Sunday, April 30, 2017

Su majestad el Pejerrey

JOSÉ CRESPO ARTEAGA

Oruro era décadas atrás la capital del pejerrey. En las riberas de su alargado lago Poopó, un verdadero mar interior, comunidades uru-chipayas y aymaras vivían enteramente de la pesca. Bien recuerdo que cajonadas de pescado fresco enviaban a ciudades como Cochabamba y La Paz, e incluso llegaban hasta el pueblo de mi niñez, a buenos centenares de kilómetros. Los jueves de madrugada arribaban los comerciantes orureños con mercaderías diversas, entre estas algunas cajas de madera con pescaditos plateados de olor sumamente penetrante. Yo deploraba toda aquella peste en la casa. Pero en cuanto mi madre, luego de un moroso descamado, los sumergía en la sartén y nos servía a la mesa, comía sin rechistar hasta chuparme los dedos. Crocantes frituras de suave corazón tan blanco que no tenían parangón. 

Muchos recuerdos todavía guardo de mis viajes juveniles a Oruro. Espléndidas meriendas en casa de mis tíos, en las que era normal que sirvieran pejerrey casi todas las noches, preparado de mil maneras por su hábil cocinera, de trenza larga y perenne sonrisa, una extrañeza entre las cholitas aymaras de rostro mayormente adusto. El estómago agradecía aquellas sobrias degustaciones de carne magra y de fácil digestión, considerando la altura y la climatología fría de la urbe orureña. 

Como se sabe, hoy el Poopó es un erial de arena, tierra resquebrajada y desolación. Barcas volcadas en las resecas orillas de blanco salitroso, testimonian que el agua ha retrocedido para quizás nunca más volver. Como huyeron los patos y flamencos, la gente abandonó paulatinamente sus comunidades lacustres. El pescado, prácticamente ha desaparecido de los mercados de la ciudad altiplánica, ahora se lo trae desde el Titicaca y los ríos tropicales de tierras orientales. Acompañando a mi primo esos días de Semana Santa a efectuar la compra, se me iban silbidos de sorpresa al ver los precios en la pizarra: tan elevados que consumir pescado se ha vuelto un asunto privativo, cuando antaño la abundancia permitía que lo consumiese todo el mundo. Y lo peor, que cuando fuimos a buscarlo el sábado, casi todo se había esfumado para el Viernes Santo. No había dónde escoger.

Menos mal que el primo había comprado con anticipación una docena de filetes medianos. Una cantidad rácana, posiblemente llegada del lago Uru-Uru, un lago menor también en serio riesgo de secarse, a las puertas mismas de la ciudad por el lado sur. Como su afilado ojo de chef aficionado estimaba que la provisión no alcanzaría fuimos a por más a un mercado céntrico, donde además aprovechamos para adquirir verduras y otros ingredientes necesarios para un suculento pescado al horno.  Fracasamos en nuestro intento de hallar pejerrey -no había ni rodajas del soso surubí para disimular el asunto-, así que compramos unas pechugas de pollo. Total eran carne blanca, pensábamos. 

Con los ingredientes a bordo, el chef dio inicio a la faena. Su mujer desapareció de la cocina, diciéndome que cuando él cocinaba no se metía para nada. Yo no me lo creía todavía que mi primo, el ingeniero civil, fuese un consumado entusiasta de los fogones y sus secretos. Con razón no había ahorrado detalle en el diseño de su amplia cocina, un conjunto de aire minimalista, con los elementos (fogón, horno, microondas, estanterías) estratégicamente distribuidos que hacían perfecto juego con el mesón de granito negro. Y la iluminación ambarina sutilmente desplegada en el cielo raso aumentaba la sensación de calidez. Daba gusto cenar allí, seguro que sí.

Pues bien, mientras el pejerrey marinaba media hora en caldo de limón, que yo mismo contribuí a prensar, el cocinero cortó aros de inmensas cebollas blancas que junto con tiras de pimentones rojos se puso a sofreír en mantequilla, esperando que soltaran el jugo, al que añadía unos toques de vino blanco para que se impregnara de su bouquet. A continuación añadió los trozos de tomate que con gran esfuerzo había yo pelado. Hervían las papas waych’as de reciente cosecha, con cáscara, que unos minutos más de cocción y se nos deshacían de lo harinosas que eran. Escurrido el limón, sobre una capa de las verduras sofritas se depositaron cuidadosamente uno a uno los delgados filetes del preciado pescado, salpimentado con moderación. Lo mismo, se lo cubrió por encima con otra capa a la que se añadió unas ramitas de cilantro. A esperar veinticinco minutos, entonces.

Mientras tanto, pelamos las papas cocidas y las cortamos en rodajas. Junto al pollo asado, cortado en cachitos que, para ahorrar el trabajo habíase comprado en una rosticería, el chef las puso en otra bandeja, regándolas con queso rallado para que se derritiera con el gratinado. Eran las nueve de la noche cuando llamaron a cenar. Los chicos pusieron la mesa y se los veía entusiasmados con el trabajo del padre, que fue puntilloso hasta con servir personalmente para que a nadie le faltara. A punto de iniciar el ritual, uno de los muchachos preguntó por esa rara carne desmenuzada que acompañaba el pescado; al instante reaccioné diciéndole que era faisán, algo que solo se degustaba en mesas de reyes y nobles, añadí para pillarle en su inocencia. Pero parece pollo, replicó después de probar; bueno, comételo como si fuera auténtico faisán, le respondí ocultando una sonrisa burlona. Nos echamos unas risas mientras devorábamos bocado a bocado aquel inédito plato de autor, que por razones merecidas bauticé como Pejerrey a la Luchín. Juro por mis andanzas culinarias que jamás he probado carne más delicada, tierna y sabrosa que un buen filete de pejerrey horneado. 

Mi primo me dio el tiro de gracia sacando un Riesling de la nevera, varietal desarrollado por la casa Campos de Solana, quedándome gratamente pasmado de que nuestro paisito produciese tal cosa. Desde ya su tonalidad amarilla tirando a dorado y su aroma intenso a frutas me despertaron las ansias de probarlo. Delicioso elixir con toque ácido que me recordaba a gallardos cavas de la lejana Cataluña. Al día siguiente, domingo a mediodía, me despedí con dolor de mis solícitos anfitriones. Que me dejaba el bus, y que no había tenido tiempo para dar fin a los últimos rescoldos de esa inolvidable cena. Por eso era el dolor.

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De SEPHATRAD (blog de Isac Nunes), 29/04/2017

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