Sunday, December 27, 2020

Tierra de nadie


MAURIZIO BAGATIN

“J’écrivais des silences, des nuits, je notais l’inexprimible. Je fixais des vertiges” -Arthur Rimbaud-

El dinero es el más grande personaje de la historia, créanme, lo escribió un Poeta. Y la pobreza, las enfermedades, la basura y ahora el agua son los medios con los cuales hacerse ricos. Lo vemos todos los días. Todo es primordial, nuestras inocencias y nuestras bellezas, nuestros errores, nuestros pecados y nuestro final. Nunca hemos estados mejor que ahora y nunca hemos vivido peor que ahora, distorsionando Dickens. Y que ningún hombre y ningún país le enseñe a otro hombre y a otros países como vivir. No somos buenos ejemplos. Nadie lo es. Terminamos el año así, ni peor ni mejor de cómo lo empezamos.

Tierra de nadie… hormigón y desechos, basura y cemento, ruidos y vulgaridades, brutalidades y escombros… el desierto. Así Heródoto vería nuestra Historia.

Empezarán a vacunarnos, y encerrados en catacumbas desapercibidas seguiremos nuestro irrefrenable progreso. Un milagro, el único milagro que nos salvará es la vida, si un día lo percibiremos así, y la estética y la ética nunca tendrán más agradecimiento… la lluvia sobre el Tunari, un vino verdadero entre amigos, nuestro buen dialecto, una caricia, resistir… si el dolor y el miedo que desde el alba del mundo no serán como el silencio de Sócrates, de Buda y de Cristo.

Lentius, profundis y suavis, más lento, más profundo y más suave, el mañana será o no seremos; la inocencia abrazando el conocimiento, el imaginar platónico y la indiferencia.

Y así uno avanza, enamorándose y amando, construyendo y sepultando, bailando en este Titanic que aun creemos eterno, en un eterno presente, así con humores como el cielo, un día abrazando un imaginario Prometeo, otro ya de vuelta a una Penélope paciente.

Vivir sin recordar sería, tal vez, el secreto de los dioses…

26 diciembre 2020

_____

Imagen: Jackson Pollock/Bird Effort

 

De «En Bayona bajo los porches» a «Moriremos nosotros también» (18 años)


MIGUEL SÁNCHEZ-OSTIZ

En la fotografía, Tristán de Barraute, el mentor de Pual-Jean Toulet en la vida golfa de Pau 1900, personaje de «En Bayona, bajo los porches» y de una novela que ya no escribiré, por falta de ganas, acerca de sus andanzas en la guerra ruso-otomana (batalla de Plevna), como teniente coronel de unos escuadrones de Caballería carlista, antes de esfumarse en las redes de una «sultana» entre Sofía y Estambul (donde fue envenenado), cuyos descendientes (a los de Barraute me refiero en el château de Mongaston) asimilan a la Aziyadé de Loti... ¿Vivió en París con la sultana? ¿Se ahogó su hijo en el puente Henry IV, de quien descendía "par la main gauche"? Quien se ahogó fue el propio Barraute, pero en el estanque de los patos del parc Beaumont, de Pau, tras haber rumiado su leyenda, entre la absenta y el Oporto, en la terraza del Café de Champagne. Me aburro y no solo porque ya hace tiempo que aborrezco de las novelas novelescas (como Chesterton)... ¡Con qué gente habré yo bebido...!

La historia me trae malos recuerdos porque está relacionada con «Moriremos nosotros también»,en la medida en que un pariente de Barraute ejerció de matón bajo los porches, no de Bayona, como en el poema de Toulet, sino de Torresmotzas del Baruglio, una ciudad que Goya pintó en el aire y llamó Asmodea: Ahí estaba Pepito Andada de la Maltosa, bajo los porches, con su matón de guardia, el bávaro Morritos, y con sus compinches, Gonzalón Goyzaldi, marqués del Cuarterón –"¡Puto rojo, puto separatista, te voy a matar a hostias!"–  Nachito Lerdo de Tajada... personajes todos de mi furioso desbarre, Moriremos nosotros también, que la semana entrante sale de imprenta.

_____

De VIVIRDEBUENAGANA, blog del autor, 20/12/2020

Sutilezas de la fraternidad


MIGUEL SÁNCHEZ-OSTIZ

«Algunas personas se dedican a gobernar el mundo, otros forman el mundo», escribió Pessoa, después de hablar de las sutilezas de la fraternidad a propósito de un camarero que, en la casa de comidas que frecuentaba a diario, cuando vio que el poeta no se había acabado su botella de vino, se dio cuenta de que no se encontraba bien y le dijo con simpatía que deseaba que se mejorara... 

_____

De VIVIRDEBUENAGANA, blog del autor, 21/12/2020

Sunday, December 20, 2020

Confieso que he bebido


JUAN FORN

El gigante de mostacho e impermeable que acompaña a Kurt Vonnegut en la foto de la página siguiente responde al nombre de Serguei Dovlatov y es el responsable del evidente estado de ebriedad en que se encuentran ambos, todo a causa de una carta enviada una semana antes por el autor de Matadero Cinco. La carta decía: “Querido Dovlatov: a pesar de que nací en este país y he vivido en él toda mi vida (incluso defendí su bandera en una guerra), nunca he logrado colocar un cuento en el New Yorker. Tú, en cambio, lo has hecho a solo dos años de llegar. ¿Pretendes romperme el corazón? Espero mucho de tu pluma. No dejes que este país de lunáticos desperdicie tu talento y ven cuando quieras a visitarme (si traes una botella de buen vodka)”.

El ignoto Dovlatov había llegado con lo puesto a Nueva York en 1980, después de ser expulsado por indeseable de la URSS. Como su compadre (y futuro premio Nobel) Josef Brodsky, pertenecía a la pandilla de jóvenes escritores surgidos durante el Deshielo de Kruschev bajo el ala protectora de la indómita poeta Anna Ajmátova. Como Brodsky, Dovlatov moriría prematuramente (a los cuarenta y nueve años). Pero, a diferencia de Brodsky, no tenía escrito ni un solo libro cuando llegó a Nueva York, a los treinta y siete. Como si supiera el tiempo que le quedaba de vida, Dovlatov escribió doce libros en los doce años siguientes y después murió tal como había vivido: en un coma alcohólico, a bordo de una ambulancia aullante que intentaba en vano abrirse paso en el tránsito entre Queens y Brooklyn para llegar al hospital. Lo asombroso del asunto es que esos doce libros escritos contra reloj están “tallados como poemas, línea por línea, con una sintaxis asombrosamente pura” (Brodsky), “mezcla perfecta de ácido sulfúrico y elegancia en el patíbulo” (Vonnegut). Como dice su traductor al castellano, el colombiano afincado en México Jorge Bustamante García, es asombroso que de las manazas de ese gigante que parece un tractorista borracho salga una prosa tan perfectamente cristalina. 

Además de vodka, por las venas de Dovlatov corría sangre armenia (de su madre, que era actriz) y judía (de su padre, guionista de varieté). Nacido durante la evacuación de Leningrado, en 1941, en una ciudad de la estepa llamada Ufa, cuando ya era un gigante de más de dos metros le gustaba decir que en su infancia había estado en brazos de La Pasionaria y del castigado Platonov. Intentó estudiar filología en la universidad pero, por culpa de su tamaño y de su carácter, fue enviado a cumplir el servicio militar a Siberia, como guardia en los campos. Dovlatov narra la experiencia en su novela La Zona. El libro está escrito en forma de cartas de un autor a su editor, explicándole que no es fácil haber sido “invitado” a abandonar la URSS y las vicisitudes que le insume la tarea de reunir los fragmentos en que dividió su libro para enviarlo al extranjero sano y salvo. En cierto momento dice: “Para Solzhenitsyn el infierno son los campos. Para mí el infierno somos nosotros mismos. Pero Solzhenitsyn era un preso político muy culto y yo soy solamente un pobre borracho que trabajaba del otro lado, de carcelero”. Lo que Dovlatov se abstiene de decir es que su período como vigilante duró poco: la mayor parte del tiempo que pasó en Siberia lo hizo del otro lado de las alambradas, como convicto.

Para Dovlatov, como para Brodsky, nada era más imperdonable que aceptar el lugar de víctima. “Hay demasiado de eso en la literatura rusa”. Cuando la Perestroika permitió que sus libros se publicaran en ruso, primero fueron devorados ávidamente y casi a la misma velocidad se volvieron difíciles de tragar. “Como mirarse en el espejo”, decía él. También decía que las mejores ideas se le ocurrían invariablemente en el retrete. Actividades difíciles, ambas, en los baños de la URSS.

Su sarcasmo, su ojo genial para retratar la estupidez (“En la televisión de Leningrado pasan una pelea de box, un pugilista negro se enfrenta con un polaco rubio, el locutor dice: ‘Al boxeador negro pueden reconocerlo por el pantalón azul’”.) se combinaba con una vitriólica sinceridad consigo mismo, tanto para hablar de su alcoholismo (“Cuando era niño pensaba que la patria era la libertad. Después pasé a pensar que la patria era el lugar donde el hombre se encuentra a sí mismo. Hasta que llegó el momento de irme al extranjero y un amigo me dijo sin saberlo una de las grandes verdades de la vida: Recuerda, viejo, donde hay vodka, ¡allá está la patria!”) como para explicar por qué escribía (“Me atormenta mi incertidumbre, odio mi disponibilidad a afligirme por pequeñeces, desfallezco de miedo ante la vida y, sin embargo, eso es lo único que me da esperanza, lo único por lo cual debo agradecer al destino. Porque el resultado de todo eso es la literatura”).

Nabokov decía que caminaba siempre al borde de la parodia, pero necesitaba del otro lado un abismo de seriedad. La frase podría aplicarse perfectamente a Dovlatov. Quienes lo conocieron afirman que leía con una intensidad asombrosa. Era célebre su confesión: “La mayor desgracia de mi vida ha sido la muerte de Ana Karenina”. Mejor aun es su definición del arte del buen leer (“Cualquier tema literario presenta tres aspectos: todo lo que el autor quiso expresar; todo lo que supo expresar, y todo lo que expresó sin querer –el tercer aspecto es el más interesante”). Pero mi favorita absoluta de todas las grandes frases de Dovlatov es ésta: “Se puede venerar la inteligencia de Tolstoi. Maravillarse con la elegancia de Pushkin. Admirar el coraje moral de Dostoievski. El humor de Gogol. Y así sucesivamente. Pero yo sólo quise ser como Chejov”.

Aunque sea altamente improbable, me gusta pensar que Dovlatov pronunció aquella frase cuando iba acostado en la camilla de la ambulancia, mirando a uno y después al otro enfermero portorriqueño que trataban de mantenerlo con vida hasta llegar al hospital.

__

De PÁGINA 12, 03/07/2009

Imagen: Dovlatov y Kurt Vonnegut © Cortesía Juan Forn

Thursday, December 17, 2020

The Many Lives of Lafcadio Hearn


ANDREI CODRESCU

At the end of the nineteenth century, Lafcadio Hearn was one of America’s best-known writers, one of a stellar company that included Mark Twain, Edgar Allan Poe, and Robert Louis Stevenson. Twain, Poe, and Stevenson have entered the established literary canon and are still read for duty and pleasure. Lafcadio Hearn has been forgotten, with two remarkable exceptions: in Louisiana and in Japan. Yet Hearn’s place in the canon is significant for many reasons, not least of which is how the twentieth century came to view the nineteenth. This view, both academic and popular, reflects the triumph of a certain futuristic Modernism over the mysteries of religion, folklore, and what was once called “folk wisdom.” To witness this phenomenon in time-lapse, sped-up motion, one need only consider Lafcadio Hearn, the Greek-born, Irish-raised, New World immigrant who metamorphosed from a celebrated fin-de-siècle American writer into the beloved Japanese cultural icon Koizumi Yakumo in less than a decade, in roughly the same time that Japan changed from a millennia-old feudal society into a great industrial power.

History is a fairy tale true to its telling. Lafcadio Hearn’s lives are a fairy tale true in various tellings, primarily his own, then those of his correspondents, and with greater uncertainty, those of his biographers. Hearn changed, as if magically, from one person into another, from a Greek islander into a British student, from a penniless London street ragamuffin into a respected American newspaper writer, from a journalist into a novelist, and, most astonishingly, from a stateless Western man into a loyal Japanese citizen. His sheer number of guises make him a creature of legend. Yet this life, as recorded both by himself and by others, grows more mysterious the more one examines it, for it is like the Japanese story of the Buddhist monk Kwashin Koji, in “Impressions of Japan,” who owned a painting so detailed it flowed with life. A samurai chieftain saw it and wanted to buy it, but the monk wouldn’t sell it, so the chieftain had him followed and murdered. But when the painting was brought to the chieftain and unrolled, there was nothing on it; it was blank. Hearn reported this story told to him by a Japanese monk to illustrate some aspect of the Buddhist doctrine of karma, but he might as well have been speaking about himself as Koji: the more “literary” the renderings of the original story, the less fresh and vivid it becomes, until it might literally disappear, like that legendary painting.

The knowable tellings of Hearn are particular, interesting, and specific to the literary personae of Lafcadio-Koizumi, insofar as one is absorbed and lost in them. But this tremendously prolific producer of literature remains, somehow, elusive. Hearn tempts, or we could say “dares,” his critics to interpret his work and his life, but, in the end, he belongs to the reader who best surrenders to his stories and his own life-reporting.

Lafcadio Hearn was born in 1850 not far from Ithaca, on the island of Lefkada in Greece, from the union of Charles Bush Hearn, an Irish surgeon in the British army, and Rosa Kassimatis, a Greek woman born on Cythera. The island of Lefkada, said by Ovid in his “Ode to Love” to be the place where Sappho jumped to her death in the sea because of unrequited love, was Lafcadio’s paradise, the womb-island from which he was “expelled” when his father returned and took mother and child to Dublin. On that dismal northern isle, Lafcadio was expelled a second time, this time away from his mother. While his father was abroad on yet another military assignment in the West Indies, Rosa fled Dublin with a Greek man, back to her “island of feasting hearts and secret joys,” leaving Lafcadio in the custody of a pious Catholic aunt. Then a schoolyard accident in one of the British schools he resentfully attended left him blind in one eye. His father remarried, and his aunt’s family became bankrupt, two unrelated yet near-simultaneous disasters. A seventeen-year-old Lafcadio wandered penniless in London among vagabonds, thieves, and prostitutes. In the spring of 1869, a relation of his father’s, worried about the family’s reputation, handed him a one-way boat ticket to the United States, then overland to Cincinnati, Ohio, where another relation of the Hearns lived.

His departure for the New World was Lafacadio Hearn’s third exile. In Cincinnati, where he had imagined generous help, his relation handed him a few dollars and told him to fend for himself. A twenty-year-old Lafcadio found himself, once again, a penniless tramp. So far, with the exception of a few school exercises and some ghoulish poetry inspired by his fear of ghosts, Lafcadio Hearn had written nothing. In Cincinnati, he lived again in the underworld, until a kind angel intervened: the printer Henry Watkin allowed the young tramp to sleep on piles of old newspapers in his shop. Watkin, a utopian anarchist, encouraged the youth to read radical and fantastic literature. Hearn’s education took a vast leap: he underwent a kind of osmosis as if he had absorbed the spirit of nineteenth-century America from the very newspapers he slept on. He had lived variously and wanted to let the world know how cruel and wondrous life was. Clumsily, with Henry Watkin’s encouragement, he started to write.

He submitted a story to the Enquirer, a failing yellow-press daily. His story appeared in bold type on the front page. Other stories soon followed. Young Hearn’s first writings were blood-curdling reportage steeped in gothic horror. They scandalized the readers of the Enquirer and lifted the newspaper from near-bankruptcy to a prosperous business. Hearn’s ultra-realist exposés were drenched in the wounded sensibility of a writer with a merciless eye who had Greek myths and Celtic fairy tales in his blood.

At the height of his Cincinnati success as a journalist, gossip about his personal life undermined his standing. His stories about the misery and magic of the city’s underworld started upsetting the upstanding citizens, who had seen them, to a point, as mere fancies. A pur sang bohemian, Hearn lived in a world far from his bourgeois readers. He is said to have married a black woman and lived with her on the other side of the tracks: a scandal in the segregated city. The Enquirer fired him.

Spurning offers from rival newspapers, Hearn abandoned Cincinnati and departed for New Orleans. New Orleans was a city in exile from mainstream America, and New Orleans loved Lafcadio Hearn at first reading. From his early columns in the local newspapers to his novel Chita, his literary persona took on mythic proportions. Hearn’s colorful newspaper essays about local lore, his articles about high and low New Orleans life, and his translations from the French of Gautier, Maupassant, and Loti drew many admirers. His reputation grew. While writing for the New Orleans papers, he attracted the attention of New York literati and was courted by major publishers. He started writing for Harper’s Weekly and published his first book, Chita, with Harper and Brothers. The novella, set on Grand Isle, the favorite vacation refuge of New Orleanians fleeing the unhealthy summer of the city, remains one of the classics of Louisiana literature and has never gone out of print.

In his introduction to The Selected Writings of Lafcadio Hearn, the editor Malcolm Cowley was by turns critical and complimentary. He found Hearn’s writing for newspapers in Cincinnati and New Orleans guilty of “a purple style.” Of Hearn’s New Orleans novels, Cowley said, “The atmosphere is more important than the story.” In the end, Cowley thought that Hearn found his subject in Japan, as well as his identity in Koizumi Yakumo, the name he adopted later in life. In other words, Hearn had completed an epic journey in search of himself, a circular odyssey in both real-time and word-time, as adventure-filled as that of Odysseus and perhaps Homer, but which was not a return to the island where he was born, though it had taken him from one island to another.

Lafcadio’s Japanese life began in typically inauspicious fashion when his few contacts promised to find him a job and didn’t. The money vaguely promised by Harper’s Weekly for his reports from Japan never showed up. Death and its shadows preoccupied Hearn his entire life, but they took new meaning in Japan, where death was a starkly defined world. The ghostly world, the activities of the dead, the influence of the dead on the living, the complex Buddhist teachings about death, are in almost every one of Hearn’s essays, but are most present in his rendering of Japanese fairy tales, where he found the stories in the abstract Buddhist concepts. These stories were the folk translations of the Buddhist monks and scholars’ explanations. They contained the charm and thrill of a mysterious world. Otherworldly mysteries as told by the common folk always interested Hearn and fascinated his readers. In the rich lore of Japanese stories, many of which were told to him by his second wife, Setsu, Hearn found the revelation that death as introduced to Japan by Western ideas was corrupting the Buddhist teachings on death and the afterlife.

In February 1896, Lafcadio Hearn became the Japanese citizen Yakumo Koizumi. Adopted by his Japanese family as a condition for citizenship, he took the family name Koizumi, meaning “little spring,” and chose for his own name Yakumo, meaning “eight clouds,” which was the first word of the “most ancient poem extant in the Japanese language,” as well as one of the names for Izumo, “my beloved province, the place of the Issuing of the Clouds.”

Hearn set himself to the task of studying and translating haiku and tanka, forms of Japanese poetry that made brevity their virtue. Poetry for every occasion, composed spontaneously, solemn or raucous, was part of Japanese life, and a delight for all ages. Folk poetry, the recitation of epics, provided the threads that Hearn seized on when he wrote Kwaidan, his first truly Japanese book written in his best English. It was published in 1904, the year of his death.

Everything that might delight a reader in search of Japanese legends, rituals, and beliefs, whether of Shintō or Buddhist origin—the enchantment of the Japanese imaginary, wisdom about nature (which revolves most often around the cherry tree, Japan’s true axis mundi), the feminine forces that rule the universe (certainly Hearn’s magical world), and the many shapes of death and afterlife through animals and spirits—can be found in Kwaidan. Distilled here are Hearn’s efforts to find the forms best suited to his multifaceted personalities: his own masks are to be found here, discarded, haunting, or preserved. Kwaidan achieved what Hearn intended to find in Japanese culture: a flowing mix of folktales, personal observations, and a marvelous series of essays on insects—it is the work of Hearn-Koizumi, a writer with a double vision, an English-language writer deeply intimate with Japan, or a Japanese storyteller consciously writing in English.

Many of Hearn’s “Japanese” tales were said to be literary transcriptions of Setsu’s storytelling, but they show also the influence of Greek myths and that of Hans Christian Andersen. Some of the tales came from friends and acquaintances. His friends added their own stories to Hearn’s. The differing styles and subjects reflect the times when they were published, and the tastes of their editors, including Hearn himself.

Hearn, even at his most negligent, was consistent in his transcription; his Japanese tales are stark and do not resemble the fairy tales produced by nineteenth-century writers in Europe. Occasionally, for lack of a transition and for touching a chord in his American readers, he invented elements that were closer to the smoky djinnis of the Thousand and One Nights, or the monsters of Greek myths, but he rarely employed the repetitions familiar to European readers; instead, he translated brief jingles or occasional poems that were traditional in Japanese stories.

A cursory reading of Japanese fairy tales, scattered throughout Hearn’s books, would tempt one to call them “ghost stories.” Indeed, many collections do just that, and qualify them with an adjective, such as strange. They are indeed that, but the attention that the Japanese paid to the afterlife was detailed and absorbing. The afterlife was as populous and eventful as life, but its observation from this shore made it eerie, like the negative of an old film that was forbidden to view. This made it fascinating, of course, but it was of particular interest to Hearn because he had been tossed like a coin from one reality to another, and he made the ghost-world one of his lives. If an afterlife followed him, indeed he would have been hard put to recognize the difference. In dreams, which had always been of particular interest to him, the transition was flawless. Hearn’s recollections of his dreams, and his interpretations of them, make him a protosurrealist. It is odd that he was left out of the surrealist canon by André Breton, who included Hearn’s close kin, Lewis Carroll and Rimbaud. The surrealists did not, most likely, read his work, because it was popular. Obscurity shadows literature, a protective shield that Hearn, who was actually read in his own time, did not possess. Yet, he was obscure in the most fantastic and ghostly way. Like the famous vanishing details of the stolen painting, Hearn was absorbed by the ghost-world and put to work as its mouthpiece.

 

Andrei Codrescu is a poet, novelist, essayist, and NPR commentator. His many books include Whatever Gets You through the NightThe Postmodern Dada Guide, and The Poetry Lesson.

Excerpted from Japanese Tales of Lafcadio Hearn, edited and introduced by Andrei Codrescu. With a foreword by Jack Zipes. Copyright © 2019 by Princeton University Press.

_____

De THE PARIS REVIEW/2019

Imagen: LAFCADIO HEARN. PHOTO COURTESY OF THE MIRIAM AND IRA D. WALLACH DIVISION OF ART, PRINTS AND PHOTOGRAPHS: PRINT COLLECTION, THE NEW YORK PUBLIC LIBRARY. ACCESSED VIA NEW YORK PUBLIC LIBRARY DIGITAL COLLECTIONS.

Thursday, December 10, 2020

Hannah Arendt


OLGA AMARÍS DUARTE

Hace tres días murió Hannah Arendt, hace ya 45 años. Mañana fue enterrada en 1975. Murió como vivió, entreteniendo a sus amigos en su apartamento situado en la 370 Riverside Drive. Entrada ya la noche se detuvo, improvisando, el corazón de la “Sherezade” neoyorkina. Puede que enrollando sus famosos spaguettis con el tenedor, o puede que abriendo con el rigor del ritual su inseparable pitillera de plata. De seguro que riendo a carcajadas. Esa risa que tanto le criticaron los que no supieron entender que, habida cuenta del horror y de los monstruos presenciados, siguiese conservando, intacta, la facultad de reír a carcajadas. La risa de Arendt, sin embargo, es aquel rasgo de humanidad que según Aristóteles nos convierte en “homo ridens” y nos salva de un mundo de bestias sin humor. Bien es sabido, y esto lo supo ella mejor que nadie, que lo primero que desaparece de los regímenes totalitarios es el sonido de alguien que ríe porque sí.

Mañana de hace ya 45 años, Hans Jonas dirá en el funeral de su amiga que el mundo se ha convertido en un lugar más frío al perder la calidez de tal «genio de la amistad». Mañana yo me tomaré un café con mi amiga y reiremos como locas, sabiendo que no hay muerte alguna que pueda ya arrebatármela. Y, si tercia, hablaremos del “kadish” fúnebre hebreo: «No te quejes de que te arrebaten algo que te fue concedido, pero que no poseías. Has hecho mal si pensabas que lo poseías, si has olvidado que te fue concedido».

 

Sunday, December 6, 2020

"Textito enchulado"


CLAUDIO RODRÍGUEZ MORALES

Con sus ojos pegados en el techo, en la pantalla del televisor recién comprado, o en la erosión de la pared por una pintura mal esparcida de los arrendatarios anteriores, conmigo a un lado, apoyando el codo en el colchón y la cabeza, intentando mantenerme erguido ante semejante revelación, hablando más para sí misma que para su acompañante, colmada de paz y resignación, sin interés en iniciar discusión alguna, en medio de una tarde de ocio, compartida y agonizante, se definió a sí misma como una persona simple. Muy simple, recalcó. ¿Cómo así?, insistí. Armó su propio listado de razones, partiendo en la manera de encarar la vida, continuando en la crianza y estudios recibidos, en sus logros, en sus relaciones con otros, en sus proyectos y hasta en el modo de esperar algo de la muerte. Pensé en todos estos años alejados de esa dinámica de causa y efecto, en tantos chistes perversillos, en jugarretas destinadas a descolocarme, en anzuelos para desatar celopatía terminal, en sus fantasías nada culposas en cuartos oscuros, en su furia fina para descuartizar enemigos y arañar mi espalda en cada pequeña muerte (como si yo fuese la tecla del medio de su celular, raspada de tanto escarbarla), en su amenaza filosa a mis partes pudendas ante el entusiasmo carnal de medio lado, de refilón, pero siempre pasajero, en su silencio furioso vuelto jeroglífico a mi entendimiento y paciencia, y le respondo, sí, por supuesto, eres una persona muy simple, cómo decir lo contrario.