Tuesday, October 24, 2017

Conocer todos los mundos

El escritor Morley Callaghan boxea con Ernest Hemingway: le da una piña, lo derriba. Scott Fitzgerald cronometra. En un ensayo publicado en 1963, Norman Mailer lo narra: cuatro de los más grandes escritores norteamericanos reunidos en la misma escena. En este adelanto de “Fuera de la ley”, recientemente editado por Emecé, Mailer también reflexiona, en 2003, sobre la frase: “Quienes tienen experiencia, aprenden a vivir; los que no, escriben”.

NORMAN MAILER

Pegándole a Papá (1963)

Hablando con Callaghan un día, Fitzgerald se refirió a la capacidad de Hemingway como boxeador, y observó que, aunque Hemingway probablemente no fuera lo bastante bueno como para ser campeón peso pesado del mundo, sin duda era tan bueno como Young Stribling, el campeón peso pesado liviano.

—Mira, Scott —dijo Callaghan—, Ernest es un aficionado. Yo soy un aficionado. Toda esta charla es ridícula.

Sin quedar convencido, Fitzgerald pidió ir al gimnasio del American Club y mirar boxear a Callaghan y Hemingway. Pero Callaghan había informado al lector un poco antes sobre un pequeño punto. Hemingway, diez centímetros más alto y dieciocho kilos más pesado que Callaghan, «puede haber pensado en el boxeo, soñado con él, estar relacionado con viejos boxeadores y dar vueltas por los gimnasios», pero Callaghan «había boxeado realmente con hombres que podían boxear un poco y no estaban sólo hablando de hacer ejercicio o tontear».

Así que en una tarde histórica de junio de 1929, Hemingway y Callaghan boxearon unos pocos rounds, con Fitzgerald como cronometrador. El segundo round se extendió por largo tiempo. Los dos hombres empezaron a cansarse, Hemingway se volvió descuidado. Gallaghan lo sorprendió con un buen golpe y lo tiró de espaldas. Un instante después Fitzgerald exclamó:

—¡Oh, Dios mío! Dejé que el round siguiera por cuatro minutos.

—De acuerdo, Scott —dijo Ernest—. Si quieres ver cómo me cagan a golpes, no tienes más que decirlo. Pero no digas que cometiste un error.

Según estimó Callaghan, Scott nunca se recobró de ese momento. Uno le cree. Meses después, un relato cruel y locamente erróneo de este episodio apareció en la sección de libros del Herald Tribune. Fue seguido por un telegrama a cobro revertido enviado a Callaghan por Fitzgerald por insistencia de Hemingway. Has visto relato en Herald Tribune. Ernest y yo esperamos tu corrección. Scott Fitzgerald.

Dado que Callaghan ya había enviado una carta semejante al periódico, ninguno de los tres pudo perdonarse entre sí.

La historia ofrece una clave fina sobre la lógica de la mente de Hemingway, y tienta a hacer la predicción de que no habrá una biografía definitiva de Hemingway hasta que se comprenda mejor la naturaleza de su tortura personal. Es posible que Hemingway viviera cada día de su vida en el estilo del suicida. Qué gran pavor es eso. Es el pavor que se siente en los silencios de sus cortas frases declarativas. En cualquier instante, por cualquier fallo en la magia, por una derrota mezquina, o por un momento de cobardía, Hemingway podía ser lanzado de nuevo a las exigencias agónicas de su coraje. Porque la vida de su talento puede haber dependido de vivir en un terreno psíquico donde uno debe ya sea ser valiente más allá del límite de uno o enfermarse hasta estar muy mal, o, de hecho, según la lógica última del suicida, debe adelantar la hora en que uno haría otro reconocimiento de su propia muerte.


Tal vez sea por eso que Hemingway se volvió con tanta furia hacia Fitzgerald. Ser derribado por un hombre más pequeño sólo podía aprisionarlo más en el pavor que estaba siempre tratando de evitar. Cada vez que su vanidad física sufría una derrota, se veía obligado a embarcarse en una nueva apuesta existencial con su vida. Así, pensaría naturalmente en el pequeño error de Fitzgerald como un acto de traición, porque el resultado de ese minuto suplementario en el segundo round sólo podía ser un nuevo ataque de ansiedad que llevaría a su instinto a situaciones cada vez más peligrosas. La mayoría de los hombres encuentra su pasión más profunda al buscar un modo de escapar de su tortura secreta y privada. No es probable que Hemingway fuese un hombre valiente que buscaba el peligro por las sensaciones que le ofrecía. Es más probable que la verdad de su larga odisea sea que luchó con la cobardía y contra una sed secreta de suicidarse a lo largo de su vida, que su paisaje interior fuera una pesadilla, y que pasara las noches luchando con los dioses. Incluso puede ser que el juicio final de su obra llegue a la idea de que lo que no logró hacer fue trágico, pero lo que alcanzó fue heroico, porque es posible que llevara un peso de ansiedad en el interior día tras día que habría ahogado a cualquier hombre más pequeño que él. Hay dos tipos de hombres valientes: aquellos que son valientes por la gracia de la naturaleza, y aquellos que son valientes por un acto de voluntad. El mérito de la larga anécdota de Callaghan es que sugiere que la segunda condición es la de Hemingway.



Vida social, deseos literarios, corrupción literaria (2003)

Una de las observaciones más crueles del idioma es: quienes pueden, hacen; quienes no pueden, enseñan. El paralelo tendría que ser: quienes tienen experiencia, aprenden a vivir; los que no, escriben.

La segunda observación tiene tanta verdad como la primera, lo cual es decir cierta verdad. Desde luego, mucho joven se ha colocado en una situación de peligro para poder elegir material para su escritura, pero, como una cuestión para dejarlo a uno pensativo, ningún atleta norteamericano, o alto ejecutivo, político, ingeniero, funcionario sindicalista, cirujano, piloto de aerolínea, maestro del ajedrez, call girl, capitán marítimo, maestro, burócrata, mafioso, proxeneta, criminal reincidente, físico, rabí, estrella de cine, clérigo o sacerdote o monja importante ha surgido también como un novelista importante desde la Segunda Guerra Mundial.

Con los ghostwriters, colaboradores y editores exprimiendo las lenguas de los famosos lo suficiente como para tener sus memorias en grabadoras, podría decirse que puede encontrarse algún reflejo difuso en la literatura de los largos corredores y enormes maquinarias de ese molino social que es el mundo de la empresa: sí, así como llega a nosotros de una fotografía expuesta de modo insuficiente al tomar la foto una imagen fantasma que reemplaza las luces y las sombras profundas del objeto. Así, por cada novela buena sobre un sindicato que ha sido escrita desde el interior, tenemos diez mil novelas mejores para leer sobre autores y las actividades sociales de sus amigos. Los escritores tienden a vivir con escritores así como los ingenieros de la industria automotriz se reúnen en los mismos clubes campestres alrededor de Detroit.


Pero aun cuando pagamos por la insularidad social de los ingenieros de Detroit teniendo que mirar la joroba repetitiva de su diseño hasta que por último lo más asombroso del automóvil es lo poco que ha sido mejorado en los últimos cincuenta años, del mismo modo la literatura sufre de su propio hueco endémico: estamos demasiado familiarizados con la sensibilidad de los sensibles y relativamente ignorantes de la astucia de los fuertes y los estúpidos, apartados un paso —puede ser mortal— de la percepción buena e íntima de los procedimientos interiores de los establishments empresario, financiero, gubernamental, mafioso y de la clase obrera. El periodismo de investigación nos ha llevado a las entrañas de la máquina, sólo que no realmente, no lo suficiente. Seguimos sin tener demasiada idea del alma de cualquier operador interno; por ejemplo, no tenemos la clave de qué hace que un mariscal de campo esté preparado para un buen o un mal día. Además, el mejor periodismo de investigación del nuevo periodismo tiende a descansar sobre una base ideológica demasiado estrecha: el mundo racional, irónico, orientado a los hechos de los medios liberales. Así que tenemos una situación, llamémosle una enfermedad cultural, del tipo más básico; una falla de información suficiente (es decir, de buena información literaria) para poner en esos centros de nuestra mente que usamos para la evaluación. Sin importar lo mucho que leamos, tendemos a saber demasiado poco acerca de cómo funciona el mundo. Los hombres que hacen el trabajo verdadero no nos ofrecen auténtica escritura, y los escritores que exploran las mentes de semejantes hombres se acercan desde una posición intelectual que distorsiona la visión de ellos. No desearías necesariamente un santo que trate de escribir sobre un ingeniero de computación, pero por cierto tampoco buscarías lo inverso. Se escribe sobre demasiados santos, monstruos, maníacos, místicos y ejecutantes de rock en estos días, sin embargo, por parte de practicantes del periodismo cuya visión interna por lo común está pautada por parámetros rutinarios. Es probable que nuestra incapacidad continua de comprender el mundo continúe.

Al ser un novelista, quiero conocer todos los mundos. Nunca me cerraría ante un tema a menos que me resultara verdaderamente repulsivo. Aunque uno no pueda dar por sentada su impermeabilidad ante la corrupción, sigue siendo importante tener cierta idea de cómo funciona el mundo. Lo que arruina a muchos escritores de talento es que no tienen experiencia suficiente, de modo que sus novelas tienden a desarrollar cierta perfección paranoide. Esto casi nunca es tan bueno como el áspero borde de la realidad. (¡Con la inmaculada excepción de Franz Kafka!).

Por ejemplo, ¿cuánto de la historia que se hace alrededor de nosotros es conspiración, y cuánto son simples metidas de pata? Tienes que conocer el mundo para tener alguna idea de eso.

No es aconsejable para un novelista, ¡una vez que es exitoso!, vivir en un medio social de clase alta por demasiado tiempo. Como es un mundo de reglas rígidas, no puedes ser tú mismo. Hay un maravilloso reflejo incorporado en tal sociedad. Dice: si eres uno de nosotros por completo, entonces no eres muy interesante. (A menos que tengas cantidades prodigiosas de dinero o una familia impecable.) Si tienes alguna entrée, es porque ese mundo siempre está fascinado con los inconformistas, al menos hasta el punto en que se aburren de ti. Entonces estás afuera. Por otro lado, mientras estás adentro, incluso como inconformista, hay ciertas reglas que tienes que obedecer, y la primera es ser divertido. (Capote y Jerzy Kosinski me vienen a la mente). Si empiezas a aceptar esas reglas más allá del punto en que les sigues la corriente como parte del juego, entonces te estás perjudicando a ti mismo. Capote jugó el papel de consigliere para la sociedad de Nueva York hasta que ya no pudo soportarlo y entonces empezó su autodestrucción con Plegarias atendidas. Kosinski, que puede haber sido el invitado más divertido de todos en Nueva York, se suicidó durante una enfermedad en desarrollo.

Recuerdo haber dicho en 1958: «Estoy aprisionado con una percepción que no se conformará con nada menos que hacer una revolución en la conciencia de nuestro tiempo». Y por cierto fracasé, ¿verdad? En esa época, pensaba que tenía libros en mí que nadie más tenía, y en cuanto pudiera escribirlos, la sociedad quedaría alterada. Un poco ostentoso.

Ahora bien, las cosas por las que luchaba en general han sido derrotadas duramente. La literatura, después de todo, ha sido derribada en la segunda mitad del siglo XX. Es una observación triste, pero considero que la literatura fue una de las fuerzas que ayudó a darle forma a la última parte del siglo XIX: el naturalismo, por ejemplo. Uno puede temer que en otros cien años la novela seria tendrá la misma relación con la gente seria que la obra de teatro en verso de cinco actos tiene hoy. La novela profunda será una curiosidad, muy alejada de lo que la gran escritura ofrecía en otros tiempos. ¿Dónde estaría Inglaterra ahora sin Shakespeare? ¿O Irlanda sin James Joyce o Yeats? Si me preguntan quién tiene ese tipo de influencia hoy en Norteamérica, yo diría que Madonna. Hace algunos años, la joven promedio estaba totalmente influida por ella. Madonna afectaba el modo en que las muchachas se vestían, actuaban o comportaban. Hasta ahora, ha tenido más que ver con la liberación femenina que el Movimiento de Liberación de la Mujer. Quiero decir, por cada muchacha que fue afectada por la ideología feminista, deben de haber habido cinco que trataron de vivir y vestirse como creían que Madonna lo hacía. Tuvieron su propia revolución privada sin haber oído hablar nunca de la revista.

A veces escribes una novela porque proviene de elementos en tú mismo que —no hay palabra mejor— son profundos. El tema atrae a alguna raíz en tu psiquis, y emprendes una aventura vertiginosa. Pero hay otros momentos en que puedes meterte en una situación distinta por completo. Maldición, escribes un libro por ninguna razón mejor que el hecho de que te apremian los problemas económicos.

Los hombres duros no bailan entra en ese apartado. Después de que terminé Noches de la antigüedad, estaba exhausto. También me sentía malogrado. Así que no escribí durante diez meses. Por desgracia, mi editorial de entonces, Little, Brown y yo nos estábamos separando. (No se sentían enloquecidos con autores que se tomaban diez años con un tomo macizo como Noches de la antigüedad). Sin embargo, aún les debía un libro. Y mi sentimiento era bueno, no querrán el libro de inmediato, incluso si me han estado pagando buen dinero cada mes para escribirlo y yo no he estado haciendo el trabajo. La realidad no había dado golpecitos en ninguna de mis ventanas durante todos esos meses. Si suena tonto que un hombre grande pudiera ser tan ingenuo, bueno, todos estamos, ya saben, un poco por debajo de nuestra sofisticación. Así que en el décimo mes me dijeron, en efecto: «¿Vas a darnos una novela o nos devolverás el dinero?». Ahora bien, tuve que reconocer que si terminaba debiéndoles un año de considerables salarios mensuales, nunca me pondría al día con la DGI.

¡Lo único que quedaba era aparecer con un libro en sesenta días! No era posible que pudiera darles algo de no ficción. La investigación tomaría demasiado tiempo: no, tenía que hacer una novela que fuera rápida y agradable. En primer lugar, por lo tanto, tenía que tomar la decisión de si la hacía en primera persona o en tercera. La primera persona siempre es más hospitalaria al principio. Puedes dar una sensación de inmediatez casi de inmediato. Sería en primera persona, entonces.

Pero ¿dónde tendría lugar? Nueva York es demasiado complicada para escribir sobre ella con rapidez. Además, teniendo en cuenta las restricciones de tiempo, tenía que conocer bien el lugar. De acuerdo, tendría que ser un libro sobre Provincetown. En esa época, los primeros años ochenta, había estado entrando y saliendo de allí durante cuarenta años. Para propósitos prácticos, era todo el pueblo chico que tendría alguna vez.

¿Sobre qué debía ser? Bueno, podía tomar la entrada de Un sueño americano, hacer una historia de asesinato y suspenso. ¿Pero quién sería el narrador? Una decisión fácil: que sea un escritor. En primera persona, un escritor es el personaje único más cooperativo con el cual tratar. Que tenga entre treinta y cinco y cuarenta años, frustrado, sin haber publicado nunca, amargado, bastante brillante, pero no tan brillante como yo mismo. Después de todo, tenía que ser capaz de escribir este libro con rapidez. Entonces, una vez suscriptas estas guías rápidas, pensé que si me quedaba un solo hueso de piedad en el cuerpo, sólo uno, me arrodillaría y rezaría. Porque seguía en problemas. ¡Sesenta días para producir una novela! Empecé. Fue una de las pocas veces en que me sentí bendecido como escritor. Sabía que había un límite en cuanto a cuán bueno podía ser el libro, pero el estilo fluyó, y eso siempre es la mitad de una novela. Puedes escribir un mal libro, pero si el estilo es de primer nivel, entonces tienes algo que vivirá: no para siempre, pero por un tiempo decente. El ejemplo brillante podría ser El hombre que fue jueves de G. K. Chesterton. Tiene una trama innegablemente tonta a menos que inviertas mucho en ella. Un crítico adorador de derecha puede hacer una tesis imbécilmente maravillosa sobre los saltos simbólicos y las acrobacias de El hombre que fue jueves, pero en realidad es más o menos tan tonta como una novela de Julio Verne. Sin embargo, la escritura en sí es fabulosa. El estilo es extraordinario. Las percepciones son maravillosas. El hombre que fue jueves prueba el punto: el estilo es la mitad de una novela.

Y por algún buen motivo, desconocido para mí, el estilo fluyó a través de Los hombres duros no bailan. Es probable que la escritura sea, en la mayor parte, tan buena como pude lograrla. La trama, sin embargo, estaba muy cerca de la tontería. Ese fue el precio a pagar por la velocidad de composición. La ironía fue que el libro no terminó en Little, Brown. Pude pagar mi deuda porque Random House me quería, y he estado con ellos desde entonces. Espero que ahora estemos dispuestos a hablar sobre el trabajo cotidiano del escritor.

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De ANFIBIA 

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