Friday, October 27, 2017

Panait Istrati, un clásico de la literatura rumana

AITOR ARJOL*

Cuando escuchamos el nombre de Rumania nos vienen a la mente paisajes como los viejos Cárpatos, los  bosques de Transilvania, el estrecho desfiladero del Vorgo o las tierras donde vivió Vlad Tepes, de cuya base histórica naciera el mito de Drácula.

La literatura rumana resulta poco conocida más allá de sus fronteras o de unos pocos nombres que sobresalieron en la segunda mitad del siglo pasado. El que más resuena es el de Mihai Eminescu, poeta por excelencia del Romanticismo. La nómina de los clásicos no estaría completa sin Ion Creanga —clásico de la literatura infantil—, el dramaturgo Ion Luca Caragiale, Vasile Alecsandri —uno de los más sabios conocedores del folklore rumano—, u otros tan representativos como Eugène Ionesco, Èmile Cioran, Tristan Tzara o Eliezer Wiesel, este último superviviente de los campos de concentración alemanes y Premio Nobel de la Paz en 1986. 

De todos ellos me quedaría con el enigmático Panait Istrati (1884-1935). Uno de tantos escritores olvidados por despecho o por la simple gracia de que el pasado no nos conmueve. La biografía de Panait, nacido en Braila —ciudad situada en el delta del río Danubio—, el 10 de agosto de 1884, es rocambolesca y nos refiere a una infancia marcada por su origen humilde, “media vida dedicada a vagabundear por el Mediterráneo, empleado en mil oficios…”. De madre lavandera y padre griego y contrabandista. Un niño que creció a lo baldío, poco amigo de ir a las clases, más enamorado de las marismas y del puerto, con la única excepción de dos pasiones: leer y escribir.

Así que a pronto de dejar los primeros cursos de la escuela, comenzaría su particular lucha por la vida: aprendiz de variados oficios como mecánico, pastelero, descargador, pintor; mesero en una taberna o, el mejor de todos, hambriento por conocer el mundo que se extendía ante sus ojos.

En 1906 “empieza una época de grandes viajes y vagabundeos que le llevarán por Turquía, Grecia, Egipto, el Líbano, en compañía de Mihail…”, uno de los grandes amigos de su vida, y todo aquel extenso bagaje servirá como inspiración en novelas como El pescador de esponjas o La familia Perlmutter.


Además de sus idas y venidas a Rumania, en 1920 se marcha a Niza (Francia), donde trabaja como fotógrafo ambulante. En 1921 intenta suicidarse luego de la muerte de su madre, pero una inesperada carta llega a manos del escritor francés Romain Rolland, quien le devuelve el entusiasmo por vivir y propicia que sus novelas alcancen fama mundial en plena década de los veinte del siglo pasado. Su popularidad llega al continente americano, donde acostumbraron a llamarle el ‘Gorki de los Balcanes’ y sus obras se traducen a multiplicidad de idiomas.

La URSS le invita en 1927 con motivo del décimo aniversario de la revolución. Durante el transcurso de aquel viaje coincide con el escritor griego Nikos Kazantzakis, pero regresa sumamente decepcionado con lo que allí vio: los excesos propios del régimen de Stalin. 

La edición de ‘Rusia al desnudo’ como rechazo al estalinismo le valieron acusaciones tan falsas como la de espía o traidor, y propició que sus letras se relegaran al olvido, al mismo tiempo que se agrava su tuberculosis hasta que fallece en un sanatorio de Bucarest el 18 de abril de 1935. Sus novelas son difíciles de hallar, pero gratificantes en términos de recompensa cuando uno se pasea por las estanterías de las librerías de segunda mano. De todas ellas, rescato la belleza de ‘Los cardos del Baragán’, que nos cuenta la historia de un niño en medio de la estepa rumana, por donde acostumbran a rodar desconsolados los cardos, llevados aquí y allá por el viento. Asimismo, Los Haiducs, donde recrea la imagen de aquellos míticos bandidos escondidos en los bosques y que estaban a medio camino entre los bandoleros, bandidos o contrabandistas, al más puro estilo de Robin Hood.

*Escritor español radicado en Ecuador

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De CAMBIO, 26/10/2017


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