MIGUEL SÁNCHEZ-OSTIZ
En 1919, Pío
Baroja publicó un libelo jocoserio con ese título. Un libelo agrio a ratos,
vitriólico otros, divertido los más; pero sobre todo ferozmente
antinacionalista, ya fuera contra los bizkaitarras o contra los catalanes, a
quienes trata sin piedad y con desmesura.
Señala Baroja
algo que estamos viviendo estos días: una antipatía mutua –negada siempre por
quien la ejerce de manera ruidosa–, entre catalanes en general y españoles
antinacionalistas, algo que curiosamente otro escritor de su generación, Ciro
Bayo y Segurola, utilizó en parecidas fechas para explicar el antagonismo
boliviano entra cambas y collas, diciendo que se asemeja al que media entre
Madrid y Cataluña, algo que como digo se reputa falso desde los púlpitos y las
palestras, pero que se revela ofensiva verdad en las sentinas de las redes
sociales y de los medios de comunicación en los que la mentira se ha hecho ya
ingrediente de estilo.
Es en ese libelo
donde Baroja habló de la para él deseable República de los Chapelaundis del
Bidasoa –gente de boina grande y de corazón también grande– que consistía nada
menos que en conseguir «un pequeño país limpio, agradable, sin moscas, sin
frailes y sin carabineros», algo que él mismo admitió ser «perfectamente
utópico», lo mismo que el «Soportaos los unos a los otros» ya que, según él, la
concordia en la paz «claramente se ve que no la sabemos conservar».
Burlas, utopías y
desmesuras de antaño al margen, el momento que estamos viviendo no puede ser
más catastrophicum. Dudo que la pugna acerca del referéndum catalán
y el derecho a decidir que le sostiene, afirmado por unos y negado por otros (y
su legalidad o ilegalidad), vaya a ser la tumba del Régimen del 78 o una
ocasión de ruptura constituyente y reforma constitucional pacífica. Pero lo que
me temo es que lo que está sucediendo ya lo estamos pagando todos y que el
paisaje para después de esta batalla va a ser más sombrío que sus vísperas.
Esos barcos que han atracado en Barcelona cargados hasta arriba de
antidisturbios no auguran nada bueno ni para el presente inmediato ni para el
futuro. La convivencia pacífica no se construye a palos ni con amenazas
disfrazadas de advertencias legaloides; el estado de sometimiento, sí. La
legalidad basada en una violencia sostenida es una forma de opresión. Si no
hay compromise, esto es, un convenio basado en mutuas concesiones,
no se alimenta otra cosa que un rumor permanente de fronda. Mucho me puedo
equivocar si el autoritarismo, que ya viene de años atrás, no se va a ver
reforzado, al mismo tiempo que las medidas gubernamentales se han convertido en
una máquina de producir independentistas y de fracturar no ya la sociedad
catalana, sino la española entera arrojada de cabeza a la trinchera, con todo
su espíritu kabileño ya excitado, alentado, aplaudido, algo que Baroja ya
sospechaba hace casi cien años: «El insultarse no es necesario ni aun para la
separación». Es decir, cualquier cosa menos un panorama de convivencia pacífica
y cohesión social.
Comparar la caída
de Maura, tras la Semana Trágica catalana de 1912, con la deseable desaparición
del panorama político de Mariano Rajoy, es una enormidad y una miseria. No hay
Semana Trágica de por medio, sino un problema político de largo alcance, al
menos de momento, que requiere soluciones políticas urgentes. Resulta repulsivo
pensar que hay quien desea que esto acabe mal para sacar réditos del desastre y
de una situación del todo irreversible. Aquí es ya muy difícil conjugar deseos
fervientes de cambio y realidades políticas. Estés o dejes de estar a favor de
la independencia, las urnas y el derecho a decidir, sin voluntad de un acuerdo
político que no esté basado de entrada en la radical negativa a las pretensiones
del oponente y en la acusación generalizada de sedición y terrorismo, vamos a
seguir viendo porras y multas hasta que cante el gallo.
*** Artículo
publicado en los diarios del Grupo Noticias 24-IX-2017
__
De
VIVIRDEBUENAGANA (blog del autor), 29/09/2017
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