Monday, February 29, 2016

Qué pensaban unos de otros los escritores rusos


Hemos escogido citas, tanto positivas como negativas, e incluso ultrajantes, en las que escritores y poetas nacidos en Rusia hablan unos de otros.


ALEXANDER BLOK SOBRE LEV TOLSTÓI
“A menudo me viene a la cabeza: todo va bien, todo es aún sencillo y nada puede asustarme mientras Lev Nikoláievich Tolstói siga vivo…Mientras Tolstói siga vivo, mientras siga avanzando con su arado por el surco en el campo, detrás de su caballo blanco, será otra mañana húmeda y fresca en la que no hay razón para tener miedo y los vampiros duermen, gracias a Dios. Tolstói sigue aquí porque el sol sigue aquí. Y si el sol se pone y Tolstói muere, y con él se marcha el último genio ¿qué pasará entonces?”.


VLADIMIR MAIAKOVSKI SOBRE ALEXANDER BLOK
“La obra de Alexander Blok es toda una época poética, la época del pasado reciente. Blok, el mayor de los maestros del simbolismo, ejerce una enorme influencia en toda la poesía contemporánea. Algunos siguen sin poder deshacerse de su verso fascinante… Otros… Atraviesan los cimientos de nuevos ritmos, sientan las bases para nuevos modelos, engarzan los versos con nuevos ritmos: están haciendo un trabajo heroico para crear la poesía del futuro. Pero tanto unos como otros recuerdan a Blok con idéntico cariño”.


SERGUÉI ESENIN SOBRE VLADIMIR MAIAKOVSKI
“¿Qué te parece Maiakovski? Sabe escribir, es cierto, ¿pero es eso poesía? No tiene ningún orden, pone una cosa sobre otra. La poesía debe dar orden a la vida, y en los textos de Maiakovski todo aparece como después de un terremoto, todo está tan afilado que hasta duelen los ojos”.


BUNIN SOBRE ESENIN
“… para mí no vales un centavo, mejor vete a dormir la mona y aparta de mí tu aliento de aguardiente mesiánico”.


LEV TOLSTÓI SOBRE ANTÓN CHÉJOV
“Lo más importante es que siempre fue sincero, y esta es una gran cualidad para un escritor, y gracias a su sinceridad, Chéjov creó unas formas de escritura completamente nuevas”.


ANTÓN CHÉJOV SOBRE MÁXIMO GORKI
“En mi opinión, Gorki tiene un verdadero talento, su estilo y sus matices son verdaderos, pero es un talento de algún modo impulsivo y arrogante”.


MÁXIMO GORKI SOBRE IVÁN BUNIN
“Expulsad a Bunin de la literatura rusa y esta se apagará, se verá privada del radiante brillo y del resplandor estrellado de su alma errante y solitaria”.


IVÁN BUNIN SOBRE VLADÍMIR NABÓKOV
“Un auténtico granuja y charlatán (y además gangoso)”.


VLADÍMIR NABÓKOV SOBRE FIÓDOR DOSTOIÉVSKI
“La vulgaridad de Dostoiévski, su incesante manía de penetrar en el alma de las personas llenas de complejos prefreudianos, su intoxicación de tragedias basadas en la humillación humana, nada de esto me resulta admirable. Me disgusta el modo en que sus personajes “llegan a Cristo a través del pecado” o, según lo expresa Bunin, esa manera de Dostoiévski de “meter a Cristo donde no le llaman”.


FIÓDOR DOSTOIÉVSKI SOBRE IVÁN TURGUÉNIEV
“Turguéniev desconoce la vida rusa en general. Y la vida del pueblo la conoció una sola vez a través de aquel criado que se fue de caza (“Memorias de un cazador”), y nunca más volvió a saber de ella”; “(…) Es un hombre capaz de ir a gatas desde Baden a Karlsruhe solo para molestar a un rival literario…”.


IVÁN TURGUÉNIEV SOBRE FIÓDOR DOSTOIÉVSKI
“Cuando un hombre está enamorado, su corazón late con fuerza, cuando se enfada, enrojece, y así sucesivamente. Todo esto son lugares comunes. En Dostoiévski todo sucede al revés. Por ejemplo, un hombre se encuentra con un león. ¿Qué hace? Naturalmente, se queda blanco e intenta huir o esconderse. En cualquier relato de Julio Verne, por ejemplo, sucedería de ese modo. Pero Dostoiévski dirá lo contrario: el hombre enrojeció y permaneció en su sitio. Es lo contrario de un lugar común… Y después, en los textos de Dostoiévski cada dos páginas sus personajes aparecen desvariando, en éxtasis, en arrebatos de fiebre. Y “esas cosas no pasan”.

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De RUSSIA BEYOND THE HEADLINES, 18/02/2016

Imagen:  De izquierda a derecha: Stepan Skitalets, Feodor Chaliapin y Yevgeny Chirikov; abajo: Maxim Gorky, Leonid Andreyev, Iván Bunin ...





El hermano Evo

SIMÓN PACHANO

La visión más simple sostiene que Bolivia se convirtió en la tercera pieza de dominó derribada y que es el anuncio de próximas caídas en el vecindario. La elección presidencial en Argentina y la legislativa en Venezuela fueron las dos primeras que, según esa apreciación, comenzaron a marcar una tendencia. Los siguientes pasos se darían en Ecuador con las elecciones generales y en Brasil con la elección presidencial o con la destitución constitucional de la presidenta. Aparentemente, la única pieza bolivariana que quedaría en pie sería la de Nicaragua, donde parece que sigue vigente la técnica, patentada por los siniestros Somoza, que garantiza larga vida a las familias gobernantes.

Como sugieren esas afirmaciones, es altamente probable que los procesos electorales pongan fin a los experimentos que se presentaron como revoluciones, refundaciones y cambios de época. Una de las causas para esas derrotas –las ya ocurridas y las que están por ocurrir– sería la crisis económica mundial. A ella aluden incluso los propios gobernantes cuando buscan explicaciones para la caída en las tasas de crecimiento o para el incremento en el desempleo. Pero, como ocurre con todos los hechos políticos y sociales, las derrotas de los gobiernos de izquierda no se deben a una sola causa. La crisis mundial es un factor importante, pero no es el único ni ha afectado de igual manera a todos los gobiernos. Si algunos han logrado minimizar sus efectos es porque han tomado las decisiones adecuadas y demuestran que el entorno negativo internacional no es una fatalidad.

Precisamente, el gobierno del hermano Evo –como paternalistamente lo trata el líder– se encuentra entre estos últimos. En todos los indicadores económicos marca enormes distancias con los de sus compañeros de ruta. La situación boliviana difiere significativamente de la crisis (que no se llama crisis) ecuatoriana y se halla a años luz del caos venezolano. Esa diferencia se manifiesta no solo con respecto a estos gobiernos, sino que es uno de los países latinoamericanos que han enfrentado de manera más exitosa la caída de los precios de las materias primas en el mercado internacional. Por tanto, la explicación para la derrota hay que buscarla en factores distintos a los económicos.

Pero quizás más importante que buscar explicaciones para la derrota es avizorar lo que puede suceder en el futuro. Un punto de fricción será la selección de candidatos, tanto en las filas gubernamentales como en las de oposición. La salida de Evo configura un gran espacio vacío y abre oportunidad a múltiples posibilidades. Otro conjunto de incógnitas se encuentra en el desempeño del Gobierno en los cuatro años que le quedan de mandato. Queda por ver si mantendrá el cuidadoso manejo económico o cederá a la seducción populista para asegurar la continuidad con un candidato que, inevitablemente, no tendrá la capacidad de liderazgo del hermano Evo. Finalmente, habrá que ver si mantiene, durante los cuatro años, la voluntad de acatar el resultado del referendo o encuentra, como lo hizo Chávez, un resquicio para volver. ¿En realidad cayó la pieza del dominó? (O)

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De EL UNIVERSO (Ecuador), 29/02/2016

Lecturas del referendo constitucional

JOSÉ CRESPO ARTEAGA

En Bolivia, la gente es tan disciplinada que podría faltar a misa o abandonar un funeral con tal de acudir a votar religiosamente. Es cierto, las sanciones monetarias y burocráticas en caso de no hacerlo, pesan pero no tanto. Me animo a asegurar que la concurrencia no disminuiría gran cosa si fuéramos libres de elegir entre ir a hacer fila o quedarnos en casa toda la jornada. Es que nos encantan las elecciones y toda su parafernalia, por algo dicen sus organizadores que es una “fiesta de la democracia”. Así nos han acostumbrado desde hace treinta y tantos años en forma ininterrumpida que prácticamente el ritual se ha convertido en un acto reflejo, de tal manera que ni las moscas y delincuentes faltan a la cita patriótica. Y si no pregunten a las 27 personas, buscadas por narcotráfico, que fueron detenidas en distintos recintos electorales mientras se aprestaban a emitir su voto en el último referendo. Pareciera que el deber moral se impone por goleada a la ingenuidad.

Y así nos metemos en la cabeza que depositar un papelito en las urnas nos convierte en actores decisivos y luego pare de contar y nos olvidamos del asunto. Días o meses después, vemos mansamente cómo instrumentalizan nuestro voto los poderosos de turno, para legitimar todas sus tropelías y darse barniz de democráticos ante el mundo.  Y en esto último, el régimen evista ha dado cátedra a todos los gobiernos anteriores acerca de cómo se pueden manipular elecciones a voluntad. 

Todo comienza con nombrar vocales a dedo para que conformen un sumiso y parcializado Tribunal Electoral. Todos hemos sido testigos de cómo el aparato comunicacional del gobierno se pasaba por alto las restricciones para emitir propaganda. En resumen, las prohibiciones solo se aplicaban a los que hacían campaña por el No y el régimen transmitía descaradamente todo el tiempo sus actos de campaña bajo la etiqueta de “gestión de gobierno”, amén de que la televisora estatal es de uso exclusivo para el oficialismo. El caudillo y sus secuaces podían utilizar discrecionalmente el avión presidencial y otros bienes del Estado mientras que a un municipio opositor, como ejemplo, le retuvieron un vehículo que llevaba material de campaña y arrestaron al chofer al instante. Ni con tanto bombardeo mediático ni con tantas ventajas pudieron convencer a la ciudadanía que, al contrario, se asqueaba paulatinamente.

El día del referendo se cometió toda suerte de irregularidades para favorecer al oficialismo. No fueron hechos aislados como se ha pretendido minimizar sino más bien pequeños actos fraudulentos bien planificados. Menudearon las denuncias empezando por el repentino cambio y, sin previo aviso, para que a muchas personas del área urbana les quedara lejos sus centros de votación; en algunos recintos no se abrieron mesas intencionalmente a la hora estipulada con la excusa de que no había llegado el material electoral y así provocar la retirada de muchos votantes; en otros sitios fueron descubiertas ánforas con papeletas marcadas con el Sí antes de iniciarse la votación; en otras mesas no había las actas respectivas y la gente indignada procedió a quemar algunas ánforas y papeletas para que no sean rellenadas en otro sitio; en otro lugar una delegada de mesa del oficialismo fue descubierta con al menos medio centenar de papeletas listas para ser introducidas ilegalmente. Durante el recuento de votos, muchos jurados electorales anotaron en actas los resultados exactamente al revés de lo que se mostraba en pizarra, siempre a favor del oficialismo según publicaron fotos denunciantes, vía celular (demostrando así que no eran accidentales). Más tarde, dos notarias electorales fueron pilladas abriendo actas ya selladas. La mayoría de estas fechorías y sabotajes se produjeron en la ciudad de Santa Cruz, el más importante bastión de la oposición. Días antes funcionarios estatales filtraron una grabación de audio donde un superior les instruía cómo obstaculizar recuentos donde se imponía claramente la opción del No y de esa manera intentar anular mesas.  

Todas estas chicanerías fueron planeadas especialmente para el eje central, pues al tratarse de un referendo simple con una sola pregunta, cada voto contaba y era menester de cualquier manera restar los votos contrarios al oficialismo. Las últimas encuestas presagiaban que el dúo reeleccionista iba a sufrir una severa derrota en las áreas urbanas, debido a los constantes escándalos de corrupción y precipitados sin duda por el sórdido affaire presidencial y demás conexiones.  Para los sectores rurales no era necesario casi ningún operativo ya que son plazas fuertes del evismo, además de que sus operadores y matones políticos vienen actuando eficazmente desde anteriores elecciones. Como un columnista dijo, que Evo Morales se jactara de que le habían informado que en varios pueblos intermedios y comunidades rurales había arrasado con no menos del 90% era motivo suficiente para parar las orejas de cualquiera, con mayor obligación para los observadores internacionales que parece que vinieron a observar el rostro pintoresco de las ciudades y nada más.

Es evidente que el caudillo tiene todavía un mayoritario apoyo en el campo, sobre todo en las regiones andinas y los valles. Pero al extremo de rozar la votación perfecta es sospechosamente artificial y tramposa. Sucede que el fenómeno es resultado de una férrea dictadura sindical que tiene controlados y amedrentados a los habitantes de pequeños poblados donde todos se conocen. Así a los dirigentes les resulta sencillo contabilizar cuántos votos deber reunir cada comunidad. Los resultados milagrosos no se dejan esperar con mesas donde se dan cero cifras de absentismo incluso. A este voto masivo y militante se le denomina eufemísticamente como “voto comunitario”. Pobre de aquel comunario que se aparte del redil, puede ser despojado del cupo de agua para riego u otro beneficio agrícola, sancionado con fuertes multas y/o sufrir la humillación del chicote en público. Los caciquillos del masismo han reemplazado la figura del patrón que exigía sumisión a los labriegos que tenía a su cargo. El viejo y odioso sistema feudal no ha cambiado mucho para los campesinos e indígenas que siguen convenientemente manipulados como en los años cincuenta cuando gobernaba el MNR de Paz Estenssoro. El MAS se parece cada vez más al MNR dicen los viejos entendidos.

A nadie le extrañó que en las nueve ciudades capitales se impusiera claramente el No, y uno podía observar, vía Twitter u otros medios, fotografías instantáneas de las pizarras donde se anotaban los resultados, con proporciones que doblaban o triplicaban a los votos oficialistas y la tendencia se consolidaba especialmente en el oriente y sur del país. En el departamento de Cochabamba, donde yo resido, en sus dos centros más poblados (ciudad capital y Quillacollo) el caudillo fue derrotado ampliamente. Sin embargo, a la mañana siguiente los resultados se revirtieron bruscamente en el cómputo departamental, con la llegada de las votaciones provinciales. Dada la proporción campo-ciudad que, según el último Censo de 2012, el 70% de los electores reside en las ciudades, es altamente sospechoso que el cómputo final haya arrojado una diferencia de casi diez puntos porcentuales a favor del Sí. El voto opositor fue escamoteado en oficinas del tribunal regional donde pese a las denuncias de volteo de actas y otras irregularidades se continuó con el escrutinio con toda normalidad.

Y ni hablar de las periódicas caídas del sistema operacional de la página web oficial, como si todo hubiera sido programado, no puede haber excusas de sobresaturación para un país con tan pocos habitantes donde ni el veinte por ciento de la población tiene acceso a internet. Fuera de eso, el lentísimo cómputo que sorprendió incluso a la comunidad internacional se presta para diversas interpretaciones. Ni qué decir del padrón electoral que está plagado de anomalías donde miles de electores duplicados pululan en sus listas y otros tantos de personas fallecidas continúan en los registros y seguramente votan todavía, que hasta los veedores de la OEA recomendaron una auditoría urgente.

El fraude estaba tan minuciosamente preparado que, de no mediar la vigilancia ciudadana, el seguimiento constante de los medios de comunicación y sobre todo la inmediatez de las redes sociales; el oficialismo se hubiera salido con la suya sin mayores sobresaltos. Los resultados preliminares fueron tan categóricos que hasta casi la totalidad de los analistas coincidieron en que la tendencia del No era irreversible, a pesar de las amenazas y pataletas del vicepresidente que salió a la palestra a ofrecer insólitas interpretaciones que desafiaban la mínima inteligencia, aparte de lanzar temerarias acusaciones de que la “derecha racista” estaba promoviendo el fraude al, supuestamente, querer impedir el conteo de las votaciones rurales. Quisieron volcar la torta a marchas forzadas pero no lo lograron.  

Casi tres días más tarde el presidente Morales acudió por fin a reconocer la derrota, aunque a regañadientes y sin mostrar un mínimo de humildad. Más bien se puso a explicar que su famoso “voto duro” había aumentado casi al 50 % y que solo habían perdido una batalla pero no la guerra. Y cuando el caudillo habla así no sirven las metáforas. Aunque dentro de sus cuarteles los jerarcas deben de estar muy preocupados, porque saben que perdieron humillantemente con amplia diferencia, a pesar de los resultados oficiales.  Luego que se esfuercen por convertir la derrota en victoria, sin apenas autocrítica y más bien echando la culpa a factores externos como el poder del imperialismo y la guerra sucia de la oposición, suena a preocupante amenaza de que se vienen tiempos más autoritarios y restrictivos. De hecho, ya está casi lista una ley para poner bozal a las redes sociales a título de regulación, similar a los métodos del régimen chino. No en vano, el caudillo acusó directamente de su derrota a estas plataformas, prácticamente las únicas libres en esta época de medios tradicionales enteramente funcionales o controlados por el gobierno.

El futuro pinta poco halagüeño para este país inmerso en sus seculares contradicciones y devorado por sus creencias atávicas que desafían el sentido común. Solo así se puede explicar que estemos gobernados por un inculto megalómano y por un iluminado maquiavélico ("si alguien de aquí a cinco, a diez años quiere venir a quitar el petróleo, la electricidad, pónganse sus cartuchos de dinamita y vayan a botarlos a patadas", arenga en un colegio de Potosí) que, según pasan los días, parecen reírse en la voluntad mayoritaria del pueblo, pues ya circulan rumores de que se están barajando alternativas o “estrategias envolventes” como diría el vicepresidente, para intentar otro asalto a la Constitución y alargar su permanencia en el poder. El caudillo, lejos de serenarse y dedicarse a gobernar de una vez acaba de desafiar con toda arrogancia a los de la oposición a que se animen a pedir un referendo revocatorio. Lo terrible es que no faltarán descerebrados que le sigan el juego. 

A modo de conclusión, no obstante los analistas internacionales coinciden en que el populismo está herido de muerte en el continente, y se apoyan en este revés del régimen evista al cual no dudan en calificar como el más exitoso del modelo; sin embargo, hay preocupantes señales de que Morales y los suyos no desocuparán Palacio Quemado por las buenas, como andan pregonando de que no son inquilinos y que han llegado para quedarse. Como está la situación, el referendo, lejos de ofrecer un panorama esclarecedor, más bien ha contribuido a generar un clima de intranquilidad, polarización e inestabilidad política que podrían conducir a nuevas rencillas y enfrentamientos. Todo es posible en la corte del rey chiquito.

Corolario.-  La evada de la ocasión: "Los que votaron Sí, le dijeron sí a Evo y los que No, dijeron: no te vayas Evo". 

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De EL PERRO ROJO (blog del autor), 27/02/2016

Crónicas bolivianas, historias del presente

HORACIO BERNADES

Cuando a mediados de los 60 el neoyorquino Gay Talese publicó en Esquire una crónica larguísima sobre un resfrío de Frank Sinatra, el llamado Nuevo Periodismo obtuvo una de sus actas de nacimiento. En ese momento quedó claro que lo real –ese fantasma– podía abordarse no sólo con datos, estadísticas y encuadres macro, sino también desde lo aparentemente nimio, lo tangencial, el más banal de los incidentes. En “Cholitas marinas”, una de las crónicas recopiladas por el editor Fernando Barrientos en Hora boliviana. Historias del país presente, el periodista argentino Nicolás G. Recoaro se retrotrae hasta la Guerra del Guano (1879), en la que Bolivia perdió su litoral marítimo a manos de Chile, para terminar registrando ese viejo sueño boliviano, la salida al mar, logrado gracias a un acuerdo reciente con el vecino Perú.

¿Alguien sabía que uno de los sitios donde hoy en día se practica la arquitectura más audaz y vanguardista es El Alto boliviano? El español Alex Ayala Ugarte da cuenta de ese fenómeno en “La arquitectura esquizofrénica”, crónica que abre Hora boliviana. El auge de la construcción, las ideas arquitectónicas heterodoxas y el estallido de colores son producto de la bonanza generada por una suerte de La Salada local, feria informal que reúne diez mil puestos de venta y mueve dos millones de dólares diarios. Venidos del campo, los nuevos ricos que hicieron su fortuna allí están habituados a dos cosas: los tejidos multicolores y el festejo con petardos. De ambas parecen haber surgido los edificios de El Alto, cuyo carácter explosivo dio nacimiento a la expresión “arquitectura cohetillo”.

En “Amarrados”, Roberto Navia Gabriel (Premio Internacional de Periodismo Rey de España 2014 por su notable crónica “Tribus de la Inquisición”, no incluida en este volumen) comparte, con cientos de pobladores del departamento amazónico de Beni, la larga marcha que en septiembre de 2011 los llevó al Palacio Quemado, sede del gobierno boliviano, en protesta por la construcción de una autopista que atraviesa el parque nacional conocido como Tipnis, amenazando la supervivencia de seis mil descendientes de pueblos originarios y dos mil especies de animales y árboles en extinción. Crónica ejemplar, la de Navia Gabriel parece dar cuenta de todo: el problema ecológico, el político (la marcha representó el enfrentamiento de Evo Morales, descendiente de pobladores originarios, con sus iguales) y el humano, con madres y niños como víctimas de una represión policial que no perdonó a nadie.

Pero tal como enseñara Talese, lo real no está hecho sólo de episodios medulares. Así, otras crónicas del libro compilado por Barrientos se hacen tiempo para narrar, en forma de diario, la evolución de la grave enfermedad muscular que sufre el propio autor del texto en cuestión, la floreciente economía cocalera de la zona del Chapare, las penurias de una familia de emigrados sometidos a trabajo esclavo, el auge y caída de la venta de DVDs pirata, los recuerdos del mejor amigo de Klaus Barbie o, faltaba más, los trabajos y los días de una familia de cazafantasmas, miembros del Centro de Investigación de Parapsicología y Ciencias Ocultas de Bolivia.

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De PERFIL, 26/02/2016


Imagen: Portada del libro

Sunday, February 28, 2016

Plaza del Estudiante

MIGUEL SÁNCHEZ-OSTIZ

A propósito de  Jean-Edern Hallier, recupero esta nota publicada el 27 de abril de 2009 en la anterior ubicación del blog.

EN ese edificio de la plaza del Estudiante, de La Paz, frente al monumento a Sucre, estaba el café donde se reunía, en los años setenta y comienzos de los ochenta, el nazi Klaus Barbie con el mercenario italiano Delle Chiaie y otros, que trabajaron para los servicios secretos españoles de 1976 y participaron en los crímenes nunca del todo aclarados de Montejurra.

Por cierto, que hace unos días, alguien con hábitos de hablar sobre seguro, me dijo que Sixto de Borbón había andado hacía no mucho por Santa Cruz de la Sierra, siempre en compañía de gente dudosa, que parece ser lo suyo.

En ese café se reunían paramilitares y golpistas, mercenarios argentinos e italianos, gentes de los servicios secretos franceses (Memorias del general francés Aussaresses, instructor de torturadores), y hasta españoles, junto a jóvenes airados con alma de parásitos sociales... figurantes todos de una novela boliviana que todavía nadie ha escrito.
Barbie vivió muchos años en Bolivia, lo nombraron teniente coronel honorario del ejército, hizo trabajos sucios y negocios más sucios todavía.

Solo fue detenido en 1986 y entregado a los franceses gracias a los esfuerzos de Gustavo Sánchez Salazar, El Chino, otro personaje de novela que escribió Criminal hasta el final, Klaus Barbie en Bolivia(1987). La participación de Barbie en el golpe de estado de García Meza y en la bárbara represión que lo acompañó, está más que comprobada.

De aquella época de los nazis en Bolivia va quedando muy poca memoria. Unos vivieron sin ocultarse en ciudades como La Paz, Cochabamba o Santa Cruz, otros se perdieron en el oriente. y fueron desapareciendo poco a poco. Uno de los últimos en fallecer fue Hans Ertl, el llamado "fotógrafo de Hitler", aunque tal vez no lo fuera.

Álvaro de Castro, guardaespaldas o lugarteniente de Barbie, suele caminar Prado arriba y abajo hecho una ruina andante, como un espectro. A veces para en la terraza que se instala delante del muy literario Hotel Copacabana.

En esa terraza que solo dura unas horas, en El Prado paceño, se suele reunir una gente de aspecto indeseable, expatriados, tránsfugas, alemanes, gringos, no precisamente izquierdistas, de mirada y maneras torvas, a la que un amigo califica, de manera benévola, como "de otra tradición".

Yo me figuro que el escritor Jean-Hedern Hallier, de vida de verdad estrepitosa, cuando viajó a La Paz, habría pasado por ese hotel o por el café de la Plaza del Estudiante. He preguntado mucho por él a gente que estuvo en la política en esa época y no he encontrado muchas pistas fiables. O no lo conocen o lo sitúan en ese café de la plaza, pero sin mucho fundamento.

Solo he conocido a un boliviano que lo hubiese tratado de manera directa, pero este lo conoció en París, en la brasserie de Saint-Germain, Chez Lipp. Chez Lipp queda muy lejos de Bolivia.
Es difícil seguir los pasos de Hallier, pero si algo de cierto hay en su vida es que no le hacía ascos a nada.

Su izquierdismo era una impostura o una fantasía, y es mucho más probable que en Bolivia hubiese intentado hacer contrabando de cocaína que política de resistencia. Nunca le levantaron la acusación de haberse quedado con dinero del MIR chileno.

Su paso por La Paz hay que situarlo a mediados de los setenta, en la dictadura de Bánzer, pero leyendo sus impresiones y fantasías bolivianas, estas son tan superficiales, tan de guía turística convencional, que estás tentado de pensar que no estuvo nunca. Hallier, otro crápula de la cultura cuya obra literaria se adelgaza a la par que crece su leyenda.

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De VIVIRDEBUENAGANA (blog del autor)

Friday, February 26, 2016

Emilio, las plumas y los cetros

ENRIQUE FERNÁNDEZ GARCÍA

La escritura es un oficio cuya ejecución, cuando resulta genuina, exenta de poses e irrisorio exhibicionismo, demanda soledad. Es posible que, como pasó con Borges y Bioy Casares, se presenten excepciones a esta regla. En esos casos, naturalmente, debe haber una sincronía que dos o más hombres no pueden ofrecer con frecuencia. Está claro que no me refiero a una proclama, porque, como es sabido, esa clase de composiciones admite varias manos en su elaboración. Pienso en los textos que tienen el mérito de reflejar la impronta del autor, las convicciones más irrefrenables, aun aquellos impulsos reprimidos por su pudor. No existe, pues, allí posibilidad de ser coautor. Cada uno será, por ende, responsable de las líneas que construya. Ello tiene validez no sólo en el campo estético, sino cuando la palabra lidia con las diferentes expresiones del poder.

Para Michel Onfray, hay dos tipos de filósofos. En primer lugar, tendríamos a los aficionados al poder, gente dispuesta al intercambio de ideas por privilegios. El propio Séneca, mucho tiempo guía de Nerón, estaría en este grupo, acompañando a Martin Heidegger y al Sartre colectivista. Por otro lado, nos toparíamos con quienes se resisten al sometimiento, rehusándose a reverenciar al gobernante o lanzar discursos fúnebres. Esta segunda tradición reconocería como representante a Camus, entre otros pensadores de alto vuelo. Por supuesto, la misma clasificación puede hacerse cuando analizamos a los escritores que se pronuncian acerca de las cuestiones políticas. En su más reciente obra, denominada De Orwell a Vargas Llosa, Emilio Martínez Cardona reflexiona sobre ambas especies que habitan el universo literario.

Entre los literatos que han entendido su labor política como una variante del vasallaje, sobresale Gabriel García Márquez. Su adicción al castrismo superó todo lo imaginable. No es casual, por tanto, que se le dediquen algunas líneas. Por otro lado, aunque sin una pizca del talento de quien compuso La hojarasca, Emilio juzga a Mario Benedetti, poetastro y homófobo, por citar apenas dos defectos, que no dudó en apoyar dictaduras tercermundistas. A propósito, si hubo alguien que mecería la censura por alentar esos experimentos disparatados, ése fue Eduardo Galeano. Por suerte, sus frases tan demagógicas cuanto pirotécnicas no sedujeron a nuestro autor. En este sentido, con la explicitud que posee un crítico sin cálculos pusilánimes, se lo condena de manera inmisericorde. Intoxicar a considerables sujetos, privándolos del sentido de responsabilidad y el pensamiento autónomo, no valía menos.

Pero, en esa relación entre la pluma y el cetro, fórmula que pertenece a Octavio Paz, hay también espacio para los escritores honorables. En el libro que comentamos, partimos y terminamos con seres de tal género. En efecto, George Orwell es un individuo que puso sus virtudes literarias en favor de la libertad. Es verdad que tomó las armas; sin embargo, su mayor legado son sus libros. Basta remirar Rebelión en la granja para comprobarlo. La misma esencia es compartida por Mario Vargas Llosa, quien, desde su abandono del socialismo, no ha dejado de atacar a los tiranos, demagogos e idiotas que, aunque parezca increíble, hasta ganan elecciones. El volumen valora a otros literatos, al igual que científicos, como Milton Friedman, bien evocado en sus páginas. Con todo, el común denominador es uno que distingue igualmente a nuestro ensayista: la imposibilidad de guardar silencio frente al abuso del poder.  

El autor es escritor, filósofo y abogado .

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De LOS TIEMPOS (Cochabamba), 26/02/2016

Imagen: Camus


Goyesca

FÉLIX DE AZÚA

A día de hoy no existe una opinión autorizada sobre la causa de que algunas izquierdas de este país sufran cíclicamente un ataque de insensatez y abracen el nacionalismo. Llevamos ya un montón de guerras civiles desatadas una y otra vez por una parte de la población que recibe un soplo divino según el cual su pueblo, en lugar de un campanario, se merece una torre Eiffel.

Los carlistas en el País Vasco, en Cataluña, en Navarra, no querían sino que a todos los españoles les entusiasmaran sus privilegios, caprichos y trajes regionales. Luego los republicanos federalistas decidieron que lo mejor era que cada cantón acuñara su moneda. Así hicieron los más descerebrados, los del cantón de Cartagena, que exigían el reconocimiento mundial de la nación murciana. Ramón Sender ganó el Nacional de Literatura de 1935 por una novela notable, Mr. Witt en el cantón, donde cuenta los últimos días del sitio de Cartagena. La novela se desluce un poco porque, incapaz de explicar tanta heroicidad, Sender se ayuda con unas muletas sentimentales. Los amores de Milagritos, estirados entre su marido y los titanes de la revolución, enturbia un relato con excelentes escenas de batalla naval a la inglesa.

Y ahora ha bastado una birria de elecciones para que los impares chicos de Podemos se descubran separatistas por inspiración del pajarito de Maduro. Sería otra pájara cartagenera si no fuera porque los batacazos sufridos por el PSOE al final lo han dejado federalista, ¡qué poca identidad, vive Dios! En la izquierda española está brotando una fauna del siglo XIX que nos autoriza a pedir que cambien lo de Podemos por Identifiquemos. ¿Alguien tiene una idea aceptable sobre este ramalazo castizo y recidivo de la izquierda? ¿O hay que llamar al psicoanalista argentino?

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De EL PAÍS, 28/12/2015


Imagen: Eju. tv. (Los fascistas movilizados)

Thursday, February 25, 2016

Cambiando ELN por FARC

GUSTAVO ÁLVAREZ GARDEAZÁBAL

El país, entretenido por primera vez en su historia en un lío de calzoncillos y asustado por la capacidad de engaño del presidente Santos, no ha reparado en un proceso que puede ser la semilla de la nueva guerra, si es que ésta se acaba.


Como el fundamento de la paz reside en quien vaya a quedarse con el negocio de la droga. Y como ese negocio con el paso de los años no solo sirvió para financiar a las Farc, sino también para aupar nuevos liderazgos y homogeneizar territorios, la posibilidad de la firma del acuerdo en La Habana está precipitando, lenta pero inexorablemente, un reemplazo de las Farc por el ELN.

Los elenos, luego de aquella cúspide de los secuestros en masa de Cali y de haber sido drásticos en no permitir negociar con droga, cayeron finalmente en el mismo espiral. Y ahora, cuando ven el vacío que van a dejar las Farc en ese negocio, están tomando posiciones y reemplazándola antes que se vaya.

En Antioquia, el Catatumbo y la Costa Pacífica, el fenómeno se está viviendo a plenitud. Y como en ambas regiones el negocio de la coca y del oro ilegal ha sido manejado por muchachones guerrillos que no tienen ninguna formación ni marxista ni católica, pero si una loca ambición de riqueza, el asunto se precipita.}

Enfrentarlos no parece misión de un Ejército acobardado ni herramienta de un presidente obcecado por el Nobel. Cambiar de gallardetes en una organización caduca cuando lo importante no es el uniforme sino la plata, les va a resultar muy fácil a faruchos y elenos.

Hacer la paz con las Farc para que los elenos los reemplacen es una estupidez. Volver al tiempo de la crueldad y los secuestros millonarios, mucho peor.

De ADN
BOGOTÁ, Febrero 22, 2016

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De DE OTROS MUNDOS (blog de Triunfo Arciniegas)

Fotografía: Cocaína y armas secuestradas en Santa Cruz, Bolivia

Literatura y crónica, gato por liebre

MARÍA SONIA CRISTOFF

La crónica es literatura. No deja de sorprenderme esa insistencia postulada hoy, implícita o explícitamente, por muchos. Hablo de la crónica sin agregados –ni literaria, ni de viajes, ni de autor, ni de otras etiquetas existentes o venideras–, es decir de la que surgió –y en el presente sigue– ligada a la práctica periodística. A veces escucho esa sentencia y me parece dicha por un gerente de marketing –“esta crónica es tan buena que entonces la pongo en el stand literario, que cotiza más”–, la escucho, quiero decir, como la frase de alguien acostumbrado a hablar de la calidad de las cosas, incluso a dictaminar esa calidad y a ponerle precio. Otras veces la escucho como dicha por alguien a quien le quedó pendiente un complejo de no escritor y que también, como el gerente de marketing, piensa que la literatura cotiza más.  

Creo que todas esas posturas –en el fondo no hacen más que intentar dar gato por liebre– deberían abandonar esas suposiciones y superposiciones engañosas y mirar las cosas de frente. Mirar y ver que la escritura literaria no está por encima de otras y, sobre todo, que aquello a lo que llamamos literatura es finalmente una convención, algo dictaminado por las instituciones de una época y por sus actores y no por la supremacía de los dioses ni mucho menos por la inmanencia de los textos. Precisamente pensar qué es aquello a lo que hoy llamamos literatura es la razón que en principio me condujo a cierta crónica, al terreno de la no ficción, porque la experimentación con lenguajes no ficcionales me pareció siempre una de las formas más interesantes de probar los límites de la práctica literaria, de dinamitarla para así evitar escribir en la estela de los novelones decimonónicos y rancios que se naturalizaron como lo que debemos entender por novela; de preguntarme, mientras narro, qué es eso que hoy llamamos literatura. Muchas veces, a falta de mejor nombre, llamo literatura de no ficción a ese modo de escribir, de experimentar, y soy consciente de la ambigüedad que de ahí se deriva, una ambigüedad que no me molesta sostener –mejor dicho, que me interesa sostener– cuando estoy pensando en la práctica literaria.  

Cuando escribo crónicas periodísticas, en cambio, prefiero mantenerme próxima a la postura de Rodolfo Walsh, quien siempre dejó bien clara la diferencia entre escritura periodística y literaria. Su Operación masacre podrá leerse como una novela –los efectos de lectura son otra cosa, a la que podré volver en otro contexto– pero, en su propuesta de escritura, las marcas periodísticas están ahí: no sólo la narración está sostenida por un yo que, de forma sutil, cuenta cómo va dejando de ser el escritor de relatos policiales a quien las cuestiones del mundo le interesan sólo como una posibilidad de jugar al ajedrez para ir transformándose en el periodista que quiere probar algo con respecto a ciertas cuestiones del mundo, sino que se plantea como una narración periodística que aspira a funcionar como denuncia en sede judicial. Y si hay algo que no compete a la literatura es la sede judicial, a la escritura literaria quiero decir, que no sabemos qué es aunque sí sabemos que es un territorio de absoluta libertad, dicho esto no como un ensueño de marfil sino como práctica en la cual el escritor conversa con precursores y tradiciones y fantasmas, pero no con fuentes ni con chequeadores de datos ni con manuales de ética ni con jueces ni querellantes. Por eso adhiero a quienes plantean su trabajo periodístico como tal, aun cuando desplieguen ahí las más elaboradas técnicas narrativas. El lugar desde el que se escribe la literatura es muy distinto, la búsqueda es otra. Ni mejor ni peor, sólo distinta.  

Me pregunto entonces de dónde vendrá aquella operación de sustitución de animalitos de la que hablaba antes, de dónde aquella operación gato-por-liebre. En gran parte, creo, del prólogo –y de las secuelas del prólogo– de Tom Wolfe a su ya canónica antología El nuevo periodismo, en el cual se sugiere más de una vez la adscripción literaria del género periodístico que entonces estaba impulsando. En cuanto al estado de cosas literario, ese mismo prólogo ya no sugiere sino que afirma algo que me parece bastante más inquietante: la única línea literaria que valdría la pena seguir ejercitando es el realismo de cuño decimonónico, esa forma que Tom Wolfe ve como una riqueza a explotar, como un botín que, inexplicablemente para él, iba siendo abandonado por los novelistas de su época, que en cambio se dedicaban a experimentar con formas que venían de las vanguardias de principio de siglo, del micromundo kafkiano, del psicoanálisis y líneas afines. Es precisamente ese programa de escribir literatura como si esos movimientos cuestionadores y transformadores que atravesaron el siglo XX no hubiesen existido el que más me inquieta, porque esa concepción de la literatura, ya sea que venga del nuevo periodismo o de las filas literarias mismas, es para mí la muerte de la literatura. En el sentido de su versión muerta, en la estela de aquellos novelones decimonónicos de los que hablaba antes. Y en las crónicas periodísticas que no se asumen como tales veo uno de sus intentos de supervivencia.  

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De ANFIBIA, 02/2016


Imagen: Durero, 1506

Wednesday, February 24, 2016

Los sicilianos se rebelan contra la Mafia

ANDER IZAGIRRE

Libero Grassi, dueño de una fábrica de pijamas y calzoncillos, publicó esta carta en el Giornale di Sicilia el 10 de enero de 1991: “Queridos extorsionadores: pueden ahorrarse las llamadas telefónicas amenazantes y los gastos en bombas y balas, porque no vamos a pagar el chantaje y estamos bajo protección policial. He construido esta fábrica con mis manos, es el trabajo de mi vida, y no pienso cerrarla”. En esa misma fecha acudió a una comisaría de Palermo y puso una denuncia contra los mafiosos que le visitaban y le llamaban. Algunos de ellos fueron detenidos. Como consecuencia de este gesto, Grassi solo vivió ocho meses más.

Durante esos últimos meses apareció en diarios, radios y televisiones, llamando a la rebelión cívica contra la Mafia. Una noche asaltaron su fábrica, se la destrozaron y le robaron la cantidad exacta de dinero que le reclamaban. Él siguió su empeño contra las amenazas, el miedo, incluso el desprecio: “Muchos clientes han dejado de venir a nuestra tienda. El presidente de la Asociación Industrial declaró que yo hacía demasiado ruido. Otros empresarios dicen que mancho la imagen de Sicilia, que la ropa sucia no hay que lavarla en público y que voy a los medios por afán de protagonismo. Ellos siguen pagando. Consideran que la Mafia es invencible. Comprendo el miedo, pero si todos colaboráramos con la policía y diéramos los nombres de quienes nos chantajean, la extorsión se acabaría pronto. Yo no soy un quijote, ni un moralista ni un apóstol. Solo quiero seguir tranquilamente mi camino”. El 29 de agosto de 1991, Grassi salió de su casa a las 7.30 de la mañana. Antes de llegar al coche, el mafioso Salvatore Madonia se le acercó y le pegó tres tiros en la cabeza.

Dos años antes, la Policía había descubierto un libro de cuentas de la familia Madonia con los detalles de las empresas a las que cobraban el pizzo, el chantaje mafioso: unos 150 negocios de un barrio de Palermo —restaurantes, concesionarios de coches, tiendas, talleres y fábricas—, que pagaban entre 150 y 7.000 dólares al mes. Ninguna de las 150 personas extorsionadas quiso dar ningún dato a la Policía sobre los chantajistas. Dos años más tarde tampoco hubo ninguna declaración sobre el asesinato de Grassi. Nadie vio nada.

“Cuando la Mafia mató a mi marido, muchos amigos dejaron de saludarme”, recuerda ahora Pina Maisano, de 83 años, viuda de Grassi. “Si nos cruzábamos por la calle, hacían como que no me conocían. Me quedé con un hijo y una hija y nadie me apoyó. Las asociaciones de empresarios callaron, los partidos políticos se desinteresaron, el Estado me ignoró. Me sentí muy sola. Fueron unos años de mucho desamparo. Hasta que decidí pasar al contraataque”.

Palermo despierta

Doce años después del asesinato de Grassi, una mañana las calles de Palermo aparecieron empapeladas con miles de adhesivos que decían: “Un pueblo que paga el pizzo es un pueblo sin dignidad”. Una periodista preguntó a Maisano si conocía a los autores de las pegatinas. “No, yo no los conocía, pero le dije a la periodista que para mí era como si fueran mis nietos”. Unos días más tarde, tres jóvenes fueron a visitarla y se le presentaron: “Pina, somos tus nietos”.

Edoardo Zaffuto, palermitano de 36 años, fue uno de los primeros integrantes del grupo Addio Pizzo (“adiós al chantaje”), uno de los nuevos “nietos” que se acercaron a Pina Maisano. Su compromiso por la lucha antimafia había brotado durante la adolescencia, poco después del asesinato de Grassi: “Los chicos y las chicas de mi edad crecimos en los años 80 con tiroteos diarios por las calles de Palermo, pero nunca hablábamos de la Mafia, ni en casa, ni en el colegio, ni entre los amigos. Hubo un momento clave que a muchos nos hizo despertar: las imágenes brutales del atentado contra el juez Falcone, que había condenado a cientos de mafiosos en el macrojuicio de Palermo, esas imágenes del cráter de la autopista y los coches destrozados”. Zaffuto tenía 15 años cuando los capos de Sicilia programaron aquel bombazo.

El detonador se lo dejaron al sicario Giovanni Brusca, el Matacristianos, responsable confeso de “muchos más de cien pero menos de doscientos asesinatos”. Porque sabían que Brusca no iba a dudar. El 23 de mayo de 1992, cuando la caravana de tres coches blindados pasó por el punto preciso, apretó el botón y explotaron quinientos kilos de TNT ocultos bajo la autopista. El primer automóvil voló setenta metros y cayó en un olivar, con los cuerpos despedazados de los escoltas Antonio Montinaro, Vito Schifani y Rocco Di Cillo. En el tercero, que resistió la sacudida, resultaron heridos otros tres escoltas. El segundo coche reventó y cayó al cráter abierto en el asfalto. En él quedaron malheridos el juez Giovanni Falcone y su mujer Francesca Morvillo, que morirían pocas horas después.

A las pocas semanas, el 19 de julio de 1992, Paolo Borsellino fue a visitar a su madre en un barrio de Palermo. Era otro de los jueces que había dirigido el macrojuicio, como mano derecha de Falcone. Cuando se acercaba al portal, explotó un coche cargado con cien kilos de TNT: murieron Borsellino y cinco escoltas. Su viuda organizó un funeral privado y prohibió que los políticos participasen: los jueces llevaban años lamentando la escasa implicación del Estado en la lucha contra la Mafia y hasta su complicidad con ella, se quejaban de los pocos recursos de los que disponían y del desamparo en el que habían muerto asesinados otros investigadores anteriores, como el juez Terranova, el prefecto Dalla Chiesa y hasta ocho periodistas sicilianos. “Morimos porque estamos solos”, había declarado Falcone. El historiador John Dickie, en su libro Cosa Nostra, afirma que el Estado italiano como tal nunca se enfrentó a la Mafia: la batalla la dio “una heroica minoría de jueces y policías, respaldados por otra minoría de políticos, miembros de la administración, periodistas y ciudadanos normales y corrientes”.

En las exequias por los cinco escoltas de Borsellino, una muchedumbre de policías de paisano y de ciudadanos palermitanos rompió el cordón de seguridad y entró en tromba a la catedral de Palermo para encararse con las autoridades. Al presidente de la República, Oscar Luigi Scalfaro, y al presidente del Gobierno, Giuliano Amato, zarandeados, insultados y ahogados por la avalancha, los sacaron del templo en volandas. “Fue el día en el que los sicilianos nos levantamos y acusamos a las autoridades, en su misma cara, de no hacer nada para proteger a los jueces y protegernos a nosotros. 

El Estado nos tenía abandonados”, recuerda Francesco Giglio, que ahora tiene 37 años y entonces era otro de esos adolescentes palermitanos que empezaba a desarrollar un compromiso antimafia. “Echamos a los políticos de la catedral porque solo nosotros teníamos derecho a llorar por nuestros hermanos, que habían muerto para liberarnos. En los días siguientes, algunos compañeros recorrimos las escuelas de la ciudad para pedir a los alumnos que marcharan con nosotros hasta el árbol de Falcone”. Ese árbol, situado frente a la casa del juez asesinado, se convirtió en núcleo de peregrinaciones: los palermitanos dejaron allí flores, mensajes, poemas, fotografías. “Por primera vez, la gente perdió el miedo de gritar su rabia contra la Mafia y contra las instituciones sordas y ciegas”, sigue Giglio. “Fue un momento de gloria. Tras muchos años de toques de queda y silencio institucional, mi ciudad volvió a nacer. Me sentí orgulloso de ser siciliano, como nunca me había sentido antes. Desde entonces, todo cambió”.

Apenas unos meses antes, a principios de 1992, se habían hecho firmes las sentencias del macrojuicio dirigido por Falcone y Borsellino. Tras muchos años de investigaciones, procesos y apelaciones, en un camino entorpecido a menudo desde las propias instituciones del Estado, las sentencias finales condenaron a 360 mafiosos. Y gracias a las revelaciones del capo arrepentido Tommaso Buscetta, demostraron que la Mafia funcionaba como una organización jerarquizada, regida por una comisión que decidía los crímenes principales, y que constituía un Estado paralelo infiltrado en las instituciones, los partidos políticos y los negocios. Hasta entonces, como explica Dickie, era frecuente que se negara la propia existencia de la Mafia: muchos políticos, empresarios o intelectuales consideraban que la violencia se debía a una mera cuestión de carácter siciliano, una tradición de grupos que funcionaban al margen de la ley con la “viril arrogancia de quien vela por sus intereses”, de gente violenta pero con un código de honor que incluso le confería cierto glamour.

Santino di Matteo, uno de los mafiosos que preparó el atentado contra Falcone, fue detenido y comenzó a colaborar con la justicia. Entonces el Matacristianos Brusca secuestró a su hijo, Giuseppe di Matteo, de 12 años, lo tuvo encerrado veintiséis meses y al final ordenó que lo estrangularan y lo disolvieran en una bañera de ácido nítrico. No fue el arrebato de un loco: fue una decisión colectiva de los líderes de la Mafia, coherente con su código de honor. El sicario que ahogó al niño lo explicó así ante un tribunal: “Yo era un soldado de la Cosa Nostra, obedecía órdenes y sabía que estrangulando a un niño podía hacer carrera. Estaba muy contento”. Este era el carácter sistemático y atroz de la Mafia que revelaron Falcone y Borsellino durante el macrojuicio. Por eso fueron asesinados a bombazos en los meses posteriores.

Esos atentados sacudieron Palermo como nunca antes. Miles de ciudadanos colgaron sábanas de los balcones en señal de protesta, trenzaron una cadena humana que cruzaba la ciudad y salieron en una marcha masiva contra la Mafia. Entre los manifestantes estaban Pina Maisano, pocos meses después de que asesinaran a su marido, y Edoardo Zaffuto, el adolescente que empezaba a abrir los ojos, impresionado por la brutalidad mafiosa. Sus caminos se entrelazarían doce años más tarde.

En esas manifestaciones hubo algo que conmovió al joven Zaffuto y que marcó el carácter de sus primeras militancias: “Por primera vez leí y escuché frases contra la Mafia. ¡De eso no se hablaba nunca! Pero cuando miles de personas fueron capaces de juntarse para protestar en voz alta, consiguieron una gran fuerza. Por eso, cuando empezamos nuestra campaña contra la extorsión, decidimos que primero debíamos romper el silencio”.

Así pues, el 29 de junio de 2004 siete jóvenes recorrieron de madrugada las calles de Palermo pegando miles de carteles: “Un pueblo que paga el pizzo es un pueblo sin dignidad”. Cuando los palermitanos despertaron y salieron a la calle, quedaron conmocionados con aquel grito antimafia que inundaba su ciudad. Al mediodía los informativos sicilianos abrieron con imágenes de las paredes empapeladas, por la tarde las autoridades improvisaron una rueda de prensa para mostrar su apoyo a los comerciantes que rechazaran el pizzo y la cámara de comercio anunció que pondría de nuevo en marcha el teléfono para recibir las denuncias confidenciales de empresarios chantajeados. El teléfono lo habían suspendido unas semanas antes porque nadie denunciaba nada.

“La mera palabra pizzo era tabú”, dice Zaffuto. “Nadie hacía comentarios sobre el chantaje cotidiano, pero unos pocos jóvenes empapelaron la ciudad con esa palabra y obligaron a que los medios, las autoridades y los ciudadanos hablaran sobre el asunto. Al nombrar el problema, empezamos a encararlo”. Así dieron continuidad al empeño de Borsellino, quien poco antes de ser asesinado declaró: “Hablad de la Mafia. Hablad de ella por la radio, por la televisión, por los periódicos, no paréis de hablar de ella”. El silencio y el miedo, explicaba el juez, componen el ecosistema ideal para que prospere la Cosa Nostra sin que nadie la moleste.

Comercios que no pagan

También Pina Maisano se empeña en divulgar las palabras de su marido, en propagar la voz rebelde que la Mafia quiso acallar con tres balazos. Es una mujer de 83 años, menuda, de pelo blanco y movimientos muy suaves, que se ha convertido en uno de los iconos de la resistencia cívica. Encabeza manifestaciones, concede entrevistas en los medios, viaja por escuelas de toda Italia para hablar con crudeza sobre los estragos de la Mafia y desmontar el glamour de los matones. En la sede de la organización Addio Pizzo, donde se reúne a menudo con sus “nietos”, señala una foto enmarcada: “Es la última que le hicieron a Libero, en una chalupa, en Mondello, dos días antes de que lo asesinaran”. Lo cuenta en un tono casi inaudible, con un cariño y una dulzura que estremecen. “Libero era un hombre muy valiente. Sabía muy bien lo que hacía, sabía que estaba condenado a muerte, pero tenía una conciencia aguda de la injusticia. No solo se negó a pagar el pizzo, sino que impulsó un movimiento contra la Mafia. Escribió en los diarios y fue a las televisiones. Rompió el silencio. Por eso lo mataron”.

“Yo tenía 16 años cuando asesinaron a Libero Grassi”, recuerda Zaffuto, de pie junto a la viuda. “Entonces en Palermo se asumía que si no pagabas a los mafiosos, seguramente te destruirían el negocio o te matarían. Era lo normal. Hasta 2004 apenas nadie denunciaba las extorsiones a la policía. Para dar la vuelta a tanta resignación, era necesario que muchos comerciantes se rebelaran al mismo tiempo y que tuvieran una protección de la sociedad”. Tras la campaña de los adhesivos, los jóvenes de Addio Pizzo tantearon en 2005 a aquellos empresarios y comerciantes palermitanos que parecían dispuestos a rechazar el chantaje públicamente. Pidieron a Maisano que presidiera una comisión de garantías: un grupo de jueces, escritores, periodistas, sacerdotes y otras personalidades palermitanas que apoyaban la iniciativa. Maisano aceptó y en 2006 presentaron la primera lista de cien empresas y comercios que decían no a la Mafia.

“Vivimos un momento crítico cuando los mafiosos quemaron la ferretería Guajana, uno de los negocios de la lista”, explica Zaffuto. “Ahí se jugó nuestra credibilidad como garantía antimafia. Pero la reacción fue muy buena: teníamos mucho eco en los medios y conseguimos presionar al Gobierno para que diera un nuevo local a Guajana, como preveía la ley, pero para que lo hiciera inmediatamente. La respuesta rápida era clave”. Gracias a un apoyo social cada vez mayor, el activista cree que están derrotando el miedo paso a paso: “Ningún comercio adherido al Addio Pizzo volvió a sufrir ataques. A la Mafia le interesa la discreción, no le conviene atacar a una iniciativa que hace mucho ruido en la sociedad. Tres mafiosos detenidos explicaron ante el juez que existía una orden de dejar en paz a nuestros comercios. Así que poner el adhesivo de comercio afiliado al Addio Pizzo en el escaparate ya no es exponerse a un ataque, sino la mejor manera de defenderse”.

Addio Pizzo también edita una guía de “consumo crítico”, en la que aparecen los negocios que no pagan a la Mafia: “Pedimos a los palermitanos que consuman en esas tiendas. Es una decisión ética: así apoyan a los valientes, animan a que se sumen más comercios y dejan de financiar a la Mafia. Porque cuando los ciudadanos consumimos en una panadería, una carnicería, una sala de cine o una librería que paga el pizzo, una parte de nuestro dinero acaba llegando a la Cosa Nostra”.

Andrea, un palermitano de 40 años que prefiere ocultar su verdadero nombre, abrió un pequeño restaurante en el centro de la ciudad a principios de 2012. Asegura que no paga el chantaje: “Los de mi generación ya no funcionamos con la mentalidad tradicional. Tenemos formación universitaria, conocemos nuestros derechos, sabemos la importancia de una economía legal… En otros barrios de Palermo, donde la vida sigue siendo más cerrada, casi todos los comerciantes pagan el pizzo. Pero los negocios más modernos del centro no lo hacemos. La sociedad está cambiando. Si yo recibiera alguna extorsión, iría inmediatamente a poner una denuncia. Por suerte, los jueces y la policía luchan contra la Mafia con más decisión que hace veinte años, que en tiempos de Libero Grassi, y los mafiosos han perdido fuerza en las calles”.

Con un creciente número de denuncias, con su poderío militar debilitado por las instituciones y por la resistencia ciudadana, los nuevos capos renunciaron a los atentados callejeros y desplazaron sus negocios a los tráficos ilegales, las finanzas y los altos despachos. “Pero en la calle tampoco podemos cantar victoria. La mayoría de los negocios de Palermo sigue pagando el pizzo”, dice Zaffuto. “Cambiar la mentalidad exige un trabajo enorme: para una panadería de barrio que lleva cincuenta años pagándola, la extorsión ya está incorporada como un impuesto más, no la consideran anormal”.

En cualquier caso, los avances son considerables. Si en la primera guía publicada en 2006 aparecían cien comercios de Palermo que rechazaban el pizzo, en la última, de 2011, ya son más de setecientos.

Macarrones libres de mafia

Los sicilianos también pueden comprar “macarrones libres de Mafia”. Y vino, aceite, legumbres o mermelada. Los encuentran, por ejemplo, en la Tienda de la Legalidad, donde se venden productos elaborados por cooperativas agrícolas muy peculiares: cultivan tierras incautadas a la Cosa Nostra, no pagan chantajes y así lo proclaman en sus envases. La Tienda de la Legalidad es una casa confiscada a Bernardo Provenzano, el capo de todos los capos, detenido en 2006. Y está situada en Corleone.
“Todo el mundo relaciona Corleone con la Mafia. Es una relación innegable, como en tantos otros lugares de Sicilia, y encima le pusieron nuestro nombre al capo de El Padrino… Pero lo verdaderamente específico de este pueblo es la antimafia: aquí han nacido algunas de las luchas cívicas más valientes”, explica Massimiliana Fontana, gerente del CIDMA (Centro Internacional de Documentación sobre la Mafia y la Antimafia), una institución situada en este pueblo del que salieron los capos más sangrientos del siglo XX: Navarra, Leggio,Riina y Provenzano.

La historia de Corleone, una pequeña ciudad agrícola y ganadera de la provincia de Palermo, representa un ejemplo ideal para ver cómo la Mafia ha tiranizado a los sicilianos y cómo en los últimos años se están sacudiendo esa opresión.

El viajero inglés W. A. Paton describió Corleone en 1897 como un pueblo de “mujeres pálidas y anémicas, hombres de ojos hundidos, niños anormales y andrajosos que mendigaban pan, gruñendo con voz ronca como viejos cansados del mundo”. El interior rural de Sicilia, según los informes de la época, era una región de miseria, hambre, analfabetismo, malaria, en la que los campesinos vivían sometidos a los terratenientes en condiciones cercanas a la esclavitud. Una organización militarizada velaba por mantener esa situación de dominio feudal: los primeros grupos mafiosos.

Los terratenientes vivían en sus palacios de Palermo y encargaban la administración de las tierras a losgabelloti, unos intermediarios tiránicos que cobraban las rentas, se quedaban con parte de ellas, extorsionaban a los campesinos, organizaban bandas de asaltantes y cuatreros, y asesinaban a quien hiciera falta para controlar el comercio de alimentos con la ciudad. Como relata Dickie, el recién nacido Estado italiano fue incapaz de imponer una fuerza legal y democrática en la remota Sicilia, así que los capataces rurales se instalaron en ese vacío, formaron bandas violentas, se extendieron de negocio en negocio y se especializaron hasta constituir una eficaz “industria de la violencia”, un gremio más del sector servicios siciliano: si un agricultor o un comerciante quería que sus negocios prosperaran, que nadie destruyera las cosechas ni asaltara los transportes, debía contratar los servicios de “protección” de los mafiosos. En las siguientes décadas, este sistema de chantaje y violencia se fue consolidando como una gran estructura de familias coordinadas y dirigidas por una comisión central. Se infiltró en las ciudades, controló ayuntamientos, saqueó fondos públicos, manejó empresas, se apoderó de grandes negocios como el de la construcción y dio el salto al tráfico mundial de drogas y armas. Por el camino cayeron cientos y cientos de cadáveres, los de cualquier persona que se opusiera a sus negocios.

El Estado italiano recién nacido tampoco fue capaz de proveer un bienestar mínimo para los sicilianos. Por eso, ante el paro, la pobreza y la falta de oportunidades, la Mafia cultivó una imagen de organización preocupada por los suyos, que daba trabajo y protección a sus paisanos, que defendía valores como la familia, la lealtad y el honor. Esa propaganda moral sedujo a muchos sectores de la sociedad. Y maquilló un sistema de opresión implacable, cuyos únicos criterios eran la acumulación de riqueza y poder. La Cosa Nostra concedía favores a cambio de una sumisión absoluta, imponía la extorsión y el silencio obligatorio, establecía pactos de corrupción y complicidad con los poderes políticos, fueran del color que fueran, y asesinaba a cualquiera que incordiara.

Algunas de las primeras rebeldías brotaron precisamente en Corleone. En la década de 1890, Sicilia vivió una proliferación de los llamados fascios, embriones de los actuales sindicatos: eran ligas locales de campesinos y mineros, inspirados en una amalgama de ideas socialistas, cristianas y democráticas, que peleaban por mejorar las atroces condiciones laborales de la época. En Corleone, la hermandad de campesinos estaba liderada por Bernardino Verro, un funcionario municipal que fue despedido por denunciar el poder abusivo de los mafiosos y los terratenientes. Predicaba el socialismo, la unión de los trabajadores y la igualdad de hombres y mujeres. Y montó una iniciativa que atacaba directamente a la Cosa Nostra: dirigió una cooperativa agrícola en la que los propios socios arrendaban la tierra, la gestionaban, se repartían los beneficios de manera equitativa y prescindían de los intermediarios mafiosos. Los corleoneses, entusiasmados por este sistema más justo y libre, votaron en masa por Verro y lo convirtieron en alcalde de Corleone en 1914. Un año más tarde, varios sicarios lo mataron a tiros en una calle del pueblo.

Así se inauguró la tradición mafiosa de asesinar a quienes luchaban por los derechos de los trabajadores. En 1948, el sindicalista corleonés Placido Rizzotto, impulsor de una campaña para que los campesinos sicilianos obtuvieran la propiedad de las tierras, fue secuestrado, asesinado y arrojado a una sima en las montañas. Sus restos no se encontraron hasta 2009 y no se pudieron identificar hasta marzo de 2012. La noche del asesinato, un pastor de 13 años llamado Giuseppe Letizia, que cuidaba su rebaño, presenció el crimen. Al día siguiente su padre lo encontró tirado en el campo, delirando, con fiebre alta, y lo llevó al hospital. Allí, cuando empezó a recuperarse, el niño relató el asesinato. Y a las pocas horas murió tras recibir una inyección letal. El director del hospital era el doctor Michele Navarra, el capo de Corleone. El médico que atendía al niño bajo las órdenes de Navarra abandonó su puesto de trabajo y a los pocos días emigró a Australia.

En esos años de la posguerra mundial se estaba gestando la terrible dinastía corleonesa. A Navarra lo mató en 1956 su vecino y antiguo subordinado Luciano Leggio, que así se convirtió en el nuevo capo. A partir de los años 70, a Leggio lo sucedieron sus socios Totò Riina y Bernardo Provenzano. Los corleoneses dirigieron el “saqueo de Palermo” (la fiebre de construcción salvaje que arruinó la capital siciliana, con la ayuda de los alcaldes corruptos Salvo Lima y Vito Ciancimino) y después, con el propósito de dominar en exclusiva el tráfico mundial de heroína, lanzaron una guerra de liquidación contra las facciones mafiosas rivales, que dejó más de mil muertos en apenas dos años, entre 1981 y 1983.

La campaña de exterminio les dio el poder pero acabó volviéndose en su contra. Uno de los enemigos a los que derrotaron fue Tommaso Buscetta, capo de los dos mundos, emperador de la heroína en Sicilia y América: los corleoneses le mataron dos hijos, un hermano, un yerno, un cuñado y cuatro sobrinos. Cuando fue apresado en 1983, Buscetta decidió vengarse testificando contra los corleoneses. Pidió una entrevista con el juez Falcone y empezó a desvelar el entramado de la Mafia como nunca nadie había hecho antes. Así arrancaron las investigaciones del macrojuicio de Falcone y Borsellino, que acabaron con cientos de mafiosos condenados y con la organización muy dañada.

En diversas épocas, los capos corleoneses fueron detenidos y condenados a cadena perpetua: Leggio en 1974, Riina en 1993 y Provenzano en 2006. Con los grandes nombres de la Mafia entre rejas, los vecinos de Corleone se empeñaron en rescatar los grandes nombres de la antimafia. En 2001 unos jóvenes agricultores del pueblo se atrevieron a cultivar terrenos incautados a la Cosa Nostra, y a su cooperativa le dieron el nombre de Placido Rizzotto, el sindicalista corleonés asesinado y olvidado en una sima durante seis décadas.

Esta singular iniciativa de las cooperativas antimafia también surgió como una reacción ciudadana tras los asesinatos de Falcone y Borsellino. El sacerdote Luigi Ciotti, conocido en Italia por su trayectoria de luchas sociales, aprovechó las protestas masivas de Palermo para proponer un plan contra el crimen organizado. Recogió un millón de firmas en todo el país, consiguió que se convocara un referéndum y que en 1996 se promulgara una ley: la que permite que los bienes confiscados a la Cosa Nostra sean cedidos a organizaciones con fines sociales. También fundó Libera, una red antimafia que hoy une a más de 1.500 asociaciones, sindicatos y escuelas de toda Italia. En esos años nació el proyecto de especializar Corleone como ciudad antimafia: allí fundaron el Centro Internacional de Documentación de la Mafia, montaron la Tienda de la Legalidad en una casa confiscada al capo Provenzano y una casa rural en terrenos incautados a Riina, dedicaron una plaza a Falcone y Borsellino…

En ese ambiente de reacción social contra la Mafia, los quince agricultores de la cooperativa Rizzotto se unieron para enfrentarse al miedo. “Al principio resultó muy difícil”, explica Simona Sgroi, palermitana de 32 años y miembro de Libera. “Nadie del pueblo se atrevía a trabajar en terrenos confiscados al capo Riina, nadie quiso dejar en alquiler una máquina cosechadora a la cooperativa, después los mafiosos les quemaron los tractores…”. Pero mantuvieron el pulso hasta ganar la batalla del arraigo social: “La gente del pueblo empezó a ver que la cooperativa les hacía contratos, que por fin cotizaban, tenían seguro médico y derechos laborales, no como cuando mandaban los mafiosos. Vieron que una economía limpia les beneficiaba”, explica Sgroi. “Además las cooperativas salen en los medios de comunicación, en verano llegan voluntarios de toda Italia para la cosecha, y a los mafiosos no les compensa meterse con un movimiento tan popular. La repercusión es el mejor escudo. A la Mafia se la derrota cuando se quiebra el silencio”. Los agricultores antimafia llevan años aumentando la producción, venden en supermercados de toda Italia y han comenzado a exportar vino y pasta.

Incluso conquistan símbolos. Muchos de ellos se forman ahora en el Instituto Profesional para la Agricultura, en Corleone, que tiene una sede asombrosa: una villa con torres, jardines, suelos de mármol y muebles de maderas nobles. Es una mansión confiscada a Totò Riina, el capo que dirigió la guerra mafiosa de los mil muertos, que dominó el negocio de la heroína y que se encargaba de estrangular personalmente a sus víctimas después de que sus sicarios las torturaran. Riina fue precisamente quien ordenó las matanzas de los jueces Falcone y Borsellino. Pero no calculó que del cráter dejado por sus bombas emergería un movimiento antimafia capaz de perseguirlo, encarcelarlo, confiscarle los bienes y hasta de convertir su suntuoso palacio en un centro de educación pública.

El Ayuntamiento de Corleone recicló los salones de los narcotraficantes en aulas para agricultores, en un gesto de democracia simple y cotidiana. Y así lanzó un mensaje poderoso: la sociedad siciliana empieza a recuperar los recursos y la libertad que la Mafia le ha vampirizado durante siglos.

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De PERIODISMO NARRATIVO EN LATINOAMÉRICA (originalmente JOT DOWN), 20/02/2016

Imagen: Afiche de Excellent Cadavers (Ricky Tognazzi, 1999)

Tuesday, February 23, 2016

What Was The Point Of Verdun?

PAUL JANKOWSKI

One hundred years ago, on Feb. 21, 1916, 1,200 German artillery pieces began firing on French positions around Verdun, the ancient fortress town on the Meuse River in eastern France.
It was the middle of World War I , and the fighting all along the Western Front that ran between the Channel and the Alps had settled into a static confrontation of men, planes and guns — guns, above all. That day the Germans dropped a million shells onto the forts, forests and ravines around Verdun, and in the 10 months that followed, 60 million more would fall in the area. By then the French had stopped the German advance and even recovered most of the terrain they had lost, reduced by then to a lunar landscape bereft of vegetable or animal life. And 300,000 men had died.
What exactly are we commemorating when we gather at the forts, shell-holes and monuments of the former battlefield? We like our battles to have a beginning and an end, to mark a moment and leave a meaning that posterity can grasp and visitors can celebrate — usually, a symbolic or strategic turning point, when one side loses the initiative and never regains it, as at Gettysburg or Stalingrad.
We won’t find it at Verdun. The French won a great moral victory — the last, in fact, that their arms would ever achieve — but it did not significantly weaken one side more than the other, alter the strategic picture, or determine the outcome of the war. Verdun declines to boast such significance. There is little to celebrate, and we wander its hills today only as pilgrims to a site of immense suffering.
On Sunday an expanded and renovated museum will reopen on the site of one of the ruined villages; later this year, President François Hollande and Chancellor Angela Merkel will inaugurate it officially, and add their names to the long list of dignitaries who came before them. They will say what President François Mitterrand and Chancellor Helmut Kohl said when theyvisited in 1984 and clasped hands before the great ossuary that holds the shattered remains of the dead — that this must never happen again, that this cannot happen again.
They will speak of Europe. French heads of state here once spoke of national unity, of patriotism, of resistance, of heroism. Away from Verdun, authors and survivors wrote of all that and much more. Germans wrote of noble failure, of brave soldiers betrayed by a cynical or inept high command. Some spoke of it in cautionary terms, as a military folly to be avoided at all costs. Never again, wrote one of the architects of the German blitzkrieg of World War II, Heinz Guderian. “I do not want a second Verdun there,” Hitler said of Stalingrad in November 1942, as though to condemn in advance the protracted siege warfare that would cost him his entire Sixth Army.
What, the visitor asks, is the meaning of what happened? Like all battlefields, Verdun is silent.
Between an older narrative of heroism and a more recent one of pointless slaughter lies an ocean of ambiguity, mingling grandeur with absurdity. Through 1916 French and German losses kept climbing in a macabre pas de deux. Under a sky illuminated by shellfire, in ravines and on hillsides denuded of natural or man-made cover, huddled in what was left of their trenches, the French and Germans lived Verdun in the same way. They used the same words to describe it — “L’Enfer,” “Die Hölle von Verdun” — and spoke too of entering another world, severed from the one they had left behind, and pervaded perhaps by an evil presence. Yes, the French stopped the German offensive on the Meuse. But so what?
To a historian 100 years later, Verdun does yield a meaning, in a way a darkly ironic one. Neither Erich von Falkenhayn, the chief of the German General Staff, nor his French counterpart, Joseph Joffre, had ever envisaged a climactic, decisive battle at Verdun. They had attacked and defended with their eyes elsewhere on the front, and had thought of the fight initially as secondary, as ancillary to their wider strategic goals. And then it became a primary affair, self-sustaining and endless. They had aspired to control it. Instead it had controlled them. In that sense Verdun truly was iconic, the symbolic battle of the Great War of 1914-18.
Paul Jankowski, a professor of history at Brandeis University, is the author of “Verdun: The Longest Battle of the Great War.”
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De THE NEW YORK TIMES, 21/02/2016

Fotografía: French troops under shellfire during the Battle of Verdun. CreditGeneral Photographic Agency/Getty Images


Teoría y práctica del dietari (Descouilles, trade mark)

MIGUEL SÁNCHEZ-OSTIZ

Gamberrada cierto, cierto, o autocrítica feroz, que también, del caminante solitario, mano a mano entre el flâneur famoso y el flambeur, en el rumbo mañanero de Aizkolegi, que igual están (ambos) cansados de lidiar con ellos mismos puestos en escena, con Blaise Pascal o sin él. Me pregunto si ahora mismo las anotaciones diarias de Facebook y la aportación de imágenes no sustituyen con ventaja una escritura que de privada no tiene ni la más ligera intención. Diario volátil el mío, quedó dicho, efímero también, que por milagro encuentra unos lectores que no me gustaría se sintieran engañados.
Creo que detrás de un diario/dietario tiene que haber un proyecto de vida, una vida a secas que merezca la pena, un combate, no sé, con uno mismo, con el medio, por mucha farfolla literaria o novelesca que le eches encima. Ahora mismo solo leo con gusto lo que escribe en la Red el escritor chileno Jorge Muzam o las crónicas de vida del boliviano Claudio Ferrufino-Coqueugniot, en los que veo esa tensión de la que hablo y ese entusiamo por la vida y la literatura sin dengues agónicos. Leí con entusiasmo a Torrente Ballester, en sus Cuadernos de la Romana, y a Claude Roy, y también a Umbral, cuando hablaba de sí mismo porque uno de los obejtivos más claros de su obra fue la construcción de un yo literario, de un yo a secas. Diarios o dietarios o lo que gusten llamarles, que me da igual, porque no como de ese prurito entomológico, que cito a la carrera, sin detenerme aquí en más detalles porque lo hago en las páginas finales de Con rumbo a no sé donde que mañana, con el solsticio, terminaré.


Publicado originalmente en el blog del autor: Vivir de buena gana, 20/12/2015      

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De PLUMAS HISPANOAMERICANAS, 20/12/2015


Monday, February 22, 2016

The literary heavyweight

JANAN GANESH

Herman Melville, Gertrude Stein, Edward Gibbon, Thomas Malory, Thomas Mann, Albert Camus, bel canto opera, French classical music, the myth of Sisyphus. To survive the first five paragraphs of “Ahab and Nemesis”, AJ Liebling’s most acclaimed essay, a reader needs a passing acquaintance with all of these. The wonder is not Liebling’s erudition. Star turns at the mid-20th century New Yorker, especially those reared among the eastern seaboard’s cognoscenti, were meant to know such things.
The wonder is the subject to which all this learning was put. “Ahab” is Archie Moore, a skilled but fading boxer up against Rocky Marciano, his unbeaten nemesis, for a world heavyweight title in 1955. Liebling was a gourmand and a war reporter decorated by the French state for his coverage of resistance and liberation. He had one of those squat, bulbous bodies that seem to serve as padding for the higher faculties of mind and palate.
At this point, it is customary to write something like: “It takes some feat to find a less probable devotee of the sweet science” but, really, it is no feat at all. Liebling was drawn to boxing, but so were Joyce Carol Oates and William Hazlitt, neither of whom is easily pictured doing high-speed pad work amid buckets of bloodied spit in a basement gym. George Bernard Shaw wrote a novel about the sport (Cashel Byron’s Profession, 1882). James Baldwin covered Floyd Patterson’s 1962 fight with Sonny Liston. Current New Yorker editor David Remnick published a book about Muhammad Ali (King of the World, 1999) in between lighter subjects such as Barack Obama and Russia. All but one or two of Norman Mailer’s novels cringe with inadequacy next to The Fight, his account of Ali’s 1974 showdown with George Foreman in Zaire. Gay Talese, George Plimpton, Hunter Thompson: all thrived at the intersection of professionalised violence and literary journalism.
The first rule of fight club is that you write about fight club, a lot. No sport has been chronicled in greater depth or quality than boxing. There is some famous baseball prose by Don DeLillo, among others. Cricket yielded a great book (CLR James’s Beyond a Boundary, 1963) and tennis a great essay (David Foster Wallace’s “Federer as Religious Experience”, 2006). Football has amassed something of a canon over the past 20 years but nothing commensurate with the game’s imperial presence in the world.
Boxing does not vie for the attention of writers with other sports, but is on another plane with war and romance. It is clear that just one exponent of ringcraft — Ali, nowadays forced by Parkinson’s disease to let others tell his story — has inspired a more distinguished bibliography than entire human pursuits. The waterfall of words continues to cascade: Davis Miller, whose previous works include The Tao of Muhammad Ali (1996), has chronicled his friendship with the afflicted icon inApproaching Ali, published next month, which is also when the author’s co-curated Ali exhibition, I Am The Greatest, opens at The O2 in London.
Less clear is exactly why, over every other pugilist, Ali remains the focus of so much literary talent. His claim as the greatest does not command unanimity within the sport. Sugar Ray Robinson tends to be the aficionado’s pick. Prewar fighters Joe Louis and Willie Pep (such a virtuoso of feints and lateral movement that he reputedly once won a round without attempting a punch) are in the conversation. True, Ali’s élan inside the ring lent itself to descriptive prose: it was a reminder, if outsiders needed it, that boxing is more technique than brawn, less about hitting than not getting hit. But Sugar Ray Leonard, Pernell Whitaker and the best of our time, Floyd Mayweather, were also luminous stylists.
It is not even clear that Ali lived the most dramatic life in boxing history. Digressions in the Remnick book reveal Liston (“who’d never gotten a favor out of life and never given one out”) to have the more horrifyingly irresistible story, one that weighs a few years of glory against many more of humiliation in a country that hated the fact it could produce someone so broken and so capable of breaking others. Ali has “lived the life of one hundred men”, as he keeps telling Miller. But Jack Johnson, Roberto Durán and Mike Tyson also charted the extremes of human experience.
Easy to forget, too, that boxing was already receding in American life by the time Ali arrived. It was before the second world war and immediately after it that the sport was truly central. As early as the 1950s, there was a wistful pang in Liebling’s writing as he gazed at ringside seats that would have been filled with dignitaries a decade or two earlier.
Still, Ali might be known to more people in the world than anyone of the past half-century and, whether as a symbol of black emancipation or sporting mastery or rock ’n’ roll charisma, he is a straightforward hero to many of them.
However, a close reading of the prose devoted to him suggests that writers are drawn to something different: not his heroism but nearly the opposite of that, his moral ambiguity. There has always been a difference between Ali as perceived by the multitudes and Ali as rendered by embedded scribes. They pick up on a cruel streak that spurred him to hound Liston as someone less than human and Frazier, a product of pre-civil rights South Carolina, as an “Uncle Tom”. Frazier’s ordeal at the hands of people who took their cue from Ali included death threats and the necessity of police protection for his family. It is tougher to read about than the most heinous slugfest inside a ring.
In the work of Hugh McIlvanney, Britain’s greatest living boxing writer, Ali is acknowledged as the “Alpha and Omega” (his aunt Coretta Clay’s phrase) but real affection is reserved for others, Frazier and the anti-sectarian Irishman Barry McGuigan among them. Mailer, happily wading into another race’s internal politics with all the restraint of a man who once made a gonzo bid for the New York mayoralty, goes even further in The Fight. Foreman emerges as gloweringly taciturn but honourable. Ali, by contrast, fails to dazzle Mailer with wit (“It is difficult to decide how much of the language is his own”) or authenticity (“Foreman could be mistaken for African long before Ali”). There are passages where it is hard to tell whether Ali has come to Zaire to fight Foreman or to impress Mailer.
Long-form writers deal in nuance, the teasing out of contradictions over thousands of words. Ali was the ideal muse. Other fighters were too monstrous (Liston, Tyson) or too vanilla (Patterson, Marciano), at least outwardly. Ali’s blend of the chivalric and the malevolent, charm and braggadocio, made for rich copy. For outsiders to the sport, his racial and religious consciousness, right down to the change of name from Cassius Clay after the first Liston fight, is what makes him interesting. But it is poorly understood. Writers find him magnetic precisely because he was never a saint.
The contrast with some of his heirs is telling. There is a Lennox Lewis-sized hole in boxing literature but it is a wholly explicable one once you understand what turns writers on. Lewis was perhaps the purest technician in the heavyweight division since Ali’s era. He won world titles and retired with a healthy body, mind and cash pile. Something about this purring machine riled writers, though, who only addressed him as a subject to bemoan his lack of thunder.
The kind interpretation is that boxing’s literati — people who could be writing about world affairs, art treasures, metaphysics — have high standards when it comes to valour in the ring and charisma outside it. The darker possibility is that they are privileged voyeurs. They flock to the sport for the same reason that a certain kind of foreign correspondent asks for the trickiest banana republic postings: it gives them access to poor, wild, dysfunctional humanity at minimal risk to themselves. The clinical serenity of a Lewis must be a terrible disappointment to them.
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In a book that was decades in the construction, the journalist Christopher Booker argued that all stories in all literature conform to at least one of Seven Basic Plots. Ali’s life conforms to them all: Overcoming the Monster (Liston, Foreman), Rags to Riches, the Quest, Voyage and Return (Zaire and then Manila, where he fought Frazier), Comedy (“I hospitalised a brick/I’m so mean I make medicine sick”), Tragedy (the withdrawal of his boxing licence during his peak years for resisting the Vietnam draft, his imprisonment by Parkinson’s) and Rebirth (his defeat of Foreman at the age of 32). Just as you wonder what Miller could possibly add to the Everest of prose, his new book gives you an intimate glimpse of Tragic Ali: a man of once-uncontainable animation now locked behind facial features that do not move “one-tenth of an inch”.
It has become pat to say writers turn to Ali because his story offers the possibilities that only usually exist in fiction. If anything, that undersells him and overrates fiction. Novelists have total freedom, in theory, but their lived reality is more bounded than that. They cannot concoct a protagonist who has something of the epic about him without exposing their work to slurs of middlebrow-ness. It is somehow unliterary. Fiction is the art of encoding universal themes into characters flawed and accessible enough for anyone to recognise in themselves. To conjure a spectacular individual doing sensational things is for hacks and hysterics.
The Great American Novels dwell on small people. Augie March shambles picaresquely through Saul Bellow’s Chicago, stealing books for an education, being henpecked here and there. Philip Roth wrote about sexual neurotics and ostracised professors. John Updike defined his work as “giving the mundane its beautiful due”. His Rabbit series is a study in provincial marginalia. He left New York for a small town to get a better handle on quotidian life. Even Melville’s Captain Ahab is just an ageing whaler with a peg leg.
As an aesthetic convention, this ban on superstar protagonists in fiction makes sense. Where is the skill in making a plainly dramatic individual seem dramatic? But it must also create a huge unfulfilled desire among writers to let loose. These are the people most equipped to capture individual greatness — to make it sing — but their profession’s tastes and sensibilities deter them from doing so, which is why they end up cramming so much improbable meaning into characters you would not look twice at if they came to life and walked into your train carriage.
Ali is their escape. He is epic but real, so they can write about him. If Mailer had penned a novel about a poor Kentucky boy whose athletic prowess and personal radiance made him as world-famous as the sun, as politically sensational as any guerrilla, he would have been laughed out of his publisher’s office.
Ali was a gift to people who yearn to paint on the largest canvases. It is not that you could not make him up. It is that nobody would let you.

Janan Ganesh is the FT’s political columnist

‘Approaching Ali’ by Davis Miller (WW Norton) is published in the UK on March 1. The exhibition I Am the Greatest’ opens at the O2 Arena on March 4
Photographs: Neil Leifer/Getty Images; John Shearer/The Life Picture Collection; Davis Miller; AP
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De FINANCIAL TIMES, 20-21/02/2016