Monday, September 30, 2013

Cómo convertirse en una leyenda


JUAN VILLORO

La fama es un malentendido que simplifica a sus favoritos. Roberto Bolaño, escritor y amigo imprescindible, se ha vuelto leyenda. 
Cuando murió en 2003, a los 50 años, sus allegados sabíamos que sus libros iban a perdurar, pero ignorábamos que recibiría algo que nunca cortejó: la aceptación masiva. ¿Cómo suponer que la sacerdotisa del rating televisivo, Oprah Winfrey, recomendaría sus libros, que Patti Smith pondría música a sus textos y que el actor Bruno Ganz lo recitaría en alemán?
En Nueva York, conocí a dos jóvenes escritores que pagaron 50 dólares por las pruebas de imprenta de 2666 para leer esa obra antes que nadie, y en México conocí a una aspirante a poeta que estaba feliz porque había acariciado a un perro en la ciudad de Blanes que, según le dijeron, conoció de cachorro al autor de Los detectives salvajes.
Los amigos nunca dudamos del carisma de Roberto, pero lo tratamos con la naturalidad y los excesos de confianza que imponen el afecto y el buen humor. No lo vimos como figura histórica. Contábamos chismes y hablábamos de intimidades. Ahora nos sentimos un poco avergonzados de carecer de información sobre lo que él pensaba sobre los grandes temas de la humanidad.
Cuentan que el padre de Leonard Bernstein era muy severo con su hijo. Cuando le preguntaron si en verdad había sido tan estricto con el pequeño Lenny, contestó: “Sí, ¡pero es que no sabía que se trataba de Leonard Bernstein!”. Algo similar sucedió con el amigo que cantaba canciones de rock, contaba historias de asesinos seriales y criticaba con aguda ironía los defectos de nuestros conocidos. Lo queríamos y lo admirábamos, pero no sabíamos que sería un mito. Es como haber sido amigo de Bob Dylan antes de su debut en el festival de Newport y de despertar el fervor de las multitudes.
Roberto vivía de espaldas a la celebridad y detestaba la noción de “éxito”. Admiraba los relatos de quienes resisten en las calles traseras, las autopistas rumbo a la nada, las casas vacías, las trincheras bajo la lluvia.
Nos conocimos en 1976, en una premiación para jóvenes escritores en los jardines de la Universidad de México. Él había obtenido tercer lugar en poesía y yo segundo lugar en cuento. Uno de los jurados de cuento era el escritor chileno Poli Délano. Hablaba con él cuando Roberto se acercó a intercambiar noticias sobre Chile y la resistencia a Pinochet. Tenía el pelo alborotado por un viento imaginario, lentes redondos y un cigarro en la boca: “Me dieron un tercer lugar, aunque creo que más bien merezco una amonestación”, comentó con sarcasmo.
Trabamos instantánea amistad, pero al poco tiempo se fue a Europa. Durante años no tuve noticias directas de su aventura. De algún modo supe que había ido a París, que había pasado de la poesía a la prosa, que se había instalado en la costa catalana. Yo era amigo del poeta Mario Santiago Papasquiaro, que aparece con el nombre de Ulises Lima en Los detectives salvajes. Cuando Mario murió atropellado en enero de 1998, escribí un obituario que llegó a manos de Roberto. Al poco tiempo recibí una llamada de larga distancia. Roberto quería saber cómo habían sido los últimos años del poeta que protagonizaba su novela, entonces todavía inédita.
En 1998 yo ignoraba que en Europa había tarjetas telefónicas de descuento. En mi condición de mexicano ajeno a los beneficios de la globalización, pensé que Roberto gastaba una fortuna con esa llamada. A él le divirtió mi confusión y prefirió no aclararla: “No te preocupes”, dijo: “tengo mucho dinero”.
Acababa de publicar Estrella distante, novela que había despertado el interés de la crítica, pero sus regalías eran más bien simbólicas. Sin embargo, quería que yo imaginara un derroche, un exceso parecido al de Joyce, que daba propinas descomunales por considerarlas un equivalente monetario de su torrente narrativo.
A partir de esa llamada recuperamos la amistad. Lo visité varias veces en Blanes y lo frecuenté muy seguido a partir de 2001, cuando me instalé con mi familia en Barcelona. Él recordó este reencuentro en un texto de su libro Entre paréntesis. Ahí celebra nuestro destino con una fórmula que no puedo olvidar: “Lo importante es que tenemos memoria. Lo importante es que podemos reírnos sin manchar a nadie con nuestra sangre. Lo importante es que seguimos en pie y no nos hemos vuelto ni cobardes ni caníbales”.
Muchas veces lo vi luchar contra la aceptación, preocupado por la pérdida de radicalidad y los malentendidos a los que lleva el éxito. Los detectives salvajes ganó el Premio Herralde de Novela y luego el Premio Rómulo Gallegos, en Venezuela; sus libros se comenzaban a traducir y la crítica lo celebraba. Hasta entonces se había preciado de ser un outsider que no necesitaban otro reconocimiento que su propia opinión. Nunca he conocido a nadie más seguro de su talento. “Durante años estuve solo, pero no me sentí solo”, decía en referencia a su aislamiento de la comunidad literaria.
Sobran razones para celebrar la narrativa de Bolaño, donde cada escena ha sido escrita con la intensidad de la vida realmente vivida, como una experiencia que ha marcado la piel del escritor. Esto es aún más notable si se toma en cuenta la variedad de escenarios que comprende su dilatada obra. Bolaño creó la misma sensación de cercanía para hablar de un boxeador negro en Chicago, un solitario cuentista argentino, una actriz porno, un soldado en el frente ruso de la segunda guerra mundial o un sacerdote chileno, cómplice de la dictadura. Otro sello de la casa fue la complejidad moral de sus historias. En sus páginas, las nociones del bien y el mal nunca son obvias y en ocasiones parecen intercambiables. No sólo denuncia el oprobio; lo convierte en un problema íntimo, que puede pertenecer a cualquier persona.
Su excepcional novela Estrella distante es protagonizada por un sofisticado artista de vanguardia que también es un represor sádico. En forma estremecedora, Bolaño muestra que la estética puede convivir con el ultraje. George Steiner se ha preguntado una y otra vez cómo fue posible que los comandantes de los campos de concentración nazis recitaran a Rilke y luego fueran a las cámaras de gas. Esta amarga paradoja es explorada con adolorida lucidez en la obra de Bolaño.
Resulta casi imposible determinar por qué un muy buen escritor conecta de pronto con el gran público. En el caso de Bolaño, parece haber al menos tres claves para entender su condición actual de mito. La primera de ellas es su propia vida, al margen de lo establecido. Fue testigo del golpe de Estado en Chile, padeció la represión, el exilio, la pobreza y la enfermedad. En todos estos tránsitos actuó con entereza y, algo más difícil, con excepcional gozo por la vida. Su literatura transmite con excepcional fuerza la alegría en medio de la adversidad, la vitalidad del hombre acorralado.
La segunda razón es más profunda: su estética fue la cabal caja de resonancia de esa forma de vida. Los detectives salvajes es una curiosa Bildungsroman o novela de educación sentimental. Como En el camino, de Jack Kerouac, narra la historia de dos compinches que peregrinan en un auto buscando el sentido de la existencia. Para Bolaño, el poeta es un detective que investiga la vida de manera salvaje, heterodoxa. De manera peculiar, la inmensa mayoría de sus personajes se interesan en la poesía, pero muy pocos la escriben. El principal gesto de Bolaño consiste en demostrar que la vida puede ser un acto poético. Sus detectives salvajes no necesitan concebir versos; les basta vivir con imaginativa libertad para que eso sea poético. Para percibir algo distinto, hay que hacer algo distinto. ¿Hacia dónde lleva el camino? Una frase de Henry Miller brinda la respuesta: “Hacia delante, a ningún lugar”.
Los detectives salvajes se ha convertido en un manual de comportamiento de los jóvenes lectores, algo que en la literatura latinoamericana no ocurría desde Rayuela, de Julio Cortázar, publicada en 1963.
La tercera razón del éxito popular es que su novela más conocida es una obra colectiva, narrada por voces que entran y salen del libro como la multitud que entra y sale de un estadio. No es la historia de un artista aislado. Es la saga de una tribu. Leer el libro significa pertenecer a una cofradía, la de quienes desean entender el mundo de otro modo para poder cambiarlo. Los detectives salvajes tiene una condición de fogata en el desierto que reúne a los vagabundos de muchos lugares. No hay modo de leer sin sentir que tú también tienes una historia que contar.
Más allá de estas hipótesis, se alza el insondable misterio que siempre acompaña a un gran autor. Nunca acabaremos de resolver los acertijos que planteó el inolvidable Roberto Bolaño.
En el verano de su muerte, Marte se había acercado más que nunca a la Tierra. El aire ardía y en Barcelona los ancianos temían morir de un “golpe de calor”.
El 28 de abril habíamos celebrado su cumpleaños número 50. Como siempre, hizo bromas sobre la enfermedad que lo asediaba y sus amigos pensamos, una vez más, que tenía una mala salud de hierro, un padecimiento difícil de soportar, pero que no le impediría seguir escribiendo en forma avasallante. Unos meses después los mismos amigos nos encontramos azorados en el Tanatorio de Les Corts para despedir al detective salvaje.
Roberto no quería despertar compasión. Le gustaba compararse con un marineentrenado para sobrevivir en cualquier parte. No reconocía maestros ni aceptaba discípulos. Era un lobo solitario. En las tertulias, rara vez le daba la razón a otra persona y, si en el siguiente encuentro alguien sostenía lo mismo que él había sostenido, cambiaba de opinión. En una entrevista memorable, Mónica Maristany le preguntó: “¿Por qué usted siempre lleva la contraria?”. En forma emblemática, el imperturbable Roberto contestó: “Yo nunca llevo la contraria”.
Tampoco admitía el menor comentario contra México. Había idealizado el país donde se convirtió en escritor y que le brindó el escenario de sus novelas más extensas. La última palabra de 2666 es, precisamente, “México”.
Recibió varias invitaciones para volver al Distrito Federal pero no aceptó ninguna. “Tengo miedo de morir ahí”, decía como si fuera un personaje de Bajo el volcán o La serpiente emplumada. En mi opinión, su renuencia a regresar se debía que no deseaba desmitificar el territorio que había recreado a la distancia, sirviéndose de su imaginativa memoria. Muchos de los episodios de Los detectives salvajes eran conocidos por nosotros antes de que los narrara, pues le habían sucedido a amigos comunes, pero pensábamos que lo mejor de ese pasado era que ya había ocurrido. Roberto supo entender la fuerza oculta en esas tramas y les otorgó dimensión épica. En caso de haber vuelto a México, seguramente se hubiera decepcionado de no encontrar ahí la alucinatoria fuerza de su novela, del mismo modo en que otros se han decepcionado de no encontrar en las calles de Alejandría la magia y la sensualidad que Lawrence Durrell le atribuye en su célebre Cuarteto.
En la playa de Blanes, donde vivía, se alza la primera roca de la Costa Brava. Le gustaba señalar ese peñasco, como si se comparara con él. Una piedra solitaria e inexpugnable. Estaba más orgulloso de su ética de vida que de sus resultados literarios. Tuvo todo tipo de empleos sin quejarse en lo más mínimo de ninguno de ellos. Fue vigilante nocturno en un camping y atendió una tienda de bufandas. Durante años, participó en concursos literarios de provincia. No le interesaba el prestigio de esos premios regionales, sino el dinero que podía aliviar sus gastos. Definía su actividad de concursante como una tarea de pielroja, de intrépido “cazador de caballeras”.
Aficionado a las estrategias de guerra, pensó compilar una Antología militar de la literatura latinoamericana, donde ordenaría las habilidades de los escritores en grupos de ataque: infantería, artillería, paracaidismo, etc. Había algo de jugueteo infantil en su ilusión de verse como un marine, un pielroja o un investigador de homicidios. Sin embargo, esos destinos le servían para fraguar su ética de la supervivencia.
Recuerdo la noche en la que dio una conferencia en Casa Amèrica de Catalunya. En la sesión de preguntas, alguien quiso saber cuál era el valor que más apreciaba en una persona. “La valentía”, contestó Roberto sin vacilar. Aunque era un estudioso de las campañas militares, la valentía tenía que ver para él menos con los peligros de guerra que con la entereza moral, la fidelidad a sí mismo, la capacidad de resistir a las tentaciones y los abusos de la época.
Costaba trabajo imaginarlo como alguien frágil. Aunque sabíamos que estaba enfermo, su muerte sólo podía sorprendernos.
Poco antes de que esto sucediera, me habló por teléfono para comentar un libro que acababa de leer, Todo modo, del escritor siciliano Leonardo Sciacia. Un personaje lo había cautivado especialmente: el sacerdote Gaetano. Después de conocer el amplio repertorio de la experiencia humana, el padre comenta que sólo le falta un último bautizo, el de la muerte. “¡Qué frase!”, exclamó Roberto con admiración.
Meses después, al recibir la devastadora noticia de la muerte de Roberto, este diálogo adquirió fuerza retrospectiva. El aire seguía ardiendo por el verano, pero de pronto llovió como en un cuento de Borges, con “lentitud poderosa”. El clima parecía una expansión del último bautizo de Roberto Bolaño.
En los diez años transcurridos desde su muerte muchas de sus palabras regresan a mí a la hora del insomnio, en la alta madrugada, cuando él estaba más despierto que nadie.
Roberto tenía el horario laboral de un vampiro. Despertaba en la tarde y, para entrar en calor, llamaba a sus amigos. En Barcelona no es común que la gente use el teléfono sólo por el deseo de hablar. Las llamadas suelen tener un fin utilitario. Por eso Roberto prefería hablar con amigos latinoamericanos, que no vemos el teléfono como un medio de comunicación sino como un sitio de reunión. De pronto hablaba de una actriz que le gustaba, contaba un sueño, describía un movimiento militar en la batalla de Borodino o se interesaba en saber cómo estaba mi pequeña hija. Luego colgaba para adentrarse en su noche de escritura.
Era un amigo atento, pero odiaba las relaciones públicas. Cada vez que se sentía en peligro de ser aceptado por el establishment, escribía un texto furibundo contra un escritor famoso. Era su forma, algo ingenua y muchas veces cruel, de preservar su independencia. El libro Entre paréntesis reúne los textos donde sus amigos somos exaltados con la misma apasionada falta de méritos con que sus enemigos son fustigados. Esas salidas de tono eran un sistema de alarma contra la aceptación oficial. Bolaño quería ser leído sin perder su radicalidad. No aspiraba a ser famoso. Ni siquiera aspiraba a ser un “autor distinguido”.
Pero el mundo suele encandilarse con lo que se le resiste y la posteridad lo transformó en leyenda. La fama es un equívoco: el asocial Kafka está en todas las boutiques de Praga, el rostro del Che Guevara vende millones de camisetas y Bolaño es el superestrella que vivió para no serlo.
Después del sorprendente éxito de Bajo el volcán, Malcolm Lowry escribió un poema que refleja lo que Roberto sentía respecto a la aceptación. José Emilio Pacheco lo vertió en forma admirable al castellano. Los dos primeros versos son:
“Es un desastre el éxito
Más hondo que tu casa en llamas consumida”.
Y más adelante remata:
“Oh, que no me hubiera traicionado el triunfo con besarme”.
Bolaño rechazaba las fanfarrias mediáticas y los triunfos de la sociedad de mercado, pero no cultivaba el fracaso. A los amigos que amenazaban con convertirse en vagos de buhardilla, los instaba a trabajar; a los que parecían a punto de “triunfar”, les hacía bromas que juzgaba terapéuticas y servían para ejercer una de sus habilidades más desarrolladas: dar lata.
En sus historias celebra a los “poetas de la vida”, seres sensibles sin otra obra que el deseo de aventura, pero su disciplina era espartana. Carecía de calefacción y muchas veces tenía que escribir con guantes en la madrugada. ¡Cuántas fatigas asumía para escribir de los que no trabajan! No le pedía lo mismo a los demás, pero mantenía un ojo vigilante para supervisar nuestro trabajo. El cumplimiento del oficio representaba para él una moral.
Varias veces comentamos un hecho curioso: la única prueba confiable del talento es sentir que el texto ha sido escrito por otro. Esta autonomía de la voz revela que la obra vive por su cuenta. ¿Es posible enorgullecerse de un registro que ya es ajeno? En modo alguno.
¿Qué pensaría de su triunfal posteridad? Seguramente sonreiría como quien hace una última travesura, entendiendo la fama como otra de las ricas confusiones a las que lo sometió el destino.
En la mixtificación que lo ve como el Jim Morrison de la escritura el mayor equívoco es pensar que sacrificó su vida por la novela. No quiso ser un mártir. Fue un sobreviviente.
Bolaño, autor reacio al reconocimiento, ocupa hoy un sitio fashion. Ningún gran autor es ajeno a los excesos de la atención, los misreadings, las sobreinterpretaciones, las ficciones sobre su vida. Los detectives salvajes está destinada a someterse a toda clase de adaptaciones, del teatro al cine, pasando por la radio, hasta llegar a la posible producción de Los detectives salvajes sobre hielo.
De estar entre nosotros, Roberto Bolaño miraría intrigado su peculiar destino, se alzaría de hombros ante las cosas que decimos de él, encendería un cigarrillo, y seguiría imperturbable su camino.
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De Revista Eñe, 27/09/2013

Friday, September 27, 2013

Disparador: fútbol a la carta

por Elías Perugino

“¿Vamos a comer, rubio?”, solía invitar Juvenal[1] a eso de la una de la tarde, cuando El Gráfico todavía pertenecía a Editorial Atlántida. Para Julito -como le decíamos nosotros, los más chicos-, “rubio” éramos todos. Dicho por él, equivalía a “pibe”, “flaco” o términos genéricos por el estilo. “Rubio” era un morocho, “rubio” era un pelirrojo, “rubio” era un rubio, “rubio“ éramos todos. 

No vayan a creer que debíamos caminar demasiado para matarnos el hambre de aquellos mediodías: el comedor de Atlántida quedaba un par de pisos arriba de la redacción y accedíamos por una angosta escalera trasera, que al cascarrabias de Julito le detonaba no pocas puteadas por lo angosto de los escalones. En un par de minutos estábamos sentados a la mesa que atendía Lucho, relativamente lejos de las hermosas, indiferentes e inalcanzables chicas de Para Ti; demasiado cerca de los alborotados e inclasificables especímenes de la sección Fotografía. 

A la mesa de Julito se le podían sumar comensales ocasionales, pero en la formación titular siempre aparecían Lucho Hernández (especialista en tenis con quien compartía un cuartito de vino blanco con hielo), Pipa Cantore (hoy tecla distinguida de La Nación) y este humilde cronista de Monte Grande. Con Lucho lo unía una relación amistosa de años. Y a Pipa y a mí nos tenía tal grado de afecto que hasta nos permitía jugarle alguna broma que a otros no les toleraba. Aparte de ser un futbolero pasional hasta la desesperación, Julito sabía un montón de tango y de jazz. Un montón. Y con Pipa le habíamos encontrado la vuelta. Cuando la redacción estaba medio vacía y Julito tecleaba algún texto en su compu, nosotros empezábamos a hablar de tango como si supiéramos. Charlábamos entre nosotros, como ignorándolo, pero sabíamos que Julito nos escuchaba y que en un segundo podría pasar de su fingida indiferencia a estallar como un volcán. Bastaba con que uno de los dos dijera que “Julio Sosa cantaba mejor que Gardel”, para que Julito bramara como un animal salvaje, se pusiera de pie, probablemente volcara su capuchino sobre el teclado y, al grito de “¡Pendejos, qué carajo saben ustedes de tango!”, nos detallara unos 17 ítems por los cuales Carlitos era infinitamente superior a “El Varón del Tango”[2]. Nos divertía hacerlo calentar…
En aquellos almuerzos de Atlántida, la diversión pasaba por otro lado. Salvo que en la agenda del día hubiera un tema insoslayable, hablábamos de fútbol. Mejor dicho: Julito hablaba de fútbol y nosotros preguntábamos y escuchábamos. En ese ámbito de mesa y sobremesa aletargada nos olvidábamos de las chicanas. Queríamos saber y aprender. Saber y almacenar en nuestro disco rígido. Julito era dueño de un tesoro invaluable: había nacido en 1923 y, desde 1931 para adelante, los había visto jugar a todos. Sus tíos, que eran de Boca y Racing[3], lo llevaron de la mano a la cancha antes que su papá, César Luis, fana de River con quien, tiempo después, caminaría las veinte cuadras entre su casa de Retiro y el viejo estadio de la calle Alvear (hoy Libertador) para disfrutar de los cracks millonarios. Claro que se hizo veneno de River, más vale que su corazón latía fuerte por la Banda, pero Julito era, por sobre todo, un fundamentalista del buen fútbol y de los grandes jugadores. Aunque respetaba la nobleza y el sacrificio de los “matungos”, defendía como un espadachín desaforado a la raza de los talentosos, fueran del equipo que fuesen. Y era capaz de describir sus características con llamativa exhaustividad. Como si en vez de verlos, los hubiera filmado en su mente. Es más: de algunos partidos, como el definitorio River 4-Independiente 3 de 1937, plagado de figuras en ambos ataques[4], podía recordar jugadas enteras, como el golazo que convirtió Bernabé Ferreyra desde la mitad de la cancha. Julito iba a la tribuna cuando a los equipos se los llamaba “teams”, cuando era imprescindible ingresar con el Alumni en la mano[5], y seguía yendo entonces, en épocas de radio, televisión y computadoras. Había pasado por todo.

Para el puntapié inicial de aquellos almuerzos podíamos apelar sin preámbulos a cualquier pregunta. “¿Cómo jugaba Di Stéfano?”, y Julito dejaba de comer el bife para contarnos sus movimientos en el campo, el modo en que definía y celebraba los goles, o la historia del apodo Saeta Rubia[6]. “¿Tan bueno era Moreno?”, y Julito le aflojaba a la manzana asada y no solo describía al Charro, sino que también explicaba sobre el mantel cómo se articulaban los ataques de aquellos monstruos de La Máquina. “¿Cómo hacía Bernabé para pegarle con un caño?”, y Julito apoyaba el pocillo de café y contaba el modo seco, y la trayectoria corta de la pierna, y el vuelo implacable de esos balinazos amarronados de pelota de tiento. Esos goles le encantaban tanto como el mejor que le vio hacer a su idolatrado Labruna[7]. “Tengo debilidad por los goles que revientan la red”, decía entre risas, como pidiéndole disculpas a su propio lirismo, y se llenaba la boca contando cañonazos de Bernabé, de Varallo y hasta del Gringo Scotta. 
A veces le pedíamos un ranking de cabeceadores. O el de los mejores arqueros (Amadeo y el Pato Fillol bien arriba). O lo desafiábamos para que nos dijera qué jugador de la actualidad era parecido a Tucho Méndez, a Federico Sacchi, a Ermindo Onega, a Arsenio Erico. Y si lo queríamos fastidiar -aunque ese no fuera el objetivo cuando hablábamos de fútbol-, lo poníamos contra la pared de un saque: “Juéguese, viejo. ¿Quién fue mejor: Di Stéfano, Pelé o Maradona?” Y Julito, que destilaba una profunda admiración por los tres, se enredaba en un jardín donde, al fin y tibiamente, se divisaban los hilos de su predilección por la Saeta, que además era su amigo. 

Sin quererlo, o tal vez queriendo, Juvenal, Julito o El Viejo para nosotros, era una Biblia del fútbol. Durante tantos, tantos y tantos almuerzos, sus palabras fueron nuestros ojos para ver a los cracks del pasado. Y aún hoy, cuando se plantea una duda sobre el modo en que jugaba un monstruo de los de antes, me zambullo en las carpetas del archivo y releo sus textos para encontrarme con la verdad. 
Julito partió para siempre en 1998, a poco de regresar del Mundial de Francia, su décima Copa del Mundo. Catorce años después, no he dejado de empezar charlas con amigos y compañeros diciendo “Juvenal me contó una vez que…” Me lo contó, segurísimo, en uno de esos almuerzos que flotan en el insomnio del recuerdo. 

Dentro de un tiempo, cuando nos crucemos en la eternidad, yo le voy a agradecer su generosa e infinita sabiduría. Dentro de un tiempo, cuando hablemos sin el apuro de volver a la redacción, yo le voy a devolver una pizca de lo que me dio. Yo le voy a hablar de Messi.


TEXTO AL PIE
1- Su verdadero nombre era Julio César Pasquato. Inició su carrera en la revista “River”, fue redactor de La Razón y desde 1962 a 1998 prestigió el staff de El Gráfico.

2- Julio María Sosa Venturini, artísticamente conocido como Julio Sosa, nació en Las Piedras, Uruguay, en 1926. El apodo se lo puso el periodista Ricardo Gaspari. Falleció en Buenos Aires, en 1964, en un accidente automovilístico.
3- Luis Walsh, xeneize y hermano de su madre, lo llevaba a la cancha de madera de Brandsen y Del Crucero. Santiago Pascuato, racinguista y hermano del padre, lo hizo debutar como espectador de Primera en un Racing-Vélez de la década del 30.

4- Por el lado de River atacaban Peucelle, Vaschetto, Bernabé Ferreyra, el Charro Moreno y Pedernera. La delantera de Independiente la integraban Sastre, Capote De la Mata, Erico, Reuben y Zorrilla.
5- Cuando no existía la radio a transistores, la revista Alumni traía una clave para seguir los resultados de las otras canchas mirando un tablero ubicado en las tribunas. A cada club se le asignaba una letra, que cambiaba semanalmente.

6- Un gol típico de Di Stéfano incluía una corrida a toda máquina desde la mitad de la cancha, dejando rivales en el camino, y un toque suave, a un costado, cuando salía el arquero. Y mientras la pelota viajaba mansa hacia la red, salía a festejar por detrás del arco, agitando un puño. Saeta Rubia fue un apodo surgido en la revista “River”, dirigida por Roberto Neuberger.
7- Según Juvenal, el mejor de los 293 goles de Labruna fue el que le hizo al arquero Blazina, en un River-San Lorenzo de 1943, dejando atrás a tres defensores y definiendo con exquisitez desde un ángulo dificilísimo.


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De El Gráfico (Argentina), noviembre de 2012

Foto: Julio César Pasquato, JUVENAL

Monday, September 23, 2013

El llano en llamas/TERRA NOSTRA


DANIEL A. PASQUIER RIVERO

Juan Rulfo hace 60 años donaba al mundo una de sus mejores obras, El llano en llamas. Corría 1953. El homenaje  es justo. Es una obra consagrada; un clásico.  Cuánta sencillez y cuánta complejidad.
Sencillez literaria, estilo pulcro, pulido y a la vez, tan real, tan pueblerino, tan llano. La complejidad está en el medio, en el entorno, en el momento, en él  se mezclan motivaciones y explicaciones políticas junto a un torbellino de sentimientos.  Después de todo, lo más importante es que la gente vive, y muere. Todo en una mezcla difícil de entender y de digerir.
Es una historia sentida muy próxima.  Septiembre 2013 para la capital oriental  es para unos la tierra donde ha nacido, quizás hasta crecido y de donde nunca ha salido. Todo, es Santa Cruz.  De unos pocos cientos  fundadores ahora emerge la urbe rondando los dos millones de pobladores y, si Dios no le da otro rumbo, pronta a alojar el doble. Como para sentirse orgulloso, piensan algunos. Para otros, la avalancha arrastró la Ciudad Vieja, como  acostumbrara hacer el turbión.
La ciudad crece como su río, el Piraí, sin orillas. Soplada de norte casi todo el año;  sorprendida con algún surazo de vez en cuando, a veces, hasta fuera de fecha, como los últimos de este año, en pleno mes de Feria. Es cuando los árboles florecen, confiando en la tranquilidad de los vientos para mostrar cómo se engalanan con variadas flores. Los vientos fuertes dan al traste con todo; a veces, hasta con las plantas y los mismos árboles.  No hacen falta autoridades ni  vecinos  para quitar del lienzo unas cuantas paletas de colores;  como si no amaran la tierra que los vio nacer y cobijó tantos años. Con el argumento de ensanchar una sola avenida caen cientos solo en unos días. La promesa existe. Se renovarán uno a uno hasta contar cientos de miles.  Aunque eso es posible,  ojalá sea verdad, siguiendo  ejemplos de pueblos y sociedades más instruidas, cultas y sensibles, donde eriales han sido  convertidos  en paraísos. Y no tienen ni un poquito de lo mucho con que la Naturaleza nos ha dotado.
Hemos crecido sin maldad alrededor de este mar adentro, pensando que todo lo demás, geografía y gentes, tenían similar destino.    Poco a poco tuvimos que darnos cuenta: era un sueño. Quedamos, por esas casualidades, atados a una humanidad distinta.  Costó despertar y darse cuenta de que teníamos un entorno agreste, agresivo  y violento. Que no sería fácil convivir por el resto del viaje en tranquilidad y armonía. Como debería ser: buscar la felicidad juntos.  ¿Qué más habría después?  El tiempo y el camposanto han demostrado lo contrario. La construcción de la convivencia en unidad ha sido ríspida, muchas veces, heroica. Y  después de casi  452 años,  Santa Cruz, esta tierra bendita, y sus pobladores, todavía  buscan el camino hacia la comunidad de justicia y paz para lo  que fue fundada. Más allá de sus recursos naturales, que no desmerecen los de otras regiones,  hay un pueblo cuya  generosidad, apertura, alegría, optimismo y deseo de progreso ha perfilado una verdadera identidad. Nadie imagina a estas alturas lo que ha costado llegar a lo que somos. Si los montes, los ríos y todo tipo de peligros se escondieron en el territorio cruceño, eso ha sido nada comparado con la maldad enfrentada ante estructuras que nunca nos quisieron bien.  La historia guarda en sus anaqueles los detalles, para memoria de nuestros hijos. No es  estilo del camba  hacer alardes de dolor, como tampoco acostumbramos pagar plañideras.  Cuando ha tocado llorar y curar heridas, lo hicimos  en la intimidad. Los cruceños,  ya  hemos dado muestras de sobra del temple que estamos  hechos.
Estas tierras polvorientas que a nadie interesaban se han convertido en la Tierra Prometida. Y si aquí han confluido sangre y cultura traídas por todos los vientos, ¡Bienvenidos! Para que cuando nos conozcan, y nos respeten, ayuden a alcanzar desarrollo, bienestar y felicidad para todos. Es un pueblo que ha hecho ley de la hospitalidad. Y se equivocan los que no entienden la franqueza, la extroversión del camba. Miren lo que hemos conseguido, y comparen. Un Índice de Desarrollo Humano por encima del promedio Latinoamericano, donde las labores priorizan el empleo y cuya matriz de desarrollo no es destruir “inmisericorde” la tierra en sus recursos agotables sino promover la explotación de lo sustentable.  Nada de monocultivo, menos aún, cultivos nocivos para la gente. Pensamos en grande y eso solo puede estar ligado a hacer el bien antes que a la destrucción y el envenenar  a  la Humanidad.
Hemos roto la maldición de los siglos; hemos producido alimentos para nuestros hermanos y podemos llegar a todos; hemos roto el silencio de los pueblos que aborrecen el futuro; y lo hemos hecho con alegría, rompiendo paradigmas de gente y pueblos taciturnos, propensos a la mentira y la traición. Hemos abierto el corazón a “la gente que no habla de nada”, y que no se compromete a nada.  Creemos en la palabra. Hemos roto ataduras de  ignominia, el círculo fatal de  la esclavitud determinada, de la vida y del más allá sombríos. No nos rebajamos al insulto, el único recurso al alcance de los castrados intelectuales y de quienes no nos conocen bien.
Evo presidente debe tratar de entendernos, lo mismo que la frondosa corte que le acompaña, entre burócratas y bufones. Santa Cruz es mucho más que disputas por poder; trasciende las huelgas y opiniones sobre complot separatista, el Censo o el gobierno central. Sabemos quién maneja los recursos de los bolivianos, el 88%, y sin embargo todavía quieren regatearnos las regalías, con las que despegamos en los años 60's;  que están atentos al color de la piel y de las poleras, a veces, hasta de la rigidez del pelo. Pero, somos un pueblo de fe. Que ha aprendido a luchar y a amar. El PP Francisco ha recordado que “no se puede gobernar sin amor y sin humildad.” Bolivia necesita de Santa Cruz y de los cruceños.  No queremos el llano en llamas.
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De El Día (Santa Cruz de la Sierra), 22/09/2013
Imagen: Escena de Fuego en la llanura (1959), de Kon Ichikawa

Sánchez-Ostiz a la muerte de Mutis

Miguel Sánchez-Ostiz

Vaya, conocí a Mutis en Pamplona, en 1986, conversamos durante horas y más horas, hasta el agotamiento, de libros y de vida, de viejas casas que encierran tesoros, leyendas y nutren mitos literarios de por vida, y bebimos mucho vino de batalla en la Bodeguica de la calle San Antón, un tabernón verde que daba a dos calles, después de que Ablitas, que estaba ese día de guardia en casa de Vessolla, considerara una ofensa que Mutis, que había conocido bien a Maria Luisa Elío, en México, quisiera ir a saludar a la duquesa de ídem, prima de su amiga mexicana, y no nos recibió. No sé si aquel día se habría puesto proustiano. Fue todo muy grotesco. Al día siguiente le acompañé a Mutis a llevar unas flores al mausoleo de los reyes de Navarra porque él era monárquico convencido, de monarquías antiguas y cuanto más derrotadas, mejor. Años después, en Bogotá, hablé mucho de él y de su literatura con Gonzalo Mallarino, un tipazo. Sigo leyendo Suma de Maqroll el gaviero con el mismo entusiasmo con que lo leí en la primavera de 1974, en el cuarto de una casa del que no conservo más que el recuerdo del olor a palo santo y la llave de su puerta, porque ya no hay ni puerta ni casa ni cuarto ni otro olor a palo santo que el que pueda procurarme en las chifleras de la Santa Cruz paceña... Y si regreso a esa casa es, en parte, gracias a Mutis, una y otra vez, y eso tiene mal olvido.

Sunday, September 22, 2013

Un hombre agradecido


Alonso Sánchez Baute

El mar penetra al apartamento bogotano de Roberto Burgos Cantor. Se cuela por entre las paredes de la chimenea que divide la sala del comedor, hasta ascender al pequeño altillo donde el escritor cartagenero trabaja disciplinadamente de lunes a viernes, entre las ocho y media de la mañana y la una en punto de la tarde.
El colorido del Caribe también resalta en una pared amarillo pollito y en las cortinas naranja que cubren los tres amplios ventanales de una biblioteca tapizada de piso a techo de libros de derecho, arte y literatura.
Luego de vivir en Bogotá desde hace 48 años, Burgos parece haber dejado atrás su ciudad natal hace apenas unos pocos meses: como un caribeño que se niega a ser acachacado, siempre viste con doble media y usa camisilla, camisa y suéter incluso cuando permanece dentro de su casa.
Roberto Burgos es un hombre de cabello salpimentoso, cortado casi al rape, y ojos achinados atrincherados detrás del marco rectangular de sus lentes de pasta café. Con una estatura que no sobrepasa el metro sesenta y cinco, tiene pinta de oriental: alguien fácilmente podría confundirlo con un viejo tibetano. Además del físico, le ayuda su actitud: sereno, calmado, de mirada tranquila y el andar sosegado del Dalái Lama.
De afinado verbo, tiene un reconocible pero exquisito acento costeño muy marcado, no solo por las palabras que utiliza sino por el ritmo y la manera como las enfatiza. No se come las letras, ni canta las frases. Habla de forma proustiana, como echando un cuento al que lo habitan muchos recovecos.

Aureliano
Al interior de Colombia se estereotipa al costeño como una persona mamagallista, desabrochada, de camisas floridas y mirada musical. Guardan en el imaginario los rasgos fuertes, impulsivos, apasionados de un José Arcadio, olvidando el carácter taciturno, retraído, solitario de un Aureliano. Es claro: si fuera Buendía, Burgos Cantor haría parte del segundo bando: una persona melancólica, reservada, pensativa.
La vida no le aprieta: es un hombre sin conflictos con un punto de tristeza en su mirada. Así ha sido siempre. Desde niño. Cuando ya sabía que el destino le tenía los hilos marcados y nada hizo por contradecirlo.
Nació en la Clínica Vargas, en el barrio que queda detrás del castillo de San Felipe, entrando por El Cabrero hacia Torices, donde habitaban mulatos de clase media, educados y con cierta concepción de vida e independencia económica. Es el mayor de los hermanos. Luego vino Sonia, que nació un año después que él (en 1949); Beatriz, Javier Alonso, que vive en Francia, y otra mujer, María Consuelo. Todos dedicados hoy a la docencia.
Los Burgos, tan comunes en las sabanas de Bolívar, descienden directamente de una española llamada Manuela que llegó al país en calidad de ‘sobrina’ de un cura de apellido Berástegui, quien con el tiempo montó un ingenio azucarero en cercanías a Ciénaga de Oro. Fals Borda se refiere a ambos en Historia doble de la Costa, dejando constancia de que, antes del Burgos, esta parentela debería llevar el Berástegui.
El papá de Roberto trabajaba como juez cuando el historiador Eduardo Lemaitre le propuso fundar el Departamento de Humanidades de la Universidad de Cartagena, donde permaneció hasta su muerte, a pesar de que conservaba una oficina de abogado para satisfacción profesional. La mamá, quien se educó para ser maestra pero nunca ejerció, era de Turbaco, pero de ascendencia cundinamarquesa.
El matrimonio Burgos Cantor era amigo cercano de Zapata Olivella y de Rojas Herazo, escritores frecuentes en el hogar que recuerda Roberto de su niñez. Había en su casa, en fin, un ambiente intelectual.
El padre de Burgos Cantor era buen lector. Tenía una extensa biblioteca –que él devoró antes de la pubertad– con obras del existencialismo francés, de Joyce, de Fray Luis de León, Cervantes y Lope de Vega. Y había también literatura contemporánea: “Kafka, una preciosa novela de Pasolini que se llama Muchachos de la calle, y bastantes poetas: Neruda, Zalamea, Gaitán Durán, Cote Lamus, León de Greiff”.
Estando en quinto de bachillerato, Burgos tuvo que recibir clases extras de trigonometría con el maestro Jaime García Márquez. De carambola, conoció a su hermano Eligio, quien de inmediato se convirtió “no en mi mejor amigo sino en mi propio hermano”. Fue así como tuvo acceso a la biblioteca que Gabriel García Márquez legó a su hermano menor, a quien trataba como a su hijo mayor.
En ella Burgos conoció a “Virginia Wolf –novelas y el diario–, a dos Passos, a Faulkner, a Rulfo e, incluso, La ciudad y los perros y a un autor argentino ahora en alza: Daniel Moyano”.

Cartagena
Para entonces los Burgos Cantor vivían en El Cabrero, el barrio al margen del Corralito de Piedra que un siglo antes acunó a Rafael Núñez y ahora mostraba decadencia. Incluso a la ermita se le había roto la torre, por lo que la misa dominical había que celebrarla en la sala de la casa de quien fue cuatro veces presidente de Colombia.
Como esos escritores que, antes que de la imaginación, echan mano de una memoria esplendente, Burgos también recuerda del barrio donde creció: “Había unas cinco casas grandes, con patios que daban al mar; un par de casas más contemporáneas, con pisos de granito y dos plantas. Y a un personaje que parecía llegado de Haití o Jamaica, el único varón que salía al malecón, desplegaba una mesa al lado del carbón hirviente y planchas de hierro. Era cobrizo, muy moreno, creo que era sastre. Todas las tardes salía a planchar sin camisa. Allí también había un embalsamador, el señor Giacometti, y unos muchachos que en las mañanas salían a la playa a vender fritos que hacía en un solar del barrio una negra llamada Agripina. A ellos les prestaba mi bicicleta y a cambio me regalaban un frito. La vida era muy democrática. No había entonces eso que ocurrió después, el factor excluyente, discriminatorio”.
Cartagena era entonces una ciudad silenciosa de casonas abandonadas y paredes blancas pintadas con cal. Luego todo cambió: la ciudad pasó a ser un cruce de calderetas, convirtiéndose en esa especie de apartheid que padece ahora, donde conviven al tiempo las casonas más costosas del país junto a la pobreza más miserable.
Esto sucedió estas últimas décadas, cuando Burgos Cantor ya no habitaba entre sus calles luego de partir a Bogotá, a mediados de los sesenta, a estudiar derecho en la Universidad Nacional.
Desde entonces escribir era lo que quería.
No lo hacía para combatir el aburrimiento o la infelicidad de la cotidianidad sino porque era lo que el cuerpo le pedía: una necesidad natural que no necesita razones ni explicaciones. Su padre lo sabía luego de leer, por infidencias de su madre, una serie de cuentos que Roberto escribió en el bachillerato.
Uno de ellos, sobre violencia en el campo, Zapata Olivella lo publicó en la revista Letras Nacionales y fue conocido por Policarpo Varón, un escritor bogotano que le alabó a Burgos la factura impecable, llenándolo de más autoconfianza. Otro fue publicado en Cali, en una antología de cuentistas.
A pesar de la vocación, su papá le aconsejó adelantar alguna carrera de la cual pudiera vivir mejor. Se decidió por el derecho en tiempos cuando esta facultad “incluso tenía cursos de literatura, no opcionales sino obligatorios. Recuerdo las clases sobre Gogol y sobre Dostoyevski, con un profesor joven recién llegado de Francia, de apellido Posada, que era del Valle. Y en el entorno estaba Marta Traba, Francisco Posada, Carlos Rincón.
Cada semana había un debate sobre algo, que iban desde Baudelaire hasta Bertolt Brecht. Era un mundo muy rico culturalmente… Y ahí estaban la residencia, la cafetería, el cine en el Centro Nariño, en el gran momento del cine europeo, con Bergman, con toda la nueva ola francesa. Uno vivía como en un micromundo”.
Los disturbios vinieron después. “Tengo la imagen de unos días tristes. En uno de ellos, unos discursos entre los comunistas jóvenes y los comunistas chinos jóvenes, que terminaron tirándose piedra, y una cosa estremecedora que fue una mañana en que llegamos a clase y habían puesto encima de la cafetería central el cadáver de un estudiante –Carvalo– eso nos marcó mucho. Nos entristecimos. A él lo habían tiroteado en el centro, acusado de ser un enlace del ELN. En ese momento algo se quebró, algo comenzó a dañarse”.
Estudiando abogacía conoció a Dora Bernal en la facultad de Física. Los casó el párroco de la universidad, Alfonso Rincón, quien era el ayudante de Camilo Torres. “Van 43 años de matrimonio sobre las olas de muchos naufragios. Cuando sacamos cuentas, en el entorno de amigos hay muchas separaciones o separaciones que nunca volvieron”.
Ya casado, hizo unos semestres en Filosofía, los cuales coinciden con la fecha en que engendró a su hijo mayor, Javier Alejandro, quien –casualmente– veinte años después se graduaría como filósofo (también es poeta, y hoy hace parte de un programa con el Distrito). Luego vino Pablo Nicolás, que estudió cine en la Nacional, hace documentales y trabaja con Rocío Londoño en un tema de memoria nacional. Ambos muchachos ya están casados.
“Soy un abuelo fértil”, sonríe orgulloso Roberto al mencionar a sus tres nietas.

Primero estuvo la literatura
En 1969 ganó su primer premio literario: el Concurso Nacional de Cuento, convocado por el periódico Pizarrón, de la Javeriana. Cuatro años después se alzó en Cúcuta con el Premio de Cuento Jorge Gaitán Durán. Pero la literatura no le daba para la cuchara, de modo que entró a la burocracia estatal.
Antes pensó en ser maestro, como todos sus hermanos, pero se dio cuenta a tiempo de que el trabajo podría consumirlo, impidiéndole dedicarse a lo que realmente quería hacer: escribir.
Fue entonces cuando un amigo de su padre, Jaime Angulo Bossa, lo llevó a la nómina de la Superintendencia de Notariado y Registro. Allí logró organizar el tiempo para regresar temprano a casa a leer y escribir. Cuando pensó que estaba listo para jalarle a una novela, al poco tiempo de arrancar se quedó sin gasolina.
Debió esperar hasta principios de los ochenta, con tres periodos vacacionales acumulados, para finalmente aunar fuerzas, encerrándose en el apartamento desocupado de una de sus hermanas en Barranquilla, y concentrarse en la escritura, “Anunciándolo con bombos y platillos a todos los amigos para obligarme a regresar con un trabajo entre las manos”.
Así nació Lo amador. Siete cuentos que narran la historia de esos personajes –boxeadores, mecánicos, modistas, reinas de belleza–, con los que Burgos solía toparse, y esos sitios por donde cada tarde se aventuraba al desplazarse entre su casa de El Cabrero y el Liceo La Salle, donde estudiaba.
Eligio García Márquez y Ernesto Sábato, en compañía de Roberto Burgos Cantor.

Eliminando lo que él llama “la posdata social”, a partir de entonces Burgos Cantor supo combinar la burocracia que le dio de comer con la escritura que lo llenó de placer. Lo fácil sería decir que lo hizo de forma kafkiana, dando a entender la vida triste del escritor que debe padecer de la burocracia para sobrevivir, pero es hora de torcer el cuello a esta mirada: tristes más bien son los burócratas que carecen de esperanzas para subsistir.
De esta forma, como en el eterno retorno, por la Superintendencia de Notariado y Registro entró y salió en tres épocas diferentes de su vida. No fue su único cargo público. Trabajó en la ESAP, bajo la dirección de Marino Henao; en Focine, bajo órdenes de María Emma Mejía, durante el gobierno de Belisario, y estuvo un par de veces en la nómina diplomática: dos años en Panamá y tres en Viena. Ambas veces bajo la mirada amistosa de Noemí Sanín.
Se dice que hay dos clases de escritores: los que escriben bajo un impulso, se sientan y hasta que no acaban la novela no vuelven a levantarse –“Como le ocurría a Sábato, tal cual recuerda Roberto, que solo trabajaba cuando le llegaban las ideas–, y otros que tienen una rutina y lo hacen día tras día. Y ahí están Vargas Llosa y García Márquez, “con esa lealtad a la escritura que ya sabemos cuán agradecida les ha resultado”. Burgos Cantor también hace parte de este segundo clan.
Para escribir El patio de los vientos perdidos, su primera novela, se encerró durante dos años en los que vivió de los ahorros, las cesantías y la complicidad de Dora, su mujer. La olla se raspó antes de terminarla, de modo que durante los capítulos finales debió volver a emplearse.
Luego vino un libro de cuentos –De gozos y desvelos– y otra novela, Pavana del ángel, a la que le dedicó todas las tardes cuando vivió en Panamá, mientras que durante la estancia en Viena escribió la colección de cuentos Quiero es cantar. “Me gusta mucho escribir cuentos, pero uno entra a veces en esa necedad de darle contenido utilitario a los gozos. A ese gozo con el cuento le encontré algo que ha resultado muy útil: como es un trabajo muy preciso, de relojería, me sirve para apretar las novelas”.
Toda la obra de Burgos Cantos narra un universo propio donde los protagonistas son siempre Cartagena y el lenguaje caribe. Lo que marca la cresta de su ola literaria, hasta el momento, es La ceiba de la memoria, Premio Casa de las Américas José María Arguedas 2009. Fue publicada con un tiraje inicial de 25.000 ejemplares, y va en su cuarta edición.
Ahora que no ejerce ningún cargo burocrático, ha variado su horario de trabajo. “Prefiero la mañana. Tiene la ventaja moral de quitarme la angustia de no haber terminado el día, sino que luego ya puedo hacer lo que quiera. Disciplinar el tiempo de la escritura tiene una enorme ventaja: la rutina es agradecida”.
Cien años de soledad, que algunos académicos internacionales describen como la Biblia de América, “tiene ese destino particular de algunas novelas de volverse la interpretación de un país”, sin permitir que los flashes desvíen las miradas. Al igual que ha sucedido con los escritores de la generación posterior a García Márquez, la literatura de Burgos Cantor no ha sido valorada. A pesar de las holgadas credenciales de que goza el escritor cartagenero, a su obra no le ha llegado por completo su hora. No hay duda: merece más.
 
El aliento
En Señas particulares, Burgos cuenta la historia de su estadía en Bogotá y retrata a los amigos que más alentaron su vocación de escritor. Como su papá, quien murió cuando finalizaba la escritura del libro, más cuatro importantes escritores: Ernesto Sábato, Álvaro Mutis, José Viñals y, por supuesto, Gabriel García Márquez, a quien Burgos Cantor siempre menciona como Gabriel, es decir, como alguien de quien no necesita presumir cercanía llamándolo Gabo, pues ha sido su amigo desde la juventud.
Según el testimonio de Burgos, lo conoció de la mano de su hermano Eligio. “Antes de que saliera Cien años de soledad me pidió que acompañáramos a Gabriel a recoger un cheque en Buchholz, que le entregó Nicolás Suescún, como pago por un fragmento de la novela”.
Pero lo que selló la amistad fue la publicación de Lo amador, ocurrida al regresar García Márquez de Estocolmo. En un almuerzo en casa de Roberto, mientras le echaba mano a una bandeja de patacones, Gabriel le dijo: “Ningún escritor dijo de mi primer libro que era bueno, y menos si ese escritor era un Nobel”.
La amistad con Sábato, en tanto, surgió porque Eligio quería entrevistar al gran narrador argentino sobre el tema de la ciencia. “Entre ambos hicimos un cuestionario kilométrico al que yo le adicioné preguntas literarias. Después de eso, por algún tiempo conservamos una correspondencia muy fluida”.
Álvaro Mutis ya era amigo suyo cuando salió publicada su novela El patio de los vientos perdidos, cuyo manuscrito Burgos le había enviado cuando aún no la terminaba. En un encuentro casual en la Biblioteca Nacional, Mutis le dijo: “Tengo que pedirle una cosa. Yo quiero hacer la nota de contratapa porque este es un país que conozco muy bien y lo primero que van a decir es que esa novela es garciamarquiana, y no tiene un carajo que ver. Pero eso no lo puede decir usted sino yo”. Y así se hizo.
Roberto a secas
De Burgos se dice que es un escritor de culto; que es de pocos amigos, pero muy amigo de sus amigos; que es un hombre generoso con los recuerdos positivos; que es noviero y tiene una hija en Argentina, a la que desconoce su esposa Dora; que a pesar de los tantos años de habitar en Bogotá, lo sigue deslumbrando la comida de su tierra –los pescados de mar, el arroz con coco, el mote de queso–; que tiene una “deformación que puede costarle le expulsión eterna de Cartagena, al considerar como el mejor dulce la pasta de mango que hacen las Goenaga en Santa Marta; y que es sobrecogedoramente tímido ante los medios.

En fin
Se dicen pocas cosas de Roberto Burgos, porque es alguien arisco para las páginas sociales: nunca lo han deslumbrado los focos ni las bambalinas. Vive como de tapadillo, haciéndole el quite a las polémicas y evitando cazar peleas con intención de atraer los flashes. Tampoco le interesan los entresijos del poder. Es más bien un hombre casero dedicado a su trabajo y a la escritura que desde niño asumió como su razón de vida. Y no cree que algún día vuelva a vivir en Cartagena.
“La exclusión cada vez está más marcada. Tenemos ese elemento foráneo que se va apropiando del territorio ya ocupado y va excluyendo. Los nuevos historiadores –jóvenes muy buenos en sus trabajos investigativos que han revalidado la historia– han dado como consciencia de eso, pero ya se perdió la inocencia y ahora se está listo al enfrentamiento”.

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De El Heraldo (Colombia), 21/09/2013

Fotografía: Roberto Burgos Cantor