Anoche, a última
hora de la Argentina, se conoció la muerte de Umberto Eco. Según informaron los
diarios italianos La Reppublica y Corriere della Sera, Eco murió de cáncer en
su casa de Milán. Con su desaparición, termina una de las aventuras
intelectuales más apasionantes y consecuentes de la contemporaneidad.
Eco pensó desde
perspectivas diversas el mundo en el que vivimos y, gracias a eso, nos ayudó
también a pensarlo por nosotros mismos. No hubo prácticamente fenómeno de la
vida contemporánea -de la publicidad, el arte, el periodismo, la política o
Internet- acerca del cual no se hubiera pronunciado, muchas veces con una
altísima carga de provocación. Si solía ser infalible, era porque estaba
blindado por una cultura (cultura en el sentido más cabal y áureo de esa
palabra) que le permitía desandar la genealogía de cada objeto de su estudio.
Eco había nacido
en la ciudad de Alessandria, en la región italiana de Piamonte, justo en el
centro del triángulo entre Génova, Milán y Turín. Aunque estudió y dictó clases
inicialmente en el Piamonte, su vida académica quedó fuertemente asociada a la
Universidad de Bolonia, donde, desde principios de la década de 1970, ocupó la
cátedra de Semiótica. A esa altura, Eco tenía detrás una cantidad de ensayos
que lo habían convertido en una figura insoslayable para los estudios
semiológicos y la filosofía del arte.
Si bien sus
investigaciones iniciales, aquellas de la segunda mitad de los años cincuenta,
estuvieron orientadas a problemas de la Edad Media (pensemos en Arte y belleza
en la estética medieval), Eco hizo una incursión radical en el arte
contemporáneo con la publicación, hacia 1962, de Obra abierta. Este libro llamó
verdaderamente la atención sobre ciertos fenómenos estéticos que, aunque hace
ya hacía tiempo tenían carta de ciudadanía en el terreno del arte, no habían
sido entonces presa de la teoría: las formas abiertas, precisamente, la
indeterminación y el azar en el arte. Eco fue acaso el primero que puso sobre
la mesa el problema de la ausencia de identidad de las obras contemporáneas.
Fueron los años, además, de la amistad con el compositor Luciano Berio, que a
instancias de Eco compuso Thema (Omaggio a Joyce), una pieza electroacústica
que hay que escuchar en estrecha sincronía con el libro Las poéticas de Joyce.
En la segunda
mitad de la década de 1960, Eco estuvo de visita en Buenos Aires para dictar
unos cursos en el Centro de Altos Estudios Musicales del Instituto Di Tella,
que dirigía en esos años Alberto Ginastera. El tema era la obra abierta, pero
Eco, que decía tocar la flauta traversa, no se conformó con su papel
profesoral: muy en línea con las formas abiertas de las que tanto escribió,
quiso participar también en los grupos de improvisación musical del centro de
vanguardia. Según le gustaba recordar al compositor Gerardo Gandini, que
coordinaba esos grupos, Eco se esforzaba, pero la verdad era que no tenía
ningún dominio de su instrumento. Con todo, la anécdota tiene algo bastante
serio: el filósofo y semiólogo no tenía miedo de implicarse resueltamente en
aquello sobre lo que hacía teoría.
Visiones del apocalipsis
La década de 1960
señalaría, al margen de las ideas del filósofo del arte, la irrupción del
maestro de la semiología. Todo estudiante conoce ahora, de primera o de segunda
mano, las conquistas de Eco en ese terreno, pero hay que imaginarse la
conmoción que habrá suscitado Apocalípticos e integrados cuando salió, en 1964.
Eco usaba allí la lingüística (la vieja lingüística de Ferdinand de Saussure y
Charles Sanders Peirce) como caja de herramientas para pensar la cultura de
masas, de Superman a la publicidad. El apocalipsis y la integración pasaban por
la mayor o menor cercanía y la mayor o menor aprobación hacia esa cultura de
masas que parecía ocuparlo todo a partir de una fuerte codificación.
Sin embargo, la
codificación no asustaba al intelectual. Su novela El nombre de la rosa, de
1980, trabaja con los géneros. ¿Qué hace aquí Eco? Muy simple y a la vez
complejísimo: pone a funcionar la maquinaria hipercodificada de la novela
policial en una trama que nadie más que él podía construir. En plena Edad
Media, se busca un conjetural segundo volumen de la Poética de Aristóteles. El
encierro de los claustros monacales era el virtual sucedáneo del misterio del cuarto
cerrado del policial de enigma. La versión cinematográfica interpretada por
Sean Connery, Christian Slater y Ron Perlman, es decir, la relectura en esa
misma cultura de masas, le dio a Eco una fama muy alejada de los círculos
académicos e intelectuales. Era el principio de una aventura dentro de la
aventura.
Eco se convirtió
entonces en novelista, en inesperado best seller. Vendrían después El péndulo
de Foucault -ficción laberíntica que aun así conquistó millones de lectores-,
La isla del día de antes, Baudolino, El cementerio de Praga -plagado de espías-
y Número cero, plagado de periodistas.
Le gustaban las
listas, como a casi todo el mundo, y dedicó un libro entero a ellas, El vértigo
de las listas. ¿Le habría gustado que jugáramos a las listas con sus propios
libros? Es muy probable que sí. Pero él es un caso muy particular. Cada lector
puede armar su lista y, sorprendentemente, es posible que esa lista no coincida
con la de ningún otro lector. Eco escribió como uno que fuera a la vez muchos.
También en eso se contaba entre los más contemporáneos de todos.
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De LA NACIÓN
(Argentina), 20/02/2016
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