La crónica es
literatura. No deja de sorprenderme esa insistencia postulada hoy, implícita o
explícitamente, por muchos. Hablo de la crónica sin agregados –ni literaria, ni
de viajes, ni de autor, ni de otras etiquetas existentes o venideras–, es decir
de la que surgió –y en el presente sigue– ligada a la práctica periodística. A
veces escucho esa sentencia y me parece dicha por un gerente de marketing
–“esta crónica es tan buena que entonces la pongo en el stand literario, que
cotiza más”–, la escucho, quiero decir, como la frase de alguien acostumbrado a
hablar de la calidad de las cosas, incluso a dictaminar esa calidad y a ponerle
precio. Otras veces la escucho como dicha por alguien a quien le quedó
pendiente un complejo de no escritor y que también, como el gerente de
marketing, piensa que la literatura cotiza más.
Creo que todas
esas posturas –en el fondo no hacen más que intentar dar gato por liebre–
deberían abandonar esas suposiciones y superposiciones engañosas y mirar las
cosas de frente. Mirar y ver que la escritura literaria no está por encima de
otras y, sobre todo, que aquello a lo que llamamos literatura es finalmente una
convención, algo dictaminado por las instituciones de una época y por sus
actores y no por la supremacía de los dioses ni mucho menos por la inmanencia
de los textos. Precisamente pensar qué es aquello a lo que hoy llamamos
literatura es la razón que en principio me condujo a cierta crónica, al terreno
de la no ficción, porque la experimentación con lenguajes no ficcionales me
pareció siempre una de las formas más interesantes de probar los límites de la
práctica literaria, de dinamitarla para así evitar escribir en la estela de los
novelones decimonónicos y rancios que se naturalizaron como lo que debemos
entender por novela; de preguntarme, mientras narro, qué es eso que hoy
llamamos literatura. Muchas veces, a falta de mejor nombre, llamo literatura de
no ficción a ese modo de escribir, de experimentar, y soy consciente de la
ambigüedad que de ahí se deriva, una ambigüedad que no me molesta sostener
–mejor dicho, que me interesa sostener– cuando estoy pensando en la práctica
literaria.
Cuando escribo
crónicas periodísticas, en cambio, prefiero mantenerme próxima a la postura de
Rodolfo Walsh, quien siempre dejó bien clara la diferencia entre escritura
periodística y literaria. Su Operación masacre podrá leerse como una novela
–los efectos de lectura son otra cosa, a la que podré volver en otro contexto–
pero, en su propuesta de escritura, las marcas periodísticas están ahí: no sólo
la narración está sostenida por un yo que, de forma sutil, cuenta cómo va
dejando de ser el escritor de relatos policiales a quien las cuestiones del
mundo le interesan sólo como una posibilidad de jugar al ajedrez para ir
transformándose en el periodista que quiere probar algo con respecto a ciertas
cuestiones del mundo, sino que se plantea como una narración periodística que
aspira a funcionar como denuncia en sede judicial. Y si hay algo que no compete
a la literatura es la sede judicial, a la escritura literaria quiero decir, que
no sabemos qué es aunque sí sabemos que es un territorio de absoluta libertad,
dicho esto no como un ensueño de marfil sino como práctica en la cual el
escritor conversa con precursores y tradiciones y fantasmas, pero no con
fuentes ni con chequeadores de datos ni con manuales de ética ni con jueces ni
querellantes. Por eso adhiero a quienes plantean su trabajo periodístico como
tal, aun cuando desplieguen ahí las más elaboradas técnicas narrativas. El
lugar desde el que se escribe la literatura es muy distinto, la búsqueda es
otra. Ni mejor ni peor, sólo distinta.
Me pregunto
entonces de dónde vendrá aquella operación de sustitución de animalitos de la
que hablaba antes, de dónde aquella operación gato-por-liebre. En gran parte,
creo, del prólogo –y de las secuelas del prólogo– de Tom Wolfe a su ya canónica
antología El nuevo periodismo, en el cual se sugiere más de una vez la
adscripción literaria del género periodístico que entonces estaba impulsando.
En cuanto al estado de cosas literario, ese mismo prólogo ya no sugiere sino
que afirma algo que me parece bastante más inquietante: la única línea
literaria que valdría la pena seguir ejercitando es el realismo de cuño
decimonónico, esa forma que Tom Wolfe ve como una riqueza a explotar, como un
botín que, inexplicablemente para él, iba siendo abandonado por los novelistas
de su época, que en cambio se dedicaban a experimentar con formas que venían de
las vanguardias de principio de siglo, del micromundo kafkiano, del psicoanálisis
y líneas afines. Es precisamente ese programa de escribir literatura como si
esos movimientos cuestionadores y transformadores que atravesaron el siglo XX
no hubiesen existido el que más me inquieta, porque esa concepción de la
literatura, ya sea que venga del nuevo periodismo o de las filas literarias
mismas, es para mí la muerte de la literatura. En el sentido de su versión
muerta, en la estela de aquellos novelones decimonónicos de los que hablaba
antes. Y en las crónicas periodísticas que no se asumen como tales veo uno de
sus intentos de supervivencia.
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De ANFIBIA,
02/2016
Imagen: Durero, 1506
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