CLAUDIO RODRÍGUEZ MORALES
Con sus
ojos pegados en el techo, en la pantalla del televisor recién comprado, o en la
erosión de la pared por una pintura mal esparcida de los arrendatarios
anteriores, conmigo a un lado, apoyando el codo en el colchón y la cabeza,
intentando mantenerme erguido ante semejante revelación, hablando más para sí
misma que para su acompañante, colmada de paz y resignación, sin interés en
iniciar discusión alguna, en medio de una tarde de ocio, compartida y
agonizante, se definió a sí misma como una persona simple. Muy simple, recalcó.
¿Cómo así?, insistí. Armó su propio listado de razones, partiendo en la manera
de encarar la vida, continuando en la crianza y estudios recibidos, en sus
logros, en sus relaciones con otros, en sus proyectos y hasta en el modo de esperar
algo de la muerte. Pensé en todos estos años alejados de esa dinámica de causa
y efecto, en tantos chistes perversillos, en jugarretas destinadas a
descolocarme, en anzuelos para desatar celopatía terminal, en sus fantasías
nada culposas en cuartos oscuros, en su furia fina para descuartizar enemigos y
arañar mi espalda en cada pequeña muerte (como si yo fuese la tecla del medio
de su celular, raspada de tanto escarbarla), en su amenaza filosa a mis partes
pudendas ante el entusiasmo carnal de medio lado, de refilón, pero siempre
pasajero, en su silencio furioso vuelto jeroglífico a mi entendimiento y
paciencia, y le respondo, sí, por supuesto, eres una persona muy simple, cómo
decir lo contrario.
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