada por Palmer, junto con exintegrantes de The Buggles, King Crimson y Yes.

 

Esta banda, ELP o EL&P, iniciaron tocando el repertorio ya conocido de The Nice y King Crimson, mientras creaban su propia música, y fue así que participaron en el Wight Island Festival en agosto de 1970, ya transformados en el trío: Emerson, Lake & Palmer. Fueron un éxito instantáneo por sus versiones de “Rondo” de The Nice y “21st Century Schizoid Man” de King Crimson, ambas piezas mágicas y geniales. En ese mismo festival también participaron el mismo Hendrix, Jethro Tull, Bob Dylan, The Doors, The Who y Jefferson Airplane.

 

En noviembre de ese mismo año, salió a la venta su primer LP, que además de ser un gran éxito de inmediato, llevaría el mismo nombre que la banda: Emerson, Lake & Palmer. Esta joya integra por un lado la parte de su innegable influencia de la música clásica, por ejemplo, en la pieza: “The Barbarian”, que surge de una obra de Béla Bártok llamada: “Allegro Barbaro”; y en contraste contiene el sencillo: “Lucky Man”, que fue su primer éxito de composición rockera juntos; estuvo entre los discos más vendidos tanto en los USA como en Reino Unido.

 

De inmediato comenzaron los trabajos para grabar su segundo disco que publicarían en junio de 1971; el nombre y el concepto ya lo habían definido: Tarkus, lo que significa sabiduría en estonio. Y la intención era que la cara A fuera una sola suite, pero Greg Lake, quien lo produjo, confiesa que sufrió para integrar las diferentes composiciones de Emerson y Palmer, pues en el teclado, uno quería llevar al extremo el rango de sonidos del sintetizador Moog, y el otro, en la batería tenía algunos patrones preconcebidos que no quería dejar de utilizar, aun cuando en teoría, Lake no logró definir muy claramente el hilo conductor de las 7 partes que conforman la suite “Tarkus”, la verdad es que esta pieza magnífica es una de las mejores composiciones de rock progresivo en toda la historia del rock.

 

En el lado B, la pieza: “The Only Way”, es una obra creada como un ensamble entre dos obras de Bach: la Toccata y Fuga en fa mayor y el Preludio No 6 en re menor. Y la canción: “A Time And A Place” es uno de los más reconocidos escapes de EL&P hacia un rock más duro.

 

Hicieron un disco en vivo de una presentación, adaptada con su estilo, de: “Pictures Of An Exhibition” de Mussorgsky, grabación que no puede faltar en el acerbo de todo amante del rock progresivo.

 

Pero sería su siguiente álbum: Trilogy, el que significaría su consagración total. Incluye, por un lado una adaptación de una obra de Aaron Copland, “Rodeo”, transformada por estos genios en la pieza: “Hoedown”; también contiene esa grandiosa balada acústica rockera, que el público ha convertido en un himno: “From The Beggining”.

 

En el futuro llegaría otro súper éxito con su disco triple, en vivo: Welcome Back My Friends To The Show That Never Ends; su legado musical es tan inmenso y profundo como pocos en la historia de la música.

@jorgehhm

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De CRÓNICA JALISCO, 07/04/2019

Brian Jones y la costumbre de lo exótico


PABLO CEREZAL

 

Salgo de la piel que te he zurcido por dentro, laborioso y tenaz, con el desdeñable afán de descoser jirones de cuero nuevo y exótico. Viajo, por poner tierra de por medio y socavar con arena de olvido el acomodo muelle de tu matriz y tu beso. Vago las veredas huecas y los andenes vacíos en busca del labio que sepa pronunciar mi nombre como si fuese el de un recién nacido. Hoy, así, desde la distancia, lejanos tu pulso y tu palabra, te siento costumbre que pretendo desordenar con el zascandileo ágil de mis botas de viaje. Me acerco al Rif.

 

Vagabundear las faldas de vegetal mermado y aguacero futuro de la cordillera del Rif, allí donde sus tobillos agrestes se exponen a la mirada procaz del Sur. Enfrentar el deambular hospitalario de campesinos y la verbena de juego y carcajada de chiquillos. Llegas a pensar que es la salida de clase. Los habitantes todos, de pueblos y aldeas, no sólo los niños, salen de clase para enfrentar el bofetón del sol y la caricia del ocio.

 

Senderos de paseo calmo y abandono sin nostalgia, travesías de la fiebre. El Rif no es sólo estancia en que se recuestan acunadas por el canturreo del viento plantaciones de marihuana y enredaderas de indolencia. El Rif puede mostrar, al caminante, la senda hacia esos sueños que nos habitan con intención de consumarse. Vagabundear, ya digo, las faldas de calma y tierra roturada de la cordillera del Rif, allí donde quieren hacerse turbulencia sureña. Sigo un camino sin norte ni señales de dirección prohibida para mejor olvidar lo consuetudinario de tus brazos en abandono de orgasmos que hicieron nido en mi regazo. Caminar en busca de nuevos recorridos por evadir la celda del día a día. Así Brian Jones, hace años, cuando los Stones que había ayudado a fundar se le antojaban presidio en que languidecían pentagramas y melodías.

 

Pensamos, siempre, que lo exótico existe sólo para salvarnos de la rutina, ya lo sugería al inicio. No comprendemos que de nosotros depende el colgar el cartel de exótico a la puerta del primer pueblo aislado que profanan nuestras botas de caminante extraño, del primer cuerpo que horadan nuestras gimnasias de amante extranjero. Así se acercó Brian Jones hasta Jajouka, en busca de exotismos que le ahorrasen la rutina rítmica en que creía amodorrados a sus compañeros de filas.

 

Yo me acerco, hoy, hasta dicho poblado, tras haber abandonado la geometría desordenada de Alcazarquivir, el Gran Alcázar, Ksar el Kebir: caotizada por el gremio no sindicado de la migración rural, a años luz del vendaval tallado en salitre del cercano Larache, me acerco, decía, a Jajouka, para recostar en sus laderas de polifonía y pastoreo el falso ensueño del exotismo. Junto a mí camina Brian Jones. Me habla de música, drogas, sexo y abrigos de piel de cabra. Me habla del éxtasis grandilocuente que provee la música de los Maestros Músicos de Jajouka y yo escucho al viento silbando melodías de éxodo y derrota. Cuántos de los herederos de tan egregia dinastía filarmónica no habrán ya perdido sus huellas en el camino hacia Ksar el Kebir, en busca del progreso, queriendo olvidar el hambre atrasada y la ruleta rusa de los días idénticos, sepultar su rutina en el exótico sarcófago de la gran ciudad.

 

Brian Jones llegó a Jajouka, de la mano de Brion Gysin, para perderse en los pentagramas de ritmo y césped de sus laderas. Olvidó su sitar: fermento de herrumbre a la sombra de la rutina. Ya cualquiera toca el sitar, incluso George Harrison, el Beatle iluminado, el sitar viene de lejos, porta hedores de Calcuta y desperdicios del Ganges en la danza portátil de sus cuerdas, exotismos ya rutinarios para los viajeros del rock’n’roll, el hábito ha pervertido el sexo insólito del sitar, así que… marchemos a Jajouka, donde la música es aún pura, honesta, y el hachís despedaza sus notas para que pierdas el norte de tu cuerpo tumbado a la sombra de un arbusto merodeado por mordida de cabras y orín de chicuelos.

 

Mis pies desordenan un charco de basura en que un chaval escupe su desprecio. Mujeres de edad irreconocible reprenden al chiquillo y me ofrecen dátiles forzosos. El viento acaricia un murmullo que semeja música. Música. Seguro. Eso buscaba Brian Jones. Música inédita, novedosa, temperamental, exótica. Aquí la encontró, y se vistió la piel de cabra del Dios Pan al ritmo de darbukas, gimbris, kamanjas que enredaban el aire con su telaraña de polifonías discordantes.

 

Lo exótico, ¿dónde se encuentra? Lejos, se dijo el bueno de Brian Jones. Lejos, después, hasta su tierra natal, se llevó enlatados los ritos melódicos de los músicos de Jajouka, desprendiéndoles por siempre de su religiosidad profana al permitir que fuesen profanados por el consuetudinario oído occidental.

 

Hoy, Jajouka me recibe con una lasitud de siesta y una musicalidad de moscardón veraniego. No encuentro lo exótico en sus callejas, se me antojan iguales a las de cualquier pueblo de la meseta castellana, y me pregunto dónde la costumbre, si en tu piel de laguna quieta o en la musculatura de marejada de esa joven magrebí que me contempla con la incertidumbre agazapada en su mirada. Recuerdo que Brian Jones no sólo perdió la cordura en estas tierras, también la locura mirífica en la mirada de Anita Pallenberg, que adoptó desde entonces el regazo de Keith Richards. Y lo exótico, desde ya, se me antoja costumbre.

 

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De POSTALES DESDE EL HAFA, blog del autor, 27/04/2021

 

 

Sol de invierno


MAURIZIO BAGATIN

 

Sol que quema y no calienta, sol de los Andes, sol de invierno.

 

Sol que enrojece los últimos tomates en las huertas, endulzando las moras negras que trepan en la pared blanca; sol que pintarrajea las pálidas granadas y, al final del jardín, deshidrata los últimos higos aún pendientes de los árboles. Un gajo de luna al horizonte del norte, el invierno valluno mira la cordillera y a su efímero verde, aprovecha de su última humedad, y como en la fotosíntesis es una maravilla la transformación del paisaje. Efectos cromáticos que entraban por la córnea del ojo de Van Gogh y con toda la luz y toda la calma se iban luego a su pincel. Trigo ardiendo en el negro de los cuervos, lirios desdoblándose de su irisación. Refracción para Artaud.

 

El puntillismo de nuestro iris a veces logra desestructuralizar nuestra mirada, todos nuestros cromatismos se diluyen y el sol de invierno nos los devuelve -como si fuera una Fata Morgana- en el cielo de un azul y de miles azules, en la tierra de infinitas tonalidades, el fango, el limo, la crepa en la sequedad, en su morfología y su textura, en su composición biológica. Entre cielo y tierra las micropartículas invisibles. Clorofila volátil, en la energía de las ultimas k’ochas vallunas, de sus algas protectora, en las variaciones del verde de sus ricas arborescencias.

 

El sol del invierno calcina los sesos y dilata los espejismos del verano, alucinado, alucina.

 

Es para el campesino una pausa, el cambio de costumbre en sus siestas, la esperanza en su última cosecha, en las nuevas siembras y mira desde la ventana las nubes, nimbos grises que saludan el verano, cirrocúmulos que se esparcen por el aire. El sol de invierno dilata el horizonte, las nubes vagan, expulsadas y atraídas como caprichos de la atmosfera o imaginación de los poetas.

 

El sol de invierno, rechazado por todos, busca amistades, alianzas, trama nuevas conquistas.

 

Es su complicidad con el viento, la que deja signos en la piel, pergaminos sin letras, afilando la hoja en las tardes ya calmas, y con caricias al rostro diseña el tiempo y todas sus travesuras, esculpe en la edad, los vicios y las virtudes, con violenta belleza moldea la estética de una vida. Del silencio el grito, del color la transparencia. Quemaduras y jaspeo.

 

Esperando agosto y a otro viento, cambian proyecciones las sombras, el tamaño y las formas, las siluetas, el reflejo de los objetos, de las cosas, de nosotros. Pálido y contundente, tímido y presente, el sol de invierno permite la vista del polvo depositado en las superficies, en los espejos, en los ángulos de las arquitecturas, en los rincones de la Historia. Baja el cenit y de repente sube la visibilidad, luego el violento ocaso, negritud de los cerros y otro frío, en las manos que buscan calor en los bolsillos de los jeans, pasando como una caricia entre la barba abandonada.

 

Se oculta detrás de la cordillera, más caluroso se va a oriente, allá impacientes esperan los pescadores que observan el contorno al horizonte, los panaderos tomando su primer café humeante se despiden de la noche, otros volviendo a sus casas sin saber si es la modorrilla o ya un nuevo día.

 

28 de abril 2021

Imagen: Mario Unzueta, Encuentro, 1922

 

 

El sueño de James Cowan


PABLO CINGOLANI

 

Miren si este obituario no sólo es honroso sino también entrañable: “James Cowan es el gran escritor australiano del que nunca has oído hablar. Esto fue en parte obra suya. El éxito popular podía abrir puertas y financiar un estilo de vida, pero no lo atraía. Se sintió cada vez más fascinado por la sabiduría antigua, las tradiciones clásicas y el pensamiento esotérico. Podría haber ganado una reputación internacional, pero lo consignan, sin pesar, al margen de la vida literaria australiana”.

 

James Cowan escribió muchos libros en diversos géneros y sobre los más cautivantes temas. Leí uno solo. Lo releí y me deleité con él innumerables veces. Un día, fines de los 90s, lo vi expuesto en una librería en El Prado de La Paz, una librería que ya no existe, y sin saber ni remotamente quien era el autor, tuve a bien adquirirlo por dos motivos fetiches: por el título -que reza: El sueño de un cartógrafo. Las meditaciones de fray Mauro, cartógrafo de la corte de Venecia. Mis abuelos maternos son oriundos de ahí- y por la ilustración de tapa -el venerable cuadro de Vermeer titulado El geógrafo. Cuando empecé a leer, advertí que esa compra a ciegas, me deparó un cofre rebosante de maravillas. Es un libro único y fascinante, de principio a fin.

 

* * *

 

Fray Mauro es un personaje legendario como Heródoto o su paisano Marco Polo. Su poética está condensada en un mapa. Un mapa extraordinario, de singular precisión, más tomando en cuenta que el monje jamás salió de la isla de Murano donde se levantaba el monasterio donde moraba. Igual que otro de sus paisanos: Salgari y sus tigres de la Malasia.

 

Venecia, esos tiempos del mil cuatrocientos, era el centro, el nervio, del mundo cristiano. El mapa de marras -un mapamundi del orbe conocido por los occidentales- le fue encargado a Mauro y fue financiado por el oro de Enrique el Navegante, príncipe de la corona portuguesa.

 

Enrique lanzó al mar todas las naves que pudo, las cuales, sucesivamente, fueron arribando a las islas Azores, el cabo Bojador, las islas del Cabo Verde, la Guinea y la Sierra Leona, media África atlántica: el conocimiento de la geografía debía volverse poder y, para eso, todos los hallazgos tendrían que registrarse en un mapa. Fray Mauro se encargó de ello. Por sus labores, el fraile fue honrado con el título de “geographus incomparabilis”.

 

Cowan, en su escrito, recrea la elaboración del famoso mapa y lo hace con una belleza y una hondura expresiva que el libro se vuelve un espejo no sólo del apasionado espíritu del cartógrafo medieval sino de todos los cartógrafos de todos los tiempos. La cartografía, deben saber, no se trata sólo de la técnica o la destreza de trazar mapas. La cartografía es un arte que aborda, que raspa e indaga los límites del tesón humano, la voluntad desplegada, la ilusión hecha un istmo que se alarga hacia los sentimientos más nobles del alma humana.

 

Cowan, el bueno de Cowan -lean su biografía en la enciclopedia virtual y verán cómo se conmueven con los trabajos y los días de este hombre insular, como fray Mauro-, con su novela, nos envuelve en su tapiz narrativo y nos conduce, suavemente, con una admirable sutileza en el decir que se palpa palabra por palabra, por los caminos de la imaginación expansiva y la reflexión profunda, desde ese crucial momento de la historia mundial cuando todo estaba a punto de estallar y volar por los aires: no faltaba nada para que Occidente “descubriera” América y el mundo de las caravanas de camellos que se estiraban hasta el país de la seda, los narvales y los krakens que devoraban barcos, las catedrales que daban vértigo y los geógrafos inmóviles, nunca más volvería a ser el mismo. El libro de Cowan, a su manera, es otro obituario, uno sublime, tan honroso y entrañable como el que escribieron para él a raíz de su fallecimiento en 2018. Había nacido en 1942.

 

* * *

 

Mi decidido fervor por el libro incluye mi halago por el poderoso uso que Cowan les otorga a las notas al pie de página. Soy un convencido de que estas supuestas notas marginales, no sólo no son eso, no sólo son una apoyatura del cuerpo textual, sino que hay un arte evidente -pero oculto al ojo descuidado- que vuelve las notas al pie de página, historias dentro de la historia. Cowan lo logra con creces y con maestría. Cuento una: alude a la práctica de los monjes hesicastas de la Iglesia ortodoxa griega de centrar la atención en el ombligo.

 

Dicha práctica trataba sobre una técnica de oración sumada a una de respiración en la que los monjes meditaban con la cabeza baja, mirando a su ombligo. En esa posición, la repetición constante del Padre Nuestro, provocaba en los orantes estados de éxtasis. De ello, habla San Juan Climaco, según anota Cowan.

 

Esta es la mejor parte de la muy fértil y muy dichosa nota al pie de página y asegura que San Gregorio Palamas, teólogo ortodoxo, aconsejaba el procedimiento para que, con la ayuda de Dios por supuesto, los practicantes “hagan su mente impermeable e impenetrable a todo lo que les rodea. Se hallarán en disposición de envolverla como un rollo limpiamente cerrado en un sólido cilindro”. Nada mal, ¿eh?

 

El místico bizantino llamaba a ese estado hesychía, quietud, paz interior, según él “la inmovilidad de la mente y el mundo, olvido de lo que está abajo, iniciación en el conocimiento secreto de lo que está arriba”. El final de la cita es impagable: para San Gregorio Palamas, la hesychía era “el dejar a un lado los pensamientos por lo que es mejor que ellos”.[1] Uno siente que, al fin, alguien nos comprende.

 

Escribió un tal Peter Thompson en el obituario de James Cowan: “es el gran escritor australiano del que nunca has oído hablar”. Ahora ya sabés.

 

Laderas de Aruntaya, 28 de abril de 2021

 

De Schubert a Chopin. Carta de Pablo Mendieta Paz


PABLO MENDIETA PAZ

 

Querido Claudio, debo confesarte que he escuchado muy poco a Chopin. Puede parecer un exceso, pero es mi punto de vista lo que voy a decir. Su música es muy almibarada, demasiado pegajosa, y él la elaboraba conscientemente así, quiero decir no componiéndola con esas características, sino que haciendo uso de todo su poder creativo, de una inspiración honesta, seria, daba a luz una música con esa sustancia, repito que para mí empalagosa. Es por eso que si tengo que escuchar música de varios compositores, y Chopin es una de las posibilidades, lo descarto. Por lo contrario, Schubert, más o menos quince años mayor que Chopin, fue, desde muy pequeño cantante, y como cantor nato, más que instrumentista, supo principalmente recrear las palabras en su música (el lied, su máximo grado de expresión. Muchos lo llaman el « señor de la melodía »). Como él representa el punto de encuentro o, mejor, la frontera entre el clasicismo y el romanticismo, quizás por eso su música es absolutamente espontánea, y hasta sin elaboración alguna. Él se sintió más libre entonces, incluso en sus obras pianísticas, de realizar modulaciones o cambios de tono audaces (si oyes con atención, vas a reparar en esas expresivas mutaciones de tonalidad). En fin, es claro que Schubert se inclinó al romanticismo, pero, a mi modo de ver, un romanticismo robusto, fuerte (tal vez por su admiración por Beethoven aunque muy diferente a este en su concepción creadora). Nítidamente es el compositor de la alegría en los acordes mayores y del dolor en los menores. Muy expresivo, no emparento su música, ni siquiera mínimamente con la de Chopin. Es una opinión muy, pero muy personal que pueda merecer una grave refutación de un experto en Chopin. Sus « Momentos musicales », de piano, son un monumento a la melodía, pero definitivamente sus canciones son las que retratan al gran Schubert. No se puede soslayar su inmenso esfuerzo, entonces, al componer una sinfonía, como la cinco, en que se vale del estilo de Haydn y de Mozart, y, por tanto, no es él mismo (la escribió a los 19 años). En suma, es el creador vocal, poético, el que juega con esas melodías al piano, traspasándolas, y que yuxtapone sentimientos tan naturales y espontáneos del ser humano. En suma, querido Claudio, admiro al grandioso Schubert, y no hay afinidad alguna en su arte con lo que creó Chopin. Ojo. Repito que se trata de una apreciación muy particular, propia, y puede ser, en mi inclinación por uno, y mi cierta reserva con el otro, errónea. Uno nunca sabe. Un abrazo, querido amigo.

Wednesday, April 21, 2021

La bicicleta en Muerta ciudad viva


CARLOS CRESPO FLORES

 

Los amigos beben en el “Amor de Hombre”, una de las chicherías cerca al mercado triangular.  En una esquina “de la habitación pintada de crema, las paredes en extremo manchadas, con mocos antediluvianos que los borrachos extraen de las fosas y los depositan en los muros, en las sillas, en los manteles floreados de plástico o sobre la burda madera” (108), ven una pareja de lumpens, que “arrastran un carrito que alguna vez perteneció a bicicleta, con ruedas cuyas llantas perecieron hace añadas. Toman entre los dos un balde pequeño, un chhoqo[1]. Sí, estamos en “Muerta ciudad viva” de Claudio Ferrufino.

 

La novela nos lleva por la Cochabamba de principios de los 80, y entre otros, los entornos semi-rurales, a los que el protagonista solía desplazarse en bicicleta. Efectivamente, para los jóvenes de entonces, como hoy, la bicicleta era medio de transporte ideal, autónomo, convivial como diría Iván Illich.

 

Una escena ilustrativa al respecto es, cuando nuestro héroe, luego de una violenta pelea con Palmira, la novia, “agarra” temprano su “bicicleta Hércules, y sin avisar a nadie de su casa, se dirige “por el camino de Condebamba”, donde observa que “los eucaliptos jóvenes, de tonos grises, lucen gotitas de rocío”, señal de humedad, sin duda. Nótese los eucaliptos, árbol introducido a principios del siglo XX en el valle, convertido en especie dominante.

 

Continúa la travesía ciclista subiendo por Iquircollo, “caminos que conozco a la perfección, de las caminatas y bicicleteadas del tiempo antes de crecer”. Toma atajos, y el paisaje le trae recuerdos de la infancia:

“espacios que en la niñez convertía en refugios para una guerra nuclear, o para la invasión normanda, de acuerdo a mi estado de ánimo. Puedo encontrar de nuevo mi nombre grabado a cuchillo en los árboles, cortando con el cortaplumas suizo y creando letras. Nombres, años. Cuán fácil era entonces. A cien metros descansaba la Volkswagen verde de mis padres. La seguridad nos protegía, había una cúpula de cristal inmensa donde corríamos libremente sin encontrar sus límites.”

 

La convivialidad de la bicicleta se observa, parafraseando a Claudio, en que la Hércules nos lleva por esos lugares, donde el recuerdo nos protege.

 

En determinado momento, el personaje se detiene, se apoya en un árbol “con la conciencia de que ha de “descargar una siesta”; y, para evitar que le roben, “solo por si acaso, meto la pierna entre los radios de la llanta”. “Al entrecerrar los ojos, y al entreabrirlos” ve “la imperturbable montaña”, si, el Tata Tunari, el apu del valle, otro de nuestros sellos bioregionales.

 

La bicicleta está conectada con los amores y el erotismo de la vida cotidiana del protagonista. Un día, buscando a su novia Frances, lo hace en su Hércules, y deja la bicicleta en la puerta del Wunder Bar, uno de los primeros pubs en la época, donde le había dicho que estaba (87-88). O la escena con Glauca: “Mientras Glauca se desnuda, y escudriña con la nariz olores de extraños, me deslizo por mundos que de algún modo me recuerdan mis excursiones en bicicleta. Conmigo mismo, en la libertad de tirarme debajo de un árbol y descabezar una siesta”. (163).

 

Asimismo, la bicicleta como parte del paisaje cordillerano: está en Bella Vista, 8 kilómetros al norte de Quillacollo, a punto de hacer el amor al aire libre, donde “abría la quebrada”, con Silvia, otro de sus (des)amores. Y junto a las “aguas blancas de espuma y heladas (que) bajaban desde la usina de Chocaya”, observan “flojos camioncitos Isuzu”[2], trepando la cuesta, hacia Morochata-Ayopaya: “en la carrocería se contemplaban personas, ovejas, bultos, bicicletas y hasta un ternero amarrado en la parte de atrás, con ojos de sacrificio” (135). Son las bicicletas, que los campesinos de Cochabamba, luego de la reforma agraria, empezaron a adquirir.

 

Pero, la más sensual –y graciosa- de las escenas con el noble medio de transporte como soporte, es cuando Frances viene a recogerlo, ebrio, de algún lugar en la carretera Cochabamba-Quillacollo, montada en la bicicleta del autor –nos enteramos que es de color verde-:

“Súbete a la bicicleta, me pidió, y haciendo zetas cruzamos el puente que daba inicio a la ciudad[3] y enfilamos a su departamento. Dame por atrás, dijo mientras besaba. Y se inclinó de forma tal que no fuera complicado hacerlo. Jadeaba ella y yo hacía muecas perversas que nadie miraba.” (90).

 

Las muecas reaparecen[4], en otro “cuadro sexual erótico”, con Frances, donde los sonidos del acto le suenan “parecidos al inflador de bicicleta” (93).

 

Desde su bicicleta, Claudio Ferrufino ha amado y recorrido la ciudad de Cochabamba y su entorno, la ha olido, sentido, tocado y pisado. Sus lectores lo agradecemos.

 

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De INMEDIACIONES, 21/04/2021  



[1] Unidad de medida para la chicha. Equivale a dos jarras grandes.

[2] Seguramente de la familia Montaño de Quillacollo, monopolizadores del transporte y comercio de papa en ese periodo (Al respecto, ver Crespo, Carlos (2013) “Ferias Agroalimentarias en Cochabamba. Apuntes bioregionales”. Decursos. Año XV, No 27-28. Pp 249-263).

[3] Seguramente es el puente de Quillacollo, primera conexión con el centro histórico de la ciudad, atravesando el río Rocha.

[4] Rito de muerte… los chamanes danzan y gritan y se tiran al suelo, hasta babean. (93)

Tuesday, April 20, 2021

Guinea Ecuatorial


MAURIZIO BAGATIN

 

El surrealismo africano es Guinea Ecuatorial. Vaya tribalismo y chef du village, una lucha visceral de poder que parece shakesperiana, hermanos que eliminan a otros hermanos, fang que eliminan a bubi, negros que eliminan a los albinos, blancos que eliminan a los negros. Cadena perpetua.

 

Deforestaron la selva primaria y luego miraron el mar, el oro negro estaba ahí, así sigue la desgracia de África, riquezas en sus entrañas, miseria en su piel. A principio de este funambulesco siglo el boom del petróleo permitió a Guinea Ecuatorial organizar dos Copa de África de fútbol seguidas, en 2012 y en 2015. El más pequeño país del continente negro se visibilizó ante el mundo. Los derechos humanos vendrán después. O sea, nunca.

 

El cónsul italiano de aquellos años era un friulano, creo de la provincia de Udine, al cual fuimos a visitar, para recoger unos repuestos de auto y así entregarle una carta de la Embajada de Yaundé, unos zapatos para el Nuncio Apostólico y un traje de novia para una improbable e imposible esposa de quién sabe quién… una novela de Achebe leída al atardecer, pollos traídos de Chernóbil, medicamentos encerrados en un container en el puerto y todo el esplendor colonial de la Bata que fue… al retorno, Añisoc, Ebolowa, Sangmélima, en la casa del Padre Sergio leí l’Effort, el journal de la Conférence Episcopale Nationale du Cameroun, en la página de las noticias internacionales, una nota breve y sin fotos decía que el cónsul italiano en Guinea Ecuatorial había sido encarcelado por tráficos de drogas, él que nos había indicado que “ellos”, creo refiriéndose a los diplomáticos, “estaban en los lugares estratégicos del país”, claro, luego descubrí que el Hotel Media Luna fungía de base para los narcos afro europeos y el aeropuerto que estaba al lado del hotel, de llegada de la merca sudamericana.

 

Bata, una Macondo en aquel entonces abandonada a sus recuerdos, batones de mandioca y plátanos fritos en las esquinas, mujeres bantúes como máscaras fang, cielo encapotado de estrellas, ni una luz artificial, infinitas variaciones de verde y el negro de las noches, verde también.

 

Teodoro Obiang que recibe del orinoquense el Cóndor de los Andes y Miguel Grosso que se retira en algún lugar perdido del Perú… un aire de recuerdos en una tarde de domingo, de todos los domingos que forman un carácter… y el negro Claudio, un gaucho argentino que se casó con una guineana y cuando se la presenta a sus padres, su papá le pregunta ¿adonde está la africana? y él le dice que es ella, la que está a su lado, ella de piel más clara que el Claudio, él quemado por las pampas y ella, mestizaje con ibéricos de piel color de la leche, “si eres más negro que ella, tú eres africano, ella no…”. Mirando atrás se ve nuestro origen.

 

Tam tam, el silencio de todas las músicas, del imperceptible movimiento de los insectos en la selva, del aire que renueva el aliento y el respiro de la tierra. El otro Ecuador, en la palabra de Cervantes y la justificación en la burocracia. Historias paralelas que no logran encontrarse, patois de miles de máscaras y de un solo acercamiento, el baile, la ebriedad, la fiesta y la muerte.

18 abril 2021

 

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Imagen: Máscara fang

 

Balys Sruoga


ELINA MALAMUD

 

Frente a mi tabla de planchar hay una ventana que da a un suroeste medio raro; digo medio raro porque a toda hora del día tiene reflejos de sol que hacen brillar los techos de chapa y las paredes claras de las casas vecinas del barrio de Barracas que miran al norte. Mientras bajo la plancha camino de un blusón color naranja rabioso, me brota una frase, campaneando un cacho’e sol en la alambrada, reformulada tal vez porque es 19 de abril, fecha en que el calendario gregoriano recuerda aquella gesta inusitada que fue el levantamiento de los judíos del ghetto de Varsovia y, con ella y además de ella, tantos días en que el sol de los años cuarenta iluminó --sin que se le resquebrajara un ápice la flema de su tibieza-- callejuelas bombardeadas en toda la Eurasia, bosques, praderas, barracas, presos a rayas tocando el violín en medio de la nieve y soldados que avanzan o retroceden, todos llenos de la adrenalina del miedo o del odio o del sentimiento de un brutal desamparo.

 

Bajo un sol así de indiferente me recuerdo también humedeciendo un cachito de pan, avariciosa y glotona, en los restos de una colita de cuadril rosada y jugosa que Hernán Sruoga había asado para nosotros en la parrilla de su boliche, a orillas del Abra Vieja, en los humedales del Tigre. Ese sábado, a la hora del postre, se sentó a nuestra mesa y mientras nos ahumaba en el aroma acaramelado de su pipa, nos obsequió un libro escrito por un su tío abuelo lituano, El Bosque de los Dioses, traducido al castellano en la Unión Soviética, allá por los años cincuenta. Estuvo en un campo de concentración durante la Segunda Guerra y escribió sus memorias, nos dijo, y nos pidió simplemente que en nuestro próximo viaje a Lituania rastreáramos a algún pariente en la guía de teléfonos.

 

Cuál no sería nuestra sorpresa cuando entramos al Salón de los Literatos de la Universidad de Vilnius, la capital de Lituania, y ahí estaba el tal tío abuelo Balys Sruoga, literato y filólogo, poblando los frescos de los héroes famosos de la cultura báltica. Los Sruoga no tienen nada de judíos, pero el tío Balys no había perdido la dignidad cuando la autoridad nazi le exigió tal vez denuncias, tal vez presiones sobre sus estudiantes, que él no aceptó, al punto que fue detenido y trasladado a un campo de concentración construido en las cercanías de Gdansk, en la actual Polonia, en un rincón apartado que los antiguos pobladores prusianos habían llamado Bosque de los Dioses, rodeado de tal manera por las aguas del Mar Báltico, por los canales de la desembocadura del Vístula y por el beneplácito con que los pocos vecinos del afuera adoraban al invasor, que a nadie le pasaba por las mientes planear la huida, dice Sruoga en su libro. Ir escribiendo durante esos años terribles le permitió refugiarse en sus reflexiones y mantenerse apegado a su condición humana. El texto está lleno de horror y sarcasmo, redactado en el fino humor y los giros sutiles con que describe el sufrimiento, la miseria caníbal y la banalidad del maniqueísmo ahí donde reinaba lo trágico.

 

Había que mantener la vida de cualquier manera, dice, para explicar cómo se tragaba, en la sopa cotidiana, las remolachas sin lavar hervidas con toda la tierra, los repollos ablandados por el moho, los nabos que olían a chivo y otras porquerías agusanadas ante las que le habrán estornudado las tripas en su calidad de académico recién llegado al lager. Pero a medida que avanza en la escritura, sus páginas no dejan de dar testimonio de la constancia del hambre. Cierta vez, cuenta, un guardián que le tenía cierta consideración --quizá impresionado porque el corpachón macizo de Sruoga resistía sus bofetadas sin caerse-- le regaló dos trocitos de pan seco. Los agradeció con una profunda reverencia y empezó a alejarse para comérselos en soledad y sin convidar. Pero cuando los buscó en el bolsillo donde los había guardado, ya no estaban. En medio del amontonamiento que rodeaba al guardia, alguien se los había robado. Tan triste y desolado se sintió que, campaneando un cacho’e sol a la orilla de la alambrada, se dejó caer y se puso a llorar. Y se acordó cuando su padre le encomendaba que, si encontraba un pedazo de pan tirado en el suelo, tenía que levantarlo y besarlo. Tantos y tantas de nosotros lo habremos hecho antes de tirar algún pan que sobraba sobre el mantel.

 

Por la noche, apenas cerraba los ojos, una mujer hermosa pasaba al ras de su cama en un carruaje cincelado en pan crujiente, tirado por seis caballos y despidiendo aroma de almendras celestiales. Ella sonreía, agitaba la mano y se perdía en una nada borrosa ¡Dios mío, dios mío, qué hambre tengo! escribía cada día en sus borradores mientras soñaba con una hogaza que oliera a trigo recién horneado, o con una rodaja de cebolla, aunque fuera casi transparente, dice, pero que hamacara, en uno de los bordes, el leve granito de una pizca de sal.

 

Hacia el final de la guerra, los alemanes levantaron el campo y, en su huida, arriaron a los presos, a marcha forzada. El corazón de Balys Sruoga se declaró extenuado y a pesar de que los compañeros se turnaban para cargarlo, finalmente tuvieron que dejarlo abandonado, acostado junto a la cerca de una hacienda, porque ya no podía levantarse ni, mucho menos, dar un paso. Estaba empapado y la nieve lo iba cubriendo. Un francés, prisionero de guerra que, hasta ese momento de la retirada, hacía trabajo esclavo en la hacienda, lo entró a la casa, que había quedado vacía, junto a otros rezagados del campo que, igual que Sruoga, no habían podido continuar la marcha. Los acostó sobre paja seca y se fue a buscar la manera de volver a Francia.

 

Desde lejos se empezaron a oír tiros, los cristales de las ventanas saltaron en añicos. Se oyó un estrepitoso rumor de motores. Los yacientes despojos humanos estiraron los cogotes por entre la paja para mirar cómo los tanques del Ejército Rojo se acercaban a la casa. Por las torretas de los tanques se asomaban las mujeres hermosas que olían a almendras y a pan tierno. Fin del libro de Sruoga, fin de la guerra, fin de aquel hambre. Comienzo de la memoria.

 

Balys Sruoga pudo terminar su libro antes de morir, en 1947. Ese sol que alumbraba su vida desventurada al borde de la alambrada, desde su altura celeste, como un dios impertérrito, es el mismo sol que me observa por la ventana mientras desgrano mis pensamientos sobre el blusón anaranjado y también cuando mojo mi trocito de pan, de costrita crujiente y miga tierna, en las salsas aromáticas que cocino en el encierro de la pandemia. Lo llevo a la boca ofreciéndolo a su memoria, comulgando con su recuerdo y soñando que después de aquella guerra, no haya quedado en La Tierra un solo ser vivo que no quiera, gustoso, compartir pan y vacunas.

 

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De PÁGINA 12, 20/04/2021

 

Thursday, April 15, 2021

¿Cambio de época?


PABLO CINGOLANI

Hubo un tiempo en La Paz City que cuando te encontrabas con un amigo en la calle, éste te decía, gestualizando para enfatizarlo: “che, hermano, ¿nos tiramos un pase?” o “¿cómo es? ¿le metemos un jale? Obviamente, no hace falta que anote cual era la respuesta. Ibas a un lugar conveniente -una cortada de El Prado, por ejemplo- y listo: todo por la napia, clarificación mental, sangre bullendo y a seguir la rumba. Eran códigos: esta situación se verificaba en modo reciprocidad tácito. Si vos tenías algo en el bolsillo y te tropezabas con un cuate, vos convidabas.

Otra situación catalítica tenía lugar de manera especial y aluvional en las tardes de invierno, las más aptas y propiciadoras para la ingesta de ese brebaje mágico llamado “chuflay”. Sobre él mismo -un preparado en base al aguardiente local llamado “singani”- no hablaré mucho, salvo recomendar la lectura de los innumerables textos escritos sobre el tema por el más afamado gastrósofo nativo, el Ramón Rocha. Con el “Ojo de Vidrio” -alter ego de RR-, por esos azares que la devoción procura, hasta tuvimos el honor de asistir juntos al velorio de uno de los reyes, sino el rey del singani de Bolivia. Fue una cita memorable, hace unos años, allá en Tarija, capital del afamado País del Singani, y debo decir que nos la pasamos bien sollado, como dicen los colombianos.

Insisto: eran las dos, tres de la tarde, invierno, cielo claro, sol a hachazos, ibas boludeando por La Hoyada, te topabas con un amigo y era casi inevitable: “¿y si le metemos unos “chufletes”?” “Y dale”: lo mejor de lo mejor era ir a algún lugar del centro urbano que tuviera jardín abierto o cerrado con esos ventanales del tiempo de María Castaña -con vitrales o sin ellos- o, más aventurera, a veces temeraria, agarrabas un taxi y te bajabas raudamente hasta Cota Cota, semi extramuros en los 90s, y de allí, no te ibas más ya que fija: naufragabas de lo lindo.

Otra, más módica pero sustantiva igual, se resumía en esta gloriosa pregunta: “che, bro: ¿y si nos tiramos unas chelas? En el centro ya aludido, hasta que algún amargo burócrata se le ocurrió prohibirlo, pululaban montones de “usucuchos”, de “bares infames” como los llamaba el Guille Aguirre con cariño, donde si querías una caja de cervezas (12 botellas) te las ponían ahí, bien bonitas al costado de la mesa, y si querías dos cajas, también. Vivíamos en un paraíso líquido y lo celebrábamos a cada rato.

Ahora, en estos tiempos pandémicos, y ya me empieza a emputar que así suceda, vas por la calle y te encontrás con un amigo y lo mejor que te puede pasar es que el ñato te rocíe espásticamente las manos con… ¡alcohol en gel! Algunos giles aseguran: cambio de época… ¿cambio de época? Andá a saber…

 

Dedicado a Yul, Juanca y Freddy, que partieron por la covid

 

Laderas del Aruntaya, 14 de abril de 2021

 

Tuesday, April 13, 2021

Moriremos nosotros también (evento)


MIGUEL SÁNCHEZ-OSTIZ

Mañana presento Moriremos nosotros también, desbarre autobiográfico, más que novela, que solo tiene que ver con El Escarmiento y El Botín de manera tangencial, mucho. Cierto que de aquellas páginas  salió hace nueve años, pero ir, lo que se dice ir, ha ido a parar a otra parte. Me repugna que en el cartel anunciador aparezca el emblema del Gobierno de Navarra que aquí no organiza nada y yo le sirvo para sus mandangas de blasonar de actividades culturales, una línea más. Igual es porque presta un techo en donde Cristo pegó las tres voces porque si no, no lo entiendo. En más de quince años, los últimos, es la primera vez que acudo a un centro oficial. Mal me fue con la derecha upenera (tras el 2001), pero peor me ha ido con los rompedores progresistas que han venido luego... por lo que a lo oficial se refiere. Por mí pueden irse todos a la mierda: los pasados, los presentes y hasta los futuros pluscuamperfectos. ¿Por qué me presto ahora a esta mojiganga, que lo es? Por ayudar al editor en lo poco que pueda y darle visibilidad a la editorial, y al libro que salió hace ya tres meses, así que rara presentación es esta... más bien suena a darle al libro los santos óleos y cantarle un responso funeral de primera. El libro solo ha cosechado una reseña, la de Iñaki Urdanibia, y dos comentarios privados. El resto silencio. Estoy acostumbrado. No estamos en tiempos lectores. Esas costumbres lectoras han terminado de cambiar de manera radical (deteriorarse) el último año con la pandemia. Dicen que el aforo es limitado a 40 personas. Mucha gente es esa, no sé. Iremos viendo.

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De VIVIRDEBUENAGANA, blog del autor, 13/04/2021

Saturday, April 10, 2021

Thomas Hardy, el fatalista


RAFAEL CONTE

«La letra mata», puso como epígrafe Thomas Hardy a su penúltima novela, Jude, el oscuro, que fue precisamente la que más críticas adversas le acarreó. Corría el año 1895 de la Inglaterra victoriana, y al viejo novelista, que llevaba ya más de un cuarto de siglo de ascensión lenta e implacable, ya sólo le quedaba cuerda para otra novela más, La bien amada, que publicó dos años después. Hardy falleció en 1928, pero sólo publicó, durante los últimos treinta años de su vida, poemas, dramas y un monumental poema dramático que volvió a reconciliarle con el público y la crítica -Los Dinastas- hasta el punto de que fue repetidamente candidato al Premio Nobel de Literatura. Pero su potente manantial narrativo se había secado para siempre. Y, sin embargo, su vocación apareció desde los primeros tiempos como algo incontenible y poderoso, como una fuerza de la naturaleza que se abría paso contra viento y marea. Hijo de una familia modesta -su padre fue maestro albañil-, aprendiz de arquitecto, originario de Dorchester, capital de la comarca real que le sirvió de escenario imaginario a todas sus novelas, para el que resucitó su viejo nombre de Wessex, lo abandonó todo por la literatura, Publicó su primer libro en 1871, justo al año siguiente de la muerte de Dickens. Por aquel entonces, la tradición narrativa victoriana -que no fue grande más que en lo que tuvo de antivictoriana- la representaba George Meredith, que ayudó al joven escritor en sus comienzos. El éxito empezó a llegar a partir de su segunda novela, publicada al año siguiente, y a partir de entonces Thomas Hardy, desde su Dorchester natal, va a edificar una prolongada carrera de escritor: poemas al principio, catorce novelas largas y otros libros de relatos en la época central, con vuelta final a la poesía y el teatro.

Hardy ha legado sobre todo seis grandes obras a la posteridad, que, tras largos lustros de relativo olvido, ha vuelto sus ojos hacia él: junto a la citada Los Dinastas -magno drama histórico en verso, en 3 partes, 19 actos y 130 escenas, donde recogió, ya al final de su carrera, su pensamiento y obsesiones- vienen cinco novelas muy leídas, varias de ellas adaptadas al cine y la televisión: Lejos del mundanal ruido, El regreso del nativo, El alcalde de Castebridge, Tess de los d'Urbervilles y Jude, el oscuro.

Sus novelas no son obras maestras, pero imponen por su solidez, por la potencia de su estructura, por su grandiosa construcción. Al fin y al cabo, sus orígenes fueron de estudiante de arquitectura y dibujante de iglesias para su reconstrucción, y lo primero que publicó en su vida fue un artículo titulado precisamente «Cómo se hace una casa». Virginia Woolf tenía por Hardy sentimientos encontrados: reconocía su genio, pero le molestaban el esquematismo de sus personajes y el determinismo de sus argumentos. En gran medida, Hardy carecía de humor, y esto es demasiado grave para ser un típico escritor británico. La naturaleza que tanto amó y tan excelentemente describió es la misma que atenaza misteriosamente a sus personajes, la que alumbra al mal universal. Sus obras son dramas y tragedias felizmente desprovistas de sentimentalismo.

Pues Hardy fue un fatalista, un griego victoriano que describe la lucha de la carne contra el espíritu en una naturaleza hostil. Su sentimiento de lo telúrico llega a extremos misteriosos y fantásticos. Sus personajes, por lo general, terminan mal: o en la muerte o en el fracaso. Sus denuncias, de las injusticias sociales, del matrimonio, de la desigualdad femenina, de la dificultad en acceder a la instrucción, en los años donde se extendía la democracia en Gran Bretaña, le acarrearon graves problemas. Tess y Jude levantaron escándalos que hoy nos hacen sonreír, como algunas de sus más trágicas escenas. Fue un moralista, no un satírico. Y cuando Tess, la «mujer pura», es sacrificada, Hardy exclama: «La justicia estaba satisfecha y Dios había terminado con Tess su siniestro deporte».

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De EL PAÍS, 01/10/1980

Thursday, April 8, 2021

Cascarita: la hipertensión y la buena suerte


GEOVANNYS MANSO

Siempre nos reuníamos en el parque de la iglesia de La Pastora. Era la mejor área del carnaval de Santa Clara, sobre todo, porque por allí pasaban los músicos que más nos interesaban, sin el espíritu hiperbailable de otras áreas: un sonido tenue, agradable y mucha cerveza a granel a nuestra disposición, como debe ser en todo carnaval que se respete.

Aquel viernes de 1998 había carnaval y, aunque nuestro espíritu cervecero y conversacional era, por entonces, irredimible, algo aún más profundo nos convocaba y abandonamos el recinto carnavalesco, para llegar hasta El Mejunje, pues esa noche, era «Viernes de la Buena Suerte».

Por entonces no había tumulto. Todo, en El Mejunje, era familiar, pequeño, íntimo, cercano, como una hermandad. La noche de carnaval había drenado el escaso público de esa noche y vivimos el suceso más inaudito de nuestras vidas: Cascarita y Los Fakires cantaban todo su repertorio para nosotros, un puñado de amigos: Alexis Castañeda, Hector Bosch, Alain Garrido, Diego Gutiérrez, Edelmis Anoceto, Aurora y algunos más, pero pocos, muy pocos, allí, escuchando y disfrutando el repertorio más digno de la música tradicional cubana: «Que se me caigan los dientes si miento», «El panquelero», «Penita contigo», «Cualquiera resbala y cae», «Alma con alma», «A mí qué», «Siguaraya». El saxo de Bringues, las maracas y el güiro de Felo, el bongó de Gilberto Abreu, la guitarra de José Remié y la voz, la tronante voz de Cascarita, donándonos todos los paisajes de la isla, todas las sonoridades; un ser hecho para cantar…, para estremecernos…

Saber que debíamos estar allí, aquella noche y no en cualquier otro sitio de la tierra, era nuestra verdad pues aprendimos, tempranamente, que hay cosas enormes que hay que presenciar y así fue.

Antes o después, mi memoria no alcanza para precisar la fecha exacta, yo estaba en el policlínico Nazareno, de guardia. Era una tarde abúlica, sin pacientes y leía, tranquilo, dejando pasar las horas. De pronto tocan a la puerta y, al abrir, descubro a Cascarita…

—¡¡Azúcarrrrr!!! —grité—, si el mismísimo Cascarita…

—Eh, eh… Ud. me conoce, Ud. me conoce… —dijo algo turbado…

—Maestro…, quién no va a conocer al gran Cascarita…, venga…, pase…

—Mire, médico, yo vengo porque, al parecer, ando con la presión alta y necesito darme unos buches… Ud. sabe… «para vivir hay que beber…»

El esfigmomanómetro marcó una hipertensión ligera, nada grave. Le administramos una tableta de Nifedipino sublingual y aproveché su estadía casi obligatoria en el Cuerpo de Guardia, para conversar con él, para evitar que la abulia ganara terreno. Muy pronto la consulta de llenó. Vinieron las enfermeras y los médicos y los técnicos, para oírlo cantar, para escucharlo hablar del Benny Moré y otros tantos músicos que había conocido.


Cascarita no era pródigo en sus conversaciones, pero cuando cantaba, detenía los vientos sobre la tierra.

Cuando volví a revisarlo, su tensión arterial era normal.

—Cáscara…, ya puede darse los buches que quiera… —le dije.

—¡¡¡¡Azúcarrrr!!!!!, ¡¡¡¡¡Sabrosoooooo!!!!! —fue todo cuanto dijo, y salió del policlínico, directo al bar más cercano…, supongo…

La vida no siempre te regala instantes inapresables. Pero aquella noche, donde Los Fakires tocaron para nosotros, aquel viernes de carnaval santaclareño y la tarde que fui el médico de Cascarita, esos días gravitan en mí con todo su esplendor.

Con gusto me hubiese ido con Cascarita aquella tarde. Sí sé que cuando terminó el viernes de la buena suerte, regresamos a La Pastora, para amanecer y yo culminé a los pies de la estatua de Miguel Jerónimo Gutiérrez. Pero esa es otra historia.., otra historia…


Sunday, April 4, 2021

¡viva la muerte!


PABLO CEREZAL

Vivimos tiempos de resurrecciones vergonzantes que claman contra la inteligencia aclamando los singulares beneficios de la muerte... siempre que sea la ajena. Tiempos de exhumar restos arqueológicos que sólo sirven para hacer arqueología en que nació a la muerte eso que damos en llamar civilización. Tiempos de ratas que chapotean, orondas de moneda voraz y famélica actividad cerebral, los charcos como vertederos en que naufraga la ciudadanía. 

¡Muera la inteligencia!, ¡viva la muerte! Algo así dicen que dijo hace no mucho un neandertal que soñaba con recluir a la sociedad hispana entre las paredes de su propia Altamira. Y en algo acertó, a pesar de todo, estableciendo tan estrepitosa concatenación de conceptos. Porque muerta la inteligencia, todo lo que resta carecerá de vida. Me enredo, para variar, cuando sólo quería hablar de de los dignos momentos que nos regala la vida inteligente en este planeta, por más que se vista de óbito. Uno de ellos tuve la suerte de gozarlo hace poco más de una semana (ya saben, escribo con retraso) en la sala Siroco de Madrid.

Soy la muerte, asegura María Guadaña y, más allá de su potente imaginario de abrazos de parca y besos que muerden, tal vez no sea consciente de lo que ella misma representa cuando se sube a un escenario: sí: la muerte, para comenzar, de todo el clamor de vacuidades musicales a que nos exponen los B-29 de unos mercados empeñados en arrasar cada pequeño Hiroshima de criterio melódico que subsista entre nosotros. María Guadaña se sube al escenario rodeada de sus Afiladores y combate con sabiduría y actitud los ejércitos de estulticia que acosan a cualquier amante de la música popular entendida como arte vivo. Porque arte vivo es su música, poética de folklore bastardo de fronteras y ritmos, arrabal melódico de alta alcurnia, dicción envenenada de voces que suponen mimbres con que erigir, con soberbia artesanía, la propia.

María Guadaña se ha presentado en sociedad como una parca lúbrica y amable a la que nadie medianamente inteligente se atreverá a cerrar la puerta de casa. Con sólo los cinco temas de su EP Remedios Paganos ha logrado arrebatarnos la fisiología en un vendaval de melodías como jirones de piel y letras como cuchilladas por la espalda bien merecidas. Cinco temas que bien podrían ser los salmos de esta sacerdotisa de la fiereza suave. Con la vida y sus extremos por bandera nos regala una pequeña muerte en cada escucha de unas canciones que saben a cabaret de extrarradio, a feminidad de polka ebria con tacto de tequila bien reposado a la hora de la venganza. Canciones de latido feroz y melodías de arrabal milagroso, hábilmente engrasadas por esos orfebres de la tensión rítmica que suponen sus Afiladores. Pero resulta que esa magnífica puesta de largo es sólo emoción contenida, porque cuando María Guadaña se sube al escenario las emociones se desatan y los espectadores tornan feligreses de su evangelio de amores maltratados y filos sobre los que deslizarse para mejor lamer las propias heridas. 

Ya, lo sé, no aclaro nada, pero es que no soy crítico musical. De serlo, secundaría a esos que ya aseguran que esta mujer es algo así como una P.J. Harvey hispana o un Nick Cave que cambió de sexo sin olvidarse del propio, y cosas por el estilo que son muy de crítico musical consciente de la necesidad de enumerar referencias para mejor ostentar sus conocimientos y, de paso, orientar al siempre ignorante personal. Yo no soy crítico musical, ya digo y tampoco puedo ser crítico con esta artista tras haber disfrutado su apabullante presencia escénica, su oscura sabiduría lírica y sus melodías como nanas mexicanas para niños traviesos y muertos. También el perfecto engranaje de esa máquina de triturar etiquetas que son sus Afiladores, los músicos con que ha tenido el buen gusto de acompañarse.

Finalizado el recital sólo me quedó abrazar a María Guadaña como quien abraza la muerte, y agradecerle por recordarme que el largo imperio de la parca no obliga a desterrar de sus dominios eso que llamamos inteligencia y que tanta falta nos hace, hoy, en este bendito terruño. Así que, como dijo el neandertal aquel al que hoy hacen coro tantos cromañones: ¡viva la muerte! Lo de asesinar la inteligencia, ya si eso, les intentamos explicar que no es condición sine qua non cuando se acerquen las siguientes elecciones, por ejemplo.

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De POSTALES DESDE EL HAFA, blog del autor, 16/11/2019

Fotografía: Pablo Cerezal 

Saturday, April 3, 2021

Florece el cedrón


JORGE MUZAM

A fines de marzo florece el cedrón. Coincide con el desvanecimiento del huerto veraniego. Las mazorcas convirtiéndose en espantapájaros marrones, ajíes mutando de escarlata a carmín, manchones de menta con estrés hídrico y zapallos camote aflorando como pequeños Budas en el descampado.

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De CRÓNICAS SANFABIANINAS, blog del autor.

Fotografía: Jorge Muzam

 

plumas envenenadas


MIGUEL SÁNCHEZ-OSTIZ

Ayer recibí una carta insultante, larga, mucho, dos folios por ambas caras, apretada escritura. Hacía años que había perdido la costumbre de recibirlas. Por fortuna la firmante decía estar bien de los pies. Entendí de inmediato que me estaba diciendo que está mal de la cabeza, algo que es del dominio público. Se me reprochaba mi inveterada afición al alcohol, a la perica y a las putas, hasta ahora mismo, algo que hace que el vecindario del lugar donde vivo no me quiera; se deseaba que ni mis hijos ni mis nietos se me parecieran, pero sobre todo se me instaba a dejar de escribir, porque ya no tengo edad, y a disfrutar de mi jubilación y a viajar con el INSERSO a Benidorm, Sevilla, Canarias y Marbella... Vaya por Dios, qué crímenes habré yo cometido en otra vida para merecer estas animaciones de la vida cotidiana, luego dicen que qué cosas me invento en mis novelas. ¿Inventarme? ¿Para qué? Si me ponen los dislates en bandeja en esta Casa de Orates a cielo abierto.

*** La imagen es de una máscara Lega, Lukwakongo, de la sociedad Bwami... es decir, que la vida está llena de cosas hermosas, atractivas, y que el tiempo apura demasiado como para andarse bailando al son de los disparates ajenos.

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De VIVIRDEBUENAGANA, blog del autor, 25/03/2021

 

Sopa de zapallo y analgésicos


PABLO CINGOLANI

Chatwin “enloqueció” cuando le diagnosticaron VIH -para él, SIDA era mala palabra, era estigmatizante y cruel y tenía razón. El escritor británico ya era famoso por sus libros, legendario por sus viajes y su no-estarse-nunca-quieto. Herzog y dos mil amazonas de ébano estaban filmando en Ghana una de sus obras, el bueno de Bruce acudió hasta África a ver qué onda y salió escaldado con el clima delirante del rodaje de Cobra Verde y ¡zas! luego le anuncian la portación del virus…fue demasiado. En su epistolario -titulado Bajo el sol- Chatwin enumera a sus amistades una larga serie de hipótesis en torno a dónde y cómo se pescó “el bicho” -todas, fiel a su estilo desmesurado- y sobre su ímpetu por el estudio de la virología, incluyendo anuncios de hallazgos personales que, según el atormentado escritor, cambiarían la historia de la medicina y la conflictiva relación entre los seres humanos y su eterno enemigo íntimo. Eran los años ochenta cuando el VIH hizo eclosión y estragos y cualquier semejanza con el momento actual, NO es coincidencia. A sus afanes de encontrar el mismo la cura al mal que lo afectaba, Chatwin le agregó un brote místico: se convirtió a la fe ortodoxa y estaba decidido a recluirse en Monte Athos.[1] No pudo concretar su deseo: la muerte lo encontró en Niza una mañana de invierno de 1989.

 

¿Por qué cuento todo esto? Porque las cartas de Chatwin -de manera precisa: las que escribió de su puño y letra o las que fueron dictadas cuando ya su estado de postración le impedía hacerlo- fueron mi primera lectura, relectura en realidad, tras que me sometí a la primera operación quirúrgica consentida de mi vida. Esa vuelta a la lectura, tras varios días de haber pasado por la anestesia, el desgarro y la sutura, a la lectura de las intimidades de un paciente -cuyos anhelos y pareceres, hay que decirlo, se conocieron póstumamente- puede parecer, a primera vista, en la situación que experimentaba, un acto masoquista, acentuado además por un final trágico y triste. Pero lo diré así: en medio del acuciante y perturbador dolor que sufría en el post operatorio, más allá de estar absolutamente en reposo y seguir una dieta estricta que consistía en una fibrosa sopa de zapallo con generosas dosis de analgésicos, para no caer en los excesos que había caído el pobre de Chatwin, no tuve mejor idea que usarlo como antídoto. Y en medio de la nube psicotrópica a donde me colgaban los analgésicos, decidí que así nomás había sido, que ya no quería volverme tan loco (León Gieco) y que no había otra cosa que hacer que aguantarse, seguir metiéndole nomás a la sana sopita de la noble cucurbitácea de color naranja y, como me dijo mi madre por teléfono: hacerle caso al médico.

 

En esa dirección, mi plan de lecturas siguió el mismo rumbo terapéutico y fue entonces que -tras volver a leer Los trazos de la canción, el libro patagónico y el libro que siguiendo la travesía austral de Chatwin escribió un tipo que luego se mató en un accidente aéreo[2]- me volví a embarcar en la relectura del libro de Krakauer sobre el malogrado Chris MacCandless. Esta vez lo leí desde la mitad -cuando Chris llega a Alaska- hasta el final y luego leí el principio. Así duele menos.

 

La historia de Chris es una terrible, contradictoria y muy debatida historia anti-sistema.[3] De ahí, su lado honorable y glorioso. De ahí también, su atracción y su magnetismo. Pero el final de la historia es tan trágico y doloroso que dio pie a todo tipo de cuestionamientos y reproches contra su protagonista. Sobre todo en la ártica Alaska, donde Chris literalmente dejó sus huesos, siguen sin quererlo nada al héroe de la película de Sean Penn, no sólo por considerarlo un irresponsable sino porque la forja del mito Chris -producto del libro que releía y del film que lo amplificó sin límites-, atrajo legiones de seguidores, varios que, como él, encontraron la muerte frente a la misma hostilidad del medio ambiente que hizo que Chris sucumbiera de inanición y/o de envenenamiento por ingesta de plantas que desconocía. El sitio elegido para la devoción y homenaje a la memoria de Chris era el micro abandonado que terminó siendo su tumba y que el bautizó como “el bus mágico” (The Who: The Magic Bus). Fue tal la resistencia que los alaskeños manifestaron contra tal peregrinación que, finalmente, hace unos pocos años, las autoridades del estado trasladaron el vehículo, vía helicóptero, a un sitio que aún se desconoce cuál es.

 

Si leerlo a Chatwin era un conjuro contra la locura momentánea que sentía acosándome por mi inédito estado de salud, leerlo a Krakauer, leer su versión de la vida, muerte y transfiguración de Chris, dado el parate forzado donde sigo transitando, sirvió para calibrarme, para afinar ciertas certezas o desmentirlas y suponer que ando preparándome para cuando el doctor me conceda el alta y uno pueda volver a su “normalidad”, esperemos mejorada. Chris no pudo intentarlo: la crecida de un río glacial se lo impidió. No pudo regresar a Itaca, a la Itaca del poema de Kavafis, que hubiera sido mejor guía para su búsqueda existencial que las tortuosas páginas que leyó de Jack London. De ahí, mi cuidado con las lecturas que elijo en este trance…

 

Y, en fin: así va la vida. Régimen hospitalario, pero en casa. Una semana, dos semanas, hoy se cumple mi tercera semana de convalecencia: avanzamos, dejamos a un lado los analgésicos y pasamos de la sopa al puré (de zapallo, por supuesto) y, siempre bajo prescripción del facultativo, ya empecé a masticar ese alimento que tanto aprecio: carne de vaca, deliciosa proteína y gloriosa costumbre argentina. Y permítaseme la digresión, o no tanto. Dado mi circunstancial status de convaleciente, me alejé de cualquier conexión con la realidad que no fuera la caja boba, el súper analgésico global. Allí me enteré de las mutaciones del virus pandémico y de la nueva cepa “de Manaos” o “amazónica”, más contagiosa y más letal según vociferan los de la tele. Pensé: Manaos, la irreal capital de una ilusión elástica y efímera pero que precipitó un genocidio que sigue impune. Recrudecí: la Amazonía, uno de los ecosistemas más amenazados de la Tierra y del cual depende la supervivencia del planeta. Medité: una de las causas de su devastación es, precisamente, querer meter dentro de ella a las pobres vacas a la fuerza, deforestando, erradicando la selva. Y nada ni nadie -ni el mismísimo Señor Papa de la Cristiandad- tiene la fuerza suficiente para detener lo irreversible. Concluí: Que una variante más fatal del covid surja y se expanda desde ese escenario ya de por sí lamentable y catastrófico, disculpen mi humor negro, pero, llegado el caso, asistiríamos a un final con cierto decoro, dignidad y justicia histórica. Fin de la digresión.

 

Tal vez, para favorecer y acelerar mi cura, hasta que me den el alta, debería dejar de ver las putas noticias o, vía rápida, volver a los paraísos artificiales baudelerianos, a los benditos analgésicos y dejarme de joder, aunque como no concibo la conducta del avestruz, habrá que insistir y aguantarse hasta sanar y seguir leyendo…sólo poemas de Manuel Castilla.

 

Laderas de Aruntaya, 31 de marzo de 2021




[1] Vía e mail, comenté este hecho con Salvador Gargiulo, editor de Siwa, la mejor publicación de geografías literarias del orbe. Su respuesta bien vale la muy merecida nota al pie de página que transcribo: “No lo sabía!!!!! Me lo consagraste, ahora sí, como un absoluto ídolo, y con toda razón. Es el sitio donde olvidarse del mundo. El día que se animen a sacar el pasaporte eclesiástico para entrar al Athos (diamonitirion), me dicen y armamos el plan de viaje. No se lo van a olvidar jamás. En la cima del monte mayor del Athos, el Metamorfossi, hay aldeas de monjes iconógrafos. Y hesicastas que viven en la cornisa de la montaña. Si nos hacemos pasar por cristianos ortodoxos, nos integran a los ritos de medianoche. Allí no hay pesos, ni euros, ni dólares. El día empieza a la tarde (calendario juliano), se bebe vino y se comen uvas y nueces. No hay mujeres, salvo la Theothokos. Allí no nace nadie hace mil años. Las sendas te llevan por los monasterios. Si llegás después de las 17.00 horas, cierran las puertas y pasás la noche en el bosque. Si no, te recibe el monje hospedero y te aloja en una celda con vista al abismo”. Por si acaso, ya saben.

[2] Se trata de Adrián Giménez Hutton. El libro se llama La Patagonia de Chatwin. Contiene todas las puteadas (es un decir) que Osvaldo Bayer le lanza al inglés por los libros que le prestó -algunos, asegura, ni siquiera se los devolvió- y con los cuales escribió los fantasiosos capítulos sobre las criminales matanzas de obreros que acontecieron en la Patagonia a principios del siglo XX y que fueron, prolija y militantemente, estudiadas, escritas y publicadas por el propio Bayer.

La muerte de Giménez Hutton fue producto de un accidente aéreo, volaba rumbo a la provincia de Santa Cruz, el mismo escenario de las masacres, el año 2001. Recuerdo siempre este ingrato hecho porque en la aeronave también revistaba Fonrouge, el gran Fonrouge, uno de los más grandes andinistas de la historia argentina. Tuve el gusto de conocerlo cuando mis 17, acudiendo a su casa, donde el mismo me terminó confeccionando mi primera campera de duvet que si bien ya no la uso, es fácil imaginarse porque la conservo.

La chamarra es una tremenda pieza de ropa de montaña, de un color celeste metálico, semeja indumentaria de astronauta, cosida a mano por el propio montañista (Lean una biografía del hombre en http://www.culturademontania.org.ar/Historia/HIS_joseluis_fonrouge.htm).

La campera fue estrenada el invierno del año 1980 en un rocambolesco viaje que hicimos con E. a Bariloche. Casi si quema en otro viaje, esta vez con Fabián Luna y el “negro” Marcos, cuando hicimos noche en una garita policial perdida por algún camino de la provincia de Salta. No recuerdo exactamente donde fue el percance, pero lo que si no me olvido fue que estábamos mateando y tomando ginebra con el sargento y, de repente, la muy inflamable prenda se iba derecho sobre las brasas y todos nos arrojamos sobre ella para salvarla. En Bolivia, ya usaba una campera de plumas de tecnología moderna, menos estruendosa, pero recuerdo que se la presté al Gabo Guzmán cuando subimos al volcán Tunupa.

[3] Sobre la historia, escribí El blues de Chris. Ver https://plumaslatinoamericanas.blogspot.com/2012/11/el-blues-de-chris.html?m=0