Sunday, July 29, 2018

Cesare Pavese El portador de una melancolía voluptuosa


OSVALDO BAIGORRIA

Podía considerarse un sobreviviente exitoso. Había atravesado el fascismo, la cárcel, la guerra y la posguerra hasta llegar a uno de los lugares más privilegiados del campo intelectual italiano. Había publicado catorce libros, traducido a varios autores estadounidenses, cofundado la editorial Einaudi y recibido el prestigioso premio Strega en 1950. Pero en verano de ese mismo año se suicidó con somníferos en una habitación de hotel de Turín, la ciudad en la que vivía y que conocía como la palma de su mano.

El gesto final de Césare Pavese corona de un modo tan nítido su obra y trayectoria que es imposible eludirlo y es justamente con la mención de ese gesto que Jorge Aulicino decide iniciar el prólogo a su traducción de estos dos libros en uno. Trabajar cansa fue el primero, escrito entre 1931-35 y publicado por Solaria en Florencia antes de la edición definitiva de Einaudi, en 1943, que incorporó poemas de los años 1936-40. Vendrá la muerte y tendrá tus ojos fue el último, nacido en la primavera de 1950 (excepto por los poemas de La tierra y la muerte escritos en 1945 y La casa que es de 1940) y publicado de modo póstumo en 1951.

Entre los versos finales de Pavese se encuentran aquellos titulados en inglés que le dedicara a la actriz neoyorquina Constance Dowling luego de que esta rompiese con él y partiera de regreso a Hollywood, y el par de poemas escritos en su totalidad en esa misma lengua. “To C. from C.”, que podría leerse como “de Cesare a Constance”, refiere a esa “sonrisa manchada/en congeladas nieves/ viento de marzo” que reaparece en “You, wind of march” como “sangre de primavera/ anémona o nube/tu paso ligero/ha violado la tierra”. Y “Last blues, to be read some day”, que canta a aquel amor que para alguien habrá sido solo un “flirt”, un “levante”, mientras otro quedaba herido y moriría sin saber.

En castellano, Pavese fue conocido post-mortem a lo largo de la década del 50, sobre todo por su diario El oficio de vivir, varios libros de narrativa, los artículos de La literatura norteamericana y otros ensayos, y la primera versión de Trabajar cansa y Vendrá la muerte y tendrá tus ojos por Rodolfo Alonso, con la colaboración de Hugo Gola, en 1957. Estos dos títulos, publicados siempre en un solo volumen primero por Nueva Visión, luego por Lautaro y Alción, se reeditan este año en una versión que no solo aggiorna algunos términos –por citar dos ejemplos, en vez de “El dios-cabro” será “El dios cabrón” y “Gente desarraigada” será “Gente fuera de lugar”– sino que permite leer con fluidez cada instante de esta poética que el texto introductorio analiza como resultado de un cruce de épocas y de culturas: el mundo del trabajo rural y su choque con la ciudad en crecimiento, la Segunda Guerra Mundial y la presencia estadounidense en Italia. Un cruce que Pavese supo elaborar desde su conocimiento de las herramientas de los narradores norteamericanos a los que traducía en esos años: Melville, Dos Passos, Faulkner, Steinbeck, Sherwood Anderson, entre otros.

Así se habría edificado esta “poesía que también es prosa” y que ha sido con frecuencia calificada de narrativa aunque se dedicara no solo a relatar anécdotas sino más bien a lo que Aulicino llama el “rodeo en torno a instantes extáticos”. Esos momentos únicos en los que irrumpen la mujer que nada sin romper el agua, el chirrido del carro que sacude el camino, el borracho en la calle y las casas perplejas, el viejo que recuerda cuando hizo de perro en un campo de trigo, y las colinas, siempre las duras colinas del Piamonte con sus cimas quemadas que llenan el cielo.

El genio pavesiano habrá sido una presencia providencial para aquellos escritores de los años 60 que intentaban superar las dicotomías entre poesía y prosa, ética y escritura, compromiso y literatura. “Volver a Pavese” escribía Néstor Sánchez desde Roma en 1971 en una antología de ensayos de diez críticos italianos que había traducido para Monte Ávila, “es recuperar un sabor que no puede olvidarse”. Conjeturas: el sabor de la melancolía, el regusto del dolor por deseo y ausencia y por sospecha de que toda palabra es la historia secreta de una carencia.

Pero volver hoy a Pavese, más allá de una lectura desatenta que podría desestimarlo por machista, es vérselas con su sensibilidad extrema ante la orfandad y la desdicha y una épica del sufrimiento que rehúsa doblegarse ante el monótono curso de lo cotidiano. En una semblanza que escribió Natalia Ginzburg, el entrañable misógino Pavese es portador de esa melancolía voluptuosa y distraída del muchacho que todavía no pisa la tierra y que se mueve en el mundo solitario de los sueños: “En ciertas ocasiones estaba muy triste; pero nosotros pensamos, durante mucho tiempo, que se curaría de esa tristeza cuando se decidiera a ser adulto”. En sus últimos poemas es también el eterno adolescente que sufre mal de amores.

Ese muchacho se suicidó un mes antes de cumplir los 42 años. Razones para quitarse la vida nunca hay una sola aunque sí puede haber un tema recurrente. Como dejó escrito en su diario: “Uno no se mata por amor a una mujer. Uno se mata porque un amor, cualquier amor, nos revela en nuestra propia desnudez, miseria, indefensión, nada”.

Trabajar cansa/Vendrá la muerte y tendrá tus ojos, Cesare Pavese. Traducción y prólogo de Jorge Aulicino. Griselda García Editora/Ediciones del Dock/ Cartografías, 200 págs.

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De REVISTA Ñ, 18/07/2018

Imagen: Un joven Pavese. Uno de sus mentores en la Universidad de Turín fue el intelectual Leone Ginzburg -asesinado por los nazis en 1944-, marido de la escritora Natalia Ginzburg y padre del ensayista Carlo Ginzburg
  

Wednesday, July 25, 2018

Todo se acaba


JULIA GONZÁLEZ CALDERÓN

—¿Me querrás siempre?
—Siempre, Aura, te amaré para siempre.
—¿ Siempre? ¿Me lo juras?
—Te lo juro.
—¿Aunque envejezca? ¿Aunque pierda mi belleza? ¿Aunque tenga el pelo blanco?
—Siempre, mi amor, siempre.
—¿Aunque muera, Felipe? ¿Me amarás siempre, aunque muera?
—Siempre, siempre.


Carlos Fuentes, Aura

Ya nos lo decían los budistas: todo es temporal, todo se acaba. Todo. Se acaba la guardería, la escuela, el instituto, la universidad, tu primer trabajo... Se acaban y la vida, que no tiene compasión ninguna, te empuja. Todo se acaba. Tu dinero, la vida de tus padres. Tu mucha o poca belleza, tu juventud, tu memoria, tu dentadura, tu matrimonio. Tu vista, tus amistades, tus rencores, tus deudas, tu casa y tu ropa. Son temporales tus vacaciones, tus horas de sueño, las palabras de amor. Es temporal el dolor. También la soledad. Y la felicidad, claro, es temporal. Como todo. Se acabarán las horas de risa, cada borrachera llegará a su fin, el cigarrillo se consumirá. La canción tiene que terminar. Se acabarán el papel higiénico y los cereales igual que se agotarán tus lágrimas y tu deseo sexual. Cumplirá sus días el calendario del presente año, y dirás adiós a la adolescencia, los felices veinte, la treintena, la madurez y hasta a la misma vida. Y nada puedes hacer para remediarlo.

Hoy, amigos, vengo con estas reflexiones fatídicas a causa de que, acabando enero, he concluido las sobras de la cena de Acción de Gracias, que celebré en casa a finales de noviembre del pasado año. No hay nada que hacer: se han acabado, y no hay vuelta atrás. Qué he de cenar las noches que quedan hasta el próximo Thanksgiving, eso... ¡solo Dios lo sabe!

Y tú, ¿qué es lo que más temes que acabe?

Foto: veis a los actores Sarah Paulson y Mark Duplass, protagonistas de la agridulce Blue Jay (Alex Lehmann, 2016), cuyo guión va firmado por el mismo Duplass, quien nos ha sorprendido escribiendo tan bien después de hacernos reír tanto con su personaje de doula new age en la serie cómica The Mindy Project.

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De NINGÚN LUGAR SAGRADO (blog del autor), 25/07/2018

78/52


ELOY TIZÓN

Veo el documental 78/52. La escena que cambió el cine, de Alexandre O. Philippe, centrado en el análisis pormenorizado del famoso crimen de la ducha de Psicosis (1960) de Alfred Hitchcock. El documental repasa esos 78 planos y 52 cortes de edición, de poco más de tres minutos, a los que Hitchcock consagró una semana entera de rodaje en California. Cuchillos y muslos, sumideros y pelucas, dinero robado y aves disecadas, voyeurismo en estado puro (el agujero en la pared por el que Norman Bates espía a mujeres desnudas está tapado por el lienzo de Susana y los viejos), chapoteo de apuñalamiento al perforar carne humana que el director diseñó acuchillando melones de la variedad Casaba (después de probar con docenas de ellos, hasta encontrar el idóneo), todo ello ahogado por la partitura cítrica de Bernard Hermann.
 
Esos tres minutos de horror fílmado, con su caligrafía de esguince, cortados y pegados como a tijeretazos, sin relación alguna con el resto de la película (como si el espacio con violencia requiriese de una escritura distinta que el espacio sin violencia), le bastaron a Hitchcock para sobrecogernos. Acribilló al mismo tiempo las pupilas de los espectadores de medio mundo junto a las leyes sacrosantas de la narrativa de ficción. Al asesinar a Marion Crane en la ducha, Hitchcock asesina también nuestras expectativas. Todo eso se marchó por el desagüe. El cuerpo muerto de la ficción, de una belleza alicatada, yacía envuelto en la cortina del baño, metido en el maletero del coche y arrojado a las profundidades de una ciénaga, para no emerger nunca más. El futuro se convirtió en la madre de Norman Bates. El miedo en una pastilla de jabón. Las audiencias temblaron.

Valga como síntesis la opinión de uno de los comentaristas del documental: “Tu vecino dejó de ser Norman Rockwell; a partir de entonces tus vecinos eran la familia Manson”. 

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De EL CULTURAL, 20/07/2018 

Juan de la Rosa y un mito cosmogónico valluno

CARLOS CRESPO

En la cuenta larga del valle cochabambino, uno de espacios más valorados y admirados por su belleza y fertilidad ha sido la campiña de Cala Cala. De hecho, cuando el inca Tupac Yupanki consolida este territorio para el imperio, Cala Cala es el lugar donde construye un “pequeño patrimonio” personal, incluyendo un aqllawasi (casa de mujeres vírgenes del inca) y baños. Innumerables arroyos y vertientes de agua la atravesaban, convirtiéndola en una zona húmeda y exuberante.

Cala Cala ha sido celebrada por poetas, cronistas e historiadores. Alcides D’Orbigny, quien estuvo por la ciudad en 1832, la definía como “el bonito caserío de Calacala, con sus árboles verdes, lugar de cita de los paseantes, sitio elegido para los paseos campestres de los ciudadanos”. Julio Rodríguez, prócer de la élite local, en una biografía familiar recordando la década de 1860, hablaba de los recorridos para “k’uquear” por las huertas de Calacala”. A fines de 1910, el protagonista de la novela de Demetrio Canelas, “Aguas Estancadas”, organiza una fiesta en las “suaves frondas del verdeante bosque de naranjos de Calacala”; y describe: “Nada más bello y amable que aquella floresta de Calacala, reclinada a las faldas de la cordillera del Tunari”. La misma Adela Zamudio tenía una pequeña casa de campo en Cala Cala, donde se refugiaba los fines de semana para escribir, atender a los sobrinos y su jardín.

La magnificencia de la campiña calacaleña impulsó a Nataniel Aguirre proponer a esta parte del valle como el probable escenario del bíblico paraíso terrenal. En una escena de la novela Juan de la Rosa, el protagonista, Juanito, está a punto de enfrentar a Padre Arredondo, por sus inclinaciones a favor de los patriotas. A punto de recibir un duro castigo, Juanito reflexiona sobre el clima y el paisaje valluno de Cala Cala:

“¡Benditos meses de marzo y abril! ¡De cuánta gala sabéis revestir vosotros la hermosa tierra en que he nacido! Si los demás meses del año se os pareciesen, si a lo menos los de septiembre y octubre no fueran tan mezquinos de lluvias y quisieran estimularse con el ejemplo del generoso febrero, para impedir que el sol sediento se beba toda el agua del Rocha y de las lagunas, yo sostendría con muy buenas razones que Eva cogió el fruto prohibido en Cala Cala, aunque me trajesen juramentado al Inca Garcilaso de la Vega, para que declarase a mi presencia que los españoles hicieron venir de la Península el primer árbol de manzanas; porque el Génesis no dice que fue aquel fruto precisamente una manzana, y pudo ser una chirimoya, una vaina de pacay o cualquier otro de los deliciosos frutos de nuestros bellísimos árboles indígenas.”

Aguirre está situando un mito cosmogónico según la tradición judeo cristiana, en el valle, pues está emplazando en Cala Cala el origen de la creación del mundo, otorgando a la campiña, por tanto, un sentido más allá del tiempo histórico. Este es un mito bioregional, pues está articulado a la ecología de la zona, y el novelista escribe desde el conocimiento de su hábitat.

Los mejores meses del año en Cochabamba han sido los de la temporada lluviosa, entre febrero a abril particularmente, donde el valle, en este caso Cala Cala, se torna verde y florido; época de abundancia de frutas, maíz, trigo, papa. Es el momento paradisíaco. Mientras que, entre agosto a noviembre, la lluvia está ausente, la humedad disminuye y el agua (incluyendo el del río Rocha) es escasa. Aguirre sabe y lo retrata

Respecto a la fruta prohibida, efectivamente en Génesis 3:1-3 leemos: “La serpiente era el más astuto de todos los animales del campo que Yahvé Dios había hecho. Dijo a la mujer: «¿Cómo os ha dicho Dios que no comáis de ninguno de los árboles del jardín?» Respondió la mujer a la serpiente: «Podemos comer del fruto de los árboles del jardín. Más del fruto del árbol que está en medio del jardín, ha dicho Dios: No comáis de él, ni lo toquéis, so pena de muerte.» El texto bíblico no explicita que haya sido una manzana la fruta que sedujo a Eva y Adán (especie introducida por los españoles, como Garcilaso de la Vega podría atestiguar), imagen construida por el cristianismo oficial. Pudo haber sido alguno de los sabrosos “árboles indígenas” del valle cochabambino, como el pacay o la chirimoya.

Hoy, Cala Cala, como en el pasado, continúa siendo una zona donde habitan las elites de la ciudad, aunque los cambios son evidentes. La sensación de Juanito respecto a la sequedad del valle durante una época del año, hoy es lo normal: el “sol sediento se ha bebido” las aguas superficiales y subterráneas, las áreas de cultivo y la masa arbórea han desaparecido en pro del cemento y la urbanización kitsch. Tal el paisaje dominante calacaleño. Solo nos queda la memoria literaria de este hermoso mito de creación valluno.

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De INMEDIACIONES, 24/07/2018

Fotografía: Paseo en Cala Cala


Saturday, July 21, 2018

El arsenal o de la viveza criolla

MAURIZIO BAGATIN

“Las leyendas son mentiras que el tiempo las vuelve historias” - Jean Cocteau -

1943: el 25 de julio el rey Vittorio Emanuele III anuncia el cambio de gobierno, con la consecuente caída del régimen fascista Mussolini viene sustituido por Badoglio, y también en lo de Cecchini empieza el miedo por una ocupación alemana, aunque a la radio los jerarcas habían tranquilizado a los italianos: “ La guerra continúa…”. El Comando central de los alemanes viene instalado en Visinale (pequeña fracción colindante con Cecchini, que toma el nombre de Vicinale, vicino al canale: cerca del canal…) en la Villa Gozzi, casa de una noble familia veneciana. A la época uno de los más ricos del pueblo de Cecchini es Giovanni Bagattin (sí con dos t, debido a que por sentirse y aparecer más que los siervos de la gleba, se hizo aumentar una t al apellido que compartía con los servidores…) llamado Nane, dueño y administrador de la famosa destilería de grappa (destilado de uvas, famosísimo en todo el norte de Italia) del pueblo: tacaño y vivísimo, su mayor preocupación era como lograr esconder las miles de botellas del destilado, la graspa Goccia d’oro.

En la destilería trabajaban los hermanos Muzzin, y tal vez fueron ellos en aconsejar al Nane en esconder la graspa en una casa del Cantón (calle mítica de Cecchini, adonde una leyenda cuenta que existía un castillo que fue arrasado por el paso de Atila…) adonde vivía Lillo Piccinin, un personaje insospechable del pueblo, llamado el góbo de Cecchini (el jorobado de Cecchini) por un evidente defecto físico, muy juguetón y siempre dispuesto al chiste inofensivo. En el transcurso de su vida se inventó varios oficios, fue el zapatero del pueblo y con el pasar de los años se hizo sepulturero, y le gustaba ir al cementerio y arreglar las tumbas, mantenerlas siempre en un estado impecable de conservación…                                                                                                

Confiando las botellas al Lillo, el vivo y tacaño Nane pensaba que nadie pudiera sospechar de donde estarían escondidas… 

“A veces se confunden verdad y realidad como dos caras de la misma moneda. Es comprensible: en abstracto, lo que es verdadero también debe ser real” - Tommaso Pincio -

Entre leyendas y cuentos, entre mentiras y exageraciones, o simplemente queriendo contar todas las verdades, o la sola verdad - cuento pícaro o vivir para contarla que queramos - el vivo del Nane había empezado a esconder la graspa desde mucho tiempo atrás, por miedo que también los partisanos pudieran sustraer el tan cotizado destilado. Noche tras noche en cómodas cajas de 6 botellas a la vez, el Nane había ya llenado el entretecho de la casa del Lillo…nadie sabía nada y el seguía tranquilo, tacaño y creyéndose el más vivo de todos.  

Bueno, casi nadie, porque una noche después de una borrachera el Lillo empieza hablar y así la noticia va difundiéndose por el pueblo (lugar común, tal vez, pero siempre es así: pueblo chico, infierno grande…) y así los vecinos, los ilustres paisanos - aun antes que llegaran los alemanes - asaltaron la bodega y se adueñaron de la famosa graspa Goccia d’oro.

Cuando llegan los alemanes (que para los de Cecchini eran, son y serán siempre i crucchi: el término “crucco” deriva del serbocroata kruh, que significa pan y se italianizó en “crucco”, se los llamaban así porque tenían siempre hambre y pedían siempre kruh…) encuentran el arsenal prácticamente vacío, las botellas de grappa restantes se las toman y algunas van regalándolas a los muchachos que andan por ahí…y que así se llevan a sus casas algo de valor.

La historia de la burla llega así a su epilogo, falta aún explicar por qué se la recuerda como la historia del arsenal: si algún loco hubiera, por un cualquier motivo, querido encender un fuego, lanzar un fosforo por equivocación o simplemente después de haber encendido su cigarrito, o un error de los soldados alemanes u italianos… el arsenal del Lillo hubiera sido una inmensa fogata… propio como lo que hubiera sucedido si fuera un arsenal.

Nota: este cuento ya se publicó en sei di Cecchini (Facebook) en dialecto Meneghél.
Julio 2018 

SEÑOR DE LAS MÁSCARAS /Apuntes sobre la nueva novela del escritor mexicano, Pedro Paunero


JUAN FRANCISCO HERNÁNDEZ

Sabemos que la ficción es una forma legítima de mentir, pero también, que es una dimensión estética de la realidad. La necesitamos porque la vida ¾una sola vida¾, nos resulta insuficiente. La ciencia ficción ¾la buena ciencia ficción¾, por otra parte, es mucho más que un género literario. Es un faro capaz de alumbrar la oscuridad de nuestro tiempo y de predecir ¾en muchas ocasiones¾ el tiempo futuro; es una apertura de conciencia, una revelación, una potente luz que apunta directamente hacia los milagros de este mundo.

Parto de esa base para hablar de “Señor de las máscaras, novela del escritor mexicano, Pedro Paunero (Tuxpan, 1973), publicada recientemente por Ediciones Camelot América, para adentrarme en mi experiencia como lector de esta obra que me ha parecido de una originalidad asombrosa.

Durante una semana, he leído la novela en la mesa del café Saint Germain, en la ciudad de Mons ¾Bélgica¾. Al terminar, he dejado el libro frente a mí, sobre la mesa del café, y me he puesto a mirar a los paseantes que cruzan por la Plaza Mayor de la ciudad; quizá, los he mirado sin hacerlo, porque he tenido la mirada puesta hacia dentro, meditando acerca del contenido de esta novela y de la magnífica ¾y perturbadora¾ forma que eligió su autor para finalizarla. Me he quedado así, en silencio, como cuando voy al cine y, al terminar una película que me ha dejado pasmado, permanezco algunos minutos en silencio, dentro de la sala, aún después de que han terminado de pasar los créditos y de que las luces han comenzado a encenderse, paulatinamente.

Señor de las máscarases una novela sorprendente en todo el sentido de la palabra. La singularidad de su trama radica en que surge de un misterio ¾que, en sí mismo, constituye uno de los enigmas más grandes de la historia de la literatura estadounidense¾. Me refiero a la desaparición del periodista y escritor Ambrose Bierce (Ohio, 1842- 1913?), a los 71 años de edad, luego de haber cruzado la frontera entre Estados Unidos y México, para buscar a Francisco Villa. Por lo tanto, nos encontramos frente a una novela del género western, pero no de un western como lo conocemos, sino de un western atípico, inspirado en la literatura de la Revolución y, al mismo tiempo, en las novelas de Verne, Asimov, Wells, Bradbury, K. Dick, C. Clarke, Orwell. Huxley, Lem y otros. No recuerdo otro western en la literatura que mezcle a los géneros de aventura con elementos sobre naturales, de ciencia ficción e historia, como lo hace Pedro Paunero en esta novela. Sólo en el cine recuerdo una película que utilizaba algunos de aquellos elementos. Me refiero a la película “Wild Wild West” o “Las aventuras de Jim West” (1999), del director estadounidense Barry Sonnenfeld, un western norteamericano en el que aparecen un barco de vapor blindado y otros modernos artilugios mecanizados, que resultan estar muy avanzados para la época; sin embargo, la película ¾producto de Holywood¾ es una comedia de acción cuyo objetivo es sólo el entretenimiento. La novela de Pedro Paunero es mucho más que eso. Ésta está más cercana a la novela “El corazón de las tinieblas”, de Joseph Conrad, a la película “Apocalypse Now”, de Coppola o a la película “Aguirre, der Zorn Gottes”, de Werner Herzog. No es que a “Señor de las máscaras” le falten pasajes cómicos, sino que el sentido que busca es mucho más profundo.

Señor de las máscaras es la historia de dos viajes iniciáticos, el de Ambrose Bierce buscando a Pancho Villa y el de John Pain buscando a Ambrose Bierce. Pero es el segundo viaje al que nosotros, los lectores, asistimos. Se trata de un periplo en el cual lo inesperado nos acecha en cada esquina. Y es esa la parte que más he disfrutado de esta novela: la serie de sucesos, acompañados de diferentes revelaciones, a las que somos invitados. Es en una estación de tren donde comienza el descenso a los infiernos de John Pain, pero, como en todo infierno encuentra, dentro de éste, un cúmulo de placeres y de aprendizajes; amor, aventuras, guerra y amistad. Pero que nada, estimado lector, ni por tierra, ni por agua, ni por aire, le sorprenda. Como si se abriera un intersticio en el tiempo y el espacio, en donde todo fuese posible, Pedro Paunero hace uso de su fantasía visionaria y de su particular manera de mitificar la realidad para… Voilà!, poner frente a nosotros lo que se ha propuesto. Entonces, comienzan a aparecer máquinas maravillosas, inventos portentosos, caballos de hierro y vagones dorados de ferrocarril, seres de los que manan nubes de vapor y hasta compañeros tan insólitos que nos hacen recordar a aquellos navegadores R2-D2 de la Guerra de las Galaxias. 

Sí, por Vargas Llosa sabemos que toda buena literatura es un cuestionamiento radical del mundo en el que vivimos y eso es, precisamente ¾y a mi juicio¾, lo que Pedro Paunero se ha planteado en esta novela: trastocar la realidad histórica, movernos el suelo que creíamos firme bajo nuestros pies, ponernos alas y perturbar nuestra mismísima realidad. La búsqueda de Bierce es el leitmotiv que Pedro Paunero sigue a lo largo de la obra, pero es también un medio a través del cual, Pain, se conoce a sí mismo y, sobre todo  ¾y como en toda buena novela¾, se transforma, dándole a “Señor de las máscaras también un fondo existencial. Durante el viaje, el autor ha puesto en el camino ¾y les ha otorgado una voz propia¾ a un sinnúmero de personajes, reales y ficticios, ha creado interesantes historias subterráneas, ha hecho uso de refranes populares, de canciones y nos ha sembrado en el camino guiños literarios que el lector experimentado y el cinéfilo encontrarán. 

El lenguaje claro y conciso del narrador y las metáforas que utiliza, parecen imágenes de cine, secuencias narradas con eficaces frases y preguntas que, junto a nuestras propias preguntas ¾¿Qué fue Ambrose Bierce a buscar a México? ¿Cómo murió? Quién es el señor de las máscaras…?¾, llama a la reflexión.

La calidad literaria con la que este libro ha sido escrito, no solo consigue tensar las palabras, sino extremar su dureza en algunas partes y su belleza en otras, haciendo de “Señor de las máscaras” una lectura muy recomendable.  

Monday, July 16, 2018

Los más fieles y callados compañeros


STEFAN ZWEIG

Ahí están ellos, aguardando y en silencio. Incitan, llaman, pero no exigen. Están mudos en su anaquel. Sobre ellos parece flotar el sueño, y, sin embargo, desde cada uno en particular, como un ojo en vela, un nombre te mira fijamente. Si pasas cerca de ellos con la mirada, con las manos, no te siguen con sus gritos implorándote, ni se adelantan hacia ti. No exigen. Esperan a que te hayas abierto a ellos; sólo entonces ellos se abren.

Primero el silencio a nuestro alrededor, primero el silencio dentro de nosotros, entonces estamos preparados para ello, una noche, a la vuelta de un fatigoso paseo, o un mediodía, hastiados de los hombres, o una mañana, al arrancarnos nebulosamente a un sueño con ensueños. Se desearía soñar, pero musicalmente. Con el presentimiento paladeante de una dulce tentativa se adelanta uno hacia el armario: cien ojos, cien nombres salen a la vez, silenciosos y pacientes, al encuentro de la mirada que busca, como lo harían las esclavas de un serrallo con su dueño, aguardando humildes la llamada, y dichosas, sin embargo, de ser escogidas y de ser tomadas. Y luego, como el dedo da en el teclado para encontrar el tono a la melodía interior, así el ser blanco y silencioso, el violín cerrado, en cuyo interior aguardan todas las voces de Dios, se adapta a la mano flexible. Tomamos uno, leemos una línea, un verso: pero no suena claro en la hora. Decepcionados, casi indelicadamente, devolvemos el libro a su lugar. Hasta que se acerca el apropiado, el que se acomoda al instante preciso: y de pronto eres abrazado, tu aliento se trasfunde en el de otra persona, como si descansase a tu lado el cuerpo cálido y delicado de una mujer. Y como ahora lo aproximas bajo la lámpara, el libro, el venturosamente elegido, se ilumina inmediatamente con luz interior. Se ha obrado la magia, la fantasmagoría se desprende de las mórbidas nubes del ensueño. Se abren de par en par los caminos, y las lejanías se llevan tu sentimiento que se extingue.

En algún lugar suena el tictac de un reloj. Pero no se interna en este tiempo que se ha desencaminado a sí mismo. Aquí la hora echa de menos toda otra medida. Allí hay libros que recorrieron muchos siglos antes que su palabra llegase a nuestros labios; allí los hay también recientes, nacidos sólo de ayer, sólo ayer engendrados por la turbación y el desamparo de un muchacho imberbe; mas hablan un idioma mágico, y lo mismo aquéllos que éstos mecen y levantan nuestro aliento en ondulaciones. E incitan, consuelan también; tentando, sosiegan el despierto sentido. Y paulatinamente se sumerge uno en ellos, se produce un sosiego y una contemplación, un abandonado fluctuar en su melodía, mundo allende el mundo.

Y vosotras, horas las más puras, sustraídas al tumulto diurno; vosotros, libros, los más fieles y callados compañeros, ¡cómo os agradecemos vuestro constante estar dispuestos en todo momento, ese eterno impulsar hacia arriba e infinito dar alas de vuestra presencia! ¡Lo que habéis sido en los días tenebrosos de la soledad espiritual: en hospitales y campos de prisioneros, en las cárceles y en los lechos de dolor, en todas partes, en vela siempre! ¡Habéis deparado a los hombres ensueños y un instante de calma en la inquietud y el tormento! Invariablemente pudisteis vosotros, benéficos imanes de Dios, arrebatar el alma, si quedaba demasiado sumergida en lo cotidiano, en su elemento más genuino, y la habéis vuelto a dilatar invariablemente hacia la lejanía, el cielo interno en todas sus tenebrosidades.

Pequeños pedazos de infinito, alineados aún junto a la pared, así os mantenéis imperceptibles, en nuestra casa. Mas si os libera la mano, si el corazón os toca, saltáis, invisibles, los espacios de los días laborables y, como en un carro ígneo, vuestra palabra nos eleva desde la angostura a la eternidad.

Stefan Zweig
Hombre, libros y ciudades
Foto: Stefan Zweig

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De CALLE DEL ORCO, 25/06/2018

A esquerda e a direita segundo Ariano Suassuna


ARIANO SUASSUNA

Não concordo com a afirmação, hoje muito comum, de que não mais existem esquerda e direita. Acho até que quem diz isso normalmente é de direita.

Talvez eu pense assim porque mantenho, ainda hoje, uma visão religiosa do mundo e do homem, visão que, muito moço, alguns mestres me ajudaram a encontrar. Entre eles, talvez os mais importantes tenham sido Dostoiévski e aquela grande mulher que foi santa Teresa de Ávila.

Como consequência, também minha visão política tem substrato religioso. Olhando para o futuro, acredito que enquanto houver um desvalido, enquanto perdurar a injustiça com os infortunados de qualquer natureza, teremos que pensar e repensar a história em termos de esquerda e direita.

Temos também que olhar para trás e constatar que Herodes e Pilatos eram de direita, enquanto o Cristo e são João Batista eram de esquerda. Judas inicialmente era da esquerda. Traiu e passou para o outro lado: o de Barrabás, aquele criminoso que, com apoio da direita e do povo por ela enganado, na primeira grande “assembléia geral” da história moderna, ganhou contra o Cristo uma eleição decisiva.

De esquerda eram também os apóstolos que estabeleceram a primeira comunidade cristã, em bases muito parecidas com as do pré-socialismo organizado em Canudos por Antônio Conselheiro. Para demonstrar isso, basta comparar o texto de são Lucas, nos “Atos dos Apóstolos”, com o de Euclydes da Cunha em “Os Sertões”.

Escreve o primeiro: “Ninguém considerava exclusivamente seu o que possuía, mas tudo entre eles era comum. Não havia entre eles necessitado algum. Os que possuíam terras e casas, vendiam-nas, traziam os valores das vendas e os depunham aos pés dos apóstolos. Distribuía-se, então, a cada um, segundo a sua necessidade”.

Afirma o segundo, sobre o pré-socialismo dos seguidores de Antônio Conselheiro: “A propriedade tornou-se-lhes uma forma exagerada do coletivismo tribal dos beduínos: apropriação pessoal apenas de objetos móveis e das casas, comunidade absoluta da terra, das pastagens, dos rebanhos e dos escassos produtos das culturas, cujos donos recebiam exígua quota parte, revertendo o resto para a companhia” (isto é, para a comunidade).

Concluo recordando que, no Brasil atual, outra maneira fácil de manter clara a distinção é a seguinte: quem é de esquerda, luta para manter a soberania nacional e é socialista; quem é de direita, é entreguista e capitalista. Quem, na sua visão do social, coloca a ênfase na justiça, é de esquerda. Quem a coloca na eficácia e no lucro, é de direita.

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De CARTA MAIOR, 24/07/2014

Wednesday, July 11, 2018

Los libros que me hicieron vibrar

CARLOS BATTAGLINI

Una de las preguntas más difíciles que alguien me puede hacer es cuáles son mis libros favoritos. Buf, me llevo la mano al mentón y empiezo a repasar mi biblioteca cerebral y me resulta muy costoso vislumbrar obras impactantes, accedo por contra a una lista de solapas que se disipan en un arcoíris volátil y fugaz.

Entonces, tras unos minutos, pienso que debo nombrar Rayuela, el clásico de Cortázar cuyas primeras páginas me dijeron que esto no era literatura sino el cielo. Escribir así suponía pedir sitio en el Olimpo. Ocurre que Rayuela, a pesar de su nivel abisal acaba enredándose en su propia magia y dando como fruto muchas páginas bañadas de tedio.

Cortázar no era un novelista per se, obras como la misma Rayuela o Los Premios, no acaban de fluir como una pieza armónica debido a sus cargas retóricas, a un ligero atascamiento producido por un exceso de genialidad. Don Julio era sobre todo un maravilloso cuentista.

Vuelvo a preguntarle a mi cerebro y éste me dice que a pesar de un buen puñado de libros leídos, sólo unos pocos me han hecho vibrar, disfrutar. Y es cuando la sustancia gris me recuerda que de pequeño hubo un libro que me hizo inmensamente feliz: El pequeño vampiro, la novela infantil de la alemana Angela Sommer-Bodenburg. La obra narra las peripecias vampirescas de Anton y su amigo vampiro Rüdiger.

Recuerdo que en EGB, la señorita (como se le llamaba por aquel entonces) nos iba nombrando por orden alfabético para que escogiésemos un libro. Yo tenía suerte porque mi apellido era de los primeros lo que me permitía elegir siempre una novela codiciada. La primera vez no sé lo que elegí, pero recuerdo que mi mejor amigo en el colegio se hizo con El pequeño vampiro y no paraba de alabarlo. Como buen niño cabroncillo, elegí el mentado libro a la siguiente oportunidad y.

No sé lo que pasó, pero de repente ahí estaba yo, echado sobre un sillón amarillo de espuma en el patio de césped artificial de mi abuela leyendo la novela.

Por unos minutos, podía introducirme en el mundo vampiresco de Antón y quedarme completamente absorbido, pegado al libro. Cuando era niño y no tan niño (y todavía aún bastantes veces) andaba bajo una ansiedad constante. Siempre suspirando. Pues bien, El pequeño vampiro me proporcionaba esa mano blanca, ese tacto de seda, ese guiño que decía que había otro mundo donde uno era acogido y comprendido. Ay, El pequeño vampiro, que buenos días me diste.

También durante mi infancia leía con fruición otro libro que desafortunadamente he olvidado. Creo que además se trataba de una obra que te hacía preguntas. Con dibujitos, algo así. ¿Y cómo olvidar aquellos cómics “novelados” que venían dentro de un libro de sólida solapa bajo el nombre creo de Historias Famosas? Con los años descubrí que sin yo saberlo, había leído obras de Jack London, Salgari, Verne y otros grandes.

Gracias a todos. Parece fácil ahora que uno desglosa a todos estos escritores como meros nombres, porque es lo máximo que nos permite una tecla de ordenador, el propio vocabulario, el propio lenguaje: unas letras.

Los puedo ver frente al papel, cansados, llenos de fuerza, de dudas, diciendo, “ahora me toca a mí”, “debo escribir algo grande”. Tantas vidas, tanto infinito detrás de unas letras.

Otro libro que me golpeó duro fue El túnel, la novela cáustica de Ernesto Sábato. Cada vez que alguien me dice que le recomiende un libro, acabo hablándoles siempre de El túnel después de muchas dudas, de nuevo la baraja cerebral que no se aclara. El túnel es un combate de boxeo. Una mujer fatal, un pintor obsesivo, ¿qué más les puedes pedir a un muchacho que acaba de cumplir 25 años? Esa era la edad que tenía cuando leí El túnel.

A las pocas semanas, me pasó lo mismo en la vida real. En Londres. Yo era el loco pintor. Y lo demás se acabó diluyendo en un comienzo inexistente. Porque dicen algunos amigos que como escritor, “vuelo” demasiado, no veo la realidad. Y yo ya no sé nada.

En una época de soledad en Bruselas, me abrazó El Lobo Estepario de Hermann Hesse. Como comprendía a Harry Haller tío, y su divagar solitario. Como entendía al propio Hesse, cuando lo veía en algunas fotos viejas sostener un vino tinto y mirarlo con deleite. Sabía que Hesse estaba haciendo un esfuerzo, un esfuerzo por ser feliz, un esfuerzo que consistía en apreciar todos los detalles de la existencia, los pequeños milagros de cada día. Lo que nos rodea. Hesse era demasiado curioso como para ser feliz.

Pienso en cómo me fue embriagando, Estambul, memorias de la ciudad, de Pamuk. Como poco a poco, cuando yo estaba en plena oposición, el libro me acariciaba los tobillos, tomándome de la mano e invitándome a dar paseos, vueltas por Estambul con el incomprendido de Pamuk cuya vocación literaria le estalló un buen día en todo el corazón. Yo eso lo viví con él. “Mamá, no voy a ser artista, voy a ser escritor”. Toma ya, vamos, vamos, podemos.

Yo qué sé, pienso en la perplejidad que me produjo Ignacio Aldecoa con su estético verbo, su cuidado por la belleza de las letras, pienso en las risas y los buenos ratos que me dio Ribeyro y su Cambio de Guardia, las maravillosas noches que me regaló Chejov y su La señora del perro y otros cuentos, ¿te acuerdas diciéndole a un amigo después de haber leído este libro aquello de, “si esto es estar loco, yo quiero estar como una cabra”?.

¿Y qué sentir cuando en Qué hacer, la novela de Chernishevski, ella le dice a su marido que ama a su mejor amigo? El amigo había querido ayudar al amigo casado, se había ido alejando de la casa, sus visitas eran cada vez más ocasionales, pero un día ella se levanta y lo dice, “lo amo”.

Aquellas palabras rezumaban también juventud, coraje, ojos encendidos, ganas de cambiar las cosas, ganas de hacer millones de cosas. Yo lo viví y quiero seguir viviéndolo.

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De INMEDIACIONES, 08/07/2018 

Saturday, July 7, 2018

El camino de las palabras. Historia del dialecto Meneghél


MAURIZIO BAGATIN

"El campesino que habla su dialecto es dueño de toda su realidad" - Pier Paolo Pasolini -

Si una mañana de invierno, imaginamos que sea diciembre, cuando la neblina es tan espesa que podrías cortarla con un cuchillo, y el frío te hace temblar los dientes, te abrigas con un tabarro y cargas en una bolsa, un poco de polenta de la noche antes, uno cuantos pedazos de queso y algunas rebanadas de salame, además de una botella de vino, si es del bueno mejor, y partes en barco desde la Serenissima y a la altura de Caorle tomas el río que los latinos llamaban Liquentia y empiezas a navegarlo hacia arriba, todo lo que te llevaste empieza a perder sus raíces, a cada remada y con cada blasfemia las palabras pierden palabra… mientras hemos llegado a Torre di Mosto y no me acuerdo si el río sigue siendo el Liquentia o si se ha vuelto de repente en el Liquenzia… hemos hecho merienda y ya hemos pasado a San Stino, me doy la vuelta y oigo que alguien desde el dique me llama diciéndome: ”¿Aréo situ ti?” (¿Oye, eres tú?), no sé qué contestar, me doy cuenta de que esta gente no es veneciana del todo, ya han removido algunas palabras, ya algo no es como cuando salí de Venezia… se alza un poco de viento y llegamos a Meduna, será el viento o algunas otra sensación física, tal vez las palabras que llegan de lejos, me indican que he cambiado de región, hasta parece que hayamos cambiado de río, aquí ya lo llaman Meduna, aquí toma el nombre de otro bautizo, el nombre de la población que lo deja pasar… algunas curvas y veo niños corriendo a la orilla del río, algunos llevan pequeñas mochilas cargadas en las espaldas, algunos felices sudando recorren una pelota, muchos indican que aquí se pueden pescar bisati, temói e lúz (todos peces del lugar) y empiezan a contar historias… que aquí los venecianos habían fundado una ceca (adonde se acuñaban las monedas para la Republica de Venezia, tal vez acuñaban el mismo Bagatín que dio el nombre a mis ancestros y con el cual Marco Polo se iba a escondida de sus padres, visitando - y disfrutando - de un prostíbulo a otro…), ahí se hacía el dinero, o se jugaba de azar, y que Casanova de paso disfrutó en el Casín del Bòsc, lugar que entre mito y leyenda (mentiras y exageraciones…) entró en nuestro imaginario colectivo… un poco lugar de descanso para forasteros, un poco lugar de entretenimiento para viajeros bohemios y un poco posada de retiro para cazadores de la zona, por cierto lugar donde el nuestro Giacomo encontró inspiración para escribir una parte de su famoso opúsculo El duelo… y así seguían contando que con los árboles de esta zona (con a cambio solo la tierra fértil que retiraban del fondo, y que con enormes barcones remolcados por caballos, haciendo el mismo recorrido que ahora estoy haciendo - imaginariamente o no - yo, traían para fertilizar estas zonas antiguamente habitadas por animales salvajes e inmersa en interminables bosques…) los venecianos construyeron Venezia, les dieron cimientos sólidos a las ciento veinticuatro islas y a los más de cuatrocientos puentes de la dolce ossessione degli ultimi suoi giorni tristi… entonces fue que estaba en Tzechini, o Tzichini o Cecchini… las palabras que me llevé desde Venezia ya no eran las mismas, y yo sintiéndome bien allí me quedé; con duras remadas y en no poco tiempo, salí con un idioma, con una lengua y ahora me encuentro con otro idioma, con otra lengua, así es que caminando, andando por mares, cruzando montañas, navegando ríos, nos llevamos atrás nuestros cuerpos y todo lo que la nuestra mente absorbe en el camino, en el camino también mezclamos todo y así nacen nuevos idiomas, nuevas lenguas… así, creo, nació el dialecto Meneghél…

El nuestro es un dialecto del campo, una lengua campesina, de quien trabaja con las manos, una lengua que ha nacido a través de muchas estaciones, de sudor y lágrimas, en un camino lento que Venezia la Serenissima y patrona ha siempre conducido y controlado… un dialecto que las labores del campo impone el uso de una ejecución fonética, la astuta consonante S, pronunciada siempre sorda, delante de muchos términos que son acciones, en su mayoría duras y violentas, en un ambiente también duro y hostil, dominado por la ignorancia que el poder feudal al inicio, y católico luego, no quiso nunca iluminar… hace que este nuestro lenguaje haya sido siempre, o casi siempre, un cacareo (cigár veneziano), tal vez un grito de impotencia hacia quienes no pudieron o no quisieron nunca escuchar… pero es también un tentativo de imponerse, evolucionarse, resistir, transformarse continuamente; de ahí nace este dialecto del territorio de la bassa pordenonese, que no es friulano y no es véneto, lé un misiót (es un mejunje), un venetaccio de confín. Dialecto pasional, vernaculus doméstico, pariente de Goldoni y creador de todo un nuestro lessico famigliare, es sobre todo una poesía contadina, que con magnífica precisión se manifiesta con el nombre de las cosas, con el nombre de los oficios - con el dír, el ciamàr y el bestemár - definitivamente, el lenguaje oficial de enteras generaciones, que aún hoy, contaminados por un lenguaje grosero y ficticio, logra ofrecer un paseo hacia las raíces dialectales que viven en nosotros… lo que ningún Esperanto podrá crear, una civilización… 

Nota: publicado originariamente en sei di cecchini (Facebook) en dialecto Meneghél.
Julio 2018 

AVIONES DE FUEGO


ÁLVARO VÁSQUEZ

Me gusta mucho viajar, pero no me gusta ser turista.

Me explico. Me gusta conocer nuevas ciudades, pero me gusta conocerlas perdiéndome en ellas, no siendo guiado como parte de un rebaño en que cada oveja tiene una cámara colgada al hombro y en el oído un audífono que le dice qué, cómo y cuándo ver.

En México DF, me perdí literal y voluntariamente (tomando un bus y bajándome de él en un lugar que me pareció bonito, nada más) en el día de los muertos, caminé todo el día, y fue una experiencia maravillosa; así pude comprender cuánto se parece esa fiesta con la de Bolivia (la no turística, claro). En Japón, también huyendo del circuito turístico habitual, logré extraviarme en las calles de Osaka, y así conocí talleres casi artesanales de bicicletas que me recordaron mi niñez en La Paz, personas que cultivaban bonsais en sus casas y los exponían en sus ventanas, vendedores callejeros de comida, que por supuesto probé sin que el idioma sea óbice para hacer el pedido ni el pago (una sonrisa sincera puede eliminar la mayor parte de los problemas comunicacionales). Me parece que esa es la mejor manera de conocer una ciudad, un pueblo, un lugar cualquiera. Ya lo decía el gran Facundo Cabral: Quienes dan identidad a los países son los pobres, los ricos son iguales en todas partes.

Al leer Aviones de fuego, se siente que uno empieza a conocer esa Barcelona no turística, esa ciudad diferente, auténtica. Y eso es algo que se agradece.

Y ya en las primeras páginas queda claro que el autor no deja nada al azar; cada nombre, cada lugar, cada referencia (hasta un peinado) nos dice algo, algo que a menudo descubrimos recién avanzando el texto. Nos habla, por ejemplo, de fantasmas, cuya existencia puede entenderse como el espíritu de un ser humano muerto, o acaso como la sombra ─que se niega a morir del todo─ de un movimiento político, de una ciudad, de una época, acaso de una forma de vida; algo muerto, en todo caso, pero al mismo tiempo algo que lleva en sí el germen de un futuro distinto, que no podría ser tal sin el antecedente fantasmal de ese algo que ya no es.

El texto va deslizando, además, palabras en catalán (y otros modismos locales) de las que, de a poco (dado el contexto en que se mencionan) el lector puede entender su significado, al menos de manera aproximada. No digo que la novela sea al catalán lo que fue al ruso La naranja mecánica, pero permite entender el sentido general de una frase que dijera, por ejemplo, que al noi le provoca morriña del pasado ver tanto guiri tarumba en esta sociedad ya gentrificada.

La novela se refiere también a temas tan recurrentes (por reales y comunes a todos) como el amor, aunque los enfoca desde una perspectiva distinta, que revela esa cualidad en memorables párrafos como “… Y es que me encantaba vestirla. Y peinarla. Me resultaba más sugerente vestirla que desnudarla”. Y también nos habla del luto por el amor perdido, pero no a través del sufrimiento histriónico de los malos textos, sino con ese dolor que se traduce en cierto hastío de la vida y en un sordo escepticismo sobre todo lo romántico; o sea, un dolor real, que se puede reconocer en nuestra propia vida. Asimismo, las páginas nos brindan, mientras los dedos las deslizan minuto a minuto, referencias cinematográficas, literarias y muchas musicales (leí que Emilio Losada es también músico, y se nota), que se siguen con verdadero placer. Otra deuda de gratitud con la novela.

La lectura provoca tanto una sonrisa como un ataque de melancolía, o nos invita a pensar sobre algún tema en particular, porque el autor sabe cómo hacer a las letras portadoras de sentimientos, esos que todos tenemos ─algunos más ocultos que otros─ y nos cuenta de la naturalidad con que se puede llorar en una ciudad desconocida y junto a desconocidos (acaso ese doble desconocimiento elimine una natural reticencia a expresar lo que sentimos a través del llanto) , o de la gran belleza inherente al errar (en las dos acepciones del verbo), y sugiere también, a través de personajes y situaciones a ambos lados del Atlántico, que el cruel sino de la pobreza, la injusticia y la frustración no conoce distancias ni idiomas, sin importar cuánto se intente buscar el paraíso más allá de una frontera.

El narrador reivindica, en un provocador arrebato, el valor de la transcripción, pura y simple, frente a la creación de un texto ficcional/literario, asegurando que hay diálogos reales que merecen ser nada más que transcritos, aunque por otra parte revindique también la escritura como tal, subrayando que no hay mérito mayor que escribir sin más pretensión que matarse escribiendo.

Y al pasar las páginas, nuestros dedos abren también puertas que nos seducen para que las atravesemos, tras lo cual volvemos al libro sintiéndonos casi cómplices del autor, creyéndonos casi parte del libro, más que un lector que se halla fuera de él. Y esas complicidades nos hacen conocer algo más de la historia ─la oficial y la otra─ de Cataluña y de España, acaso de la humanidad; esa parte de la historia que muchos querrían esconder, y nos permite conocer mejor a una ciudad y a su gente. Resulta especialmente atractiva una teoría que clasifica a las personas según la forma en que preparan la ensalada. Una joya.

Y finalmente el texto nos muestra el porqué del título, y deja en claro que todos tenemos nuestros propios fantasmas, nuestras irremediables frustraciones, nuestros sueños inevitable e irremediablemente rotos (algunos con nombre y apellido), y evidencia ese macabro gusto del destino que pone nuestras esperanzas y ambiciones en curso de colisión con ese maldito “casi” que acaba destrozando nuestras ingenuas expectativas. Esta idea me remitió instantáneamente al tango “Por una cabeza”, confirmándome además que esta maldición es transversal a todos los continentes, todos los países, todas las épocas y todas las personas.

El libro termina, sin embargo, con un guiño de esperanza (o al menos, así quiero ─necesito─ creerlo), pero no con un mensaje cómodo, cursi y facilista, sino más bien con uno que se viste de desafío, que se hace ronco grito de rebeldía contra este mundo empeñado en mostrarnos que es imposible ser felices.

Quizá la felicidad sea imposible (la vida intenta convencernos de ello día a día) pero es también imposible (y más, si cabe) dejar luchar por ella. El resultado de esa lucha… el resultado es lo que menos importa, como ya nos enseñó hace tanto aquel ilustre personaje, compatriota de Emilio Losada, ese de la triste figura.

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De ENTRE LÍNEAS (blog del autor), 05/07/2018 

Thursday, July 5, 2018

Elogio de la palta o aguacate


JOSÉ CRESPO ARTEAGA

Ponerle azúcar es un crimen. No entiendo a la gente que coge la mitad de una palta, la espolvorea con azúcar y continuación se la come con cucharilla, sin más, sin guarnición, como si se comiera la mitad de una toronja. Han oído bien: toronja. Suena igual de apetitoso que “naranja”, y uno piensa automáticamente en colores brillantes y sensaciones agridulces llegan a la boca. A ver, ¿quién me dice que se antoja un pomelo, aunque sea a altas horas de la noche? Ni los malpensantes.

El domingo es el mejor día para el desayuno, siempre y cuando no nos hayamos pasado de copas la noche anterior. Con todo el tiempo del mundo, con apenas ruido en el ambiente, es imperativo empezar el día como Dios manda. De otra manera, para qué preocuparse en abrir la ventana o acudir a la terraza si lo que vamos a hacer es llenar un cuenco con leche y hojuelas.

Una mañana, con sólo contemplar una mesa llena de frutas, jugos, tazas, platillos y otras cosas se me hace agua la boca. Soy capaz de sonreír y perdonar a todo el mundo. Y si se cuela el sol por algún lado, ya es el colmo de la dicha. Perdonen la ridiculez.


Un domingo cualquiera: café tinto, marraquetas, queso curado y trozos de aguacate. De ser posible, salame o chorizo seco. Olvídense de los huevos refritos, de los panqueques o de cualquier tortilla. Y olvídense del periódico, que últimamente solo desinforma. Además, la lectura tiene el inconveniente de distraer a la mente para que esta se concentre en las papilas gustativas.

El aguacate es mantequilla de árbol. Por decir algo, según apariencia y textura, porque nada se le parece. Su sabor impreciso es lo que me tiene atrapado desde siempre. Como los champiñones, los palmitos, las nueces y otros manjares sobrios de esta vida. Sabrán los puercos entrenados y los ricos a qué saben las trufas para que valgan tanto.

He probado paltas de todos los tamaños y formas. Las más pequeñas, de cáscara negra y aroma intenso que de chico devoraba como si fueran cualquier fruta. Siempre me ha parecido extraño que el aguacate sea una fruta, no siendo dulce o que las sandías fueran calabazas. La niñez es una etapa misteriosa, la vida nos tiene engañados durante esos años.


Como tal me ha enseñado que este fruto sirve para ensaladas (tomando las funciones de hortaliza), acompañando cualquier comida seca o mitigando el hambre con un sándwich de mortadela y palta a media tarde.

Batirlo es un crimen. Su consistencia pastosa me hace pensar en las mascarillas de belleza y así no se me antoja. Yo soy muy de imágenes a la hora de comer. Ni con nachos picantes había podido desterrar el fastidio. Pero siempre hay una excepción: mezclado con unos toques de cilantro es la combinación más extraordinaria para acompañar una tortilla mexicana con carne molida. Un gozo para el paladar y un redoble festivo para el espíritu.

Degustarlo en cubitos marca la diferencia, y trinchándolo con el tenedor, aparte de elegante, acrecienta el gusto. No me sabe bien que haya que hacerlo con cucharilla -cogiendo una mitad-, como si fuera un helado de crema. Al deshacerse en la boca, su consistencia suave y delicada multiplica las variables de su sabor. Como los chocolates que se deshacen con la lengua. No es lo mismo el chocolate casi líquido que uno casi sólido. La sutil diferencia en aspecto es inmensa cuando se trata de sensaciones.


La vida se trata de eso, de apreciar detalles por mínimos que sean. Perdonen otra vez el cliché o la inocencia. La comida me hace retornar a la infancia, qué le vamos a hacer.

Y así, me alegra que pueda disfrutar de esta delicia prácticamente todo el año. Me importa un comino que digan que se debe comer con moderación por su supuesta tendencia engordante. Vicios todos tenemos. Este el mío: paltas o aguacates, según la región como se denominen. Cremosos, acuosos, fibrosos, olorosos o menos, verdosos o amarillentos, siempre estarán en mi mesa acompañando el arroz, los espaguetis o las papas fritas de vez en cuando.

Ofreciendo indescriptible contraste a la carne asada, cuando ésta sala la boca más de la cuenta y se requiere algo que ofrezca mayor frescura. Una vez más, en el momento insoslayable del desayuno, con ese café humeante, no hay mejor alimento para el alma junto al pan recién horneado y crocante. La sensación lo es todo.


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De LA CEBRA QUE HABLA (blog del autor), 04707/2018

Fotos: José Crespo Arteaga 

Tuesday, July 3, 2018

“Sexo, drogas, poesía y rock and roll”, de Javier Vayá Albert


JUANJO ORDÁS

Javier Vayá Albert
“Sexo, drogas, poesía y rock and roll”
EL PETIT EDITOR, 2018

Pese a haber nacido a mediados del siglo XX, el rock and roll posee un imaginario mitológico bastante nutrido. Obviamente, la industria y la explotación de dicho imaginario tienen mucho que ver en ello, pero también la calidad del mismo, la hábil —y natural— forma en que el rock and roll articula mitos tan antiguos como la humanidad. No es de extrañar que hayan sido varios los escritores que han encontrado en él inspiración para sus libros, entre ellos el valenciano Javier Vayá Albert, quien para su cuarto libro aprovecha la forma en que la música le ha influido a lo largo de su vida para crear una colección poética de calidad y por momentos arrebatadora.

A lo largo de las cien páginas que conforman “Sexo, drogas, poesía y rock and roll”, Vayá toma figuras como las de Keith Richards, Elvis o Dylan (entre muchas otras) para servirse de ellas como herramientas. No se trata de un libro de pleitesías baratas, muy al contrario: Elvis se lleva cuatro tiros, Keith Richards es la risa del fin de los tiempos y Janis Joplin se toma su derecho a réplica. Pero tampoco es una mala contestación, muy al contrario de nuevo: en el fondo es un libro muy consciente de que sin el rock and roll no existiría, y exuda amor en ese aspecto.

El estilo de Vayá es directo, sin recovecos, muy adecuado para las noches de estío. No se afana en impresionar con figuras rebuscadas, sino que prefiere buscar el disparo limpio y directo. ¿He dicho ya que a Elvis le mete cuatro? Además, es inteligente a la hora de visitar los límites de la ciudad para traerse buenas historias de allí. No todo es el glamour a vida o muerte del rock como tal, o vínculo sentimental, sino que desde la periferia el autor encuentra espacio para mitificar la cinta de casete, la lluvia y las noches de ciudad.

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De EFE EME, 03/07/2018


Monday, July 2, 2018

Bolaño, epidemia

JORGE VOLPI

1. El último latinoamericano

  Tras una larga enfermedad, Roberto Bolaño murió el 14 de julio de 2003. Ese día, cerca de la medianoche, se volvió inmortal. Cierto: poco antes había empezado a paladear eso que las revistas del corazón llaman las mieles de la fama, o al menos de esa fama lerda y un tanto escuálida a la cual aspira un escritor. Apenas unos días atrás, en Sevilla, donde se aprestaba a leer su casi siempre mal citada o de plano incomprendida conferencia «Sevilla me mata», él mismo se había apresurado a buscar un ejemplar del periódico francés Libération porque le dedicaba la primera plana de su suplemento, y ya sabemos que para cualquier escritor latinoamericano —y Bolaño, pese a ser el último, lo era— no existe mayor celebridad que los halagos pedantes y un punto achacosos de la izquierda intelectual francesa. Como todo escritor que se respete, Bolaño se reía a carcajadas de las mieles de la fama y se pitorreaba de la izquierda intelectual francesa, pero el sabor almibarado de los artículos y críticas que lo ponían por los cielos endulzó un poco sus últimos días. En resumen: antes de morir, Bolaño alcanzó a entrever, con la ácida lucidez que lo caracterizaba, que estaba a punto, a casi nada, de convertirse en un escritor famoso pero, aunque era consciente de su genio —tan consciente como para despreciarlo—, quizás no llegó a imaginar que muy poco después de su muerte, que también entreveía, no sólo iba a ser definido como «uno de los escritores más relevantes de su tiempo», como «un autor imprescindible», como «un gigante de las letras», sino también como «una epidemia» y como «el último escritor latinoamericano». Pero así es: murió Bolaño y murieron con él, a veces sin darse cuenta —aún hay varios zombis que deambulan de aquí para allá—, todos los escritores latinoamericanos. Lo digo clara y contundentemente: todos, sin excepción.

Lo anterior podría sonar como una típica boutade de Bolaño, y podría serlo: murió Bolaño y con él murió esa tradición, bastante rica y bastante frágil, que conocemos como literatura latinoamericana (marca registrada). Por supuesto aún hay escritores nacidos en los países de América Latina que siguen escribiendo sus cosas, a veces bien, a veces regular, a veces mal o terriblemente mal, pero en sentido estricto ninguno de ellos es ya un escritor latinoamericano sino, en el mejor de los casos, un escritor mexicano, chileno, paraguayo, guatemalteco o boliviano que, en el peor de los casos, aún se considera latinoamericano. Fin de la boutade.

Bolaño conocía perfectamente la tradición que cargaba a cuestas, los autores que odiaba y los que admiraba, los cuales en no pocas ocasiones eran los mismos. No los españoles (que despreciaba o envidiaba), no los rusos (que lo sacudían), no los alemanes (que le fastidiaban), no los franceses (que se sabía de memoria), no los ingleses (que le importaban bien poco), sino los escritores latinoamericanos que le irritaban y conmovían por igual, en especial esa caterva amparada bajo esa rimbombante y algo tonta onomatopeya, Boom. Cada mañana, luego de sorber un cortado, mordisquear una tostada con aceite y hacer un par de genuflexiones algo dificultosas, Bolaño dedicaba un par de horas a prepararse para su lucha cotidiana con los autores del Boom. A veces se enfrentaba a Cortázar, al cual una vez llegó a vencer por nocaut en el último round; otras se abalanzaba contra el dúo de luchadores técnicos formado por Vargas Llosa y Fuentes; y, cuando se sentía particularmente poderoso o colérico o nostálgico, se permitía enfrentar al campeón mundial de los pesos pesados, el destripador de Aracataca, el rudo García Márquez, su némesis, su enemigo mortal y, aunque sorprenda a muchos —en especial a ese sabelotodo que hace las veces de su albacea oficioso y oficial—, su único dios junto con ese dios todavía mayor, Borges.

Bolaño, cuando todavía no era Bolaño sino Roberto o Robertito o Robert o Bobby —no sé de nadie que lo llamara así, pero da igual—, creció, como todos nosotros, a la sombra de esa pandilla todopoderosa y aparentemente invencible, esos superhéroes vanidosos reunidos en el Salón de la Justicia que montaban en Barcelona o en La Habana o en México o en Madrid o dondequiera que su manager los llevase. Bolaño los leyó de joven, los leyó de adulto y tal vez los hubiese releído de viejo: nombrándolos o sin nombrarlos, cada libro suyo intenta ser una respuesta, una salida, una bocanada de aire, una réplica, una refutación, un homenaje, un desafío o un insulto a todos ellos. Todas las mañanas pensaba cómo torcerle el pescuezo a uno o cómo aplicarle una llave maestra a otro de esos viejos que, en cambio, dolorosamente, nunca lo tomaron en cuenta o lo hicieron demasiado tarde.

Si hemos de pecar de convencionales, convengamos con que la edad de oro de la literatura latinoamericana comienza en los sesenta, cuando García Márquez, que aún era Gabo o Gabito, pregunta: ¿qué vamos a hacer esta noche?, y Fuentes, que siempre fue Fuentes, responde: lo que todas las noches, Gabo, conquistar el mundo. Y concluye, cuarenta años más tarde, en 2003, cuando Bolaño, ya siendo Bolaño, se presenta en Sevilla y anuncia, soterradamente, casi con vergüenza, que su nuevo libro está casi terminado, que la obra que al fin refutará y completará y dialogará y convivirá con La Casa Verde y Terra Nostra y Rayuela y sí, también, con Cien años de soledad, está casi lista, aun si ese casi habrá de volverse eterno porque Bolaño también presiente que no alcanzará a acabar, y menos aún a ver publicado, ese monstruo o esa quimera o ese delirio que se llamará, desafiantemente, 2666.


2. Todos somos Bolaño

Somos una pandilla de escritores jóvenes, o más bien de escritores un tanto traqueteados, incluso viejos o casi decrépitos, aunque sí bastante inmaduros, todos menores de cuarenta años, reunidos en otro congreso de escritores jóvenes —jóvenes por decreto, insisto—, en la fría y acogedora ciudad de Bogotá. Treinta y ocho escritores (falta uno de los invitados) listos para discutir sobre un tema soso y vano como el futuro de la literatura latinoamericana, signo evidente de que los organizadores del encuentro no saben que, desde la muerte de Bolaño, la literatura latinoamericana ya no tiene futuro sino sólo pasado, un pasado bastante elocuente y rico, todo hay que decir. Los treinta y ocho que estamos allí, en Bogotá, admiramos la ciudad y admiramos la forma de bailar de las chicas locales —tarea muy bolañesca— y, mientras tomamos mojitos y aguardientes, nos comportamos como colegiales, quizás porque desearíamos ser colegiales. Ajeno a nuestra apatía, el público insiste en preguntarnos por el futuro de la literatura latinoamericana, por su presente (que en teoría encarnamos), y por los rasgos que nos diferencian de nuestros mayores, es decir de los escritores latinoamericanos que tienen más de treinta y nueve años, once meses y treinta días. Nos miramos los unos a los otros, confundidos o más bien perplejos de que a alguien le preocupe semejante tema, procuramos no burlarnos —a fin de cuentas somos los invitados, el presente y el supuesto futuro de la literatura latinoamericana—, y respondemos, a media voz, lo más educadamente posible, que no tenemos la más puñetera idea de cuál es nuestro futuro y que hasta el momento no hemos encontrado un solo punto común que nos una o amalgame o integre —fuera de nuestro amor por Bogotá y por los mojitos—, pero como a nadie le convencen nuestras evasivas, por más corteses que sean, nos esforzamos y al final encontramos un punto en común entre todos, un hilo que nos ata, un vínculo del que nos sentimos orgullosos, y entonces pronunciamos en voz alta, envanecidos, sonrientes para que las fotografías den cuenta de nuestras dentaduras perfectas de escritores latinoamericanos menores de cuarenta, su nombre.

Bolaño, decimos. Bolaño.

El paraguayo admira a Bolaño, los argentinos admiran a Bolaño, los mexicanos admiramos a Bolaño, los colombianos admiran a Bolaño, la dominicana y la puertorriqueña admiran a Bolaño, el boliviano admira a Bolaño, los cubanos admiran a Bolaño, los venezolanos admiran a Bolaño, el ecuatoriano admira a Bolaño, vaya, hasta los chilenos admiran a Bolaño. Poco importa que en lo demás no coincidamos —excepto en nuestra fascinación por los mojitos y el aguardiente—, que nuestras poéticas, si es que tan calamitosa expresión aún significa algo, no se parezcan en nada, que unos escriban de esto y otros de aquello, que a unos les guste encharcarse en la política, y a otros abismarse en el estilo, y a otros nadar de muertito, y a otros hacer chistes verdes o amarillos, y a otros irse por la tangente, y a otros machacarnos con detectives y asesinos seriales, y a otros más darnos la lata con la intimidad femenina o masculina o gay: todos, sin excepción, queremos a Bolaño.

¿Extraño, verdad? Creo que a Bolaño le hubiese parecido aún más extraño, aunque también hubiese aprovechado para darse un baño en las aguas de nuestro entusiasmo, qué le vamos a hacer. Porque lo más curioso es que, en efecto, los escritores que tienen más de treinta y nueve años, once meses y treinta días —con las excepciones de algunos hermanos mayores, en especial el trío de rockeros achacosos formado por Fresan, Gamboa y Paz Soldán— por lo general no admiran a Bolaño, o lo admiran con reticencias, o de plano lo detestan o les parece, simple y llanamente, «sobrevalorado» (su palabra favorita). Si no me creen, vayan y hagan el experimento ustedes mismos: busquen un escritor menor de cuarenta (los encontrarán sin falta en el bar de la esquina) y pregúntenle por Bolaño: más del ochenta por ciento, no exagero, dirá que es bien padre o güay o chévere o maravilloso o genial o divino.

Y luego pregúntenle a un escritor mayor de cuarenta (los encontrarán en el bar de enfrente o en un ministerio o en una casa de retiro) y verán que en el ochenta por ciento de los casos tiene algún reparo que hacerle, o varios, o todos. En esta época que detesta las fronteras generacionales, que desconfía de las clasificaciones, de los libros de texto, de los manuales académicos, de los críticos mamones, en fin, en esta época que reniega de esa entelequia que sólo los más bellacos siguen denominando canon, resulta que los menores de cuarenta aman a Bolaño con pasión. Ante un fenómeno que se aproxima a lo paranormal y que posee innegables tintes religiosos —Bolaño para PresidenteGod save BolañoBolaño es GrandeYoBolaño— cabe preguntarse, evidentemente, ¿por qué?


3. Retrato del agitador adolescente

Ahora todos conocemos la prehistoria: cuando era joven y todavía no era Bolaño y vivía exiliado en la ciudad de México, Roberto o Robertito o Robert o Bobby participó en una pandilla o mafia o turba o banda —por más que ahora sus fanáticos y unos cuantos académicos despistados crean que fue un grupo o un movimiento literario—, cuyos miembros tuvieron la ocurrencia de autodenominarse «infrarrealistas». Una pandilla o mafia de jóvenes iracundos, de pelo muy largo e ideas muy raras, macerados en alcohol, que en los setenta se dedicó a pergeñar manifiestos y poemas y aforismos y sobre todo a beber y a probar drogas psicodélicas y, de tarde en tarde, a sabotear las presentaciones públicas de los poetas y escritores oficiales del momento, encabezados por ese gurú o mandarín o dueño de las letras mexicanas, el todopoderoso, omnipresente y omnisciente Octavio Paz.

Luego de vagabundear por los tugurios de la colonia Juárez o de la colonia Santa María la Ribera, de echarse unos tequilitas o unos churros (de marihuana: nota para el lector español), Mario Santiago y Robertito Bolaño se lanzaban a la Casa del Lago y, cuando el grandísimo e iracundo Paz o alguno de sus exquisitos seguidores se aventuraba con un poema sobre el ying y el yang o la circularidad del tiempo, irrumpían en el recinto y, sin decir agua va, lanzaban sus bombas fétidas, sus consignas, sus chistes y aforismos para dejar en ridículo al susodicho o susodichos, o al menos para hacerlos trastabillar y maldecir y ponerse rojos de coraje. Estos happenings, que sólo en los sesenta podían ser vistos como modalidades extremas de la vanguardia o como guerrillas poéticas efectivas, apenas tenían relevancia y sólo algún periodicucho marxista o universitario reseñaba las fechorías cometidas por esos mechudos que atentaban, sin ton ni son, contra las glorias de la literatura nacional.

En el México de entonces bullían las imitaciones de enragés y situacionistas franceses, las imitaciones de angry young men británicos, las imitaciones de jipis gringos, y nadie se tomaba demasiado en serio sus exabruptos (excepto Paz, que solía tomarse un té de tila cada vez que pensaba en ellos). Lo más probable es que nunca nadie hubiese vuelto a acordarse de las acciones y payasadas de los infrarrealistas —con excepción de Juan Villoro y Carmen Boullosa, sus pasmados contemporáneos—, de no ser porque veinte años más tarde, cuando Bolaño estaba a punto de convertirse en Bolaño, se le ocurrió volver la mirada hacia sus desmanes adolescentes y con esa burda argamasa construyó su primera gran novela, Los detectives salvajes, trasformando a esos jóvenes inadaptados en personajes románticos (maticemos: torpemente románticos) o al menos en algo así como héroes generacionales para los jóvenes de los noventa, tan desencantados y torpes como ellos, sólo que con menos huevos.

Tras veinte años de incubación, Bolaño desempolvó los recuerdos desvencijados de su juventud mexicana, de sus amigos malogrados, de esos poetas de pacotilla, e inventó la última épica latinoamericana del siglo XX. Los realvisceralistas que pululan en las páginas de Los detectives salvajes son unos perdedores tan patéticos como sus antepasados infrarrealistas pero, maquillados con las ingentes dosis de literatura que Bolaño se embutió a lo largo de veinte años, encontraron una cálida acogida entre los jóvenes latinoamericanos de los noventa, para quienes se transformaron en símbolos postreros de la resistencia, la utopía, la desgracia, la injusticia y una renovada fe en el arte que entonces no abundaba en ningún otro lugar (y mucho menos en el realismo mágico de tercera y cuarta y hasta quinta generación).

Cuando Los detectives salvajes vio la luz en 1998, la literatura latinoamericana se hallaba plenamente establecida como una marca de fábrica global, un producto de exportación tan atractivo y exótico como los plátanos, los mangos o los mameyes, un decantado de sagas familiares, revueltas políticas y episodios mágicos —cosa de imitar hasta el cansancio a García Márquez—, que al fin empezaba a provocar bostezos e incluso algún gesto de fastidio en algunos lectores y numerosos escritores. Frente a ese destilado de clichés que se vanagloriaba de retratar las contradicciones íntimas de la realidad latinoamericana, Bolaño opuso una nueva épica, o más bien la antiépica encabezada por Arturo Belano y Ulises Lima: una huida al desierto después de tantos años de selvas; la búsqueda de otro barroco tras décadas de labrar los mismos angelitos dorados; una idea de la literatura política lejos de los memorandos a favor o en contra del dictador latinoamericano en turno (bueno, reconozcamos que Fidel sobrevivió a Bolaño). No fue poca cosa. Esta novela mexicana escrita por un chileno que vivía en Cataluña fue ávidamente devorada por los menores de cuarenta, quienes no tardaron en ensalzarla como un objeto de culto, como un nuevo punto de partida, como una esperanza frente al conformismo mágicorrealista, como una fuente inagotable de ideas, como un virus que no tardó ni diez años en contagiar a miles de lectores que por fortuna no estaban vacunados contra la escéptica rebeldía de sus páginas.

Sin que Bolaño lo quisiera, o tal vez queriéndolo de una forma tan sutil que resulta incluso perversa, Los detectives salvajes ocupa entre los menores de cuarenta el lugar que para los mayores de cuarenta tuvo Rayuela. Habrá que esperar, eso sí, para saber si en cuarenta años nosotros, los ahora menores de cuarenta, volveremos a Los detectives salvajes sin sentirnos tan decepcionados como los mayores de cuarenta que han vuelto a leer Rayuela. Como dice un amigo, sólo el tiempo lo verificará.


4. Queremos tanto a Roberto

A fines de 1999 Bolaño ya se había convertido en Bolaño: además del laboratorio llamado La literatura nazi en América y de algunos textos menores o que en todo caso a mí me parecen menores, había publicado dos obras maestras: un milagro de contención, fiereza e inteligencia, Estrella distante, en mi opinión su mejor novela breve, y Los detectives salvajes. Había ganado el Premio Herralde y el Premio Rómulo Gallegos. Todo el mundo empezaba a hablar de Bolaño, y más después de sus viajes a Chile donde, como chivo en cristalería, decidió vengarse de un plumazo de todos sus compatriotas —y en especial, no sé por qué, del pobre Pepe Donoso—, con algunas excepciones que debían más a su excentricidad que a su patriotismo (Parra, Lemebel), y donde protagonizó un sonado y vulgar rifirrafe con Diamela Eltit por desavenencias gastronómicas y odontológicas y no, como podría esperarse, por desavenencias literarias (aunque Bolaño tenía serios problemas para diferenciar lo cotidiano de lo artístico, o de hecho creía que lo cotidiano era, con frecuencia, lo artístico).

En los años siguientes, Bolaño escribió libros excelentes (Nocturno de Chile, su tercera obra maestra), escribió libros regulares (AmuletoAmberes) y, como cualquier gran escritor, también escribió libros francamente malos (la insufrible Monsieur Pain, los irregulares Putas asesinas y El gaucho insufrible). De hecho, voy a decir algo que los fanáticos de Bolaño no me van a perdonar: a mí no me gustan los cuentos de Bolaño; es más, creo que Bolaño no era muy buen cuentista, aunque tenga un par de cuentos memorables. Confieso que siempre he tenido la impresión de que los cuentos de Bolaño al igual que, en otra medida, sus poemas, eran con frecuencia esbozos o apuntes para textos más largos, para la distancia media que tan bien dominaba y para las distancias largas que dominaba como nadie. Por eso me parece un despropósito continuar destripando su computadora para publicar no sólo los textos que el propio Bolaño nunca quiso publicar, sino incluso fragmentos, cuentos y poemas truncados, pedacería que en nada contribuye a revelar su grandeza o que incluso la estropea un poco —como si cada línea salida de la mano de Bolaño fuese perdurable.

Recapitulo: tras la publicación de Los detectives salvajes y hasta el día de su muerte, Bolaño publicó una tercera obra maestra, Nocturno de Chile, donde avanzaba en su fragorosa inmersión en el mal que habría de llevarlo a 2666; publicó varias recopilaciones de cuentos que a algunos les gustan pero a mí no; publicó otras novelas cortas; y sobre todo se dedicó a preparar en cuerpo y alma, como si estuviera condenado —porque estaba condenado—, el que habría de convertirse en su último libro, su obra definitiva, su canto del cisne: esa novela que dejó inconclusa pero que siempre dijo que quería publicar aún de forma póstuma —a diferencia de los retazos y las notas de la lavandería—, la «monumental», «ciclópea», «inmensa», «inabarcable» (los adjetivos obvios que le concedió la crítica) e impredecible 2666.

Aunque su temprana muerte provocó que Bolaño no escribiese tantos libros como planeó (y como hubiésemos querido sus lectores), es el creador de una obra lo suficientemente amplia, rica y variada como para que cada escritor, cada crítico y cada lector encuentre en ella algo estremecedor o novedoso. Así, los amantes de la prosa, los que tienen oídos musicales y los obsesivos de la retórica pueden sentirse maravillados por su estilo, ese estilo un tanto desmañado pero nunca afectado o manierista (una tara española que él detestaba y de la cual huía), ese estilo lleno de acumulaciones, de polisindetones, de coordinadas y subordinadas caóticas, ese estilo que, como cualquier estilo personal, es tan fácil de admirar como de imitar (y de parodiar u homenajear, como intento en estas líneas). Otros, en cambio, los amantes de las historias, los defensores de la aventura, los posesos de la trama, se descubren fascinados por sus relatos circulares y un tanto oníricos, llenos de detalles imprevistos, de digresiones y escapes a otros mundos, de incursiones paralelas, llenos, incluso, de una especie de suspenso que nada tiene que ver con la novela policíaca que Bolaño tanto detestaba (aunque menos que al folletín). Otros más, los amantes del compromiso, esos que no se resignan a ver la literatura como una entretención, como un pasatiempo de eruditos, como un vicio culto, encuentran en los textos de Bolaño esa energía política que se creía extinta, esa voluntad de revelar las aristas y los meandros y las oscuridades del poder y del mal, ese ejercicio de crítica feroz hacia el statu quo, esa nueva forma de usar la literatura como arma de combate sin someterse a ninguna dictadura y a ninguna ideología, esa convicción de que la literatura sirve para algo esencial. Unos más, esa reducida pero cada vez más poderosa secta de adoradores de los libros que hablan de otros libros, los enfermos de literatura, los autistas a quienes la realidad les tiene sin cuidado, los hinchas de la metaliteratura de Vila-Matas, de la metaliteratura de Piglia, e incluso de la metaliteratura (que a mí me parece subliteratura) de Aira, también hallan en Bolaño una buena dosis de citas, de oscuras referencias literarias, de metáforas eruditas, de meditaciones sobre escritores excéntricos. Vaya, hasta quienes aún disfrutan con los fuegos de artificio de la experimentación formal sienten que Bolaño les guiña un ojo con riesgos formales, paradojas y ambigüedades sintácticas, con su amor por la incertidumbre y el caos, que ellos estudian al microscopio y luego explican aludiendo a los fractales, a la relatividad y a la física cuántica, a los árboles rizomáticos y a otras palabrejas aún más raras, tan del gusto de estructuralistas, postestructuralistas, deconstruccionistas y demás -istas, que a Bolaño tanto fascinaban (no por nada él fue infrarrealista e inventó a los realvisceralistas) y de las que, como es evidente, siempre se desternilló.


5. El oráculo de Blanes

En Sevilla, en el congreso de jóvenes escritores al que asistió en 2003 y que terminaría por ser su última aparición pública, un escritor joven se acercó a Bolaño, el maestro indiscutible, el sabio y el aeda, y le preguntó con ingenuidad y veneración y respeto qué consejo podía darle a los escritores jóvenes, no sólo a quienes estaban allí reunidos para escuchar sus profecías, sino a los escritores jóvenes de todos los países y de todas las épocas. Y Bolaño, que siempre buscaba desconcertar a sus interlocutores —y en especial a los críticos— respondió algo como esto: les recomiendo que vivan. Que vivan y sean felices. A sus fanáticos más recalcitrantes, a aquellos que lo veneran como al nuevo demiurgo de la literatura, quizás les moleste esta anécdota verídica (muchos testigos podrían comprobarla). A mí me fascina. Bolaño intuía que iba a morir muy pronto y susurraba que, más allá de la fama y más allá de los libros y más allá de la literatura, está eso: la vida. La vida que a él se le acababa, la vida que entonces él ya casi no tenía.


6. 2666: Bomba de tiempo

Murió Bolaño y a los pocos meses nació 2666, su obra más ambiciosa y vasta y arriesgada, su maldición y su herencia. Pese a su estado más o menos inconcluso (imagino que Bolaño habría pulido sus páginas hasta cansarse), es una de las novelas más poderosas, perturbadoras e influyentes escritas en español. Aclaro: aunque en algún momento el propio Bolaño sugirió separar sus distintas partes a fin de obtener alguna ventaja económica para su familia, 2666 sólo puede leerse completa, sus más de mil páginas de un tirón, dejándose arrastrar por la marea de su escritura, su avalancha de historias entrecruzadas, el torbellino de sus personajes, el tsunami de su estilo, el terremoto de su crítica, y jamás como cinco novelas de tamaño más o menos aceptable. Durante los años en que se consagró a redactar 2666, Bolaño quizás intuía que se trataba de un proyecto insensato e imposible, de una empresa superior a sus fuerzas, o por el contrario quizás 2666lo mantuvo con vida hasta el límite de sus fuerzas, más o menos sano, durante esos años, pero en cualquier caso el dolor y la premura y la nostalgia ante la vida que se esfuma impregnan cada una de sus páginas.

Desde su publicación en 2004 han comenzado a decirse cientos de cosas distintas y contradictorias sobre 2666, se han tejido en torno a ella otras miles de páginas, algunas lúcidas, otras banales, otras absurdas, otras simplemente azoradas, sobre este inmenso libro que se esfuerza por escapar a las clasificaciones y a los adjetivos (pero no a la acumulación de adjetivos). Hay quien mira 2666 como quien se asoma a un abismo o un espejo empañado; quien considera que es una gigantesca glosa al Boom o una negación del Boom o el sabotaje extremo del Boom; quien glorifica su feroz denuncia política o deplora sus trampas literarias o su ambición o su soberbia o su inevitable fracaso; quien encuentra en sus páginas la mayor decantación del estilo y las obsesiones de Bolaño o quien denuncia el manierismo en el estilo y la repetición constante de las mismas obsesiones de Bolaño; quien bucea en ella en busca de galeones hundidos y quien la escala como una cumbre nevada y mortal; quien no tolera su injurioso y procaz recuento de atrocidades y quien se carcajea con sus atajos y sus salidas de tono; quien estalla de indignación ante su desmesura —señalar, ni más ni menos, el posible secreto del mundo— y quien se perfuma con sus metáforas hilarantes y grotescas; quien se asfixia en sus desiertos y quien se hunde poco a poco en sus pantanos; quien se empeña en desentrañar sus sueños —los sueños menos verosímiles de la literatura en español— y quien, de plano, se salta páginas y páginas; quien al terminar su lectura se convierte en fiel discípulo del bolañismo —otra religión del Libro— y quien de plano abandona la fe y se dedica, más prudentemente, a la orfebrería o el arte conceptual, que es casi idéntico. Y esto es así porque apenas han pasado tres o cuatro años desde su publicación; porque, como Bolaño sabía como lo sabía Nietzsche, su obra fue escrita con la certeza de que sería póstuma; porque lectores y escritores y críticos apenas han comenzado a saquear sus cavernas, a remover sus arenas, a desbrozar sus tierras, a desecar sus marasmos, a civilizar sus selvas, a alimentar a sus fieras, a clasificar a sus artrópodos, a vacunarse contra sus plagas, a resistir sus venenos. Y porque, como su título anuncia, 2666 fue escrita como una bomba de tiempo destinada a estallar, con toda su fuerza, en 2666.

Lástima que, como él, nosotros tampoco lo veremos.


7. Epidemia

En Sevilla, donde se disponía a leer «Sevilla me mata», pero donde no alcanzó a leer «Sevilla me mata» frente a una docena de escritores jóvenes —jóvenes por decreto vuelvo a decir— que lo admiraban y envidiaban y lo escuchaban como a un mago o a un oráculo, una noche Bolaño repitió, una y otra vez, el mismo chiste. Un chiste malo. Un chiste pésimo. Un chiste de esos que no hacen reír a nadie. Un tipo se le acerca a una chica en un bar. «Hola, ¿cómo te llamas?», le pregunta. «Me llamo Nuria». «Nuria, ¿quieres follar conmigo?» Nuria responde: «Pensé que nunca me lo preguntarías». Cinco, diez, veinte variaciones del mismo tema. De ese tema fútil, banal, insignificante. De ese chiste malo. De ese chiste pésimo. De ese chiste que no hace reír a nadie. Pero los escritores jóvenes congregados en Sevilla lo escuchaban arrobados, seguros de que allí, en alguna parte, se oculta el secreto del mundo.


En Mentiras contagiosas

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De IGNORIA, 02/07/2018