El escritor Morley Callaghan boxea con Ernest
Hemingway: le da una piña, lo derriba. Scott Fitzgerald cronometra. En un
ensayo publicado en 1963, Norman Mailer lo narra: cuatro de los más grandes
escritores norteamericanos reunidos en la misma escena. En este adelanto de
“Fuera de la ley”, recientemente editado por Emecé, Mailer también reflexiona,
en 2003, sobre la frase: “Quienes tienen experiencia, aprenden a vivir; los que
no, escriben”.
NORMAN MAILER
Pegándole a Papá (1963)
Hablando con
Callaghan un día, Fitzgerald se refirió a la capacidad de Hemingway como
boxeador, y observó que, aunque Hemingway probablemente no fuera lo bastante
bueno como para ser campeón peso pesado del mundo, sin duda era tan bueno como
Young Stribling, el campeón peso pesado liviano.
—Mira, Scott
—dijo Callaghan—, Ernest es un aficionado. Yo soy un aficionado. Toda esta
charla es ridícula.
Sin quedar
convencido, Fitzgerald pidió ir al gimnasio del American Club y mirar boxear a
Callaghan y Hemingway. Pero Callaghan había informado al lector un poco antes
sobre un pequeño punto. Hemingway, diez centímetros más alto y dieciocho kilos
más pesado que Callaghan, «puede haber pensado en el boxeo, soñado con él,
estar relacionado con viejos boxeadores y dar vueltas por los gimnasios», pero
Callaghan «había boxeado realmente con hombres que podían boxear un poco y no
estaban sólo hablando de hacer ejercicio o tontear».
Así que en una
tarde histórica de junio de 1929, Hemingway y Callaghan boxearon unos pocos
rounds, con Fitzgerald como cronometrador. El segundo round se extendió por
largo tiempo. Los dos hombres empezaron a cansarse, Hemingway se volvió
descuidado. Gallaghan lo sorprendió con un buen golpe y lo tiró de espaldas. Un
instante después Fitzgerald exclamó:
—¡Oh, Dios mío!
Dejé que el round siguiera por cuatro minutos.
—De acuerdo,
Scott —dijo Ernest—. Si quieres ver cómo me cagan a golpes, no tienes más que
decirlo. Pero no digas que cometiste un error.
Según estimó
Callaghan, Scott nunca se recobró de ese momento. Uno le cree. Meses después,
un relato cruel y locamente erróneo de este episodio apareció en la sección de
libros del Herald Tribune. Fue seguido por un telegrama a cobro revertido
enviado a Callaghan por Fitzgerald por insistencia de Hemingway. Has visto
relato en Herald Tribune. Ernest y yo esperamos tu corrección. Scott
Fitzgerald.
Dado que
Callaghan ya había enviado una carta semejante al periódico, ninguno de los
tres pudo perdonarse entre sí.
La historia
ofrece una clave fina sobre la lógica de la mente de Hemingway, y tienta a
hacer la predicción de que no habrá una biografía definitiva de Hemingway hasta
que se comprenda mejor la naturaleza de su tortura personal. Es posible que
Hemingway viviera cada día de su vida en el estilo del suicida. Qué gran pavor
es eso. Es el pavor que se siente en los silencios de sus cortas frases
declarativas. En cualquier instante, por cualquier fallo en la magia, por una
derrota mezquina, o por un momento de cobardía, Hemingway podía ser lanzado de
nuevo a las exigencias agónicas de su coraje. Porque la vida de su talento
puede haber dependido de vivir en un terreno psíquico donde uno debe ya sea ser
valiente más allá del límite de uno o enfermarse hasta estar muy mal, o, de
hecho, según la lógica última del suicida, debe adelantar la hora en que uno
haría otro reconocimiento de su propia muerte.
Tal vez sea por
eso que Hemingway se volvió con tanta furia hacia Fitzgerald. Ser derribado por
un hombre más pequeño sólo podía aprisionarlo más en el pavor que estaba
siempre tratando de evitar. Cada vez que su vanidad física sufría una derrota,
se veía obligado a embarcarse en una nueva apuesta existencial con su vida.
Así, pensaría naturalmente en el pequeño error de Fitzgerald como un acto de traición,
porque el resultado de ese minuto suplementario en el segundo round sólo podía
ser un nuevo ataque de ansiedad que llevaría a su instinto a situaciones cada
vez más peligrosas. La mayoría de los hombres encuentra su pasión más profunda
al buscar un modo de escapar de su tortura secreta y privada. No es probable
que Hemingway fuese un hombre valiente que buscaba el peligro por las
sensaciones que le ofrecía. Es más probable que la verdad de su larga odisea
sea que luchó con la cobardía y contra una sed secreta de suicidarse a lo largo
de su vida, que su paisaje interior fuera una pesadilla, y que pasara las
noches luchando con los dioses. Incluso puede ser que el juicio final de su
obra llegue a la idea de que lo que no logró hacer fue trágico, pero lo que
alcanzó fue heroico, porque es posible que llevara un peso de ansiedad en el
interior día tras día que habría ahogado a cualquier hombre más pequeño que él.
Hay dos tipos de hombres valientes: aquellos que son valientes por la gracia de
la naturaleza, y aquellos que son valientes por un acto de voluntad. El mérito
de la larga anécdota de Callaghan es que sugiere que la segunda condición es la
de Hemingway.
Vida social, deseos literarios, corrupción
literaria (2003)
Una de las
observaciones más crueles del idioma es: quienes pueden, hacen; quienes no
pueden, enseñan. El paralelo tendría que ser: quienes tienen experiencia,
aprenden a vivir; los que no, escriben.
La segunda
observación tiene tanta verdad como la primera, lo cual es decir cierta verdad.
Desde luego, mucho joven se ha colocado en una situación de peligro para poder
elegir material para su escritura, pero, como una cuestión para dejarlo a uno
pensativo, ningún atleta norteamericano, o alto ejecutivo, político, ingeniero,
funcionario sindicalista, cirujano, piloto de aerolínea, maestro del ajedrez,
call girl, capitán marítimo, maestro, burócrata, mafioso, proxeneta, criminal
reincidente, físico, rabí, estrella de cine, clérigo o sacerdote o monja
importante ha surgido también como un novelista importante desde la Segunda
Guerra Mundial.
Con los
ghostwriters, colaboradores y editores exprimiendo las lenguas de los famosos
lo suficiente como para tener sus memorias en grabadoras, podría decirse que
puede encontrarse algún reflejo difuso en la literatura de los largos
corredores y enormes maquinarias de ese molino social que es el mundo de la
empresa: sí, así como llega a nosotros de una fotografía expuesta de modo
insuficiente al tomar la foto una imagen fantasma que reemplaza las luces y las
sombras profundas del objeto. Así, por cada novela buena sobre un sindicato que
ha sido escrita desde el interior, tenemos diez mil novelas mejores para leer
sobre autores y las actividades sociales de sus amigos. Los escritores tienden
a vivir con escritores así como los ingenieros de la industria automotriz se
reúnen en los mismos clubes campestres alrededor de Detroit.
Pero aun cuando
pagamos por la insularidad social de los ingenieros de Detroit teniendo que
mirar la joroba repetitiva de su diseño hasta que por último lo más asombroso
del automóvil es lo poco que ha sido mejorado en los últimos cincuenta años,
del mismo modo la literatura sufre de su propio hueco endémico: estamos
demasiado familiarizados con la sensibilidad de los sensibles y relativamente
ignorantes de la astucia de los fuertes y los estúpidos, apartados un paso
—puede ser mortal— de la percepción buena e íntima de los procedimientos
interiores de los establishments empresario, financiero, gubernamental, mafioso
y de la clase obrera. El periodismo de investigación nos ha llevado a las
entrañas de la máquina, sólo que no realmente, no lo suficiente. Seguimos sin
tener demasiada idea del alma de cualquier operador interno; por ejemplo, no
tenemos la clave de qué hace que un mariscal de campo esté preparado para un
buen o un mal día. Además, el mejor periodismo de investigación del nuevo
periodismo tiende a descansar sobre una base ideológica demasiado estrecha: el
mundo racional, irónico, orientado a los hechos de los medios liberales. Así
que tenemos una situación, llamémosle una enfermedad cultural, del tipo más
básico; una falla de información suficiente (es decir, de buena información
literaria) para poner en esos centros de nuestra mente que usamos para la
evaluación. Sin importar lo mucho que leamos, tendemos a saber demasiado poco
acerca de cómo funciona el mundo. Los hombres que hacen el trabajo verdadero no
nos ofrecen auténtica escritura, y los escritores que exploran las mentes de
semejantes hombres se acercan desde una posición intelectual que distorsiona la
visión de ellos. No desearías necesariamente un santo que trate de escribir
sobre un ingeniero de computación, pero por cierto tampoco buscarías lo
inverso. Se escribe sobre demasiados santos, monstruos, maníacos, místicos y
ejecutantes de rock en estos días, sin embargo, por parte de practicantes del
periodismo cuya visión interna por lo común está pautada por parámetros
rutinarios. Es probable que nuestra incapacidad continua de comprender el mundo
continúe.
Al ser un
novelista, quiero conocer todos los mundos. Nunca me cerraría ante un tema a
menos que me resultara verdaderamente repulsivo. Aunque uno no pueda dar por
sentada su impermeabilidad ante la corrupción, sigue siendo importante tener
cierta idea de cómo funciona el mundo. Lo que arruina a muchos escritores de
talento es que no tienen experiencia suficiente, de modo que sus novelas
tienden a desarrollar cierta perfección paranoide. Esto casi nunca es tan bueno
como el áspero borde de la realidad. (¡Con la inmaculada excepción de Franz
Kafka!).
Por ejemplo,
¿cuánto de la historia que se hace alrededor de nosotros es conspiración, y
cuánto son simples metidas de pata? Tienes que conocer el mundo para tener
alguna idea de eso.
No es aconsejable
para un novelista, ¡una vez que es exitoso!, vivir en un medio social de clase
alta por demasiado tiempo. Como es un mundo de reglas rígidas, no puedes ser tú
mismo. Hay un maravilloso reflejo incorporado en tal sociedad. Dice: si eres
uno de nosotros por completo, entonces no eres muy interesante. (A menos que
tengas cantidades prodigiosas de dinero o una familia impecable.) Si tienes
alguna entrée, es porque ese mundo siempre está fascinado con los
inconformistas, al menos hasta el punto en que se aburren de ti. Entonces estás
afuera. Por otro lado, mientras estás adentro, incluso como inconformista, hay
ciertas reglas que tienes que obedecer, y la primera es ser divertido. (Capote
y Jerzy Kosinski me vienen a la mente). Si empiezas a aceptar esas reglas más
allá del punto en que les sigues la corriente como parte del juego, entonces te
estás perjudicando a ti mismo. Capote jugó el papel de consigliere para la
sociedad de Nueva York hasta que ya no pudo soportarlo y entonces empezó su
autodestrucción con Plegarias atendidas. Kosinski, que puede haber sido el
invitado más divertido de todos en Nueva York, se suicidó durante una
enfermedad en desarrollo.
Recuerdo haber
dicho en 1958: «Estoy aprisionado con una percepción que no se conformará con
nada menos que hacer una revolución en la conciencia de nuestro tiempo». Y por
cierto fracasé, ¿verdad? En esa época, pensaba que tenía libros en mí que nadie
más tenía, y en cuanto pudiera escribirlos, la sociedad quedaría alterada. Un
poco ostentoso.
Ahora bien, las
cosas por las que luchaba en general han sido derrotadas duramente. La
literatura, después de todo, ha sido derribada en la segunda mitad del siglo
XX. Es una observación triste, pero considero que la literatura fue una de las
fuerzas que ayudó a darle forma a la última parte del siglo XIX: el
naturalismo, por ejemplo. Uno puede temer que en otros cien años la novela
seria tendrá la misma relación con la gente seria que la obra de teatro en
verso de cinco actos tiene hoy. La novela profunda será una curiosidad, muy
alejada de lo que la gran escritura ofrecía en otros tiempos. ¿Dónde estaría
Inglaterra ahora sin Shakespeare? ¿O Irlanda sin James Joyce o Yeats? Si me
preguntan quién tiene ese tipo de influencia hoy en Norteamérica, yo diría que
Madonna. Hace algunos años, la joven promedio estaba totalmente influida por
ella. Madonna afectaba el modo en que las muchachas se vestían, actuaban o
comportaban. Hasta ahora, ha tenido más que ver con la liberación femenina que
el Movimiento de Liberación de la Mujer. Quiero decir, por cada muchacha que
fue afectada por la ideología feminista, deben de haber habido cinco que
trataron de vivir y vestirse como creían que Madonna lo hacía. Tuvieron su
propia revolución privada sin haber oído hablar nunca de la revista.
A veces escribes
una novela porque proviene de elementos en tú mismo que —no hay palabra mejor—
son profundos. El tema atrae a alguna raíz en tu psiquis, y emprendes una
aventura vertiginosa. Pero hay otros momentos en que puedes meterte en una
situación distinta por completo. Maldición, escribes un libro por ninguna razón
mejor que el hecho de que te apremian los problemas económicos.
Los hombres
duros no bailan entra
en ese apartado. Después de que terminé Noches de la antigüedad,
estaba exhausto. También me sentía malogrado. Así que no escribí durante diez
meses. Por desgracia, mi editorial de entonces, Little, Brown y yo nos
estábamos separando. (No se sentían enloquecidos con autores que se tomaban
diez años con un tomo macizo como Noches de la antigüedad). Sin
embargo, aún les debía un libro. Y mi sentimiento era bueno, no querrán el
libro de inmediato, incluso si me han estado pagando buen dinero cada mes para
escribirlo y yo no he estado haciendo el trabajo. La realidad no había dado
golpecitos en ninguna de mis ventanas durante todos esos meses. Si suena tonto
que un hombre grande pudiera ser tan ingenuo, bueno, todos estamos, ya saben,
un poco por debajo de nuestra sofisticación. Así que en el décimo mes me
dijeron, en efecto: «¿Vas a darnos una novela o nos devolverás el dinero?».
Ahora bien, tuve que reconocer que si terminaba debiéndoles un año de
considerables salarios mensuales, nunca me pondría al día con la DGI.
¡Lo único que
quedaba era aparecer con un libro en sesenta días! No era posible que pudiera
darles algo de no ficción. La investigación tomaría demasiado tiempo: no, tenía
que hacer una novela que fuera rápida y agradable. En primer lugar, por lo
tanto, tenía que tomar la decisión de si la hacía en primera persona o en
tercera. La primera persona siempre es más hospitalaria al principio. Puedes
dar una sensación de inmediatez casi de inmediato. Sería en primera persona,
entonces.
Pero ¿dónde
tendría lugar? Nueva York es demasiado complicada para escribir sobre ella con
rapidez. Además, teniendo en cuenta las restricciones de tiempo, tenía que
conocer bien el lugar. De acuerdo, tendría que ser un libro sobre Provincetown.
En esa época, los primeros años ochenta, había estado entrando y saliendo de
allí durante cuarenta años. Para propósitos prácticos, era todo el pueblo chico
que tendría alguna vez.
¿Sobre qué debía
ser? Bueno, podía tomar la entrada de Un sueño americano, hacer una
historia de asesinato y suspenso. ¿Pero quién sería el narrador? Una decisión
fácil: que sea un escritor. En primera persona, un escritor es el personaje
único más cooperativo con el cual tratar. Que tenga entre treinta y cinco y
cuarenta años, frustrado, sin haber publicado nunca, amargado, bastante
brillante, pero no tan brillante como yo mismo. Después de todo, tenía que ser
capaz de escribir este libro con rapidez. Entonces, una vez suscriptas estas
guías rápidas, pensé que si me quedaba un solo hueso de piedad en el cuerpo,
sólo uno, me arrodillaría y rezaría. Porque seguía en problemas. ¡Sesenta días
para producir una novela! Empecé. Fue una de las pocas veces en que me sentí
bendecido como escritor. Sabía que había un límite en cuanto a cuán bueno podía
ser el libro, pero el estilo fluyó, y eso siempre es la mitad de una novela. Puedes
escribir un mal libro, pero si el estilo es de primer nivel, entonces tienes
algo que vivirá: no para siempre, pero por un tiempo decente. El ejemplo
brillante podría ser El hombre que fue jueves de G. K.
Chesterton. Tiene una trama innegablemente tonta a menos que inviertas mucho en
ella. Un crítico adorador de derecha puede hacer una tesis imbécilmente
maravillosa sobre los saltos simbólicos y las acrobacias de El hombre
que fue jueves, pero en realidad es más o menos tan tonta como una novela
de Julio Verne. Sin embargo, la escritura en sí es fabulosa. El estilo es
extraordinario. Las percepciones son maravillosas. El hombre que fue jueves
prueba el punto: el estilo es la mitad de una novela.
Y por algún buen
motivo, desconocido para mí, el estilo fluyó a través de Los hombres duros no
bailan. Es probable que la escritura sea, en la mayor parte, tan buena como
pude lograrla. La trama, sin embargo, estaba muy cerca de la tontería. Ese fue
el precio a pagar por la velocidad de composición. La ironía fue que el libro
no terminó en Little, Brown. Pude pagar mi deuda porque Random House me quería,
y he estado con ellos desde entonces. Espero que ahora estemos dispuestos a
hablar sobre el trabajo cotidiano del escritor.
_____
De ANFIBIA
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