Sunday, April 30, 2017

La piluchez

JORGE MUZAM

Escabullir el bulto, desviar la atención, salvar las vergüenzas, hablar sólo de lo que le interesaba hablar. José Donoso no se sentía cómodo cuando los entrevistadores intentaban desnudarlo. La piluchez era algo que le horrorizaba de si mismo, pero que admiraba en escritores como Manuel Rojas, que no necesitaba esconderse, que anteponía en cualquier situación su pecho de quiltro de mil batallas. José Donoso, hombre de dudas, de envidias, de homosexualidad reprimida y conflictos familiares insuperables, encontraba en las letras la forma de imaginarse a voluntad, de protegerse. 

Quiso ser hombre rudo, un Jack London del sur, lo intentó en las haciendas ovejeras de Magallanes, pero no tuvo el cuero, se lo comió el clima, la vulgaridad tramposa del bajo pueblo, la falta de respeto a toda palabra empeñada. No quedó rastro literario de ese desencuentro. Prefirió la pulcritud de Princeton, donde cruzó con Einstein y Oppenheimer. Sus presencias lo vitalizaban. Admiraba que se les pagara solo por pensar. Luego vino México, Centroamérica, Calaceite. En Italia entrevista a Giorgio de Chirico, a Ezra Pound. Se siente cómodo en ese cuadrilátero. Auscultando el silencio de los hombres del siglo.

El 81 regresó a Chile. Pero su país ya no era el mismo. La experiencia socialista, la dictadura, el atropello, el dolor, la mezquindad, la extrema pobreza, habían transformado la patria, la habían mancillado, empequeñecido. Comprendió que sus letras narraban un mundo extinto. Y los escritores de estos lados se lo hicieron saber rápidamente.

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De CUADERNOS DE LA IRA (blog del autor), 22/08/2015


Sábato

PABLO MENDIETA PAZ

Pienso, en opinión muy personal, que Ernesto Sábato no congeniaba con este mundo. Creo, a veces, que era de los escritores que íntimamente pensaba que el ser humano se hallaba condicionado a la acción de ciclos y frecuencias que podían transformar la vida en horas, minutos en incluso segundos. Me da la impresión de que este magnífico escritor estaba seguro de que por los vaivenes de este mundo plano, e igual para todos, había días mediocres, y otros en que gozaba de una portentosa plenitud de pensamiento. Era entonces que los aprovechaba de tal manera que era capaz de postergar todo alimento y hasta el reposo nocturno para alumbrar obras maestras, como "El túnel", por ejemplo. Pero sostengo, aferrado a los comentarios que sobre él se tejieron, que nunca se sintió a gusto en este planeta de incomprensibles vicisitudes. Partió de este mundo el 30 de abril de 2011, con esa desagradable desazón que toca el espíritu, el alma, el estómago.


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Fotografía de Sara Facio

Su majestad el Pejerrey

JOSÉ CRESPO ARTEAGA

Oruro era décadas atrás la capital del pejerrey. En las riberas de su alargado lago Poopó, un verdadero mar interior, comunidades uru-chipayas y aymaras vivían enteramente de la pesca. Bien recuerdo que cajonadas de pescado fresco enviaban a ciudades como Cochabamba y La Paz, e incluso llegaban hasta el pueblo de mi niñez, a buenos centenares de kilómetros. Los jueves de madrugada arribaban los comerciantes orureños con mercaderías diversas, entre estas algunas cajas de madera con pescaditos plateados de olor sumamente penetrante. Yo deploraba toda aquella peste en la casa. Pero en cuanto mi madre, luego de un moroso descamado, los sumergía en la sartén y nos servía a la mesa, comía sin rechistar hasta chuparme los dedos. Crocantes frituras de suave corazón tan blanco que no tenían parangón. 

Muchos recuerdos todavía guardo de mis viajes juveniles a Oruro. Espléndidas meriendas en casa de mis tíos, en las que era normal que sirvieran pejerrey casi todas las noches, preparado de mil maneras por su hábil cocinera, de trenza larga y perenne sonrisa, una extrañeza entre las cholitas aymaras de rostro mayormente adusto. El estómago agradecía aquellas sobrias degustaciones de carne magra y de fácil digestión, considerando la altura y la climatología fría de la urbe orureña. 

Como se sabe, hoy el Poopó es un erial de arena, tierra resquebrajada y desolación. Barcas volcadas en las resecas orillas de blanco salitroso, testimonian que el agua ha retrocedido para quizás nunca más volver. Como huyeron los patos y flamencos, la gente abandonó paulatinamente sus comunidades lacustres. El pescado, prácticamente ha desaparecido de los mercados de la ciudad altiplánica, ahora se lo trae desde el Titicaca y los ríos tropicales de tierras orientales. Acompañando a mi primo esos días de Semana Santa a efectuar la compra, se me iban silbidos de sorpresa al ver los precios en la pizarra: tan elevados que consumir pescado se ha vuelto un asunto privativo, cuando antaño la abundancia permitía que lo consumiese todo el mundo. Y lo peor, que cuando fuimos a buscarlo el sábado, casi todo se había esfumado para el Viernes Santo. No había dónde escoger.

Menos mal que el primo había comprado con anticipación una docena de filetes medianos. Una cantidad rácana, posiblemente llegada del lago Uru-Uru, un lago menor también en serio riesgo de secarse, a las puertas mismas de la ciudad por el lado sur. Como su afilado ojo de chef aficionado estimaba que la provisión no alcanzaría fuimos a por más a un mercado céntrico, donde además aprovechamos para adquirir verduras y otros ingredientes necesarios para un suculento pescado al horno.  Fracasamos en nuestro intento de hallar pejerrey -no había ni rodajas del soso surubí para disimular el asunto-, así que compramos unas pechugas de pollo. Total eran carne blanca, pensábamos. 

Con los ingredientes a bordo, el chef dio inicio a la faena. Su mujer desapareció de la cocina, diciéndome que cuando él cocinaba no se metía para nada. Yo no me lo creía todavía que mi primo, el ingeniero civil, fuese un consumado entusiasta de los fogones y sus secretos. Con razón no había ahorrado detalle en el diseño de su amplia cocina, un conjunto de aire minimalista, con los elementos (fogón, horno, microondas, estanterías) estratégicamente distribuidos que hacían perfecto juego con el mesón de granito negro. Y la iluminación ambarina sutilmente desplegada en el cielo raso aumentaba la sensación de calidez. Daba gusto cenar allí, seguro que sí.

Pues bien, mientras el pejerrey marinaba media hora en caldo de limón, que yo mismo contribuí a prensar, el cocinero cortó aros de inmensas cebollas blancas que junto con tiras de pimentones rojos se puso a sofreír en mantequilla, esperando que soltaran el jugo, al que añadía unos toques de vino blanco para que se impregnara de su bouquet. A continuación añadió los trozos de tomate que con gran esfuerzo había yo pelado. Hervían las papas waych’as de reciente cosecha, con cáscara, que unos minutos más de cocción y se nos deshacían de lo harinosas que eran. Escurrido el limón, sobre una capa de las verduras sofritas se depositaron cuidadosamente uno a uno los delgados filetes del preciado pescado, salpimentado con moderación. Lo mismo, se lo cubrió por encima con otra capa a la que se añadió unas ramitas de cilantro. A esperar veinticinco minutos, entonces.

Mientras tanto, pelamos las papas cocidas y las cortamos en rodajas. Junto al pollo asado, cortado en cachitos que, para ahorrar el trabajo habíase comprado en una rosticería, el chef las puso en otra bandeja, regándolas con queso rallado para que se derritiera con el gratinado. Eran las nueve de la noche cuando llamaron a cenar. Los chicos pusieron la mesa y se los veía entusiasmados con el trabajo del padre, que fue puntilloso hasta con servir personalmente para que a nadie le faltara. A punto de iniciar el ritual, uno de los muchachos preguntó por esa rara carne desmenuzada que acompañaba el pescado; al instante reaccioné diciéndole que era faisán, algo que solo se degustaba en mesas de reyes y nobles, añadí para pillarle en su inocencia. Pero parece pollo, replicó después de probar; bueno, comételo como si fuera auténtico faisán, le respondí ocultando una sonrisa burlona. Nos echamos unas risas mientras devorábamos bocado a bocado aquel inédito plato de autor, que por razones merecidas bauticé como Pejerrey a la Luchín. Juro por mis andanzas culinarias que jamás he probado carne más delicada, tierna y sabrosa que un buen filete de pejerrey horneado. 

Mi primo me dio el tiro de gracia sacando un Riesling de la nevera, varietal desarrollado por la casa Campos de Solana, quedándome gratamente pasmado de que nuestro paisito produciese tal cosa. Desde ya su tonalidad amarilla tirando a dorado y su aroma intenso a frutas me despertaron las ansias de probarlo. Delicioso elixir con toque ácido que me recordaba a gallardos cavas de la lejana Cataluña. Al día siguiente, domingo a mediodía, me despedí con dolor de mis solícitos anfitriones. Que me dejaba el bus, y que no había tenido tiempo para dar fin a los últimos rescoldos de esa inolvidable cena. Por eso era el dolor.

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De SEPHATRAD (blog de Isac Nunes), 29/04/2017

Y volver, volver...

MIGUEL SÁNCHEZ-OSTIZ

Ya estoy tardando, pero no renuncio a hacerlo más pronto que tarde, como quien se mete espuela a sí mismo, jinete de alma perdida que se hunde en la noche (la de vueltas que le he dado al relato de Irving desde que lo leí de niño).

Kay llakikuna, kay phutikuna,
amaña kaypi kachunchu.
Amaña ima llakipas kachunchu.
(Estas penas y tristezas / que ya no estén más aquí. / Ninguna tristeza se quede aquí).

Esto copio De Ina Rösing, la autora de Las almas nuevas del mundo callawaya (Análisis de la curación ritual callawaya para vencer penas y tristezas). Nada que ver con la fotografía que es de la feria dominical de La Ceja, de El Alto, por donde estaba el librero de batalla y derribo al que una chola como las de la imagen le increpó impaciente: «¡Pero cuándo me vas a traer mi Flavio Josefo!». Y volver, volver… Chuquiago marka, encrucijada y fuga (título provisional) mi crónica de esa ciudad que te agarra y no te suelta que, ahora sí, ahora va a ver la luz, en su sitio además, la ciudad de La Paz, Bolivia.

No solo me he acordado de los rituales callawayas para espantar el susto (algo que hacían los curanderos del Pirineo navarro a finales del XIX) y recuperar el alma, sino de una conversación con Víctor Hugo Vaca Guzmán, maestro charanguista, en Sucre, un pozo de información sobre usos y costumbres de la población originara de Chuquisaca.

A lo dicho, y volver, volver, volver…



*Publicado originalmente en el blog del autor, Vivir de buena gana (27/4/2017

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De PLUMAS HISPANOAMERICANAS, 30/04/2017

Friday, April 28, 2017

Y ahora...¡El Pequén!

LUIS SEPÚLVEDA

El Pequén es una variante de la empanada estrechamente ligada a la historia social de Chile. Esta "delikatessen" de la cocina popular nació en los poblados misérrimos de Lota durante la época de la explotación de las minas de carbón (léase Subterra, de Baldomero Lillo). Los patrones a sueldo de "honorables" familias inglesas, explotadores despiadados, vampiros de sangre obrera, no conformes con los salarios miserables que pagaban, lo hacían además mediante fichas que remplazaban al dinero, y que servían para que los mineros comprasen lo imprescindible para sobrevivir en tiendas -pulperías- de propiedad de la misma empresa propietaria de las minas, y naturalmente los precios eran desproporcionadamente altos.

Las minas de carbón de Lota eran largas galerías que se internaban hasta 90 kilómetros bajo el mar. La seguridad laboral no existía, cuando no eran las explosiones de grisú las que mataban a cientos de mineros, eran los derrumbes, el mar, el Pacífico gélido entraba a torrentes en las galerías, y otros cientos de mineros morían ahogados.

Sin embargo de las durísimas condiciones de trabajo, de la misma manera que lo hacían a miles de kilómetros de distancia los mineros del carbón asturianos, los mineros de Lota se entregaban a la organización social, política y cultural, y entre la miseria florecían los ateneos obreros, las bibliotecas y teatros. Parte del activismo cultural eran los cursos de cocina que se realizaban en verdaderas universidades de la cocina de los pobres.

En ese marco nació El Pequén. El dinero no alcanzaba para el ritual de los domingos con empanadas tan caro a los chilenos, los mineros casi no probaban la carne, pero el ingenio de los obreros y sus aguerridas mujeres creó esta empanada de los pobres, que no lleva carne, pero es sabrosa, muy sabrosa. Tiene sabor a lucha y a esperanza.

Los ingredientes de la masa del pequén son los mismos de la empanada. El pino del pequén es de cebolla, pura cebolla, y se prepara de la siguiente manera:

Para una docena de pequenes se necesitan seis cebollas blancas grandes, tres o cuatro dientes de ajo, 125 gramos de manteca de cerdo (o grasa empella si está en Chile), una cuchara sopera de orégano, una cuchara sopera de "ají de color" llamado también pimiento rojo en polvo, dos ajíes "Cacho de cabra" o "Putas parió" (si usted vive en Europa use el pepperoncini italiano, que es también vendido como pimienta de Cayena) secos, una cucharita de sal y unas hojas de laurel.

La cebolla se corta a pluma, no se pica como ocurre cuando se hace pino de empanadas, el ajo en cambio se pica lo más fino posible. Se pone la grasa a derretir en una sartén, cuando está muy caliente se agrega la cebolla , el ajo, las hojitas de laurel y el ají de color, se fríe todo removiendo para mezclar los sabores con una cuchara de madera, y se va agregando el orégano, y el ají. Cuando la cebolla está casi blanda -es importante no freírla hasta el punto de quedar crocante, disuelva dos cucharas soperas de harina en una taza de agua hervida, la sal, y revuelva hasta que no queden grumos. Esa leche de harina se vuelca a la sartén, se remueve bien, maldiciendo a los Mc Iver, a los Cousiño, y a todos los miserables que explotaban a los mineros del carbón.

Luego se arman los pequenes en la tabla de amasar, siguiendo los mismos procedimientos de la empanada de horno. Puede usted darles otra forma siempre que ya sea hábil y ducho con la masa. La bandeja de pequenes va entonces al horno (ojalá de leña) y salen cuando la masa está dorada.

El pequén se acompaña de vino tinto, nunca en copa, sino en un vaso tosco, vaso de taberna proletaria. El pequén se come de pie, en la cocina, en una mano el vaso y en la otra esta joya de la gastronomía popular, rodeado de los parientes, de los hijos y los nietos, es decir, a salvo, y ojalá en un día de lluvia. Si es así, entre pequén y pequén, entre trago y trago, recuerde los versos de don Pablo de Rokha : "Está lloviendo, está lloviendo, está lloviendo/ ¡ojalá que siempre esté lloviendo! / y los caminos del sur de la república asesinada/ se cierren como puños o bocas de lobos/ y no transite por ellos más que el hombre proletario"

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De LOS SEPÚLVEDA EN LA COCINA (blog), 12/07/2008


Bolivia: El país de la joda, el rabioso ballet del zafarrancho

HUÁSCAR PUMA

No nos resulta extraño que este nuestro país, donde todo pasa y no pasa nada, sea hasta divertido para el que sabe mirar las cosas con buen humor, para aquel que aprendió a reírse de sí mismo. Para el tonto grave, el tipo muy serio que se toma las cosas muy a pecho, puede resultar peligroso, pues puede sufrir un síncope en cualquier momento, gracias a los colerones que le puede ocasionar nuestra particular idiosincrasia.

Confundiendo aquello de que el deporte es salud, el “insustituible número 10” y su equipo de inútiles lambiscones, gastaron tres veces más, de nuestro dinero, en campos deportivos que en hospitales, la mayoría de ellos, canchas de fútbol. Cualquiera diría que somos unos consumados futbolistas, cuando en realidad no damos pie con bola, pero todos muy ufanos y contentos…

Los estadios y coliseos han surgido por doquier, allí donde antes no había nada. El mismísimo “líder supremo” manifestó en una entrevista que la gente prefería coliseos antes que agua potable y alcantarillado, total, un pueblo de saludables deportistas, puede cagar en cualquier lado y beber cualquier porquería insalubre.

En la mayoría de las provincias se les ha metido en la cabeza que tener un estadio es sinónimo de progreso, aunque nadie juegue en ellos, eso sí, sirven para las multitudinarias manifestaciones de apoyo, y para que las inaugure el “divino protector”. Estos actos políticos, invariablemente, terminan en monumentales borracheras, donde la basura y el olor a orines se tornan parte del paisaje.

Estos mismos compatriotas, cuando su salud se ve afectada, deben peregrinar, en un interminable vía crucis, hasta la capital del departamento, para ser mal tratados en algún hospital atestado de enfermos, con poco personal y escasos medios. ¡Digan si no es una joda! en Bolivia hacer deporte es dañino para la salud.

Nos preciamos de ser modernos, y aún mantenemos una mentalidad de aldea. No hay fiesta patronal, aniversario cívico o entrada folclórica que no convirtamos en una joda completa. Nos encanta desfilar, bailar y chupar en media calle, avenida o carretera, no importa, de lo que se trata es de joder al prójimo, y festejar por lo alto nuestras bellas tradiciones y costumbres.

En las ciudades la cosa se pone realmente buena, los choferes y comerciantes se han tomado las calles, no hay espacio que no sea de su propiedad, el ciudadano de a pie es un pobre ser indefenso, a merced de unos criminales motorizados, y ¡guay! de aquel que les diga algo, se expone a ser azotado en plena vía pública.

¡Qué joder! Nuestro servicio exterior es una alegre comparsa carnavalera al mando de Fumanchú. La ministra de salud atiende su salud y su belleza integral, la de su jefe y todos sus compinches, en algún spa cubano. El ministro de gobierno anda cazando asaltantes, y no agarra ni un mosquito. El Banco Central anda prestando nuestra plata a empresas, dizque, públicas de las que nunca más veremos un mango. Y así, cosas por el estilo, mientras nosotros muy tranquilos esperando el Gran Poder…

Parece que ya nos acostumbramos o tenemos el cuero muy duro. ¡Meta bloqueo nomas! Que la constitución te ampara. ¡Zafarrancho de combate, al asalto del estado! ¡Vivan los movimientos sociales! ¡Viva el jefazo! ¡Qué joder…!

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De ADELANTE BOLIVIA, Diario digital, 27/04/2017

Imagen: Caricatura de Pancho Cajas


Living in the Trump Zone

PAUL KRUGMAN

Fans of old TV series may remember a classic “Twilight Zone” episode titled “It’s a Good Life.” It featured a small town terrorized by a 6-year-old who for some reason had monstrous superpowers, coupled with complete emotional immaturity. Everyone lived in constant fear, made worse by the need to pretend that everything was fine. After all, any hint of discontent could bring terrible retribution.

And now you know what it must be like working in the Trump administration. Actually, it feels a bit like that just living in Trump’s America.

What set me off on this chain of association? The answer may surprise you; it was the tax “plan” the administration released on Wednesday.

The reason I use scare quotes here is that the single-page document the White House circulated this week bore no resemblance to what people normally mean when they talk about a tax plan. True, a few tax rates were mentioned — but nothing was said about the income thresholds at which these rates apply.

Meanwhile, the document said something about eliminating tax breaks, but didn’t say which. For example, would the tax exemption for 401(k) retirement accounts be preserved? The answer, according to the White House, was yes, or maybe no, or then again yes, depending on whom you asked and when you asked.

So if you were looking for a document that you could use to estimate, even roughly, how much a given individual would end up paying, sorry.

It’s clear the White House is proposing huge tax breaks for corporations and the wealthy, with the breaks especially big for people who can bypass regular personal taxes by channeling their income into tax-privileged businesses — people, for example, named Donald Trump. So Trump plans to blow up the deficit bigly, largely to his own personal benefit; but that’s about all we know.

So why would the White House release such an embarrassing document? Why would the Treasury Department go along with this clown show?

Unfortunately, we know the answer. Every report from inside the White House conveys the impression that Trump is like a temperamental child, bored by details and easily frustrated when things don’t go his way; being an effective staffer seems to involve finding ways to make him feel good and take his mind off news that he feels makes him look bad.

If he says he wants something, no matter how ridiculous, you say, “Yes, Mr. President!”; at most, you try to minimize the damage.

Right now, by all accounts, the child-man in chief is in a snit over the prospect of news stories that review his first 100 days and conclude that he hasn’t achieved much if anything (because he hasn’t). So last week he announced the imminent release of something he could call a tax plan.

According to The Times, this left Treasury staff — who were nowhere near having a plan ready to go — “speechless.” But nobody dared tell him it couldn’t be done. Instead, they released … something, with nobody sure what it means.

And the absence of a real tax plan isn’t the only thing the inner circle apparently doesn’t dare tell him.

Obviously, nobody has yet dared to tell Trump that he did something both ludicrous and vile by accusing President Barack Obama of wiretapping his campaign; instead, administration officials spent weeks trying to come up with something, anything, that would lend substance to the charge.

Or consider health care. The attempt to repeal and replace Obamacare failed ignominiously, for very good reasons: After all that huffing and puffing, Republicans couldn’t come up with a better idea. On the contrary, all their proposals would lead to mass loss of coverage and soaring costs for the most vulnerable.

Clearly, Trump and company should just let it go and move on to something else. But that would require a certain level of maturity — which is a quality nowhere to be found in this White House. So they just keep at it, with proposals everyone I know calls zombie Trumpcare 2.0, 3.0, and so on.

And I don’t even want to think about foreign policy. On the domestic front, soothing the president’s fragile ego with forceful-sounding but incoherent proclamations can do only so much damage; on the international front it’s a good way to stumble into a diplomatic crisis, or even a war.

In any case, I’d like to make a plea to my colleagues in the news media: Don’t pretend that this is normal. Let’s not act as if that thing released on Wednesday, whatever it was, was something like, say, the 2001 Bush tax cut; I strongly disapproved of that cut, but at least it was comprehensible. Let’s not pretend that we’re having a real discussion of, say, the growth effects of changes in business tax rates.

No, what we’re looking at here isn’t policy; it’s pieces of paper whose goal is to soothe the big man’s temper tantrums. Unfortunately, we may all pay the price of his therapy.

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De THE NEW YORK TIMES, 28/04/2017

Imagen: Bennett

Thursday, April 27, 2017

‘Potosí’, de Ander Izagirre

RICARDO MARTÍNEZ LLORCA

Potosí
Ander Izagirre
Libros del K.O.
Madrid, 2017
198 páginas

La facilidad de Ander Izaguirre (San Sebastián, 1976) para la crónica es desconcertante. El género no es más sencillo que el relato o la novela breve. Requiere otros valores, como la inmediatez, que se traduce, durante la lectura, en que el texto tiene que estar vivo a la fuerza. O sentimos lo que leemos como si fuera parte de nuestro presente, o la crónica fracasa. Una novela puede sonar a viejo, a polvo, a cenizas y conservar valores. Puede, incluso, no sonar o sonar a falsa literatura y resultar un éxito de crítica. Pero la crónica tiene que mantenerse viva. Por remitirnos a un ejemplo que tiene algo en común con este Potosí, que se suma a la lista de aciertos de Izaguirre, Las venas abiertas de América Latina siguen vigentes. Tal vez mereciera una revisión la parte más contundente de ensayo periodístico, pero la crónica está viva. Eduardo Galeano y su espíritu flotan en Potosí, como también Naomi Klein y La doctrina del shock. Pero Izaguirre siempre se arrima más al suelo que la escritora canadiense, y en el suelo se topa con personas humildes, con vidas en la miseria. Si Naomi Klein escribe sobre el bosque, Izaguirre lo hace sobre cada uno de los árboles. Y nosotros deberíamos leer a los dos.

El libro se divide en dos visitas a la ciudad y el cerro rico de Potosí. En la primera conocemos la suerte, mala, de mineros enfermos y la descripción del trabajo claustrofóbico dentro de la montaña. Hace mucho tiempo que se vaciaron las grandes vetas de plata del cerro, pero se ha seguido taladrando tanto, que ha sido necesario invertir en rellenar parte de las excavaciones. Sorprende ese proyecto faraónico para que no se derribe una montaña piramidal y asesina. Durante esta visita, Izaguirre coteja las injusticias históricas a cuenta de la plata y el estaño con los testimonios del presente. En esos testimonios, a medida que avanza el libro, se imponen las voces de los más desfavorecidos, los niños, sí, pero sobre todo las mujeres. Y por encima de todo, las preadolescentes de las que se abusó con impunidad, condenadas a una vida de cucaracha. Beben agua que les destroza los riñones, se esconden y hasta se ven en la tesitura de tener que matar a los hijos frutos de las violaciones, si es que los golpes que reciben no los han asesinado antes dentro de los vientres.

En la segunda visita, Izaguirre aterriza en Bolivia con los deberes hechos. Conoce y asimila los datos: la historia de un pueblo masacrado, los golpes de estado y las aberraciones a punta de fusil, la omnipotencia de los oligarcas mineros. Recorre el pasado del Ché Guevara en Bolivia, la canallada de la Operación Cóndor en Sudamérica, los planes económicos que asfixiaron a Bolivia bajo la batuta de los Chicago Boys, las torturas y los secuestros de activistas y se encuentra con viejas historias de curas viejos que colaboraron con la resistencia contra la tiranía. En su viaje no solo acudirá de nuevo a las faldas del cerro, también paseará y se entrevistará con habitantes de las villas miseria. Y de nuevo se verá atraído por la lucha de las mujeres. Con inusitada facilidad, integra las muletillas y el sonido del habla de quienes se revolvieron contra la realidad.

Pero este libro contiene una maldición que Izaguirre hace explícita. Es necesario conocer, es imprescindible divulgar. No estamos sobre un mundo color de rosa y con sabor a casita de chocolate. Y no todos podemos llegarnos hasta Potosí para entrevistarnos con los desafortunados. Algo hay que hacer para torcer el rumbo del presente y para que esa gente deje de tener el aspecto de los desheredados, del horror. Potosí contiene el azote que nos debemos dar, pero a la hora de la verdad, ¿para qué sirven libros como este? Leerlo no basta para sentir que uno ha participado en arreglar el mundo. Y, sin embargo, nos creemos mejores por haberlo leído. Gracias, Ander, por acribillarnos con esa bala. Nos la hemos merecido.

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De CULTURAMAS, 12/02/2017


Wednesday, April 26, 2017

Disolución de la memoria

JORGE MUZAM

Creo tener de mi lado la memoria. Religión chapucera, mentira íntima, para convencerme de que tengo algo de mi lado, pero la verdad es que ni eso tengo. La memoria me hace trampas, se esconde, se disuelve, cierra puertas con candado, palidece los colores, me cambia las reglas del juego, la contingencia emocional, los ánimos como zancadillas, los guantes de box, las magdalenas. 

Imagen: Bernard Buffet

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De CUADERNOS DE LA IRA (blog del autor), 25/11/2015


make it rain!

PABLO CEREZAL

Abril inició su andadura con una promesa de primavera desordenándole los labios. Los días vertían licor de luz y las calles de Madrid ya olían a espuma de cerveza, las terrazas de los bares dispuestas y preparadas a saciar la sed ciudadana. Pero resulta que abril se ha desarrollado al margen de mis (nuestras) apetencias, y un incómodo mohín de tormenta ruborizó su semblante.
 
De nuevo cerrar las ventanas. Apoyar la frente en ellas, para contemplar la lluvia, afuera. Igual la ventana de los días, aún cerrada a tu caricia, tu sonrisa y tu deseo, que surcan la memoria como las nubes, hoy, este cielo de plomiza ausencia. Pero la ventana, decía. Apoyo mi frente en su cristal, y el vaho me permite dibujar, con las manecillas del reloj que construyo entre mis manos, algo parecido al corazón de un niño.

Llegó la primavera con su aspaviento de color y brotes tiernos. Lienzo inútil, por lo repetitivo. Y ahora, abril, que no entiende de cromatismos, la emborrona de lluvia. Llueve, hoy, en Madrid. Y yo me asomo a la ventana, por ver si de repente llegas, de nuevo, por detrás, a sostener el arpegio de tabaco rubio de tus dedos en el pentagrama erróneo y negro de mi cintura. Llueve, hoy, en Madrid. Y, mientras mi piel se envenena de tu ausencia, la casa se infecta de Tom Waits y su poesía de taberna caduca.

Suena Tom Waits. Su voz de promesa quebrada inaugura el lodazal en que se suicidan mis recuerdos.

Make it rain, aúlla el genio de Pomona, y pienso en dichos populares: ya ha llovido desde entonces, 19 de abril de 2008, Teatro degli Arcimboldi, cuando tú aún no existías, 8 años ya. Sí, en Milán, excesos del exceso de sueldo y tiempo libre que me permitieron excederme en aquel teatro italiano, vibrando con cada uno de los acordes en que enredaba su lírica ebria un cantante que decidió entonar como si nunca hubiese tenido voz, como si acabase de ver la luz tras abandonar una platónica caverna. Tom Waits decidía visitar Europa, en 2008, al albur de constelaciones y papel moneda, y yo soltaba el mío para asistir anonadado a su teatro de sombras. Decidí marchar a Milán, para ver a Tom Waits y, de paso, embriagarme de Navigli, aperitivi, albahaca y Campari, vino barato y hachís, todo preparado para el gran recital, un par de caladas más antes de entrar al teatro, unos cuantos tragos extra, no había sustancia que me fuese vedada cuando me disponía a embriagarme de la sustancia que, quebrada, brota de la voz caverna de Tom Waits para recordarnos que, a la salida, seguro, quedará alguna cantina abierta, cerca, en cualquier lugar, al albur de cualquier esquina enmarcada en orín de gato y vómito de mal de amores.

Recuerdo mucho de aquel concierto. Pero recuerdo, especialmente, aquel tema, Make it rain, y cómo, sobre el escenario, una lluvia de confetti dorado coreografió los espasmos neandertales del cantante estadounidense. Y su voz de fin del mundo, lamentando la pérdida del aquel mundo que fue hasta que ella decidió salir de su vida. Nada más. Otra canción de amor. Sólo eso.

Caminé, después, hacia el hostal, entre exclamaciones italianas (ya saben: mamma mias, aspavientos, ¿capiscis? y toda la parafernalia latina que tan torpemente, aún, seguimos intentando imitar los hispanos), apurando un nuevo porro, pretendiendo adivinar por qué el cantante reclamaba la lluvia, como quien reclama el tiro de gracia, para olvidar a la amada que ya no. Después, años después, llegaste tú, y comprendí que tal vez eso pretendía Waits en su canción: congregar tormentas y estaciones que humedezcan y hagan fluido el paso de los años. Que se sucedan las tormentas y las estaciones. Que el tiempo pase para desordenar el recuerdo de lo que fue y ya no.

Hoy, Madrid, lluvia, subo el volumen y grito: make it rain!

Llueve en Madrid, y este loco suicidio de gotas que entristece mi ventana contiene el sabor de un beso, aunque hoy sólo sea metáfora de los que suicidaste tú, valiente y eterna, contra el vidrio de mis labios. Porque en cada gota de lluvia anida la gota de deseo que humedecía tus labios cuando los postrabas ante mí. Y recuerdo, ¡ay!, cómo llovía tu vientre entre mis dedos, antes de hacerlo entre mis labios, cómo naufragaba en tu tormenta el salmón inconsciente de mi lengua, cada vez que te agotaba y me agotaba, a tus pies, desnudo de ropa y mortalidad, vestido únicamente con la seda niña de tu piel de latido y siempre.

Llueve en Madrid. Abril ha vuelto a equivocarse. O, al contrario, sólo ha cumplido a rajatabla las normas no escritas de los refranes, en abril aguas mil, y cuestiones del estilo. El caso es que Madrid se moja y mis dedos están secos por más que buscan la humedad de aquella lluvia que me regalabas para hacerme comprender por qué gritaba cada vez que escuchaba a Tom Waits cantando Make it rain.

Hoy dudo si aquellas lluvias provocaron besos o sólo metáforas. Las cerraduras me miran con sarcasmo. Por eso prefiero darles la espalda, y asomarme a la ventana recordando que las obstruías con candados de juguete, para acercarte hasta mí y besarme, segura de que nadie abriría la puerta de aquella habitación. Tampoco la de este futuro que es ya, y que no habitamos juntos. Yo no te lo dije nunca, pero ahora sé que te cantaba, descosidos mis labios por el punzón de los tuyos: make it rain!

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De POSTALES DESDE EL HAFA (blog del autor), 19/04/2017

Fotografía: Anton Corbijn

Tuesday, April 25, 2017

Mi reencuentro con Raúl Shaw Moreno

JOSÉ CRESPO ARTEAGA

Había vuelto a la altiva ciudad de Oruro después de cinco años. A sus aires que azotan los pómulos de los forasteros y a sus cielos de azul intenso. Y a recorrer sus mismas calles, con su sempiterno aire de abandono. Sus fachadas macilentas dan fe de ello, empezando por el bloque moribundo de la terminal de autobuses que parece enamorado de su verde pálido y resquebrajado. Álamos de copa redondeada salpican a ratos la monótona uniformidad de las aceras. De clima duro, aquello parece milagro en medio de las ventiscas que sacuden una y otra vez el altiplano. La vida se abre allí a puro coraje.

Inverosímil que una tierra tan yerma haya procreado al artista más grande, al boliviano más universal. Sin montañas inspiradoras, sin arroyos ni ríos que perseguir. Solo bocaminas que escupen lentamente la sangre ácida de sus entrañas. No hay nada allí, ni quirquinchos escondidos en la arena. Y, sin embargo, de aquel páramo sin apenas abrigo surgió la cálida voz del bolero. Y con su canto a liberar las noches de su fría opresión, cual obstinado romancero.

A don Raúl lo conocí cuando apenas era yo un crío que no llegaba a la década. El pueblo de mis antepasados se debatía entre las penumbras, aquellas gozosas penumbras que nos permitían jugar a las guerritas entre los “patacalles” y los “uracalles”. Por toda luz sentaban presencia unos cuantos postes de tubos fluorescentes que pálidamente señalaban el empedrado entre el internado de la Sede y la iglesia. El trayecto que una monja alemana seguía casi todas las noches junto a sus cholitas internas para ir a oír misa.

La Sede, con sus jardines y extensos conjuntos de habitaciones, coronaba una suerte de colina. Desde su explanada veíase todo el pueblo, y de sus oficinas salían a menudo los avisos por altoparlantes a la comunidad. El operador tenía la buena costumbre de poner música a manera de introducción. Uno de los parlantes había sido estratégicamente colocado en las alturas de un imponente eucalipto que ya no está. Nuestra casa no estaba ni a media cuadra de aquel sitio. Imaginen el solaz que me producía aquella polca inmortal interpretada por ese cantor sin nombre, al que juzgaba yo como extranjero. El acompasar grave de la guitarra y el sonido de la aguja del tocadiscos se oían tan nítidos que todavía los atesoro en el alma.

Arribó la luz eléctrica, luego la FM, la encarceladora televisión. Se acabaron la magia y las noches de ensueño. Y don Raúl volvió a las sombras, a los polvorientos cajones del olvido. Ya se encargaría la radio de difundir mensajes a cualquier hora, con inevitables voces impostadas.

Casi tres décadas después, don Raúl me esperaba, también en lo alto de una colina. Casi relegado al fondo, a pasitos de unas rejas. Como si fuera un extraño invadiendo el morro de Conchupata, dicen que histórico porque fue allí que izaron la primera tricolor boliviana. Inexplicable monumento el del músico cuyo sitial debería estar mejor emplazado, quizá en la entrada del aeropuerto, para dar la bienvenida a los viajeros, extrañados a primera vista de haber llegado a ninguna parte. Esa guitarra los consolaría y esa inigualable voz haría el resto.

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Para su consideración, otras canciones: 




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De EL PERRO ROJO (blog del autor), 24/04/2017


Sunday, April 23, 2017

Decimoquinta

JAVIER MARÍAS

Cuando esto escribo, hace sólo cuatro días que terminé una nueva novela. 576 páginas de mi vieja máquina Olympia Carrera de Luxe, la cual, me temo, está a punto de fenecer tras el tute a que la he sometido (cada página tecleada tres veces como media). Empieza a fallar, y si no consigo reponerla dejaré de escribir, supongo: a estas alturas de mi vida no me veo capacitado para pasar a un ordenador, renunciar al papel y a las correcciones a mano y a pluma sobre cada versión de cada página. Con ese ya arcaico instrumento saco también adelante estas piezas dominicales, que sufren parecido proceso de revisión y enmiendas. Agradezco a mis empleadores que me permitan seguir entregando un producto que les da más tarea de la habitual. Seguro que si fuera un joven meritorio me mandarían a paseo y me dirían: “Niño, consíguete un ordenador. ¿Qué te crees, que aún vivimos en el siglo XX?”

No en otros, pero en este aspecto me cuesta vivir en el XXI. Mi primera novela se publicó en el remoto 1971, a mis diecinueve años. En el larguísimo periodo transcurrido desde entonces, no se puede decir que haya escrito muchas: la recién concluida es la decimoquinta, si cuento como tres los volúmenes de Tu rostro mañana, que aparecieron en 2002, 2004 y 2007. Forman una obra unitaria, pero para mí cada uno me supuso el esfuerzo de una novela distinta. En suma, salgo a una media de una cada tres años. Si me comparo con maestros del pasado y del presente (y por supuesto con muchos que no lo han sido ni lo son), soy un novelista tirando a escaso.

Quizá por eso, porque empleo mucho tiempo en ellas, y también porque nunca sé si habrá más en el futuro, la terminación de una me trae sentimientos encontrados. El inmediato y dominante es incredulidad: “¿He logrado poner fin a esto? Si todas estas hojas estaban vacías…” En el presente caso, han pasado veinticinco meses desde las dubitativas líneas iniciales. He estado más de dos años conviviendo –no a diario, qué más quisiera– con unos personajes nuevos al principio y que al final son más que amistades. Aunque uno no se siente ante la máquina –y son muchas las jornadas en que es imposible hacerlo, por viajes y quehaceres varios–, durante el tiempo de composición lo rondan incesantemente. Uno piensa en ellos con más intensidad que en los seres reales que lo rodean: de éstos no está contando la historia, ni asiste a ella con el mismo grado de cercanía, y desde luego carece de capacidad decisoria sobre sus vidas, como sí la tiene sobre las de sus entes de ficción, por recuperar la vieja fórmula. Así que despedirse de ellos es en cierto sentido un cataclismo personal. “¿Cómo”, se pregunta uno, “ahora he perdido a estos amigos? ¿No tengo que ocuparme más de ellos, no he de conducirlos a diario? ¿Aquí los abandono y me abandonan? Si algunos no han muerto, ¿es que el resto de lo que les ocurra no me interesa?” Sí, me interesa, pero soy consciente de que a los posibles lectores futuros tal vez no; de que estarán a punto de cansarse de seguirlos, o de que las mejores historias son las que no se relatan completas, no de cabo a rabo.

Y ahí empieza el siguiente sentimiento ambiguo: mientras uno escribe (siempre hablo por mí, claro), no se plantea mucho lo que por lo demás resulta evidente: lo hace para ser leído. De tan evidente, uno puede hacer caso omiso. Sin embargo, una vez puesto el punto final, la idea reaparece con todas sus consecuencias. “No sólo me despido de estos amigos, sino que dentro de unos meses estas criaturas que mantenía encerradas y que nadie más conocía, se harán amigas de personas que ni siquiera he visto, de los gentiles lectores que tengan a bien molestarse en abrir este libro”. La perspectiva es extraña. Ahora mismo, mi primera y quizá mejor lectora lleva ya 200 páginas de esas 576. Va sabiendo qué me he traído entre manos durante los dos últimos años. Qué he concebido, qué he armado, qué me ha preocupado, me hace algún comentario sobre alguna situación o personaje; qué he pensado y con qué me he abstraído. Para quien ha guardado todo eso en secreto, es desasosegante. Pero también es una alegría. El sino más triste de una novela es que nadie tenga la menor curiosidad por leerla. Así que ojalá estas “criaturas del aire” (como acertadamente las llamó Savater hace mucho) consigan hacer incontables amistades nuevas, aunque yo no esté invitado a sus fiestas particulares con cada lector atento. Me queda el “consuelo” de que, lo mismo que ahora he recuperado personajes de Tu rostro mañana, acaso un día vuelva a encontrarme con Berta Isla. El título todavía no está decidido, pero podría ser este nombre, Berta Isla, para inscribirme en una larguísima y a menudo noble tradición: la de Jane Eyre, Anna Karenina, Oliver Twist, David Copperfield, Madame Bovary, Robinson Crusoe, Tess de los d’Urberville, Eugénie Grandet, Tom Jones, Tristram Shandy, Moll Flanders, Daisy Miller, Jean Santeuil y tantos otros títulos memorables. Ay, si con eso bastara para aproximarse un poco a ellos…

[Fuente: www.elpais.com]

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De SEPHATRAD (blog de Isac Nunes), 22/04/2017


Imagen: Pieter Claes

Saturday, April 22, 2017

Che Guevara: Acotación al margen

PABLO CINGOLANI

“Las estrellas veteaban de luz el cielo de aquel pueblo serrano…” –de repente, con esa economía de palabras que se valora y se aprecia, el texto nos transporta y comenzamos a volar hacia allí, hacia algún lugar de la América Profunda, hacia la noche eterna de esos lugares inmemoriales que habitan nuestras montañas, el corazón del corazón de nuestros sentimientos de arraigo, de pertenencia, de pasión por esta tierra, así ésta sea puro desgarro. El texto sigue acechándonos con su poética: “…y el silencio y el frío inmaterializaban la oscuridad”.

Así da inicio Acotación al margen, un escrito tomado de las notas de viaje que hizo Ernesto Guevara de la Serna cuando a los 23 años se embarcó en una travesía que uniría Argentina con Venezuela durante nueve meses junto con su amigo Alberto Granado. Viaje iniciático: Ernesto comenzaba a romper la crisálida que, con los años, lo convertiría en esa figura legendaria, en esa mariposa tierna, dura, feroz y combativa, que el mundo conoció como Che.

Buen escritor era Guevara. Algunos insinuaron que de no haber seguido la ardiente huella de la revolución, el mundo hubiera ganado un literato tan renombrado como el guerrillero que fue. Son conjeturas que, de seguro, harían sonreír al propio Che. El mismo cuenta en sus memorias de la guerra de liberación de Cuba como eligió –siendo médico titulado y médico de los insurgentes- el fusil en vez del botiquín porque estaba convencido que así se curarían millones de seres humanos de las laceraciones que provocan la desigualdad y la injusticia, que la revolución sanaría todas las heridas históricas de los hombres, que la mejor medicina contra los poderosos y sus enfermedades eran las balas.

Esas claves ya están presentes de manera señera y contundente en Acotación al margen. Es allí, en el medio de la noche serrana, donde el futuro Che recibe la “revelación”, como el mismo la designa. Se ha resaltado siempre el humanismo guevarista pero hay escasez a la hora de señalar su lado místico.

Se ha dispersado por todos los confines de la Tierra su herencia de audacia y de amor al pueblo y a su causa, el legado de pureza, de coherencia, de entrega y compromiso que el Che enalteció a lo largo de su vida, incluso hasta el día de su muerte, asesinado en la escuela de La Higuera, otro confín pero en Bolivia, pero el misticismo guevarista –evidenciado en varios pasajes de sus notas de viaje pero escrito con una elocuente majestad en el final de esas notas, en Acotación al margen- no ha encontrado el mismo eco.

¿Será porque ese misticismo es una invocación febril al sacrificio, al heroísmo, a la inmolación si es necesaria, a la redención por sangre y eso no cuaja en un mundo que ha aceptado mansamente las imposiciones de un poder omnímodo que nos secuestra la piel y nos mutila el alma a diario con sus violentas mentiras y sus no menos atroces manipulaciones?

Hay en el alumbramiento, en la revelación que experimenta Guevara, mucho de profecía, demasiada: Acotación al margen es, a la vez,  una especie inédita de epitafio.

Vemos al hombre, joven, hombre al fin, exaltado, exultante, frente a la epifanía de –diría Kusch- rozar con los dedos a la divinidad y sentir en todo su cuerpo el llamado del destino: la misión en la cual navegará su vida hasta que la muerte se lo lleve a otros mares y otros destinos.

“El gran espíritu rector”, así lo nombra, lo desnuda y se brinda y Guevara lo deja entrar hasta el rincón más íntimo de su ser con ese fervor inaudito que sólo atesoran los justos de corazón, los limpios de alma, los amantes de la verdad, los poetas del silencio, los guerreros que no se rendirán jamás.

Hago un puente sentimental y digo que la sierra se asemeja mucho al desierto y que en estas acotaciones al margen de un viajero-aventurero del siglo XX en busca de su morar en el destino retumban también esas verdades que otro hombre puro y pleno como El Che, pero en la lejana Galilea, sermoneó en su montaña.

Bienaventurados los que sufren persecución por causa de la justicia –sentenció un tal Jesús Cristo en los eriales de Asia- pues de ellos es el reino de los cielos. Esto es seguro: un cielo rojo sangre, un cielo de purificación, un cielo rojo y negro, un cielo revolucionario y bermejo, es el que ampara eternamente al caído en combate en la quebrada del Yuro.

Acotación al margen es un relámpago de extraña fascinación. Es un tajo, como señala el propio Ernesto en su escrito, un tajo en la conciencia, en la ética, un tajo en la inspiración que debe animarnos. Acotación al margen es el texto más terriblemente bello que escribió Ernesto-Che Guevara.

Mi texto también es una acotación al margen en torno al legado de uno de los seres humanos más extraordinarios de todos los tiempos, “uno de los nuestros, quizás el mejor”. Es, a la vez, un homenaje a su memoria viva, ahora que se cumplirá medio siglo de su partida a la inmortalidad.

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Imagen: Graffiti callejero

Del Deber Ser a la Sangre

FESAL CHAÍN

Breve Introducción

Tanto se escribe de Chile, del ordenamiento de Chile, del futuro de Chile, y desde la misma política de siglos se discursea y se hacen gárgaras de dónde, cómo y cuándo deben vivir sus habitantes. Cultura le llaman, Educación Cívica, y por una parte se olvida la Geografía: la cordillera aplastando las espaldas y empujando al  cuerpo a la cornisa que angosta y resbalosa va a dar al mar. A los acantilados y al mar. Tanto además escriben los literatosos y articulistas de la necesaria paz social y de la calma individual pero olvidan la Historia, pues muy cómodos desde sus asientos mullidos andan dando cátedra desde la mente y no indagan en los siglos y décadas de derramamiento de carne, musculatura, huesos y sangre. Se olvidan de la Sangre de las venas y de la Sangre estallando sobre las calles.

Como mucho sabrán y si no lo saben hago una pequeña reseña: “En la elección presidencial de 1938 se presentaron tres candidatos: Pedro Aguirre Cerda, apoyado por el Frente Popular; Gustavo Ross, el candidato de la derecha ultraconservadora; y Carlos Ibáñez, apoyado por la Alianza Popular Libertadora. La campaña fue bastante dura, y ante la posibilidad cierta de la victoria de Gustavo Ross, los nacionalsocialistas criollos intentaron el 5 de septiembre un golpe de Estado en apoyo a Ibáñez. El golpe, en el que esperaban contar con el soporte de varios regimientos, fracasó desde el primer instante por la lealtad que mantuvieron los militares con el Presidente Alessandri y fue duramente reprimido. Los estudiantes pertenecientes al Movimiento Nacional Socialista Chileno, atrincherados en el edificio de la Caja de Seguro Obrero frente al Palacio de La Moneda, fueron masacrados por la policía tras rendirse, en un hecho que conmovió fuertemente a la opinión pública. Ibáñez partió nuevamente al exilio y el desprestigio del gobierno por la matanza del Seguro Obrero, así como el apoyo que entregaron los ibañistas y nazistas al Frente Popular fueron determinantes en la victoria de Aguirre Cerda y la llegada del Frente Popular al gobierno” [i]

Frente a este macabro suceso, 59 jóvenes masacrados, acaso la más cruel matanza política de nuestra historia contemporánea después de la de Santa María de Iquique y antes del Golpe de Estado pinochetista de 1973, Carlos Droguett publicó una crónica un año después, en el Diario La Hora, titulada Los asesinados del Seguro Obrero, y al año siguiente, el mismo texto como libro, al que le agregó la introducción Explicación de esta sangre. A mi juicio este libro es antológico, no solamente desde la literatura de vanguardia, (se le considera la primera novela testimonial de Chile)  sino a la vez desde el pensamiento social, que permite entender más allá del deber ser y del platonismo de políticos y escritores, lo que somos sobre la facticidad y las ideologías, y como podríamos, desde la realidad misma de nuestra conformación geográfica y humana, elevarnos sobre estas determinaciones, de una vez por todas. Vayan pues las palabras del gran escritor Carlos Droguett:
Introducción a la primera edición del libro LOS ASESINADOS DEL SEGURO OBRERO

Jueves 29 de Agosto de 1940, un cuarto para las once de la noche

Carlos Droguett

Temo -y no quisiera desmentirlo – que estas páginas que ahora escribo vayan a resultar una explicación de mí mismo. No importará. Lo que publico, después de todo, lo escribí porque lo sentí bien mío, íntimo de mi existencia, hace un año, cuando fue hecho. Por esto mismo no he querido cambiar nada, exhumar cosas para averiguar más carne, más sangre. Esta, se ha entregado al libro de la imprenta tal como se entregó a la página del diario el pasado invierno. Yo no podía meter mis manos en ella otra vez. Esa no fue mi labor verdadera. Yo sólo recogí, a la manera mía de coger las cosas, esa sangre que corriera hace dos años por nuestra historia; no fue otra mi tarea, agacharme para recoger. Traté de trabajar entonces con las dos manos para no perder detalle ni hilo, para recoger toda la sangre, para construirla otra vez, y que corriera más abundante por los cauces de nuestra historia. Así, pues, verdaderamente, esto no es un libro, no es un relato, un pedazo de la imaginación, es la sangre, toda la sangre vertida entonces que entrego ahora, sin cambiarle nada; sin agregarle ninguna agua, la echo a correr por un lecho más duradero y más sonoro. Mi tarea no fue otra, no es ahora, otra que ésta, publicar una sangre, cierta sangre, derramada, corrida por algunos edificios, por ciertas calles, escondida, después, para secarla, debajo del acto administrativo, del papel del juzgado. Quise hacerla aprovechada. Puse mi voluntad en ello, mi amor propio otras veces, mi rabia de entonces casi siempre. No se habría podido reunir esta sangre sin sentir rabia al ordenarla. Con rabia roja la escribí. De noche me puse a redactarla para sentir correr su fuerza. Así pude componerla, rehacerla hasta la última gota. Creo que está completa. Creo que no se pierda.

Se ha perdido tanta sangre ya en nuestra pequeña e intensa historia. Ninguno quiso nunca recogerla, todos la dejaron que corriera sola. Nadie tuvo voluntad, no, no tuvieron cabeza para recoger la sangre corrida en cada siglo, en cada tiempo, en cada presidencia, en cada política. Cada vez, cada ocasión, cada acontecimiento, existió la mano mala para verter la sangre, pero nunca tuvo existencia la mano terrible para recoger, para contar esa sangre. Abro la historia de nuestro pueblo y me quedan manchadas de sangre las manos, desde la primera hoja araucana. Toda la vida la dejaron que corriera, que cayera para secarse ahí mismo donde tumbó el asesinado, pero, cada día de escuela, los niños de nuestra tierra, cuando abren el libro de la historia, ven que las manos, hojeando la historia, les quedan empapadas. La sangre corre haciendo ondulaciones, haciendo un rumor de muchedumbre colorada por adentro del libro. Hemos sentido siempre sonar ahí la sangre, toda la sangre chilena vertida en la tierra nuestra y ella sola echada a correr entre las líneas, reunida en un gran río grueso. Es una sangre que clama al oído verdadero que quiera oírla, que corresponda con ella, que llama a gritos de sangre a la mano metida en el destino y que venga a rescatar, para trabajarla, para elaborarla.

Toda la sangre chilena, vertida por el crimen, se ha perdido, oigo con toda mi alma que se ha perdido. Ha sido ella nuestra mejor sustancia para confeccionar lo nuestro verdadero, lo de nosotros que dure. ¿Cómo han podido perderla? Toda la sangre, tanta sangre. Quiero mencionar alguna, para confirmar y para gritar mi sentimiento. La sangre heroica, la novelesca, la criolla sangre de Manuel Rodríguez, hasta ahora, se ha estado perdiendo, todavía corre por los campos de Tiltil, todavía corre y no se seca. No se secará hasta que alguno piadoso de cultura, de historia de sangre, la recoja con la mano del alma para elaborar el ser. La sangre de los hermanos Carrera, apresura su cauce, junta su onda a la de Manuel Rodríguez para sonar y reclamar juntas y ansiar juntas todo lo que ansiaron cuando eran vivos los cuerpos adentro de los cuales ellas corrieron; esa sangre de ellos, ya que ninguna mano la acoge, está creciendo sola, saliendo sola de la historia hacia la Ieyenda para escribir la leyenda. Tanta es su necesidad de estar creciendo. La sangre que corrió alrededor de los Pincheira, la que circundó a Benavides, la que se vertió encima de la cabeza rojiza de la Quintrala, ¿quién nunca ha querido cogerla con acto entrañable? No me olvido tampoco de la sangre de Portales, todavía moja alturas de la Cabritería esa sangre ardiente y cínica y tan macuca que anduviera en remoliendas con el ministro. La sangre de José Manuel Balmaceda, continúa, está tendida, desde su cuerpo amortajado de negro en la legación argentina. Nadie nunca la quiso recoger, sólo hicieron gestos con ella, gestos de panfleto que insufla, gestos de sentido político, gestos de novelón entregado. Pienso en el norte del salitre, y veo mucha sangre caída, perdida para siempre sobre la blanca sal. ¿Quién la hizo nunca sonar con voz de tierra de aquí? Ahora que está en decadencia la industria, habrá decaído la sangre, esperando mejores tiempos de sufrimientos con sangre. Pienso en las minas del carbón, del cobre, y veo perdida, escucho perdida para siempre la sangre que, siempre, que ahora mismo sigue sonando en los crímenes y en los accidentes subterráneos. ¿A qué mano de minero, a qué cabeza quisiera ella tocar con su dedo encendido, para que la cabeza la comprenda? Pienso en el sur de Chile, con su invierno de frío crudo, con su nieve, con sus naufragios, con sus días que oscurecen temprano, con su inmenso océano saliendo hacia la tierra, llevando olas grandes para ahogar gente y grito de gente. Pienso aún en el caleuche y lo veo despoblado vagando por la última agua del litoral sin ninguna mano que lo guie, con todos sus tripulantes espantosos, hasta nosotros, hasta donde está parado Chile, en la tierra, viviendo hondo y esperando muy hondo.

Pienso en los campos de aquí y me da una pena sin sangre; la sangre campesina ha corrido tanto como el vino en nuestros potreros y muchas veces corrieron, y muchas veces se confundieron juntos y nadie en medio del inmenso campo nuestro recogió esa sangre, ninguno la dijo, todos la dejaron perderse. Es tanta, tan abundante la sangre vertida en nuestros campos, que aun los escritores de las leyes la cogieron en la legislación protectora para ponerle valla de artículos, para echarla por cauce oficial. Aun los escritores de las leyes. Pero no los escritores – iNietzsche! – de la sangre, pero no los escritores – escritores. iAy!, hemos tenido tanto cuento campesino, tanta novela campesina, tanto poema campesino, tanto rústico de pluma en medio de la chacra. Y todos exangües. Mariano Latorre, Luis Durand, Marta Brunet, Federico Gana, Fernando Santiván, Rafael Maluenda, todos, han mirado hacia el campo de nosotros, pero sólo han visto la cueca, pero no la sangre que corría del tacón de la cueca, han visto el vino, pero no la sangre que corría del borracho y que parecía que era vino, han visto al patrón enamorando a la chinita, aun le han ayudado a enamorarla, pero no han mirado siquiera la sangre del aborto, han visto los rodeos de los animales chúcaros, aun les han hecho su rondel patriótico para mirarlos mejor, pero no han visto la doma y el rodeo del trabajador de nuestros campos. Cito nombres, me gusta citar nombres.

No es esto todo, no es toda la sangre. San Gregorio, Lago Buenos Aires, La Coruña, Ranquil, las federaciones obreras, las huelgas de Iquique, de Valparaíso, son manchas enormes de sangre, mapas de sangre en nuestra geografía que no se estudia, en nuestra historia que no se escribe, la única historia que, después, va quedando; no ha habido manos para preocuparse de ellas, ha habido para estarlas borrando, arrodilladas las manos, pero no ha habido con tinta de libro para restaurarle su rojo. Sólo el discurso político en el día electoral las coge cada año, para colgarlas cada año. Como digo continúa la sangre en nuestra historia.

Hablo aquí de la sangre determinada por el hombre, no de la sangre que determina la naturaleza. No de la sangre que vierten los terremotos, los naufragios, las tempestades, los derrumbes, el clima nuestro. No hablo de esta clase de crimen, que es bien grandiosa, bien numerosa. Ellos son el color de fondo para los otros crímenes, para la otra sangre. A veces no habrá que olvidar tampoco. Por ejemplo, el terremoto del año seis que asesinó en Valparaíso al grande Pezoa Véliz. Ahí estuvo la tierra chilena matando a su mejor pedazo.

Me pregunto a veces por qué, a pesar de tanto crimen que encierra nuestra historia, somos un pueblo a veces tan chico, tan chato, tan desabrido, tan salido hacia la grosería fea, tan sin alma a pesar de la tragedia, tan sin espíritu, a pesar del héroe, tan sin ensueños, a pesar de la leyenda. Con mucha sangre caída, ¿cómo no somos inteligentes? ¿Cuánta más tendrá que correr para que comencemos? Se piensa con lástima que no tenemos espíritu para vivir por el alma. Y se siente repetidas veces que lo tenemos muy grande, muy verdadero, diluido en sangre. Se siente con una voluntad parada en la tierra que somos un pueblo lúcido, que vamos, despacito, caminando hacia la lucidez de nosotros y no hacia la ajena. Con tanta sangre caída de tanto asesinado grandioso, en todo tiempo criollo, no podremos nunca ser un pueblo pequeño. Con tanto muerto de nosotros algún día encontraremos nuestra vida. La edificaremos con sangre. No tendremos sino que abrir la historia para hojear la sangre necesaria. La sangre fue siempre firme cimiento para duraderos edificios, la sangre es precioso suelo que fructifica construcciones. Se es grande cuando se tiene un muerto íntimo, bien personal, se comienza entonces, a no ser estúpido. Conoce uno que uno es un ser verdadero. Siente alta su sangre, capaz para muchas cosas. Los crímenes determinan lo bueno. Es la utilidad de los asesinos.

Aquí he recogido la sangre que más de cerca vi verterse, ésa que hace dos años bruscos a todos nos salpicó un poco. Quisiera creer que mis manos han sabido cogerla. Mis años, mi generación, digo mi tiempo, han hecho hábiles mis dedos. . . Esto, quiero repetirlo otra vez, no lo he escrito yo, lo escribieron los muertos, cada asesinado. Al publicar la sangre de ellos quisiera haber justificado todas las quejas que más arriba digo, todas las sangres de todos los grandes crímenes oficiales y particulares que en nuestra tierra se han vaciado con silencio o con ruido. He tratado, además, de escribir una historia, no otorgando franquicias ni al panfleto ni al escándalo. No me interesa lo fácil. Me quedo contento de haber sabido orillar y creo que no me equivoqué. Que se engañen los que esperan otra cosa. En las páginas que siguen hago historia, pero historia de nuestra tierra, de nuestra vida, de nuestras muertes, historia para un tiempo muy grande. En las páginas que siguen, subrayo el dolor y soslayo – no más – la política.

[i] Memoria Chilena. Matanza del Seguro Obrero.

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De SITIOCERO, 18/04/2017


Friday, April 21, 2017

ENVIRONMENT: An Intimate Look at Some of the Recent Global Natural Weather Disasters

Stan Cox and Paul Cox describe the destructive force of nature in the context of climate change.


The reader of How the World Breaks: Life in Catastrophe’s Path, From the Caribbean to Siberia (New Press, 2016) must be agile. The book demands that one navigate between several modes of consciousness in order to face the reality of human input into the “weather on steroids” that is routine these days. How the World Breaks takes us on a long tour, but not one launched with vacation or adventure in mind; rather it books us in at one disaster site, then another, and another.

Led by our worthy guides, we visit the scene of 2013’s Typhoon Yolanda in the Philippines in which entire settlements were washed away and some 6,300 people killed; Java where a mud volcano caused by gas drilling plastered 2.5 square miles of fields and villages with 40 feet of wet clay, cost 40,000 people their homes, and caused property losses of more than a billion U.S. dollars; and Kansas, where in 2007, a 205mph tornado flattened an entire town, destroying 1000 buildings. But surprise: just as the book takes us on this bleak journey, it also becomes an electrifying, can't-put-down detective novel exploring the whats, hows, whens, and whys of each catastrophe. And lest we become too diverted by intrigue, How the World Breaks is a sober investigation of the economics, politics, science, and psychology of a disaster's origins, progression and aftermath. Taken together, the landscape of climate change becomes a disquieting documentation of the mess we inhabit.

Stan Cox is the perfect person to write such a tome. A former government wheat geneticist, he is now research coordinator at the Land Institute in Salina, Kansas. He is a fervent advocate for sustainable agriculture, plus the author of books that explore the environmental impacts of air conditioning and of corporate food/medicine production, as well as rationing as one answer to capitalism's out-of-control consumerism.

The second perfect person to craft such a book is anthropologist and development/disaster writer Paul Cox (Stan's son). He lives in Copenhagen, Denmark, where he works for European and African development organizations while writing independently in such publications as Disasters and The New Inquiry.

I delved into How the World Breaks on a spring day boasting brutal unseasonal rains in a small city in the Andes. I needed no more than to pull the blanket to my chin to know the magnitude of this book's importance, so I asked Stan and Paul to join me for an online conversation.


Chellis Glendinning: What is How the World Breaks about? And how did you end up working on it as father and son?

Paul Cox: The title is a bit misleading, by design. The book is about how and why disasters happen, but the explanations aren’t all our own; we don’t have one big model or answer. Instead we were interested in all the explanations that spring up around disasters and, crucially, who embraces which explanations.

Stan Cox: It started after a disaster with many explanations: Superstorm Sandy. In 2012, following that calamity, my editors at The New Press asked me if I'd be interested in writing one on the increasingly unnatural nature of natural disasters. I had no direct experience in that world, but I knew there was much to be written about their increasingly human causation. I decided to write to Paul, who had studied the anthropology of disaster.

He started his response with, “Wow, that's a pretty huge topic,” and discussed the debates among disaster researchers and policymakers about vulnerability, resilience, inequality, and adaptation, along with what he called “the big issue: climate change itself, or the whole complex of pressures and vulnerabilities that it fits into.” I thought, “Oh oh, this is going to be a much bigger book than I expected, and I don't think I can do it without Paul.”

CG: How did you start?

SC: We resolved not to restrict ourselves to just climatic events, but to include hazards that emerge from the ground, sky, and sea. Since so-called "natural disasters" are social/political/economic phenomena linked to increasingly unnatural hazards, we dropped the term “natural disaster.” We wrote of “geoclimatic” hazards and disasters instead, and we hope that term catches on. We also realized that this could turn out to be a boring book if we made it an armchair study of U.N. policy debates, studies on risk reduction, international climate negotiations, etc. Instead, we decided to build our analysis on stories from the scenes of actual disasters.

PC: The subtitle, “Life in Catastrophe’s Path, from the Caribbean to Siberia,” might represent the book better than the title does. Since this seems to be the life of the future, we wanted to consider what such a life looks like—for rich and poor.

Disasters are, of course, terrible by definition. All that ought to matter is how to reduce people’s vastly unequal vulnerabilities to them and how to stop creating more. But instead, some explanations have turned into normalizations of it. We tried to make the book an antidote to that normalization by choosing disasters mostly from the last decade and pulling out all the awful, sad, strange, funny, and infuriating details that make each irreducible to a simple explanation.

SC: So from mid-2013 through early 2015, we studied and visited a dozen or so communities around the world whose inhabitants were struggling to recover from disasters. We benefited from the help provided by my wife, Paul's stepmother, Priti Gulati Cox—especially with the trips in India where she could translate not only language but much else. Priti also drew maps for each of the disasters.

CG: My guess is that New Press doesn’t have the funds to send a couple of investigators around the world. How did you get to all those places?

SC: You guess right. We didn't have big travel budgets ourselves, so we made modest travel plans. In 2013 Priti and I were already going to Mumbai, India, for a family visit, and we figured that if Paul joined us, we could talk with slum residents about the 2005 catastrophic flood they'd lived through. From there, we could go to the Philippines—which is famous for cultural adaptation to the world's worst frequency and variety of geoclimatic hazards—and on to East Java, Indonesia, site of a human-caused mud volcano.

Soon after we made those plans, the Indian Himalaya was ravaged by unprecedented monsoon floods and landslides. Two months before we set out for Asia, Typhoon Yolanda hit the Philippines in probably the most powerful storm landfall ever recorded. Were we superstitious, we might have decided at that point not to make any more travel plans! But the fact is that you can throw a dart at a map, and there has probably been—or will soon be—one or more terrible disasters somewhere near where the dart sticks. So we included Tacloban in the Philippines and the Garhwal region in India in our tour.

Paul had ridden out Superstorm Sandy when he was living in New Jersey and had helped with Occupy Sandy; then he found himself back in the area around the second anniversary of the disaster. For me, there were short drives to two tornado towns: Greensburg, Kansas, and Joplin, Missouri. And living in Copenhagen, Paul could easily get to the Netherlands and Russia.

PC: Our biggest concern was not to put ourselves in situations where we would be a burden on anyone. We worried most about that in Tacloban, where bodies were still being recovered when we arrived. We rode in on a public bus and spent the day in the city, staying out of the way of the relief activity and speaking only with people who were interested in talking with us.

The places we went and the people we met made this book what it is. But the one thing we didn’t want it to be, I think, was a travelogue. The literary scholar Graham Huggan has written, “Much of what passes for contemporary travel writing operates under the sign of the disaster.” Our book falls easily into that claim. But if accounts of disaster and climate change are taking over the role of travel writing—and I also have to give credit to Rune Graulund of Denmark for this observation—then there’s a huge amount of baggage that comes with the genre. Disaster writing can also be colonial, exoticizing, and self-centered. Our choice was to keep ourselves out of view.

CG: Tell me about what happened on the island of Montserrat.

SC: Montserrat is a papaya-shaped island five by 10 miles in size, located 250 miles southeast of Puerto Rico. It’s a British Overseas Territory—in other words, a colony. The first Europeans to settle there were Irish Catholics in 1632. By the early 1800s, the slave population was 6,500. Britain abolished slavery in 1833, but Montserrat remained under white minority rule until the 1960s.

In recent decades, the island has been the most disaster-plagued place in the Caribbean outside Haiti. Its residents were still recovering from 1989's Hurricane Hugo when the long-dormant Soufrière Hills volcano exploded in 1995. For two years the island was punished with volcanic violence, including explosive eruptions, fast-moving floods of steam, ash, gravel, and rock; and downpours of ash that covered everything. The eruption remains active to this day, with continuous release of gases that have been punctuated by ashfalls in 2003, 2006, and 2010. Almost two-thirds of the island, including now-buried former capital Plymouth, remain uninhabitable. Before the eruption the population was more than 10,000. It’s now 4,000. Many people emigrated, and those who remained had to move up to the previously undeveloped northern part of the island.

CG: I don't recall even hearing about this.

SC: We first became interested in Montserrat because of a British-funded development project aimed at generating electricity with geothermal energy from beneath the same volcano that had almost destroyed the island—a classic case of a silver lining. But that turned out to be a minor story. The bigger part was the failure of both the British Parliament and a series of island governments to rebuild decent housing and good livelihoods and help the people get back on their feet.

Four months before our visit, the island’s new political party, a group of activists called the People’s Democratic Movement, had been voted into power. Hopes were rising that Montserrat could finally get unstuck from the unnatural disaster/development crisis plaguing it. The PDM’s leader is Donaldson Romeo. As a journalist and videographer during the long crisis of the ’90s, Romeo had exposed the consequences of British neglect, including the horrific conditions that people fleeing the south of the island had to endure in refugee housing and tent camps. In the 2000s he got into politics to challenge the negligence and failures; he led the PDM to victory in 2014.

CG: It’s typical in the Caribbean for volcanoes to lie dormant for centuries, and then when they do start shooting sparks, steam, fiery rock, and sulphur/methane/carbon-dioxide gas, the episode can last for a year. But this volcanic activity has gone on for 20 years! How does detrimental human activity contribute to the activation of volcanic activity, particularly these irregular and unpredictable explosions?

SC: We talked with Rod Stewart of the Montserrat Volcano Observatory, and he said that this volcano is unique for the length of its eruption. There’s no ready explanation for it, and he won’t hazard a guess as to when the eruption will end. Human activity is a factor in volcanic disasters generally. Volcanic slopes like the one where most Montserratians lived before 1995 are attractive places to settle: the soils are fertile, the landscape is beautiful, and there is often employment in tourism. People may be able to live and work on those slopes for 350 years without problem—but there’s always a risk.

CG: Who else did you talk to?

SC: I had interviews lined up, but wanted most to talk with ordinary people and with Don Romeo. Over the next couple of days, in between interviews with government officials, I talked with local citizens. One was a woman named Janeen who had migrated to Montserrat from Jamaica just before the eruption began, had to evacuate homes twice, and now operates a run-down bar and grill on the island’s one main road. Simply by persevering through the past two decades, she has proven her resilience, but like everyone else, she is getting tired of being so resilient. She said she had high hopes for Romeo and the PDM. On the other hand, she feared that the government in London might never “step up.” She and other Montserratians had worn out their bootstraps long ago.

CG: One thing that surprised me is the islanders' desire to boost the economy with "disastourism."

PC: Ha! We sort of made up that word, although I assume we aren’t the first. Unlike nearby islands like Antigua and St. Kitts, Montserrat has no good harbor, so it has never been a major cruise destination. But before Hugo and the Soufrière Hills eruption, ferries, small cruise boats, and private craft would visit the Plymouth pier. Many North Americans bought houses and spent winters there. Romeo and the local government want London to build a new port in the north that can bring some of that small-scale tourist traffic back—with an added attraction: tours of the volcano observatory and zone of destruction in the south.

CG: Did you see the disaster area?

SC: Priti and I went into the zone in the south that had been opened to daytime entry. The volcano loomed above, belching huge clouds of steam and sulfur dioxide. Below we could see the area that people are barred from entering for safety reasons: a broad gray plain ringed by mangled, abandoned structures. Across that expanse there was no visible sign that the city center of Plymouth lay fifty feet below.

CG: It sounds almost like a sacred place.

SC: Yes. We stood there in utter silence for a long while, as our minds struggled to piece together a rational image from the post-apocalyptic landscape. After that, we wandered into long-abandoned houses. In one, plates and pans, now covered in volcanic ash, were still sitting in dish drains where they’d been abandoned years ago. Another neighborhood was being reclaimed by tropical vegetation, and we noticed a man who was sweeping dust and ash out of a house. He wasn’t interested in talking. I decided that “disastourism” isn’t all it’s cracked up to be.

On our way back to the habitable north, we stopped at a shop to buy vegetables. As we were paying, in came none other than Don Romeo. “Heard you on ZJB Radio today,” he said. “When are you leaving?” I told him Sunday morning. “OK ... what if I drop by on Saturday evening? There are some things I need to tell you.”

The admiring looks on the faces of the people in the shop confirmed what we already knew: Romeo is a heroic figure. But he knew he wouldn’t be a hero for long if Montserrat remained stuck in disaster time. His first words when he arrived at the cottage were: “I didn’t expect to become premier this soon.” He went on to talk about how he was having to metamorphose from an activist into the island’s leader and how he’d better not let people down. Then he told us how the British government had betrayed the people of Montserrat. He believed the refusal of the colonial power to restore housing and livelihoods after the eruption was not really a failure but a strategy. In the mid-1990s, having just finished rebuilding Plymouth after Hugo, the British had no interest in funding the island’s development again. Romeo believes they let conditions become intolerable so people would have no choice but to evacuate. He told us, “The idea was to get us off the island. But we’re still here.”

He became emotional when the conversation turned to the 1997 flash eruption that killed 19 people. He said those people had been pushed into risking their lives in the hazard zone by the deplorable conditions in the refugee camps and the lack of opportunity to earn a living in the north. “People were so desperate,” he said, “they would go back onto the volcano to grow food and keep animals.” Life on his island, he told us, will never be restored until the UK takes full responsibility for its “deliberate deception” and neglect of Montserrat. I'd been reading accounts of that era and the British betrayal with growing frustration, but to hear Romeo talk about the rawness with which he and other Montserratians view those events… I was boiling inside.

CG: You visited one scene of destruction after another. What was that like?

PC: What always confronted me first was awareness that what I feel is only a shadow of the experience of the disaster.

CG:You felt a sort of timidity then? Or perhaps awe?

PC: More like caution: just as there is much more of the volcano down under the ground, there is so much more human experience wrapped up in a disaster than one can possibly know. Some things can’t be communicated if you weren’t there. But other things can. At least that was our assumption in writing a book.

Often my second feeling was déjà vu. That is to say: awareness of repetitions and patterns. This awareness can feel like a betrayal of the uniqueness of the pain and the place, but as writers it was essential to our job. There are patterns to how the ground can shift; that’s what makes seismology possible. There are only so many ways the roof can come off a house; that’s why we have engineering. And likewise there are certain ways people deal with pain and shock and re-establish hope; that’s the basis of psychology. Disasters knot these patterns up together, even if no two events are wholly alike.

CG: In my work as a psychotherapist, I specialize in recovery from personal trauma. Some people say to me: “Isn't it depressing?” Yet I never feel down because I am working with people who want to heal and therefore have the wherewithal and spirit to heal—so being their partner in the process becomes an uplifting experience. I am struck with how you begin the book with a testimony to renewal.

SC: That first story occurred in the Indian Himalaya, and our trip there was probably the most disturbing experience we had. Paul suggested we begin and end the book with it because the floods there were in many ways the most spectacular and tragic of all the disasters we wrote about. Those who survived have been put to the ultimate test of emotional strength and perseverance—with virtually no help from outside.

PC: It was depressing. Yet the story with which we begin the book, Ramala Khumriyal’s personal experience, was a hopeful one. In June 2013 a natural dam holding back a large lake 12,000 feet up in the Himalayas melted. The entire lake emptied within minutes, and the busy pilgrimage site of Kedarnath a mile down slope was buried by water, mud and rock. Ramala barely escaped up the mountainside with his six children; as they fled, they looked back to see thousands being swept to their deaths. With roads and footpaths destroyed, they had to find their way home through the landslide-scoured mountains. It took them six days.

Once they had to cross a river on a fallen tree trunk, inches above the still-raging flood. Many people did not make the crossing, but Ramala’s family did. This, he said, was the last of many tests they’d received from Lord Shiva, who resides in these mountains and is worshiped at Kedarnath. Ramala and his children had passed all the tests, and in this he found the hope he expressed to us.

SC: By the time we arrived, Ramala had become co-owner of a new startup! Before he’d run a tea shop in Kedarnath, but he had no desire to return there. So with assistance from Adarsh Tribal, a young outsider working for the aid group iVolunteer, Ramala and another man started a soap-making business. Adarsh helped them get the necessary ingredients up to the mountain. It was a low-tech operation, and their product was top-notch. They used a vegetarian recipe—without tallow—and that was a selling point in a pious Hindu region.

PC: The closest we reached to Kedarnath was the village where the pilgrimage footpath begins, Gaurikund. The road having washed away, we had to cling to rocks and tree roots for the final kilometer to get even that far. We were talking to people who were playing carom in front of the only open shop on the half-main-street—the other half had fallen into a chasm along with a number of hotels. Our discussion paused when two outsiders came along the street leading a pair of donkeys. One was wearing a well-tailored wool jacket and the other was carrying a camera. They silently continued toward the start of the pilgrims’ footpath—and returned ten minutes later. As they passed the second time, the cameraman explained to a local that the visitor was on a government fact-finding mission from New Delhi. He was supposed to report on the state of things in Kedarnath, but he’d just gone to the trailhead so he could have his photo taken on the back of a donkey with snowy peaks in the background. Our hosts thought this was a fitting demonstration of the extent of their government’s sympathy; Adarsh, who was interpreting, couldn’t even translate the obscenities they used!

SC: The floods and landslides had not only cut Kedarnath and Gaurikund off from the rest of the world; they had wreaked ruin along the 100-mile road that leads up the valley from the plains.

PC: We experienced pure terror on the jeep ride up and back, especially where the road had become a thin shelf hanging off the mountain face and we could see right through potholes down to the valley floor.

SC: Before the flood, there’d been a burgeoning new industry that hauled well-heeled pilgrims up the mountain in helicopters. Like road-building, the construction of the 400 helipads serving that business worsened the landslides, and almost all of the helipads were damaged beyond usability. The tourism industry was crippled. Neither Adarsh nor the people in Gaurikund nor anyone else said they could foresee any potential economic activities that might provide the valley’s people the modest incomes they had derived from tourism. That was the tragedy: the only route anyone could see to local economic viability was to rebuild the very industry that had almost destroyed them once and could well destroy them in the future. Now three years after our visit, despite recurring monsoon floods, the 2015 earthquake in Nepal, and raging forest fires in 2016, slow efforts to piece tourism back together have been the only official response.

CG: Reading your book, I remembered the collective disasters I've endured, which include Hurricane Hazel in 1954, the 2001 Los Alamos fire catastrophe and a rain-hail storm/flood in 2013 that laid flat the campesino community in Bolivia where I was living. Have you been through any such events?

SC: Well, I’m thankful that neither of us has had the wealth of experience of disasters-in-progress that you have!

PC: I remember filling sandbags there during the Great Midwest Flood of 1993, when I was nine. I remember the pizzas that someone delivered to the crews filling sandbags. That was an early taste of disaster solidarity.

SC: Pizza: the quintessential disaster food! What we both can say, though, is that a tornado 80 years ago had a profound impact on our family. Lucille Brewer Cox was my grandmother, Paul’s great-grandmother, and she was among 203 people killed by the Gainesville, Georgia tornado of April 6, 1936. It struck downtown in the middle of a business day. Lucille was working in a department store on the town square. My grandfather had a ground-coffee business just off the square. The tornado left him buried under sacks of coffee beans, which protected him from falling debris. He dragged himself out and ran over where Lucille's store had been, and tragically, recognized her shoes protruding from the rubble.

The catastrophe struck a population that was struggling to survive the Great Depression. So everyone in town went through severe times. But it was also the height of New Deal optimism. President Roosevelt visited twice, and his administration set out to make Gainesville an example of government as a positive force. Reconstruction aid poured in, and the town gained a lasting reputation as a vigorous, progressive city.

CG: The psychiatrist Robert Jay Lifton spoke of a loss of belief in the future among survivors of Hiroshima and Nagasaki, and as the nuclear arms race grew to threaten the entire planet, generalized this response to include all of us. How do you feel now that you know intimately what so many still living in non-disaster bubbles “know” only by watching videos and reading newspapers? I ask this with a view toward the ultra-right presidency of Donald Trump, with his troupe of oil executives and climate-change naysayers.

PC: I don’t think we know that much more than people watching videos and reading newspapers.

CG: I'm amazed to hear you say that.

PC: Reporters and videographers are good at communicating pain, and disasters are among their most powerful material. If someone can see all that pain and rationalize their way out of being affected, I don’t think it’s because they haven’t seen something that we’ve seen.

We write about various forms of rationalization, and about something like a loss of belief in the future, but that doesn’t always look the way you expect. Take the idea of resilience—which has been spectacularly popular in recent years. The resilience doctrine rationalizes that disaster is inherent in everything, and that the most people can hope for is to get better at bouncing back. At heart this attitude has little to promise for the future.

This discourse has been thoroughly critiqued, and we join that critique. But the resilience doctrine is really the stuff of global neoliberal governance, of U.N. conferences and development cooperation regimes. You could say it’s the sort of “globalist” project that the Clintons were accused of furthering.

The election happened in the middle of this conversation with you, Chellis, and we felt it like an earthquake. Or maybe it was more like a forest fire; the fuel had been building up for many years. Up until Election Day, we thought our biggest worries were well-intentioned international initiatives that would actually make life worse or be band-aids on the catastrophes of climate change. We were concerned about an abundance of optimism that says climatic disaster can be endured if our economies just keep growing.

CG:Astonishing—and yet denial does help people feel better.

PC: Now it feels like we were the ones in denial! We wrote in the book that climate change optimism would be “what we will have to worry about when we don’t have to worry about climate-change denial anymore.” As it turns out, we still have to worry about it—and also about resurgent zero-sum nationalism, triumphant oligarchies, and fascism. We face a lack of regard for common humanity that’s based on forthright racism.

SC: We set out to share stories of communities on the front lines of the ecological crisis in hopes of influencing US citizens and our government’s policies. But far too many people don’t want to hear about anyone’s predicament but their own—enough of them to make the November 8 political temper tantrum succeed. Those angry Americans had no regard for the consequences to be suffered by vulnerable people and communities here or elsewhere.

The rest of the world has pledged to carry the Paris climate agreement forward without the U.S., but even if they do fulfill their emissions commitments, under the agreement those commitments would still allow warming of 2.7 to 3.5 degrees Celsius, which in itself would trigger planet-wide catastrophe. The past couple of years have shown that unforeseen political and social change can come suddenly and dramatically, and that’s certainly what we’re going to need now—but in the opposite direction.

PC: “Sudden and dramatic” are also the qualities that make a disaster a disaster, as distinct from the general, slower trend of climate change. And there is often a hope expressed that if a disaster comes along that's just bad enough, it will shock societies into transformation. Please understand that it’s not what we are hoping for: we are anti-disaster! Besides, the scholarship on possible links between disasters and political change is tentative about shocks causing positive change. If we can draw a conclusion from our research, it is this: when positive change happens in the aftermath of a disaster, it’s because the people affected are ready for change and have the power to see it through.

SC: Until there is deep political and economic transformation to roll back climate change, communities like the ones we wrote about will keep paying the price. Remedies we put forward—like a fund to protect people in the global South from the disastrous impact of the North’s carbon dioxide—had no chance in the political world that existed even before November 8. But we weren’t devising a political strategy; we were saying, “Look, this is what it would take to deal with coming disasters. We have to talk about what’s necessary, not just what politicians and corporations will accept today.“

Likewise with emissions reduction. We have to insist that the only way to head off climate catastrophe is to eliminate fossil-fuel burning on a timetable much more rapid than Paris’s. Now, in this toxic political atmosphere, many on our side will stop discussing that necessity and seek small compromises instead.

CG: Is there anything that heartens you?

SC: Yes. I'm heartened by declarations from cities and states around the world that commit to forging ahead on climate, no matter what Washington does. That, and a lot of rebellious political activity, will have to do for now.

Chellis Glendinning is the author of seven books, including "Chiva: A Village Takes On the Global Heroin Trade." 

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De ALTERNET, 20/04/2017