Sunday, April 9, 2017

La extraña vida de la mente de un hambriento muy particular

JAIME FERNÁNDEZ

El 7 de mayo de 1945 el diario de Oslo Aftenposten publicó una nota necrológica dedicada a Hitler, quien se había suicidado en el búnker de la Cancillería de Berlín siete días antes. La nota contrastaba con el júbilo generalizado con el que se acogió la noticia de la muerte del tirano. Parecía escrita por alguien que se hallaba muy lejos de la realidad, fuera de órbita, encerrado en una burbuja opaca, y desde la óptica del mundo al revés. Su autor decía que no era digno de pronunciar en voz alta el nombre del difunto y que ni su vida ni sus actos ofrecían ocasión alguna “para el sentimentalismo”. “Fue un guerrero, un guerrero por la humanidad y un profeta del evangelio de la justicia para todas las naciones. Ha sido su destino vivir una época de barbarie sin precedentes que al final ha acabado con él”. La nota estaba firmada por el escritor y Premio Nobel de Literatura en 1920, Knut Hamsun, por entonces un anciano de ochenta y cinco años.

Al día siguiente de publicarse el obituario, los sucesores de Hitler en Berlín se rendían incondicionalmente y el 9 de mayo el gobierno de Noruega, títere de la Alemania nazi que ocupaba el país desde abril de 1940, se entregó a la policía. Juzgado y condenado a muerte, su presidente Vidkun Quisling fue ejecutado el 24 de octubre. Durante la Segunda Guerra Mundial su apellido fue sinónimo de traidor.

La necrológica de Hamsun no era ninguna sorpresa. Desde los años treinta venía expresando sus simpatías hacia los regímenes fascistas. Ya siendo joven, antes de que naciera Hitler (en 1889), comulgaba con las ideas racistas que ensalzaban la superioridad de los blancos, abogaba por la hermandad de los alemanes con los pueblos nórdicos y no dejaba de manifestar su odio a Gran Bretaña, a cuyo imperio acusaba de crueldad y codicia. Era partidario de la “pureza racial” y de devolver a la mujer su papel de ama de casa y madre.

Su biógrafo Robert Ferguson señala que en 1894, con treinta y cuatro años, había alabado la dictadura frente a la democracia parlamentaria, ensalzando la figura del “solitario independiente y aristocrático”. Un año después reiteraba en el drama Ved rigets port su fe en “el líder nato, el déspota natural, el gran comandante, aquel que no es elegido sino que se elige a sí mismo para imponer su dominio a las hordas de la tierra”. Además, decía tener esperanza en la “nueva venida del Gran Terrorista, la Fuerza Vital, el César”.

Tan familiarizado estaba con este ideario que, tras el ascenso de Hitler al poder en enero de 1933 -el "Gran Terrorista" cuyo advenimiento había deseado Hamsun cuarenta años antes-, tuvo que parecerle que al fin la realidad corroboraba su cosmovisión (y en la Europa de la época era raro el intelectual que no profesaba alguna), aunque se hubiese hecho esperar casi medio siglo. Con semejantes antecedentes ideológicos, era previsible que en 1942 prestase su apoyo a la invasión alemana de su país. Al año siguiente envió a Goebbels la medalla del Premio Nobel, un detalle con el que pretendía obtener una audiencia de Hitler, lo que consiguió.

Después de la guerra fue internado en un hospital psiquiátrico y multitudes enfurecidas quemaron sus libros en las principales ciudades de Noruega. En las conclusiones del examen psiquiátrico se aludía a un deterioro permanente de sus facultades mentales, por lo que se le retiró la acusación de traición. Fue multado por su pertenencia al partido pronazi de Noruega y por apoyar a los alemanes. En su último libro de memorias negó pertenecer a ningún partido. También se duda del diagnóstico psiquiátrico. Hasta su muerte en 1952  siguió hablando de política sin variar en lo esencial el discurso al que se mantuvo fiel desde joven.

El mismo año de su muerte, en 1952, Thomas Mann lo definió como “un apóstata  del liberalismo, formado en Dostoyevski y en Nietzsche, lleno de odio a la civilización, la vida de la ciudad, el industrialismo, el intelectualismo”. Mann sostenía entonces que ninguno de los que conocieran verdaderamente su obra debería extrañarse de su evolución espiritual. Bastaba con recordar “con qué inspiración divertida, con qué espíritu mordaz, se había burlado de ciertos tipos históricos de liberalismo, por ejemplo, Victor Hugo y Gladstone”.

Thomas Mann sabía de qué hablaba: él mismo atravesó una etapa no tan juvenil bajo el influjo del conservadurismo antiliberal y de una peligrosa germanofilia, de los que logró escapar a tiempo en la República de Weimar, cuando los enemigos de la democracia empezaban a amalgamarse alrededor del nazismo liderado por Hitler.

El historiador Peter Gay asegura que las afinidades de Hamsun con el nazismo eran más profundas de lo que se creía. “A pesar de no tener rival  a la hora de captar impresiones fugaces y cambios de humor que experimenta y convertirlos en gran literatura de la modernidad, y aunque en ocasiones conociera la imperiosa necesidad de ser una minoría de un solo hombre, tales percepciones no se extendían a la esfera de su pensamiento político”. Se trata de una respuesta razonable, pero dudo que permita descifrar lo que el propio Gay ha calificado de enigma Hamsun.

El autor noruego fue un precursor de la modernidad incluso en la dramática contradicción que, al menos en la primera mitad del siglo XX, caracterizó no sólo a numerosos artistas revolucionarios en lo formal pero reaccionarios en las ideas, sino a aquellas ideologías y movimientos políticos que si por un lado preconizaban peligrosas teorías retrógradas, no muy distintas de las defendidas por Hamsun, en la práctica se sirvieron de los recursos tecnológicos más sofisticados de la época para difundirlas e imponerlas por la fuerza cuando se adueñaron del poder estatal. Desde hace un siglo la barbarie viene demostrando una desconcertante habilidad para utilizar según sus conveniencias los medios materiales que ofrece la modernidad.

Nacido en 1859 en el seno de una familia de campesinos con el nombre de Knut Pedersen, Hamsun trabajó en la granja familiar hasta que a los veinte años escapó a Oslo para dedicarse a la literatura, su verdadera vocación. Era un joven físicamente fuerte y tenaz. En su larga vida jamás renunció a los orígenes campesinos, aunque estuviese familiarizado con el mundo urbano. Cuando le preguntaban por su profesión respondía que era “granjero y escritor”. Sin embargo, Hamsun fue un verdadero trotamundos. Emigró a Estados Unidos, donde vivió entre 1883 y 1888, trabajando en oficios que le permitían sobrevivir, como peón agrícola, conductor de tranvía o barbero. No abandonó la escritura, por supuesto.

De vuelta a Oslo, en 1890, empezó a escribir Hambre, una novela autobiográfica que, a pesar de sus ciento veinticinco años de vida, parece que fue publicada ayer. En su época causó una verdadera conmoción. Proust, Kafka, Thomas Mann, Stefan Zweig, Hermann Hesse, Henry Miller, Gide, Bukowski, Hemingway e Issac Bashevis Singer la leyeron asombrados. Estos dos últimos se consideraron deudores de su prosa. Hamsun era entonces un perfecto desconocido -se trataba de su primera novela- y provenía de un país situado en la periferia europea.

En Hambre confluyen dos facetas que en la literatura del siglo XX tendrían un largo recorrido: la exploración del yo hasta lo microscópico y la ausencia de acción en el sentido convencional del término. Como suele suceder en las obras pioneras, Hamsun llevó estas dos facetas al punto más extremo. No obstante, la ausencia de acción es contrarrestada por el vagabundeo solitario de su único protagonista y la descripción minuciosa de las sensaciones físicas y de las ocurrencias que van brotando en su impresionable imaginación.

El propio escritor explicó el argumento de su libro, que prefería no catalogar de “novela”:

“He hecho un intento de escribir no una novela, sino un libro sin bodas, sin excursiones campestres y sin bailes en casa del señor director; un libro sobre las delicadas oscilaciones de una vulnerable alma humana, sobre esa extraña vida de la mente, sobre los misterios de los nervios en un cuerpo consumido por el hambre”.

El héroe de Hambre es un joven que empieza rememorando en primera persona sus peripecias “en aquella época cuando vagaba pasando hambre por Christiania, esa extraña ciudad que nadie abandona hasta quedar marcado por ella”. En esta primera frase residen tres claves del libro y que se resumen en las palabras hambre, ya presente en el título, vagabundeo y Christiania, o sea, la ciudad. Se trata de una asociación premeditada. Las tres planean pertinazmente sobre la novela. Christiania es el nombre con el que era conocida la actual Oslo hasta 1925.


Aún falta una cuarta clave, representada por la voz del narrador, protagonista de la novela, quien propaga su yo por todas sus páginas sin apenas reservar un hueco para otros personajes secundarios. Acompañar al joven hambriento en sus caminatas por las calles de Christiania puede fatigar en algún momento al lector sentado en su butaca tanto como si fuera él mismo quien estuviese pateando la ciudad.

En ningún pasaje del libro el joven dice cómo se llama ni su edad. Cuando alguno de los viandantes con los que se cruza en su deambular por las calles le pregunta por su nombre, responde dando uno falso: Widel-Jarlsberg. Tampoco informa de su procedencia, su pasado o su familia. Aunque no comente nada al respecto, podemos conjeturar que ha emigrado a la capital procedente de alguna localidad del interior y que reside en ella desde hace poco tiempo. Está completamente solo.

El único dato que proporciona de su aspecto es que lleva gafas -un obstáculo a la hora de ser admitido en los trabajos que busca- y que su ropa está tan ajada que no podía presentarse en los sitios “como una persona decente”. Todo su afán se reduce  a publicar artículos de temática variada en los periódicos locales y obtener algún dinero con el que costearse el alojamiento y matar el hambre. Está bastante seguro de su valía y tiene facilidad para escribir en los arrebatos de inspiración.

Mientras espera la respuesta del periódico a uno de los artículos o ante el rechazo que recibe, intenta buscar en vano un trabajo ocasional, como el de cobrador, bombero o leñador, que le permita sobrevivir. La penuria le obliga a empeñar algunos objetos personales. Expulsado de las pensiones de mala muerte en las que se aloja, en cuanto gana unas coronas, se las gasta en comida, aunque al ingerirla los desarreglos fisiológicos causados por el ayuno prolongado le produzcan vómitos. Sus charlas incidentales con viandantes, policías, empleados o patronas de pensión parecen más fantasmales que reales.

Ante cualquier persona que se le acerca, extiende una muralla de hostilidad a su alrededor. Jamás dice la verdad cuando le preguntan por alguna cuestión personal, se inventa las cosas, incluso cuando se enamora de una muchacha, a la que le da por llamarla con un nombre imposible, una palabra extraña en la lengua noruega, Ylayali, y cuyo recuerdo envuelve en una aureola de romanticismo novelesco, al estilo de los caballeros andantes.

Orgulloso hasta la insensatez, deambula encerrado en su propia burbuja a través de cuyas finas paredes percibe las impresiones que capta del exterior. La única referencia objetiva que aporta el joven narrador es el curso de las horas, que va indicando periódicamente, sobre todo en la primera de las cuatro partes que componen Hambre. Todo lo demás, incluso el hambre, pertenece al terreno de la subjetividad. Christiania no es una ciudad torturada por la hambruna y el único hambriento que aparece en la novela es él. Lo que realmente comparte con sus habitantes es el frío, la humedad, la lluvia o la nieve.

Cuando una noche lluviosa, hambriento y febril, busca refugio en el Ayuntamiento y se persona ante uno de los vigilantes, facilitando un nombre falso y diciendo que es un periodista empleado en un diario local que se había descabalgado de una juerga con unos amigos, después de extraviar la llave del portal de su casa, y se le ofrece una habitación para que pernocte, se niega a aceptar el bono de comida, aunque lleva tres días sin probar bocado.

Un severo código de honor le impide pedir limosna o incurrir en esos pequeños delitos que tientan al pobre diablo de las historias picarescas. “La conciencia de mi honradez se me subió a la cabeza”, dice en cuanto se le presenta la pecaminosa ocasión de apoderarse de la colcha de la cama de uno de los cuchitriles en los que pernoctó. Se sorprende rebajándose a actos poco honrosos, mintiendo sin sonrojarse y no pagando el alquiler “a gente decente”. “Empezaron a introducirse en mi interior manchas podridas, manchas negras que se extendían cada vez más. Y arriba en el cielo Dios estaba vigilando”. Él no quiere rebajarse a la condición de un pícaro cualquiera, por más que la boca se le haga agua al pasar ante una casa de comidas -“como si el salpicón de carne y el tocino no fueran comidas dignas de mí”- o el escaparate de una pastelería.

A medida que avanza el relato, el hambre se va transformando en el único acontecimiento interesante de su existencia vagabunda, pero también en un enemigo tanto más obsesivo cuanto más se resiste a ser derrotado, como la ballena blanca Moby Dick para el capitán Ahab. De este modo, adquiere el rango de un ser vivo, un monstruo gigantesco, invencible, que persigue tenazmente al joven, y que, en cuanto se satisface con un triste bocado, vuelve con la misma voracidad de antes. “El hambre había comenzado a atacarme”; “me hacía delirar"; "estaba ebrio de hambre”; “me roía intolerablemente las entrañas y no me dejaba un momento de sosiego”. Para engañarla traga saliva y hasta come astillas y virutas de madera.

En otro momento le da por llevarse el dedo índice a la boca y chuparlo; pero, impulsado por un pensamiento enloquecedor, se lo muerde con tal furia  que se hace una herida profunda. En una de sus crisis nerviosas, y también a causa del hambre, se le empieza a caer el pelo a mechones, sufre una alarmante pérdida de peso y en cuanto bebe agua, vomita. “No sabía ayunar como antes”, observa compungido.

Parece como si finalmente necesitara el hambre para sentir que está vivo y fuera lo único que diese sentido a su existencia. De hecho, se halla sumido en una continua excitación de los sentidos, que mantiene todo el tiempo vigilantes y receptivos a las sensaciones que le produce el ayuno. Quizá esto explique la lesión que se provoca en el dedo y los maltratos físicos que se inflige, golpeándose la frente contra las farolas, clavándose con fuerza las uñas en las palmas de las manos o mordiéndose enfurecido la lengua cuando no pronuncia bien una palabra.

Necesita reafirmar constantemente su yo ante el mundo, como si temiese ser absorbido por éste. La melancolía, la acritud, el sentimiento de irrealidad, las acusaciones morales con las que se tortura -reflejo de los maltratos que inflige a su cuerpo-, son indicios del narcisismo negativo en el que permanece cautivo.

También para el narrador-escritor la descripción retrospectiva del hambre que sufrió durante su estancia en Christiania constituye un desafío estético de primer orden y una oportunidad, de la que procura obtener el máximo rendimiento, para explorar las posibilidades narrativas de una experiencia tan singular desde el punto de vista literario. En un pasaje de la novela, hablando a solas mientras pasea por el cuarto de una pensión y le da vueltas a la idea de escribir una alegoría “sobre el incendio en una librería”, el joven se pregunta si “es un indicio de locura observar y captar todo con tanta minuciosidad” como él lo hacía.

Hasta entonces ningún escritor había descrito qué se siente en el cuerpo y en la mente cuando se padece hambre cierto tiempo, por la sencilla razón de que los escritores no tenían ni idea de lo que era pasar hambre. ¿Qué podían saber de eso unos señores que normalmente habían nacido en una familia burguesa, con el estómago lleno, y que, encerrados en su torre de marfil, escribían de asuntos tan usuales como el amor y otras pasiones de andar por casa?

Hubo que esperar a Kafka para que un escritor diera vida a un artista del hambre que ayuna voluntariamente durante periodos de cuarenta días, exhibiendo su resistencia ante el público que acude a verlo en su jaula circense. Al final del relato descubrimos que el verdadero motivo de su ayuno voluntario fue que nunca encontró una comida que le abriera el apetito y que, de haberla encontrado,  no se habría dedicado al oficio de ayunador. Esta disconformidad con los alimentos que ofrece el mundo difiere de la actitud ambigua que el joven de la novela de Hamsun manifiesta ante el hambre.

Su caso tampoco es comparable al de otros personajes hambrientos, como el pobre niño Lazarillo de Tormes, quien en sus andanzas por la “dura” ciudad de Toledo, famosa por la poca caridad de sus habitantes, se las ve y se las desea para conseguir unos mendrugos de pan que, para colmo, tendrá que compartir con su tercer amo, el escudero tan altivo como hambriento. Al contrario que en Toledo, en Christiania nadie pasa hambre. En sus calles no se ven míseros mendigando comida. El joven constituye una excepción. Incluso en algún momento se deleita con auténtico masoquismo en la contemplación de los apetitosos alimentos que se muestran en las tiendas de ultramarinos.

En la novela el hambre no es una lacra social ni existen causas objetivas para que lo sea. Quizá por ello su protagonista no suscita compasión. Si compartimos su sufrimiento físico y las atroces sensaciones que le produce el hambre es, sobre todo, por la impactante expresividad con que las evoca, mediante un lenguaje preciso, desprovisto de cualquier intencionalidad encaminada a remover los sentimientos del lector.

El deseo más o menos encubierto del personaje de Hambre es forjar a su medida un mundo paralelo al real. No sólo es el único habitante de Christiania que sufre hambre hasta el extremo de poner en peligro su vida, sino que se niega a reconocer la realidad tal como la percibe el común de los mortales. De ahí que jamás revele su nombre verdadero, que incurra en pequeñas mentiras cuando se le interroga por alguna circunstancia personal, que invente un nombre para la chica a la que trata de cortejar sin éxito, que se emocione cuando crea una palabra –kibuo- inexistente en el idioma noruego y que desea mantener en secreto, o que ocasionalmente sus fechas y horas no coincidan con las que marcan el calendario y los relojes.


Si hubiese podido, de buena gana habría inventado todo un alfabeto y una lengua propia, sólo inteligible para él mismo, que le hubiese permitido modificar por completo el significado de las cosas y, en definitiva, de lo real. Para él la mentira no es más que una expresión de rebeldía contra la universalidad de la lengua, que nos permite designar con un mismo nombre las mismas cosas que vemos con nuestros ojos no por capricho sino por algo tan práctico y necesario como entendernos. El joven de Hambre se resiste a entrar por el aro de esta ley general. Le gustaría designar con un nombre nuevo, sólo conocido por él, las cosas que todos designamos con un nombre común. De esa manera lograría satisfacer al fin su más íntimo deseo de crear un mundo paralelo al real exclusivamente para sí mismo.

Hay una anécdota reveladora en este sentido, y que demuestra el grado de autismo en el que se halla sumergido el personaje:

“Un carro pasó muy despacio y veo que contiene patatas, pero llevado por la rabia, se me ocurre decir tercamente que no eran patatas, que eran coles, y me pongo a jurar con gran vehemencia que eran coles. Oía muy bien lo que estaba diciendo y juré una y otra vez esa mentira sólo para sentir la divertida satisfacción de cometer un grave perjurio”.

El mismo año en que la novela vio la luz, Hamsun publicó el ensayo De la vida interior del inconsciente, en el que mostraba su interés por esos movimientos secretos que con la velocidad del rayo se agitan en los lugares más recónditos de la conciencia y que por ello suelen pasar inadvertidos:

“Duran un segundo, un minuto, vienen y van como una luz móvil y parpadeante; pero han dejado su impronta, han dejado el rastro de una sensación antes de desvanecerse”.

El título del ensayo lo dice todo. En lugar de la vida de un individuo desde su nacimiento, su formación, aventuras y amoríos -siguiendo la ruta de la narrativa convencional-, la vida de su mente, por dentro, en la que no pintan nada la memoria voluntaria ni, por tanto, los recuerdos de los que ha surgido tradicionalmente el relato. En la vida interior del subconsciente son irrelevantes las referencias no sólo al pasado de uno sino las relacionadas con la identidad pública, que facilitan nuestra integración en la sociedad, empezando por el propio nombre, que es con el que los demás pueden dirigirse a nosotros, llamarnos.

En ese mundo interior no hay acción, pero, en cambio, se registra un movimiento constante, temblores, latidos, estremecimientos, como luces que parpadean día y noche, mientras el cuerpo respira con aparente normalidad.

Es “el caos incalculable de las impresiones, la delicada vida de la imaginación, vista bajo una lupa; el discurrir azaroso del pensamiento y el sentimiento; trayectos antes nunca recorridos en viajes sin camino hechos por cerebro y corazón, el comportamiento desconcertante de los nervios, el susurro de la sangre, la súplica de los huesos, toda la vida subconsciente de la mente”.

Si no percibimos esa pletórica agitación interior, en la que en vez de hechos suceden sensaciones, mucho más trepidantes e incontrolables que aquéllos, es porque, acostumbrados a detenernos únicamente en la superficie de las cosas, en sus formas vistosas, en su corteza, preferimos pasar de largo por las impresiones que nos producen. Sin embargo, como aseveraba Condillac, el filósofo de las sensaciones, por más alto que subamos y más bajo que descendamos, nunca salimos de ellas. Están ahí, dentro de nosotros, dispuestas a revelarse sólo con que las observemos de cerca y las desmenucemos con el lenguaje si además queremos dejar constancia de ellas.

A Fernando Pessoa le gustaba tanto la cita de Coondillac que, en una línea de pensamiento análoga a la plasmada por Hamsun en su ensayo, concluyó que

“la verdadera experiencia consiste en restringir el contacto con la realidad y aumentar el análisis de ese contacto. Así la sensibilidad se amplía y se hace más profunda, porque en nosotros está todo; basta con que lo busquemos y con que lo sepamos buscar”.

Ese caos de sensaciones minúsculas y escurridizas, que se nos escapan y dejamos escapar por distracción o indolencia, es el que Hamsun exploró casi hasta el límite gracias también a la palabra. En este sentido, Hambre representó un salto cualitativo en el propósito de la creación literaria por desentrañar las sensaciones, y del que uno de los primeros en señalar su trascendencia artística fue Stendhal, otro escritor tan sensualista como el noruego, si bien en un sentido diametralmente opuesto al que el lector pueda extraer de la lectura de Hambre.

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De EN LENGUA PROPIA (blog del autor), 07/04/2015

Imágenes: Knut Hamsun


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