Cuando escuchamos
el nombre de Rumania nos vienen a la mente paisajes como los viejos Cárpatos,
los bosques de Transilvania, el estrecho desfiladero del Vorgo o las
tierras donde vivió Vlad Tepes, de cuya base histórica naciera el mito de
Drácula.
La literatura
rumana resulta poco conocida más allá de sus fronteras o de unos pocos nombres
que sobresalieron en la segunda mitad del siglo pasado. El que más resuena es
el de Mihai Eminescu, poeta por excelencia del Romanticismo. La nómina de los
clásicos no estaría completa sin Ion Creanga —clásico de la literatura
infantil—, el dramaturgo Ion Luca Caragiale, Vasile Alecsandri —uno de los más
sabios conocedores del folklore rumano—, u otros tan representativos como
Eugène Ionesco, Èmile Cioran, Tristan Tzara o Eliezer Wiesel, este último
superviviente de los campos de concentración alemanes y Premio Nobel de la Paz
en 1986.
De todos ellos me
quedaría con el enigmático Panait Istrati (1884-1935). Uno de tantos escritores
olvidados por despecho o por la simple gracia de que el pasado no nos conmueve.
La biografía de Panait, nacido en Braila —ciudad situada en el delta del río
Danubio—, el 10 de agosto de 1884, es rocambolesca y nos refiere a una infancia
marcada por su origen humilde, “media vida dedicada a vagabundear por el
Mediterráneo, empleado en mil oficios…”. De madre lavandera y padre griego y
contrabandista. Un niño que creció a lo baldío, poco amigo de ir a las clases,
más enamorado de las marismas y del puerto, con la única excepción de dos
pasiones: leer y escribir.
Así que a pronto
de dejar los primeros cursos de la escuela, comenzaría su particular lucha por
la vida: aprendiz de variados oficios como mecánico, pastelero, descargador,
pintor; mesero en una taberna o, el mejor de todos, hambriento por conocer el
mundo que se extendía ante sus ojos.
En 1906 “empieza
una época de grandes viajes y vagabundeos que le llevarán por Turquía, Grecia,
Egipto, el Líbano, en compañía de Mihail…”, uno de los grandes amigos de su
vida, y todo aquel extenso bagaje servirá como inspiración en novelas como El
pescador de esponjas o La familia Perlmutter.
Además de sus idas y venidas a Rumania, en 1920 se marcha a Niza (Francia), donde trabaja como fotógrafo ambulante. En 1921 intenta suicidarse luego de la muerte de su madre, pero una inesperada carta llega a manos del escritor francés Romain Rolland, quien le devuelve el entusiasmo por vivir y propicia que sus novelas alcancen fama mundial en plena década de los veinte del siglo pasado. Su popularidad llega al continente americano, donde acostumbraron a llamarle el ‘Gorki de los Balcanes’ y sus obras se traducen a multiplicidad de idiomas.
Además de sus idas y venidas a Rumania, en 1920 se marcha a Niza (Francia), donde trabaja como fotógrafo ambulante. En 1921 intenta suicidarse luego de la muerte de su madre, pero una inesperada carta llega a manos del escritor francés Romain Rolland, quien le devuelve el entusiasmo por vivir y propicia que sus novelas alcancen fama mundial en plena década de los veinte del siglo pasado. Su popularidad llega al continente americano, donde acostumbraron a llamarle el ‘Gorki de los Balcanes’ y sus obras se traducen a multiplicidad de idiomas.
La URSS le invita
en 1927 con motivo del décimo aniversario de la revolución. Durante el
transcurso de aquel viaje coincide con el escritor griego Nikos Kazantzakis,
pero regresa sumamente decepcionado con lo que allí vio: los excesos propios
del régimen de Stalin.
La edición de
‘Rusia al desnudo’ como rechazo al estalinismo le valieron acusaciones tan
falsas como la de espía o traidor, y propició que sus letras se relegaran al
olvido, al mismo tiempo que se agrava su tuberculosis hasta que fallece en un
sanatorio de Bucarest el 18 de abril de 1935. Sus novelas son difíciles de
hallar, pero gratificantes en términos de recompensa cuando uno se pasea por
las estanterías de las librerías de segunda mano. De todas ellas, rescato la
belleza de ‘Los cardos del Baragán’, que nos cuenta la historia de un niño en
medio de la estepa rumana, por donde acostumbran a rodar desconsolados los cardos,
llevados aquí y allá por el viento. Asimismo, Los Haiducs, donde recrea la
imagen de aquellos míticos bandidos escondidos en los bosques y que estaban a
medio camino entre los bandoleros, bandidos o contrabandistas, al más puro
estilo de Robin Hood.
*Escritor español
radicado en Ecuador
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De CAMBIO,
26/10/2017
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