Tuesday, October 31, 2017

Absolución

JORGE MUZAM

Anochece octubre. La última noche. La lluvia que no cesa. El cementerio es territorio filosófico, memoria inflacionada con nudos en la garganta. Los espíritus de las matriarcas esperan su visita anual vestidas de ilusión. Los viejos inmortales de poncho humedecido se confunden con el vaho del crepúsculo primaveral, con el rumor del viento norte atravesando los cedros. Crepitan las gotas de lluvia en las hojas del castaño. Los chilcos danzan en el aire como veteranos del Bolshoi. Rechina el viejo portón de hierro. Alguien quiere que entres o te vayas. Esperamos el carromato de Mozart en esta ensaladera de cruces carcomidas. Al menos para agradecer su Réquiem incompleto. Para tararear con voz alcohólica los sones de la marcha final. Estamos en paz. La absolución para tanto pecado imaginario la dará Onfray. La teoría de la relatividad de la vida nos espera en casa. 

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De CUADERNOS DE LA IRA (blog del autor), 31/10/2017

Pastelón de amiguetes y baile de mozoputas

MIGUEL SÁNCHEZ-OSTIZ

Exorcizar los demonios del mal gobierno –como quería Gil de Biedma, poeta, de otro tiempo que sigue siendo este en sus cloacas a cielo abierto–, no parece posible y está visto que a un granuja le sucede otro, cuando no el mismo, que flota en el escaqueo eterno de las covachuelas. Son los amos de la sombra, del «este sí» y del «ese no», de la rechifla de la trastienda, de la guillotina de los capones, sostienen a sus amiguetes y a los amigos de estos, con la esperanza de que todo quede en el cotarrete y en el hoy por ti, mañana por mí. Practican el amiguismo más descarado pero hablan de objetividad y de valor, de probidad a toda prueba, al tiempo que se reparten puestos, puestecillos y prebendas. Cuentan con que nadie rechista por miedo a la inexistencia, a no recibir el barato de la timba. Donfiguras del mentidero non stop, las listas negras son sus Nocturnos y el escachar famas su deporte de elite, no corren peligro de que cambio alguno se los lleve por delante. Figurines, hedonistas, melómanos sobrevenidos, refinados estetas, diletantes de zahurda vinosa, petronios del pueblón sermonean izquierda y se exhiben felices a bordo de yates de recreo, hablan de humanismo y publican sus retratos en barrera de capotes, a bodega llena, vendimiados y felices... el cambio, el cambio en sus manos puede esperar.

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De VIVIRDEBUENAGANA (blog del autor), 13/08/2015


El equipaje en la memoria

JORGE MUZAM

Lo comentaba recién en Facebook, al pasar, acicateado por un fragmento de Mahfuz: "¿Qué valor tiene la nostalgia del pasado? Quizás el pasado siga siendo el opio de los sentimentales. Lo peor que te puede pasar es tener un corazón nostálgico y una mente escéptica. Así que digamos cualquier cosa, mientras sigamos sin creer en nada".

No sé si todos anhelan sus comienzos. Hay infancias y juventudes tristes, desamparadas. Lo que sí creo es que no podemos deshacernos del pasado, de nada, quizá ocultemos algunas partes, nos mintamos, o le mintamos a otros, para salvar vergüenzas, para imponer cierta hipocresía en las formas, o lo dulcifiquemos para tranquilizarnos, para que no remueva ninguna herida, pero lo llevamos todo a cuestas, como el saquito del Chavo del Ocho, o como una carpa de gitano pobre.

Recuerdo el final de Underground, la película de Kusturica. El pedazo de territorio que se desmembraba y se convertía en isla. Se iba por el río llevando el pasado y el presente, lo real y lo imaginario. Y se iba con nosotros, los espectadores de la butaca oscura. Nadie se hubiese quedado en territorio firme, porque el carnaval de la contradicción seguía su juerga a bordo de esa balsa de tierra, de esa balsa timoneada por el cazador Gracchus, esa balsa que transportaba el sentido mismo de vivir.

También recuerdo el final de Big Fish, cuando ese mitificador de historias pedía como último deseo ser llevado al río. Y mientras avanzaba en los brazos de su hijo, todos los personajes con los que había compartido o lo habían sostenido en tiempos difíciles, los amigos, los camaradas, lo que fue y lo que pudo ser, todos estaban junto al río para decirle adiós y darle a entender que la vida había valido la pena.

No es posible olvidar nada. Y como es tanto, debemos hacer malabares para que tanta carga, tanto archivo, tanto fotograma del sorprendimiento quepa medianamente ordenado en la memoria. 

Si empezara a nombrar cada secuencia del catálogo no terminaría en esta vida, porque la idealización se extiende como el viento en el llano, y anexa adjetivos y sonrisas que quizá nunca fueron tan genuinas ni tan largas.

Las valijas están llenas, una al lado de la otra, algunas quisiera abrirlas a cada rato, otras las tengo guardadas bajo siete llaves, pero se abren igual, porque los candados no resisten la nostalgia ni el rencor.

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De CUADERNOS DE LA IRA (blog del autor), 20/08/2015


Un soñador de confines (Michel Le Bris)

MIGUEL SÁNCHEZ-OSTIZ

No hay tiempos buenos o malos para soñar con confines, aunque algunos, por sombríos y porque pueden acabar contigo haciéndote perder el alma, sí sean más propicios que otros. Soñar con confines es un vicio, una manía, que viene de un desasosiego, de una inadaptación, que no tiene que ver por fuerza con la necesidad de escapar de un medio opresor, sino de una curiosidad febril que te empuja hacía el là-bas donde la mayoría dirá  que «allí no se te ha perdido nada». Lo cierto hay momentos de desolación y desasosiego, de indignación y de tristeza en que quisieras estar lejos solo para encontrar tu verdadero lugar en el mundo: lejos, allí donde tienes el mejor sitio posible, el de quien pasa y se va, enriquecido por los encuentros o desaparece para renacer en otra geografía: «Necesidad de otro lugar,  necesidad de los otros. Si hay una enseñanza del viaje, es al menos esta: que el camino más corto que uno y uno mismo, y por otra parte el único, es el encuentro con el otro. Un lugar no llega a ser tal más que por el modo en el que los hombres, al hilo de los siglos, lo han habitado, o soñado: eso que se llama «una cultura», Ignorarlo es condenarse a no ver nada, o casi»

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De VIVIRDEBUENAGANA (blog del autor), 30/10/2017

Sunday, October 29, 2017

Yo corrí en San Fermín

JUAN PABLO MENESES

Al final de la corrida le pego una bofetada a Ernest Hemingway. Se la pego a un costado de la cara, entre su oreja y mejilla izquierda. Pero eso sucede al final de la corrida que ahora está por comenzar. Quedan pocos minutos para un nuevo encierro, el sexto de este año en San Fermín, la famosa fiesta de Pamplona donde sueltan a los toros por las calles mientras miles corren eufóricos escapando de una cornada.

Hace cuarenta minutos que pasaron las siete de la mañana, y a los que hoy vamos a correr nos tienen encerrados hace más de una hora. A las ocho soltarán ocho toros, pero unos minutos antes abrirán el encierro de los corredores. Un mozo, como se le dice tradicionalmente a quienes corren delante de los animales en San Fermín, puede aprovechar esos minutos de ventaja y correr las ocho cuadras sin problema. De hecho, la mayoría de los que corre nunca ve ni de cerca a los animales. “¡Hay que esperarlos!”, grita uno con sonrisa dura, en mitad de una espera llena de nervios. Hay gente asustada de verdad. Algunos abandonan a último minuto. Otros cantan sevillanas. “Yo me iré corriendo rápido antes de que los suelten”, murmura uno de México, saltando como si tuviera resortes en las zapatillas.

Si bien no hay obligación, la mayoría de los corredores están vestidos de blanco y con cinturón o pañuelo rojo. Otra vieja costumbre que todavía se mantiene, especialmente los gringos en plan “¡Gran-tour-a-San-Fermín!”, es correr con un diario enrollado en forma de palo. Así, dice la tradición, se le puede pegar y espantar al toro sin dañarlo físicamente. A diferencia del resto del mundo, donde se ven grandes investigaciones o crónicas periodísticas envolviendo pescado, en estos minutos previos al encierro veo cientos de notas periodísticas enrolladas y muy bien dispuestas para alejar a los toros en caso de emergencia.

En eso, aparece una voz por los parlantes y la ciudad estalla en aplausos llenos de vivas y de ¡olé! Los altavoces están por todo el recorrido. Los que más aplauden son los que no corren, los que miran de afuera, sin peligro, y que entienden que la fiesta está por comenzar. La voz de los parlantes viene dirigida a nosotros, a los que estamos encajonados esperando que abran la puerta. Nos anuncian a todo volumen unas medidas de seguridad que salen en castellano, francés, inglés, italiano y alemán. No hay indicaciones en euskera, aunque esta es una fiesta vasca, con origen vasco, en una región vasca y en donde todas las noches, en más de algún bar, se termina empinando la copa y gritando: “¡Gora Eta!”

Las precauciones a tomar parecen simples, pero al escucharlas por parlantes y en un encierro junto a personas que saltan nerviosas y con un diario enrollado en la mano, la cosa se agranda: “Si te caes al suelo tápate la cabeza con las manos; nunca toques a los toros; no te subas a las barandas mientras corres; no corras si bebiste”. Lo del alcohol es ridículo: el 80 por ciento de los que estamos aquí adentro nos pasamos la noche despiertos, en fiestas, conciertos o en bares bebiendo kalimotxo, como le llaman a la mezcla de vino tinto y Coca Cola que riega la ciudad esta semana. La policía saca de entre los corredores a un par que ya no se puede mantener en pie y a otro que trae ojotas en vez de zapatillas, pero no mucho más. Si bien la mayoría pasamos de largo, hay algunos corredores que recién se levantaron después de dormir ocho horas para correr más despiertos. Casi todos son estadounidenses que han llegado en tours organizados con varios meses de anticipación. Traen zapatillas especiales, camisetas alusivas al viaje y chapas de San Fermín.

Para el resto, la noche previa, como todas las noches y días desde que con la ceremonia del Chupinazo larga San Fermín, son de una fiesta interminable y repetida. Basta una hora para saber lo que te va a esperar durante las 23 restantes hasta completar cada día de una semana, que empezó el siete y terminó el lunes pasado. Hay peñas folclóricas que pasan tocando tambores, trompetas y olés a las horas más insólitas, cuando la mayoría duerme. El negocio es gigante. La alcaldía acondiciona plazas para que los corredores sin alojamiento puedan dormir al aire libre. Todo el Casco Viejo de Pamplona se convierte en un enorme shopping al aire libre con todo tipo de souvenirs de la fiesta. Se acreditan más de 600 periodistas de todo el mundo, participan más de 3.000 voluntarios y en total hay más de 200 actividades. Además de los turistas, durante esta semana vuelven a Pamplona todos los que hicieron su vida en otras ciudades de España, por estudio o trabajo, y se reencuentran así con sus padres y amigos del barrio, con quienes comentan el crecimiento de la familia mientras en la mesa vecina se emborrachan unos alemanes. También llegan muchos sudamericanos que hacen tatuajes con henna, malabares con fuego, tocan guitarra o venden tejidos; y marroquíes y paquistaníes que se abocan básicamente a vender cerveza suelta y chocolate las 24 horas.

Queda menos. Se abre la primera puerta y comenzamos a avanzar por la calle San Nicolás en dirección a la Plaza de Toros, donde termina el encierro. Más adelante hay una barrera de policías que detiene a los mozos que avanzan más rápido: la idea es que haya corredores por todo el trayecto, por eso tantas barreras y detenciones antes de la largada. Aquí cualquiera puede correr. No hay que pagar inscripción, y todavía no es necesario registrarte por Internet en la web de Nike o de Reebok para correr de a miles. Cualquiera se puede sumar, libremente, con requisitos mínimos. La nueva barrera de policías sirve para una nueva revisión, esta vez sacan de la pista a un japonés que no quiere soltar su cámara de video. Está prohibido correr con cámaras. Si estás solo y no tenés quién te tome una foto, al final de cada encierro las casas fotográficas de Pamplona ponen a la venta cientos de imágenes sacadas por fotógrafos estratégicamente ubicados: después de cada encierro muchos mozos se van al centro del casco antiguo a ver si salieron en alguna foto, por la que deberán pagar 12 euros.

Ya no queda nada. Ahora los mozos estamos todos dispersos por estas ocho manzanas adoquinadas, las mismas que durante el resto del año transitan a paso lento y bastón en mano una mayoría de jubilados. Los que estamos adentro del encierro somos pocos y la mayoría de los visitantes han preferido —sensatamente— ver la escena desde tranquilas tribunas o desde balcones que se alquilan por buen precio y con meses de anticipación. Ya está. No queda tiempo. Alguien grita que ya son las ocho. Pasa un minuto más. Boooooooom.

El bombazo se escucha lejos y anuncia que acaban de soltar a los toros. Y que ya vienen hacia nosotros. Todos comenzamos a correr desesperadamente hacia adelante. A correr sin que importe si pisamos a alguien en el camino. Lo que hasta hace unos minutos era nerviosismo colectivo, ahora es individualismo desatado. Aparece San Fermín en su esencia. De pronto, todos estamos viviendo en directo la metáfora de la vida que nos quieren hacer vivir: aquí adentro nos salvamos aplastando cabezas ajenas y nos abrimos paso sin importar quién quede en el camino. Adrenalina pura.

La carrera termina en la Plaza de Toros de Pamplona, pero claro, para eso falta mucho. Esto recién empezó. Si bien oficialmente una corrida dura dos o tres minutos, aquí adentro el tiempo se alarga. Dos o tres minutos es muchísimo. Es como una semana sin adrenalina. Y seguís corriendo. El grito de los otros mozos te pone más nervioso. Todos gritan y todos corren desesperadamente. De los balcones lanzan papel picado y sobre tu cabeza cae una lluvia infinita de flashes fotográficos. La Televisión Española transmite en directo al resto del mundo, como todos los julio de cada año, las imágenes de Pamplona. Hay cámaras de televisión por toda la calle, como si esto fuera un gran set de televisión. Y seguís corriendo. Corrés mirando hacia atrás. Corrés arrancando. Corrés con el corazón en la boca. Corrés entre los turistas gringos. Corrés asustado. Corrés entre las familias de Pamplona. Corrés como un ladrón de carteras del DF, como un tira-collares de Buenos Aires. Corrés de los toros. Corrés con furia, como nunca corriste. Corrés frente a los fotógrafos, que más tarde venderán tu foto en la tienda del casco Viejo. Corrés sabiendo que te siguen, que están cerca, que ya se sienten. Cada vez más cerca. Corrés nervioso, pero con valor. Los toros se escuchan, porque traen en el cuello campanas que anuncian su presencia policial. Ya casi te agarran. Y corrés para salvarte el pellejo. Con todo. Que no te agarren. Hijodeputa que no te agarren, corré mierda, corré mierda, corré como nunca corriste por la puta madre. Y tus piernas se mueven más rápido de lo que pensaste. Estás en San Fermín, la famosa fiesta de los toros, y ahora los toros te pasan a pocos centímetros, cerca. Tratás de mantener la calma, pero el latido de tu corazón te parte la cabeza, y ahí acaban de pasar y sientes miedo de verdad pero no lo sabes.

Cuando entrás corriendo a la plaza de toros, junto a los animales, te recibe un estadio lleno de gente vestida de blanco y pañuelos rojos que te aplaude a rabiar por lo que acabás de hacer. Miles de personas sentadas en las tribunas, que esperaron pacientemente la muerte de alguno de nosotros, y que ahora te lanzan vítores y disparan fotos.

Cuando termina el nuevo encierro, en la plaza de toros sueltan unas vaquillonas para que los corredores se entretengan jugando a ser toreros. De los litros de kalimotxo ya no queda nada. La adrenalina de la corrida se llevó el alcohol. Sin embargo, aunque ya han pasado unos minutos del fin te sentís eufórico, como si te hubieras inyectado bebida energizante. Tenés ganas de gritar. Y gritás. Gritás como si estuvieras solo en la mitad de un desierto, gritás en el centro de la plaza de toros de Pamplona un mes de julio durante San Fermín, gritás con los puños apretados y aflojás y sacás toda la tensión de jugar a arriesgar la vida en una fiesta transmitida en directo por Televisión Española.

A la salida de la plaza de toros, una enorme estatua de Ernest Hemingway le hace un homenaje al escritor que hizo famosa la fiesta de San Fermín con la publicación, en 1926, de la novela Fiesta (The Sun Also Rises). En Pamplona están conscientes de los resultados que trajo la novela del escritor rudo, de puño cerrado, que le contó al mundo lo bravo que era escapar de toros sueltos por la mitad de las calles. Y ahí está Hemingway, mirando con ojos de bronce cómo salimos todos los corredores de la plaza de toros. Entonces, con la adrenalina descontrolada y la exaltación de sentirme superhéroe por un par de minutos, salto y me subo a la estatua del admirado Ernesto. Me acerco a su cara, lo miro fijo y le doy una bofetada. “Nunca te atreviste a correrla de verdad”, le digo sin quitarle la vista, antes de irme a buscar un nuevo kalimotxo para seguir en la fiesta interminable.

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De PERIODISMO NARRATIVO EN LATINOAMÉRICA, 1/09/2008


Saturday, October 28, 2017

La revolución, sus hacedores y una siniestra utopía

ENRIQUE FERNÁNDEZ GARCÍA

Pero podemos decirle algo a ese futuro que en alguna parte construyen unos muchachos apasionados y terribles: toda revolución sin pensamiento crítico, sin libertad para contradecir al poderoso y sin la posibilidad de sustituir pacíficamente a un gobernante por otro, es una revolución que se derrota a sí misma. Un fraude.
Octavio Paz

Conforme a lo expresado por Bertrand Russell, la felicidad puede ser concebida como una carencia de cosas que se desean[1]. Lo normal es que la resignación frente a esta insuficiencia no sea sencilla. La cuestión se torna más compleja cuando quien debe reconocerla, desencadenando luego las consecuentes frustraciones, cree que sus virtudes son supremas, por lo que las limitaciones serían inaceptables. Es posible que, afectados por conocimientos inexactos, supersticiones o cualquier otra causa, los demás sujetos deban rendirse ante tal destino. Para estos hombres sin altura, acostumbrados a lo cotidiano, nada sería más razonable que admitir la imposibilidad de alcanzar alguna cumbre. Empero, la situación es distinta cuando pensamos en un revolucionario. En este último caso, la sola mención de que algo es inalcanzable puede producir indignación. No habría nada que se halle fuera del campo en el cual actúa; bajo su égida, la realidad jamás se convertirá en un obstáculo para ser feliz a cabalidad.

Toda revolución parte del conocimiento de una injusticia y, además, su correspondiente repulsa. Los que la protagonizan se enteran de una situación que contradice sus más profundas convicciones, dejándolos en un dilema: la complicidad o el cambio radical. La segunda opción surge porque no se trataría de un elemento accidental; en realidad, todo el sistema estaría también mancillado, envilecido. Las modificaciones de carácter parcial resultarían inadmisibles. Lo que se busca es un escenario inaudito, una sociedad en la cual ningún agravio vuelva a presentarse. Por supuesto, para lograr este cometido, desde Robespierre hasta Lenin, se ha invocado la razón. Sin embargo, esa búsqueda del orden justo no ha tenido un destino siempre grato. No interesa cuán sublimes sean los designios de sus gestores ni, menos aún, lo rimbombante y conmovedor del catecismo elaborado para respaldarse. Si la historia sirve de algo, esto sería enseñarnos a mirar con escepticismo esos experimentos.

Los pensadores entran en escena

Insatisfechos con la vida teórica, varios filósofos se ilusionaron cuando alguna revolución llegó a su puerto. Pusieron entonces su ingenio, así como el malabarismo verbal, a disposición de quienes anunciaban la salvación del mundo. Ya conocían del fracaso de aventuras similares; asimismo, entendían que, por distintos factores, las injusticias nunca desaparecerían del orbe. Mas no concebían la modesta idea de Amartya Sen, para quien debemos limitarnos a enfrentar las injusticias concretas, procurar su mitigación, siendo lo demás utópico. No, su pretensión era superior. Se perseguía la conclusión de cualquier conflicto. Imperaba la creencia de que las ideas servirían para iluminar al prójimo y resolver toda desavenencia. Esto último significa terminar con la política, que es esencialmente conflictiva, tal como lo han precisado Simmel y Weber, entre otros individuos. La diversidad humana nos conduce, aunque no lo queramos, a tener criterios distintos, más aún en los asuntos relacionados con el poder. Aspirar a que esto finalice con la consagración de una gran e inmaculada verdad, bendecida por autores afines al proceso, es un peligroso despropósito.

En una entrevista de 1968, Louis Althusser sostuvo que la filosofía era fundamentalmente política[2]. Esto implica que reconozcamos la existencia de, por lo menos, una disputa en torno al poder. En nuestro enfoque, la pugna se daría entre quienes promueven el cambio y los que prefieren la preservación del pasado. Así, de manera sintética, puede hablarse de revolucionarios y reaccionarios, pese a la injusta carga negativa del segundo grupo. Pensemos en Francia. Pasa que la Revolución de 1789 mereció los elogios de Thomas Paine, quien defendió los derechos del hombre con gran entusiasmo[3]. No obstante, en esa misma época, Edmund Burke tomó la palabra para cuestionar el régimen galo, pues ya podía generar preocupaciones sobre su desenvolvimiento[4]. Este pensador británico preveía que, aunque adornado con seductoras palabras, el régimen no invitaba a tener ningún tipo de esperanza. La violencia puesta en práctica por el jacobinismo respaldaría después el análisis que se hizo desde Inglaterra. Por cierto, destaco a los intelectuales que se han opuesto a esa clase de experimentos. Ellos se sitúan del lado más complejo, menos popular: representan la salvaguarda del orden que, según se proclama, debe ser liquidado. Con todo, al final, han prevalecido los criterios que celebraban esas transformaciones radicales.

Pero esa inclinación revolucionaria no fue siempre una consecuencia del ejercicio de la razón. Uno puede haber explotado su intelecto para elaborar toda una genealogía de los problemas que aquejan a la sociedad donde vive, asumiendo una función tan cuestionadora cuanto incesante; sin embargo, en algún momento, el criterio usado en ese cometido puede cambiar. Es lo que sucedió con Michel Foucault, quien, después de haber criticado el carácter disciplinario del mundo occidental, con sus instituciones excluyentes, opresivas, quedó cautivado por la espiritualidad de una teocracia. El autor de Vigilar y castigar no tuvo problemas en elogiar al ayatollah Jomeini. Su Revolución islámica, de 1979, era positiva porque introducía espiritualidad en la política[5]. No importaban las severas restricciones a la libertad ni, peor todavía, el hecho de remitirnos al Corán para terminar con nuestras dudas en torno a variados problemas, sean privados o públicos. Tampoco le perturbaba la situación de las mujeres u homosexuales que hubiesen querido vivir como él, es decir, sin temor a que su sexualidad fuese penalizada. Todos estos aspectos eran irrelevantes; el filósofo pensaba en que, a la postre, esa sociedad irracional sería perfecta, acabando con sus desdichas intelectuales. En cuanto a las minorías excluidas, los marginados que le habían preocupado antes, su sacrificio podía valer la pena.

Encantos y perversiones

A pesar de las bestialidades que, salvo excepciones, sus practicantes cometieron en casi todos los periodos históricos, ese fenómeno llamado revolución continúa cautivando al prójimo, sea filósofo o no. El anhelo de un cambio pleno, brusco y violento es prácticamente una religión que tiene los feligreses más tercos del mundo. Debido al desprestigio en que caían sus defensores, reivindicar la tradición, cuestionando a quienes deseaban abolirla, ha sido una lucha heroica. Lo meritorio es alentar la devastación del antiguo régimen. En muchas ocasiones, aun cuando parezca inverosímil, los individuos que proceden así pueden hasta ignorar las causas de su rechazo al pasado. Pasa que la empresa no necesita de seres ilustrados; a menudo, para integrar el gremio, basta su efervescencia.

Probablemente, la fascinación por los procesos revolucionarios tenga como base las conquistas que obtuvieron quienes, en Inglaterra, Estados Unidos y Francia, consumaron esas transformaciones. Aquéllos son los modelos que, por la envergadura de sus repercusiones, intentaron ser copiados hasta el cansancio. Es importante anotar que, al margen de las monstruosidades del jacobinismo, el movimiento gestado en París puede destacarse gracias a su vocación universal. Nadie conseguirá condenarlo al olvido; su influencia excedió lo que podrían haber imaginado los progenitores. No obstante, la inspiración de Montesquieu, así como del genial Voltaire, está en la obra que forjaron los británicos. Ellos fueron los que, protegiendo al individuo, minaron las prerrogativas del Gobierno. Esta misma cultura, enemiga del absolutismo, posibilitó que Norteamérica contemplara el nacimiento de un país donde la libertad encontraría su principal bastión. Las tres victorias en contra del atraso mostraron el rumbo a seguir dentro de Occidente. Buscando su aura, incalculables mortales encabezaron grupos que anuncian sismos políticos.

Contemporáneamente, no hay revolución que sea concebida con fines perversos. En el principio, sus predicadores abrigan la ilusión de que, cuando el triunfo se consiga, todas las personas tendrán una convivencia pacífica y feliz. Al momento de discurrir acerca del futuro, los discursos que pronuncian no admiten el pesimismo ni la ira. Es correcto que, con regularidad, se invoca la violencia para destruir a los criticadores del cambio; en este caso, no es aceptable ninguna manifestación de caridad. Sin embargo, se aclara que la rabia del presente será cambiada por el mayor amor conocible. Mas la regla es que su belicosidad se mantenga inmutable, incluso tras haber pulverizado al contrario. Porque, conforme a lo constatado en las distintas épocas, cuantiosos compañeros pasan al bando de los traidores. La desconfianza se considera vital para el ejercicio del poder. Con ese ánimo, la fraternidad se convierte en opresión.

Para evitar confusiones absurdas y engaños que, tarde o temprano, nos envíen a la horca, es útil saber cuándo estamos ante a una verdadera revolución. Porque, aunque los conformistas inunden el planeta, es inobjetable que pueden acaecer todavía prodigios de tal especie. En este sentido, de acuerdo con Jean-François Revel, sostengo que ese fenómeno no es sino un “hecho social total”[6], el cual se produce por críticas lanzadas en diferentes campos. Efectivamente, debe cuestionarse la injusticia de las relaciones económicas, el poder político, los cánones culturales y, en especial, lo que agobie nuestra libertad individual. Si confluyeran esas interpelaciones a la realidad, estaríamos en condiciones de proclamar una nueva era. Como resulta obvio suponer, el cumplimiento de dichos requisitos no es suceso que se presente con facilidad. Lo cuerdo es que los sujetos queden satisfechos merced a reformas moderadas. Además, debemos recordar que los logros de las anteriores generaciones no son insignificantes; por tanto, su salvaguarda es entendible. Con todo, para no dejarnos sorprender debido a nuestra candidez o ignorancia, conviene reflexionar sobre cómo se gesta ese singular género de mortales que se creen llamados a transformar el mundo.

Origen y decadencia del revolucionario

En un ensayo de 1971, Hobsbawm escribió sobre los intelectuales y la lucha de clases[7]. Planteó allí una serie de ideas que permitían entender mejor su relación con las experiencias subversivas. No sólo hizo esto. Sucede que, siendo más generoso, en términos reflexivos, acometió una explicación acerca de la génesis del revolucionario. Le intrigaba saber desde cuándo un individuo adquiría esa condición, aquel estadio que, para Ernesto Guevara y demás románticos de la política, colocaba en una cumbre a sus conquistadores. Así, el mencionado historiador sostuvo que la conversión se producía cuando algunas condiciones eran cumplidas. Lo primero era concebir una sociedad perfecta.  Después, imaginada esa excelencia, debía comparársela con la que tenemos actualmente. Notaríamos, desde luego, imperfecciones, falencias, injusticias. Por último, gracias a ideologías determinadas, nos creeríamos capaces de acabar con esas anomalías, descartando cualquier otra opción. Concluida esta secuencia, estaríamos listos para transformar la realidad.

La sobrevaloración de los hechos, en desmedro del pensamiento, hace que un revolucionario juzgue realizable todo anhelo, antojo, disparate o delirio. Si no se producen las modificaciones que ansía, esto podría resolverse con mayor ahínco, hasta ejerciendo el recurso de la violencia. Porque, continuando con su lógica, es inadmisible que sea usada solamente la persuasión para incrementar los partidarios del cambio radical. Está presente la convicción de que, como manifestaba Rousseau en el siglo XVIII, puede obligarse a los otros a ser libres[8]. Es tiempo de levantar un orden que sea justo. Pese a ello, las decepciones insistirán en obstaculizar esa gesta.

Una revolución puede comenzar con aspirantes a santos; empero, aun así, por norma general, finaliza en medio de hipócritas, cínicos y gente indiferente a toda incomodidad. Llega el momento en que las imperfecciones ya no afectan. Pudieran tener la vigencia de antaño; no obstante, debido a una nueva situación personal, lograda por los impulsos del pasado, resultarían imperceptibles. Es también posible que sus semejantes lo hubiesen conducido al más severo de los pesimismos. Por lo tanto, no tendría sentido ninguna lucha porque los hombres gustan de sus miserias. Existe igualmente la posibilidad de que esa indignación, el fervor mostrado en un primer instante, al iniciarse su conversión, haya sido una confusión circunstancial. En cualquiera de estos casos, puede volverse a la contemplación, quizá observando cómo nuevos mortales anuncian el fin del sistema. Es su hora de ingenuidad.

El aventurado sueño de la perfección

Desde la Edad Antigua, grandes hombres concibieron sociedades que, conforme a sus criterios, pueden ser calificadas de perfectas. Ellos han pretendido forjar un modelo de organización, tan completo como mínimamente coherente, que termine con los problemas. Gracias al cumplimiento de sus distintas reglas, la convivencia entre las personas no admitiría el menor desentono. Bastaría con seguir al que nos anuncia el nuevo orden para dejar de lado las impurezas, los conflictos, la miseria y sinrazones actuales. Tal convicción es incentivada por el presente, ya que éste nos tienta a eludirlo. Habiendo muchas dificultades que parecen invencibles, no es extraño elegir la evasión del mundo. Es interesante el número de individuos que ansían una tranquilidad absoluta, lo cual debería ser consentido sólo en la muerte. Vivir será siempre una permanente búsqueda de soluciones a los inconvenientes que impiden la felicidad. No aceptar esto revela el intento de contrariar nuestra esencia.

Si bien Platón, con La República, empezó el linaje de quienes pensaron en un sistema social que irradie perfección, Thomas More inmortalizó su afán con una sola palabra: utopía. El término ha sido empleado para conmover a cuantiosos sujetos, pues, en principio, nunca se lo conecta con las ruindades del ser humano. Subrayo que, como pasó con las propuestas de Francis Bacon y Karl Marx, entre otros intelectuales fantasiosos, ellos hayan sido venerados por hombres del más variado tipo. Naturalmente, cuando el delirio les resultó favorable, los políticos patrocinaron la concreción de todo lo referente a ese anhelo. Es preciso apuntar que, sin excepción, los gobernantes han fracasado en acomodar su realidad a lo marcado por el utopista. La práctica les hizo saber que sus semejantes tenían demasiadas falencias como para formar parte de aquella maquinaria. Esa diversidad humana es incompatible con el proyecto del que, persiguiendo lo sublime, imagina una comunidad en la cual nadie contradice sus dictados. Siguiendo esos principios, la diferencia se castiga indefectiblemente con el destierro del sitio donde operarían los milagros.

Desgraciadamente, existen mortales que confían en la inevitable materialización de una utopía, resistiéndose a revisar sus postulados. Estos individuos buscan verificaciones de las premisas que su guía les fija. La realidad podría estar pulverizando cada una de las creencias que sustentan; sin embargo, su actitud no les permitiría verlo. Hace tiempo, Karl R. Popper enseñó que éste no es el camino hacia la verdad[9]; conduce a planteos dogmáticos, cuya peligrosidad ninguna persona debe ignorar. La ceguera voluntaria de los comunistas trajo consigo las peores pesadillas que se hayan figurado. Lo patológico es que, aun en medio de la podredumbre causada por esos desvaríos ideológicos, sus propagandistas aseguraban que la razón los cobijaba. Queda claro que los fanáticos no están hechos de la materia que posibilita dudar. Lo menos tolerable es que sus certidumbres hubiesen procurado subsistir merced al sacrifico del prójimo.

Con todo, hay otro modo de considerar la utopía. Además de entenderla como un proyecto colectivo, en el que lo singular provoca rechazo, es plausible defenderla bajo la figura del ideal. Desde esta perspectiva, se pueden encontrar virtudes que merecen nuestro entusiasmo. Lo único innegociable es rendirse ante a quienes gustan de la mediocridad y el ocaso. Para estos seres, cambiar los valores que regulan la coexistencia es imposible. Se sugiere que abandonemos la intención de asociarnos con gente íntegra, veraz e ilustrada. Esto es lo que les parece pretencioso, irrealizable; obviamente, su opinión debe ser impugnada sin retraso. Aspirar a desenvolvernos en un ambiente donde la inhonestidad sea censurada, al igual que cualquier expresión de idiotez, es una postura rescatable. Jamás serán innecesarios los hombres que, con razonable orgullo, decidan renovar la línea del quijotismo. Dejemos a los demás que, mansamente, disfruten de su vulgar actualidad.

Ilusorio derrumbe del socialismo

Por suerte, las peores utopías han provocado momentos de gran desencanto. Así, tras haber llenado el planeta de humillaciones, servidumbres, torturas, asesinatos y millonarios con aval gubernamental, los experimentos del colectivismo parecían llegar a su fin. Se agotaba la penúltima década del siglo XX; los ciudadanos de países adscritos al socialismo, en sus distintas variantes, ya no tenían paciencia. El desprecio a sus proyectos individuales, incluyendo la pretensión de no ser controlado por ningún burócrata, se hacía inaguantable. La falta de respeto a su libertad había sido consentida por demasiadas generaciones; en consecuencia, los cambios se tornaban imperiosos. No es falso asegurar que aun el hambre impulsó movilizaciones de hombres contrarios al sistema defendido por la U.R.S.S. Claro que, para evitar un desmoronamiento inmisericorde, se planteó a quienes protestaban la posibilidad de consumar algunas reformas. Había la esperanza de frenar un avance que amenazaba con pulverizar sus privilegios. Sin embargo, no se confiaba en los miembros del partido para realizar las transformaciones que, si se procuraba vivir con dignidad, debían considerarse imprescindibles. Las mentiras del partido, así como el cinismo de los gobernantes, perdieron eficacia. El mandato era terminar con una calamidad que, nacida como sueño, había producido las más indecibles pesadillas. Era el momento ideal para recuperar un poder que, en nombre de una utopía, se había quitado groseramente.
Pocos años han sido tan libertarios como el de 1989[10]. En marzo, los independientes obtuvieron el 15% de las bancas del parlamento soviético. Aun cuando el régimen del partido único se mantenía firme, las disidencias comenzaban a ganar vehemencia. Esa situación, indiscutiblemente antidemocrática, era censurada gracias a la voluntad de los votantes. No pasaría mucho tiempo hasta que la hoz y el martillo dejaran de mortificarlos. Tampoco se consentía la vigencia del esperpento en China; pese a ello, el grito por una realidad menos infame originó allí un crimen mayúsculo. Por suerte, los muertos de la plaza Tian Anmen no abandonaron este mundo en vano. En junio, el mismo mes de la masacre, los polacos dieron la victoria a Solidaridad, empezando su emancipación del oprobio comunista. Lech Walesa, un electricista con compromiso ciudadano[11], consolidará luego ese avance que no recurrió a la violencia para su establecimiento. Así, hubo también reestructuraciones en Hungría, donde se restableció el multipartidismo, Bulgaria, Checoslovaquia y Rumania, que sirvió de tumba para el tirano Ceaucescu. Con todo, si se pidiera elegir un solo acontecimiento, uno que, de mejor forma, sintetizara ese fracaso del socialismo, deberíamos pensar en Alemania. Su capital hizo posible que, a nivel internacional, contempláramos un triunfo sublime de la libertad.

Sin lugar a dudas, la caída del Muro de Berlín es un recuerdo perpetuamente grato. Cada golpe con martillos, combos y picos era el desahogo de las personas que fueron obligadas a callar durante mucho tiempo. Esa gente no tenía derecho a viajar adonde le ofrecieran buenas condiciones de vida, debiendo resignarse al tormento de la economía planificada y el terrorismo de Estado. Siendo imposible la conquista por medios persuasivos, pues las patrañas del catecismo ideológico resultaban inútiles, quedaba sólo la fuerza para no perder a los oprimidos. El panorama se había vuelto tan adverso para las autoridades que construyeron esa abominable muralla en 1961. La valentía de los individuos que apostaban por una sociedad sin tonterías colectivistas hizo factible su desplome. No obstante, ni siquiera esa victoria en un territorio sometido al control de los soviéticos, cuyas amenazas poseían aun tono nuclear, tendría que haber servido para pregonar el descalabro definitivo del adversario. Es comprensible que, en ese ambiente de júbilo liberal, se soñara con la desaparición del marxismo. Son diversos los autores que no pensaban sino en la celebración del triunfo. Pero hubo otros intelectuales que, como pasó con Burke y la Revolución francesa, prefirieron una reacción moderada. No se negaba el progreso; empero, había motivos para desestimar la euforia.

Ralf Dahrendorf fue uno de los pensadores que no se sumaron al optimismo del momento[12]. Como cualquier persona que detesta los autoritarismos, él no sintió pesar por los gobernantes caídos. Mas, desde un principio, advirtió que las expectativas podían generar cuantiosas e irreparables frustraciones. Ocurre que, contrariamente a lo esperado por muchos sujetos, adoptar un modelo democrático no implicaba la solución pronta de todos los problemas. En cuanto a la libertad económica, su aplicación estaba lejos de producir beneficios inmediatos. Por consiguiente, no bastaba la proclamación del cambio en favor de los mercados libres, puesto que el camino hacia mejores días conllevaba incesantes y grandes esfuerzos. Lo malo es que, una vez abatido el muro, numerosos hombres se ilusionaron con la llegada de un futuro perfecto. Se creyó asimismo que, siendo victorioso, el liberalismo no necesitaba de ningún otro trabajo para probar su validez. Revelando ingenuidad y estupidez, se entendió que el discurso de la dictadura del proletariado no seduciría a nadie más. Más de dos décadas después, aunque sin el riesgo bélico de entonces, hallamos todavía regímenes que se adhieren a esa corriente; peor aún, nos topamos con multitudes ansiosas del sometimiento. Debemos reconocer que faltó proceder con mayor prudencia. Teníamos que haberlo concebido como una de las inagotables batallas con ese monstruo. Tal vez, si hay fortuna, el próximo festejo nos encuentre menos cándidos. En cualquier caso, no podemos dejar de lado a quienes contribuyeron al oprobio.

Para una condena definitiva del marxismo

No existe otro pensador del siglo XIX que haya influido tanto en este planeta. Si bien es cierto que Nietzsche, su contemporáneo, ha sido elogiado desde hace décadas, las repercusiones provocadas por Karl Heinrich Marx son incomparables. Al respecto, en cuanto a lo eminentemente intelectual, conviene apuntar que su libro El capital es uno de los más editados y traducidos. No asombra que, teniendo millones de lectores, algunos se decantaran por concretar sus anhelos, transformando las sociedades en donde habitaban. Esas aventuras, sobresaliendo la Revolución rusa, cuya consumación no conoce aún el hastío, impiden que el defensor del socialismo científico sea olvidado. No importan sus imprecisiones, absurdos e insensateces; los seguidores amenazan con acompañarnos hasta cuando la Tierra se convierta en una bola de fuego. Pese a ello, quienes aspiran al conocimiento de la verdad, es decir, una minoría que no recibe las ovaciones del vulgo, deben intentar su derrumbamiento. Incontables tumbas y cárceles demuestran que, sin su veneración, los hombres tendrían una realidad menos adversa. Mientras haya lucidez, corresponde contribuir a ese cometido que debe calificarse de loable.

Como científico, el amigo de Friedrich Engels, con quien apeteció la mayor objetividad, Marx no fue sino un fracaso. Aunque su doctrina tenía el propósito de conducirnos a la verdad, acabando con los mitos y demás males que atribuyó al capitalismo, su comprensión del mundo fue inexacta. La profecía que giraba en torno al advenimiento del comunismo no se cumplió; por ende, sus bases deben juzgarse falsas. De nada sirvió utilizar a Hegel[13], pervirtiendo su dialéctica, ni tampoco partir del ideario que los economistas clásicos propugnaron. Ninguna de las convicciones que adoptó valida esa predicción. Está claro que, cuando recorrió la historia, lo hizo para elaborar una patraña concordante con su pretensión igualitaria. Todo se resumía en pugnas de clase; no obstante, estos conflictos, protagonizados por los explotados que se resistían al sometimiento, terminarían en un futuro próximo. La observación de los hechos aseguraba el final. El problema es que, al verter esos dictámenes, fue incapaz de alejarse del dogmatismo. Quiso ser infalible, pero, como enseña el autor de Conjeturas y refutaciones, las teorías científicas no tienen ese carácter. Su prestigio habría sido distinto si, con la mesura del escéptico, se hubiese limitado al campo de la especulación.

La ética del marxismo se funda en el desprecio al individuo. Sin grandes inconvenientes, se lo suprime del análisis, destacando que hay sólo relaciones dentro de la sociedad. Lo que valen son las colectividades, los modos de producción, el orden ansiado por quienes se oponen al capitalismo. Obrar como una persona soberana, eligiendo los criterios morales que rijan sus actuaciones, merece la desconfianza del socialismo. De acuerdo con lo que se afirma, las condiciones materiales nos determinarían en todos los ámbitos. En un régimen compatible con el liberalismo, habría únicamente seres humanos que son engañados. Las decisiones habrían sido tomadas, con anticipación, por los opresores. Los valores que se defienden estarían signados por la mentira. En suma, sus planteos son responsables de que nuestro libre albedrío se creyera ilusorio. Hasta un logro tan valioso como reconocer los derechos del hombre y el ciudadano, llevado a cabo en la Francia revolucionaria, se consideraba una farsa. En cuanto a esto, debe recordarse que, gracias a ese género de instrumentos políticos, podemos condenar, desde una perspectiva moral, al gobernante cuando comete abusos. Suponer que, por haberse originado en la burguesía, sus garantías favorables a las personas eran un artificio deja notar una mentalidad obtusa, bastante nociva.

Todos los partidarios del socialismo, incluyendo a las personas moderadas, cuentan con taras que distinguieron al pensamiento de Marx. Lo execrable es que las ostentan sin ningún tipo de pudor. Admito que hubo revisiones, aun interpretaciones, como la de Karl Korsch, dirigidas a criticar postulados del historicismo; sin embargo, en los casos donde no se dieron apostasías ideológicas, muchas premisas continuaron siendo adoradas. El hecho de que ser izquierdista sea todavía un orgullo patentiza esta perversión. Esa devoción por el maestro surge en cualquier instante, peor aún si hay crisis económica. Se invoca entonces al monstruo del mercado y la explotación capitalista con el mismo entusiasmo de hace casi ciento setenta años[14]. Por mucho que se beneficien de instituciones liberales, obteniendo victorias en las urnas, queda siempre la insatisfacción con el orden que favorece a los individuos. Es un atavismo que, salvo contadas muestras de conversión auténtica, jamás consigue desaparecer. Esta lamentable situación exige que, hasta la extenuación, se denuncien las deficiencias y vicios de su profeta. Conservar su legado es preservar la posibilidad de reproducir aberraciones colectivas. Se agradecerá el detener la proliferación de secuaces llamados a predicar los delirios del teórico más destructor que se haya conocido. Deberíamos haber tenido ya suficiente con esa pesadilla que fue la Unión Soviética.








[1] Siguiendo esa línea, Bertrand Russell confiesa que su goce de la vida fue mayor, en parte, desde que logró “prescindir de ciertos objetos de deseo –como la adquisición de conocimientos indudables sobre esto o lo otro– que son absolutamente inalcanzables” (La conquista de la felicidad; Buenos Aires: Debolsillo, 2007 [1930], página 24).
[2] Cf. Louis Althusser, La filosofìa como arma de la revolución; México D.F.: Siglo XXI, 2016 [1968], pp. 12 y 17.
[3] Era tal el juicio favorable de Paine sobre lo que había sucedido en Francia y Estados Unidos que, para él, en esos lugares había ocurrido una “revolución del orden natural de las cosas, un sistema de principios tan universal como la verdad y como la existencia del hombre, y que combina la felicidad moral con la política y la prosperidad nacional” (Derechos del hombre; Madrid: Alianza, 2008 [1791], p. 193).
[4] En una de sus críticas más contundentes, Burke afirma sobre los revolucionarios: “Ni una gota de su sangre ha sido derramada en la causa del país que han arruinado. Para lograr sus proyectos, no han sacrificado más cosa que las hebillas de sus zapatos; y mientras, han encarcelado a su rey, han asesinado a sus conciudadanos, y han bañado en lágrimas y hundido en la pobreza y el sufrimiento a miles de respetables individuos y familias” (Reflexiones sobre la Revolución en Francia; Madrid: Alianza, 2013 [1790], p. 77).
[5] Juan José Sebreli cuestiona aquellas deplorables posiciones de Foucault en  El olvido de la razón (Buenos Aires: Sudamericana, 2006, pp. 306-308). Se recuerda allí que ese baluarte del irracionalismo contemporáneo afirmó sobre la revolución iraní: “Se trata tal vez de la primera gran insurrección en contra del sistema planetario, de la forma más moderna de rebelión”.
[6] Jean-François Revel, Ni Marx ni Jesús. De la segunda revolución norteamericana a la segunda revolución mundial; Buenos Aires: Emecé, 1972 [1970], p. 19.
[7] Eric Hobsbawm, «Los intelectuales y la lucha de clases», en Revolucionarios. Ensayos contemporáneos; Barcelona: Ariel, 1978 [1973], pp. 346-377.
[8] Cf. Jean-Jacques Rousseau, El contrato social, o principios de derecho político; Madrid: Akal, 2017 [1762], p. 65.
[9] Es en La lógica de la investigación científica, obra de 1934, donde Popper formula su teoría de la falsabilidad. A partir de este momento, los investigadores no buscarán verdades definitivas, sino precarias, conjeturas susceptibles de ser refutadas. Así, el desarrollo del conocimiento científico se hace efectivo gracias al fracaso de las teorías.
[10] Para recordar y reflexionar sobre los principales sucesos que, en esa época, evidenciaron el cambio del mundo, puede consultarse la muy provechosa obra de Guy Sorman, Salir del socialismo (Buenos Aires: Atlántida, 1991).
[11] Cf. Lech Walesa, Un camino de esperanza. Autobiografía; Buenos Aires: Sudamericana, 1987.
[12] Entre sus observaciones, así como sugerencias, ante un descomedido entusiasmo que surgió tras la caída del Muro de Berlín, cabe destacar lo siguiente: “No existe una sentencia ineludible, necesaria, que conduzca a la libertad, como tampoco hay por delante un camino de rosas. Lo que aquí se sugiere siempre es arriesgado y puede fallar en cada etapa. La libertad no es algo que simplemente surge, sino que debe crearse. Es más, su creación está llena de escollos y sorpresas, y al final es posible que surja de manera mucho menos sistemática de lo que cualquier trazado previo sea capaz de sugerir” (Reflexiones sobre la revolución en Europa. En una carta pensada para un caballero de Varsovia; Barcelona: Emecé, 1991 [1990], p. 102).
[13] Si bien, con El fin de la historia y el último hombre, Francis Fukuyama procuraba la reivindicación de Hegel como pensador de la libertad, conviene leer directamente al pensar alemán en Filosofía de la historia (Buenos Aires: Claridad, 2008 [1837]), cuyas páginas carecen de su conocida oscuridad, esa que tanto fastidió a Schopenhauer. Entre otras frases que se leen ahí, tenemos: “A todos parece a primera vista que el espíritu posee, entre otras cualidades, la de la libertad. La filosofía nos enseña, sin embargo, que todas las cualidades del espíritu existen tan sólo por la libertad, que todas son sólo medios para la libertad, y todas ellas buscan y generan solamente la libertad. Constituye un conocimiento de la filosofía especulativa el hecho de que la libertad sea lo único verdadero del espíritu” (ídem, p. 22).
[14] En rigor, tal como lo ha expuesto Antonio Escohotado (Los enemigos del comercio. Historia de las ideas sobre la propiedad privada. I. Antes de Marx; Madrid: Espasa Calpe, 2008), el ataque a la propiedad privada, fundamental para el socialismo científico, empezó con la hermandad esenia en el mundo antiguo. 

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De Un siglo para juzgar. Reflexiones acerca del centenario de la Revolución de Octubre. Instituto de Ciencia, Economía, educación y Salud, 2017

Ilustración: British Library

Friday, October 27, 2017

EXTRATERRESTRIAL HUNTERS/Meet the Robots Helping in the Quest to Find Extraterrestrial Life

DANIELA HERNANDEZ


In late August, scientists, engineers and a small army of robots left Norway on a research ship headed toward the North Pole. The plan was to explore, from top to bottom, a section of the Arctic Ocean near Greenland. With help from the machines, oceanographers hoped to gain insights about the ocean’s chemistry and ecology, including the types of creatures that inhabit these pitch-dark, near-freezing waters, the communities they build, and the energy sources they consume at depths that can exceed 3 miles. Scientists had surveyed some of these areas before, but new technologies promised more precise measurements and a clearer picture of how the icy ocean was changing.


The polar mission was the capstone of a five-year collaboration between 16 German organizations. Dubbed the Robex Alliance (short for Robotic Exploration of Extreme Environments), the project is one of several world-wide academic and commercial initiatives with the same end: to develop technologies—sensors, batteries, chips, robot bodies, software—that could fast-track exploration of places that are too dangerous or hostile for humans to explore on their own. The advances have applications in search-and-rescue, the oil and gas industries, law enforcement, and others. They could also usher in a golden era for deep exploration of Earth’s oceans, only 5% of which have been surveyed by humans.


In the long term, this testing, prototyping and exploration will serve a second purpose: to create the robots that will search for life on the moons of other planets.

A large part of August’s polar mission was locating and retrieving Tramper, a 1,400-pound tank-like rover that had spent more than a year autonomously inching along the frozen terrain about a mile and a half below the surface. While ice made the water impassable for ships, Tramper roamed the sea floor, measuring oxygen content and collecting data. According to Frank Wenzhöfer, a microbiologist at the Alfred Wegener Institute Helmholtz Center for Polar and Marine Research and the vessel’s crew leader, the year Tramper spent underwater is the longest time a robot had been left to its own devices in the Arctic with no human contact.

Engineers also tested a prototype of a yellow space shuttle-looking glider designed to measure temperature, salt content and oxygen concentration closer to the surface to complement TRAMPER’s data. A torpedo-shaped autonomous underwater vehicle studied the biology at the interface between water and free-floating ice sheets called floes, an area researchers think is sensitive to changing conditions. To avoid collisions with fast-moving ice when the robot surfaced, a drone atop a floe beamed the engineers on the boat GPS coordinates they could use to change where the machine emerged from the water.


Planetary scientists and astrobiologists once believed life could exist only in the so-called Goldilocks zone, defined by the distance that separates the sun from Earth’s orbit, where the temperature allows for liquid water and a breathable atmosphere. But over the past few decades, scientists have discovered that some of the solar system’s far-flung planets, including Jupiter and Saturn, have moons with liquid oceans. NASA posits that these moons are our best shots at finding extraterrestrial life.

Data from Galileo, a spacecraft that flew by Jupiter’s Europa in the late 1990s, suggested that the moon might have a subsurface ocean with plumes of gases bursting through fissures in its icy crust. In 2005, the Cassini-Huygens probe took images of similar structures on Enceladus, a tiny moon orbiting Saturn. Sensors suggest that Enceladus has an active ocean sandwiched between a layer of ice dozens of miles thick and a rocky bottom. Earth ocean’’s own rocky bottom, scientists believe, could have provided the essential building blocks of life—some of which, including hydrogen, nitrogen and salt, were detected by Cassini’s instruments in the plumes of Enceladus.

On Sept. 15 of this year, Cassini—low on fuel after 20 years of exploring—intentionally flew into Saturn’s atmosphere and burned up to avoid crashing into Enceladus and possibly contaminating environments that could already harbor or one day bear life.


A flyby mission to Europa is scheduled to launch in the 2020s, and scientists are awaiting funding decisions for proposed missions to Enceladus. But before space programs can embark on multimillion-dollar expeditions to the outer solar system, scientists need robots that can handle on-the-ground exploration of extremely hostile environments where surface temperatures can plummet to nearly minus 400 degrees Fahrenheit.

This is where Earth’s most remote and inhospitable regions come in handy. The ice-covered oceans of the Arctic and the Antarctic resemble those discovered on Enceladus and Europa, and Mount Etna in Sicily has a craggy terrain and hazy atmosphere similar to that of Titan, Saturn’s largest moon. Collaborations like the Robex Alliance, which includes space engineers, enable planetary scientists to test-drive robot prototypes in places similar to the extraterrestrial terrains they hope to explore.

In July, a Robex team tested a Mars rover-like machine that positioned seismic sensors on the surface of Mount Etna to study its quakes. Using cameras and planning software, it surveyed its surroundings and then figured out where to place the sensors by itself. Similar software and versions of the hardware reinforced for space travel could one day be used in future missions to the moon or other celestial bodies.

“There are these areas on Earth that are as difficult to reach as foreign planets,” says Antje Boetius, a deep-sea and polar researcher at Germany’s Alfred Wegener Institute, which is part of Robex. “If we use Earth as the next best analog to a planet with a deep ocean and thick ice cover, how would we go about using a robot to explore?”

It starts with better hardware. When Robex located Tramper, it had been going around and around in circles in the same spot for 35 weeks, due to a broken gear. On Earth, where scientists can eventually retrieve and fix a stuck robot, their malfunctions are merely disappointing. In space, a mechanical failure could spell the end of the mission. (Some scientists are also working on robots that can heal themselves, although that ability is years if not decades away.)

ROBEX researchers got a whiff of that doomsday scenario this summer when they deployed another crawler dubbed VIATOR and its landing station to the seafloor. Two previous attempts had failed. They only had two days left in the mission—and five years of work behind them.

When VIATOR finally made it to the bottom and attempted to leave its lander, one tread started rotating at half the speed as the other. It veered off course and crashed. On board, scientists and engineers watched through a camera feed from a remotely operated vehicle.

“That was a real disaster,” said Sascha Flögel, a marine geologist and lead for VIATOR. The seven-person team coded and beamed the machine a new program that instructed the faulty tread to move at approximately twice the normal speed to compensate. It wasn’t perfect, but the rover’s navigation program was able to self-correct as it made its way back to the station using light markers on the lander as guideposts.

“The future is more autonomy,” said Dr. Flögel.

Today’s autonomous robots, such as Tramper, execute a set of predetermined commands without human intervention. If conditions change drastically, a robot can stall. Ideally, it would be able to adapt on the fly, but that requires learning. For instance, the robot would have to know from experience that a spike in oxygen is worth further exploration or that a change in the stability of the soil could put it in danger of getting stuck. This is impossible for most robots to do fully autonomously, in part, because the sensors that allow them to explore their environment don’t directly feed back into the software that controls them. They lack a basic understanding of what they’re seeing and touching.

At NASA’s Jet Propulsion Laboratory in Pasadena, Calif., Steve Chien is helping to build better brains for the robots of tomorrow. He’s part of a team designing software for robotic explorers to Europa. “The places we really want to go the most [are] the places we know the least about,” which makes his team’s job especially challenging because their machines have to be ready to work in an enormous range of situations, he says.

Dr. Chien is preparing for life-hunting missions to outer space by tapping the expertise of Chris German, an experienced hydrothermal-vent hunter. Hydrothermal vents are underwater fountains that spew hot water and chemicals from within the Earth’s crust through ruptures on the ocean floor. Oceanographers posit that life on Earth may have evolved in these active zones, but only a fraction of these structures have been explored. Finding structures similar to Earth’s hydrothermal vents on Enceladus sparked hope of finding life there.

Dr. Chien’s team monitored Dr. German to learn how he looks for vents. The goal: to turn his expertise into code for underwater autonomous vehicles.

They wanted software “that could think the way I did,” says Dr. German, who is based at the Woods Hole Oceanographic Institution in Woods Hole, Mass., and has collaborated with the Robex Alliance. After observing Dr. German for several weeks during a cruise through the Arctic last fall, Dr. Chien’s team came up with an experimental algorithm to help robots search for vents. Changes in temperature or the chemistry of water, for instance, might signal plumes associated with hydrothermal vents. If a robot running Dr. Chien’s algorithm detects these changes, it will try to localize the origin of those anomalies and search that area for a stronger signal.

They’re still fine-tuning the software with computer simulations—a standard tool in software development for robotics—and Dr. Chien hopes to test it in a robot in the field as early as 2018.

By necessity, space robots have long had autonomous features. The Mars rover, for instance, was able to check its own batteries, shut down malfunctioning instruments that suck up power, and plan routes. But Dr. Chien’s team is working on adaptive software for a new Mars rover that will be able to adjust its schedule of experiments based on power consumption or if some activities finish early. “That is something that the current [Mars] rover can’t do,” he says.

A future iteration of that program would interconnect several rovers, drones, underwater robots and landers. These robots would be able to communicate with one another and adjust their tasks if one fails or detects some preliminary evidence of life.

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De THE FUTURE OF EVERYTHING, revista de THE WALL STREET JOURNAL, Noviembre-Diciembre, 2017
  

El sex appeal de Harrison Ford

JULIA GONZÁLEZ CALDERÓN

Hace poco fui a ver Blade Runner 2049 y pensé en Harrison Ford y en cómo es la vida: eran los ochenta y Ford era el tío más sexy del mundo, era Han Solo, era Indiana Jones y era el protagonista de la original Blade Runner, que pronto sería un filme de culto. Treinta años más tarde eres un setentón que hace un papel secundario en la secuela de tu propia película de culto, mientras que Ryan Gossling, que ahora es el tío más sexy del mundo, hace el papel principal. Los años pasan, y no pasan en vano.

Yo, ya sabéis, soy una persona intensa y dedico bastante tiempo a pensar sobre la vida: en general, la de los demás y, por supuesto, la mía, y a menudo me encuentro pensando que tengo casi treinta años, vivo en una ciudad extranjera a más de 9.000 kilómetros de mi país natal en donde cuento con escasas amistades, sobrevivo de mala manera gracias a una beca y esta será mi situación durante unos cuantos años. La gente se casa, y yo tengo que preparar un examen oral de portugués como asignatura obligatoria.

Como la beca, ya lo he dicho, es cortita, a veces cuido a niños. Esto, soy niñera en mis ratos libres. Limpio mocos, sujeto a críos que me patean la barriga con sus piernecitas mientras chillan a todo pulmón sufriendo por el repentino e intolerable abandono a que sus padres sádicamente deciden someterlos, me siento en sillas tan pequeñas en las que me cabe el culo de milagro, veo La Bella y el Vagabundo en inglés hasta querer sacarme los ojos de mis cuencas, hago como que entiendo todo el vacilante discurso de una niña de apenas dos años que se ha puesto locuaz, sostengo un plato con un trozo de pizza para que la interesada se la vaya comiendo a base de restregársela por la cara y que, poco a poco, vaya entrando en su boca (estáis pensando: “Qué bruta eres, Julia, córtale la pizza”. Ya, amigos, ya. No hay trozo que no merezca un buen paseo por los mofletes antes de ser saboreado) mientras la espalda me mata de dolor, corro tras prófugos que deciden ir por su propia cuenta en busca de sus padres, hago como que compro una tetera con una tarjeta Visa de juguete mientras pienso que ojalá la Visa fuera de verdad… En fin, las aventurillas del precariato académico.

Pero volvamos a Harrison Ford. He pensado últimamente unas cuantas veces en él, la verdad. Hace poco, por ejemplo, vi en redes sociales la típica foto de motivación que te explica que Ford, a los treinta años, era carpintero. La foto cumplió su objetivo y me motivó bastante. Hablando de eso con mi madre, me dijo que claro que lo de que Ford fuera carpintero antes de saltar a la fama era un hecho bien conocido y que añadía sex appeal a su persona pública.

De lo cual llegué a la siguiente y lógica conclusión: dentro de muchos años, la gente se motivará diciendo que la doctora González, a los veintiocho, era niñera. ¿Y sabéis qué? Que me dará un toque sexy.

Y a vosotros, ¿qué os hace sexys?

Foto: sexy entre las sexys, veis a Scarlett Johansson haciendo de babysitter en The Nanny Diaries (Robert Pulcini y Shari Springer Berman, 2007).

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De NINGÚN LUGAR SAGRADO (blog de la autora), 26/10/2017



Panait Istrati, un clásico de la literatura rumana

AITOR ARJOL*

Cuando escuchamos el nombre de Rumania nos vienen a la mente paisajes como los viejos Cárpatos, los  bosques de Transilvania, el estrecho desfiladero del Vorgo o las tierras donde vivió Vlad Tepes, de cuya base histórica naciera el mito de Drácula.

La literatura rumana resulta poco conocida más allá de sus fronteras o de unos pocos nombres que sobresalieron en la segunda mitad del siglo pasado. El que más resuena es el de Mihai Eminescu, poeta por excelencia del Romanticismo. La nómina de los clásicos no estaría completa sin Ion Creanga —clásico de la literatura infantil—, el dramaturgo Ion Luca Caragiale, Vasile Alecsandri —uno de los más sabios conocedores del folklore rumano—, u otros tan representativos como Eugène Ionesco, Èmile Cioran, Tristan Tzara o Eliezer Wiesel, este último superviviente de los campos de concentración alemanes y Premio Nobel de la Paz en 1986. 

De todos ellos me quedaría con el enigmático Panait Istrati (1884-1935). Uno de tantos escritores olvidados por despecho o por la simple gracia de que el pasado no nos conmueve. La biografía de Panait, nacido en Braila —ciudad situada en el delta del río Danubio—, el 10 de agosto de 1884, es rocambolesca y nos refiere a una infancia marcada por su origen humilde, “media vida dedicada a vagabundear por el Mediterráneo, empleado en mil oficios…”. De madre lavandera y padre griego y contrabandista. Un niño que creció a lo baldío, poco amigo de ir a las clases, más enamorado de las marismas y del puerto, con la única excepción de dos pasiones: leer y escribir.

Así que a pronto de dejar los primeros cursos de la escuela, comenzaría su particular lucha por la vida: aprendiz de variados oficios como mecánico, pastelero, descargador, pintor; mesero en una taberna o, el mejor de todos, hambriento por conocer el mundo que se extendía ante sus ojos.

En 1906 “empieza una época de grandes viajes y vagabundeos que le llevarán por Turquía, Grecia, Egipto, el Líbano, en compañía de Mihail…”, uno de los grandes amigos de su vida, y todo aquel extenso bagaje servirá como inspiración en novelas como El pescador de esponjas o La familia Perlmutter.


Además de sus idas y venidas a Rumania, en 1920 se marcha a Niza (Francia), donde trabaja como fotógrafo ambulante. En 1921 intenta suicidarse luego de la muerte de su madre, pero una inesperada carta llega a manos del escritor francés Romain Rolland, quien le devuelve el entusiasmo por vivir y propicia que sus novelas alcancen fama mundial en plena década de los veinte del siglo pasado. Su popularidad llega al continente americano, donde acostumbraron a llamarle el ‘Gorki de los Balcanes’ y sus obras se traducen a multiplicidad de idiomas.

La URSS le invita en 1927 con motivo del décimo aniversario de la revolución. Durante el transcurso de aquel viaje coincide con el escritor griego Nikos Kazantzakis, pero regresa sumamente decepcionado con lo que allí vio: los excesos propios del régimen de Stalin. 

La edición de ‘Rusia al desnudo’ como rechazo al estalinismo le valieron acusaciones tan falsas como la de espía o traidor, y propició que sus letras se relegaran al olvido, al mismo tiempo que se agrava su tuberculosis hasta que fallece en un sanatorio de Bucarest el 18 de abril de 1935. Sus novelas son difíciles de hallar, pero gratificantes en términos de recompensa cuando uno se pasea por las estanterías de las librerías de segunda mano. De todas ellas, rescato la belleza de ‘Los cardos del Baragán’, que nos cuenta la historia de un niño en medio de la estepa rumana, por donde acostumbran a rodar desconsolados los cardos, llevados aquí y allá por el viento. Asimismo, Los Haiducs, donde recrea la imagen de aquellos míticos bandidos escondidos en los bosques y que estaban a medio camino entre los bandoleros, bandidos o contrabandistas, al más puro estilo de Robin Hood.

*Escritor español radicado en Ecuador

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De CAMBIO, 26/10/2017