Sunday, May 31, 2020

Agua y jabón


PABLO MENDIETA PAZ

El doctor Tedros Adhanom Ghebreyesus, director General de la OMS, señala que ya identificado el nuevo virus como parte de la extensa familia de los coronavirus, y que su naturaleza responde a las características de un  síndrome respiratorio agudo severo -SARS, por sus siglas en inglés-, ha sido preciso denominarlo con prontitud a fin de distinguirlo claramente de otros. En este sentido, se llegó a la conclusión de que llevaría las sílabas “co”, de corona (por las extensiones que lleva encima de su núcleo que se asemejan a la corona solar); “vi”, de virus, y la letra “d”, de “disease” (enfermedad, en inglés), enlazadas al número 19, toda vez que él fue informado del brote en fecha 31 de diciembre de 2019.

Ya investigado y conocido en principio el Covid-19, el Dr. Ghebreyesus y otros científicos, virólogos y epidemiólogos, pronto advirtieron que el brote manifestaba una cualidad expansiva incontrolable, en atención a lo cual representaba una amenaza en extremo grave para la humanidad.

Con los primeros estudios científicos en mano era necesario, por tanto, poner en práctica, y de prisa, las medidas más efectivas para prevenir el contagio (todas aquellas que ya conocemos). Pero me llamó la atención una: lavarse con frecuencia las manos con agua y jabón y usar un desinfectante a base de alcohol.

¿Lavarse las manos con agua y con jabón? Recordé, sobre esto último, haber leído en internet hacía no mucho que el afamado escritor y médico francés Louis-Ferdinand Céline (1894-1961), había elaborado su tesis para graduarse como médico inspirado en un simple pero gran descubrimiento científico, cuyo alcance se explica a continuación.

Nacido en 1818, Ignaz Semmelweis fue un médico húngaro que ejerció la obstetricia en el Hospital general de Viena. Profesional aventajado, y con solo 28 años, a Semmelweis le llamó la atención comprobar la mortalidad récord de mujeres jóvenes que habían dado a luz en el pabellón donde se capacitaba a los estudiantes: más del 10%, con picos cercanos al 40%; mientras que en el pabellón gemelo donde se capacitaba a las parteras, esta tasa no superaba el 3%, una cifra normal en ese momento.

Un año después, en 1847, un colega suyo murió de septicemia. Enterado de que los cadáveres ocultan “partículas” o gérmenes invisibles pero potencialmente letales (una teoría propia que jamás pudo comprobar –o que no quisieron entender-, y que, como se verá, lo sentenció para siempre), el doctor Semmelweis reparó en aquella ocasión que los estudiantes de medicina pasaron directamente de la autopsia practicada al colega a un parto sin lavarse las manos y sin desinfectarlas.

El escritor Céline narra en su tesis de medicina cómo el médico húngaro, a partir de ese momento, se convirtió en el histórico y gran promotor del lavado de manos con agua y jabón, y de la desinfección total de ellas con una solución fuerte y abrasiva para la piel: el cloruro de calcio. Como resultado de esta sencilla combinación, pero colosal hallazgo, la tasa de mortalidad cayó al 1,3%, incluso llegando a cero en ciertos días. ¡Eureka!

Pero poco duró la alegría del médico. El doctor Semmelweis fue censurado acremente por sus colegas, sobre todo por los de mayor renombre. Consideraban que las cerriles investigaciones del advenedizo profesional húngaro no eran más que supercherías que violaban la ética científica, pues juzgaban inadmisible el hecho de que fueran los propios médicos los transmisores de los gérmenes. En 1849, su  contrato no fue renovado.

Incomprendido y con lobreguez del ánimo, el doctor Semmelweis regresó a su Budapest natal y ejerció como profesor de obstetricia, sin que tampoco allí sus teorías sobre los gérmenes y la fiebre puerperal (“esta podía ser menguada drásticamente usando desinfección de las manos en las clínicas obstétricas”) fueran acogidas favorablemente.

El daño estaba hecho. Abandonado a una vida errática, y con serios problemas nerviosos y de depresión que condicionaron su comportamiento, el creador de los procedimientos antisépticos desarrolló severos trastornos mentales que motivaron su internación en un manicomio, lugar donde murió en olvido y soledad en 1865, a los 47 años.

No fue sino hasta fines del siglo XIX que Louis Pasteur y Robert Koch (descubridor del bacilo de la tuberculosis) resarcieron al médico húngaro al validar su teoría acerca de los gérmenes y consagrarlo, como así mismo lo hizo en su tesis Louis-Ferdinand Céline, como un genio.

En el año 2015, la Unesco conmemoró los 150 años de la muerte de Ignaz Semmelweis, “el doctor húngaro conceptuado en la actualidad como el padre de la asepsia y de la epidemiología hospitalaria moderna, quien descubrió el enorme valor de tan básica medida higiénica y que pagó el hallazgo con su vida: el lavado de manos con agua y jabón”; hoy, quizá, el arma de desinfección más poderosa en la guerra contra el invisible Covid-19.

Pablo Mendieta Paz es ciudadano boliviano.

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De PÁGINA SIETE, 31/05/2020

Imagen: Ignaz Semmelweis en un sello postal de Austria 

Chajchu, chola y chicha


MAURIZIO BAGATIN

Mi primer cumpleaños en Cochabamba. Ir temprano al mercado de la 25 de Mayo, acompañado por mi cuñada Olga, mientras la casera, la Rosa, la que siempre tenía el mejor chuño, el ají de primera, los huevos criollos y el quesillo fresco, todo lo de mejor calidad, estaba ahí desde las cinco de la mañana, empujada al dilúculo veraniego por el canto del gallo khara kunka, y la costumbre de las caseras.

Todos los vegetales los compramos de la Norma, la verdulera del pasillo central, la primera entrando al mercado de la San Martin, cebolla de Parotani, el tomate de Saipina, las papas de Morochata y el locoto de Corani Pampa. Las zanahorias para el caldo de nuestra huerta no más… y la carne, hay quien indica que debe ser peceto o lomo, otros, más ligados a las tradiciones, el kawi, nosotros lo compramos en lo de la Flora, la carnicera que no oculta cuánta verdad hay en el dicho popular que uno se parece al oficio que ejerce. Mi suegra, que sigue siendo la cocinera oficial de nuestra familia, le añade nietzscheanamente su interpretación, y al chajchu supo darle un toque de exuberante imaginación al añadirle garbanzo -adonde algunas recetas llevan habas y otras judías- y aumentándole el caldo. Plato rabelesiano ante litteram pues… plato barroco, como una obra de arte, símbolo y belleza, plato que anticipa el tiempo, toda una premisa para la nouvelle cuisine, que luego vendrá.

En la casa de Cala Cala, la cocina era el lugar de los chismes -¿adónde no lo es?, y en Cochabamba, más aún- donde todo el realismo mágico, o sea, la afanada exageración de nuestra Sudamérica, encuentra su semilla nativa, luego, el polen es la confesión de la cocinera, la palabra de la matriarca y la voz de la chola más conocida. Ahí es donde todas recetas, la que seduce el paladar y la que dirige la familia, van elaborándose así de simples, entre saberes y sabores, en este étimo común que combina historias y voluptuosidades.

Con el quechua, inicia el gran idilio al escuchar de las miski simi por primera vez, palabras como quilquiña, llajwa, chuño, kawi, cuanta dulzura y exotismo… ¿y qué rico es el chajchu, y quién era la chola, y cuánta chicha se tomarán?

La llajwa hecha en el batán, una a la derecha y otra a la izquierda, la piedra homogeneiza los frutos de la tierra, extrae del locoto la capsicina, el placer y el dolor, el licopeno del tomate, defensa y color, el infinito amargo de la quilquiña. Una síntesis boliviana.

A las dos de la tarde llamó mi mamá, tanti auguri, y así preguntarme qué había comido en mi cumpleaños, y yo, muy en sintonía con la bravura de la chicha q’ayma de Tarata -como la que destetó a Melgarejo-, le dije que pasé mi primer cumpleaños en Bolivia con Chajchu, chola y chicha… estos tres mágicos ingredientes de la pantagruélica, encantadora y embriagadora Cochabamba.

Hoy, la receta sigue la misma, las caseritas también, el chajchu sigue siendo el plato para mi cumpleaños -dirán ¿y la chola?- no era una chola, fue la chicha la que…

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De INMEDIACIONES, 31/05/2020

Imagen: Giuseppe Arcimboldo, El camarero (1574)


Sunday, May 10, 2020

Reseña: Cavilando a gusto, un Homenaje a Cayo Salamanca y al grupo Khanata


GABRIEL SALINAS

El uso del término “telúrico”, es parte de un repertorio de adjetivos cliché, empleados para describir la música andina, y no caeremos en semejante vulgaridad al referirnos a la histórica obra Fiesta de los quechuas, del grupo Khanata, cuya propuesta musical dista de ser simple y “profundamente” telúrica, siendo, por mucho, más identificable con la vitalidad desbordante de las culturas andinas que florecen desde lo profundo extendiéndose hasta los valles bolivianos y sus urbes, como un aliento vaporoso, proferido desde las heladas alturas de los principales Apu Mallkus de la cordillera, en una estela abierta a la inmensidad que se suspende a través del pie de monte, a las llanuras que emergen en el paisaje, en la forma de parcelas generosas, gustosas y coloridas, escenarios bucólicos, habitados por las comunidades indígenas y campesinas del país, donde sus vidas cultivaban un mundo idílico entre rigores materiales y políticos ingratos.

O por lo menos, así nos los figurábamos en esas décadas ya casi lejanas del 70 y 80 del siglo pasado,  a veces tan mentadamente posmodernas, en la ingenua mirada de la incipiente toma de conciencia masificada de la contemporaneidad globalizada, que ahora se afianza en este descomunal presente incierto, como siempre lo fue el presente, siempre presente, incluso en ese 1982, en que salió Fiesta de los quechuas; y, cuando ese tipo de objetos traídos por la modernidad, los discos de vinilo, amenazaban con superpoblar el planeta con cosas de plástico, que luego serían tecnológicamente relegadas a raros coleccionistas nostálgicos, como yo mismo, y usadas por nostálgicos coleccionistas raros, que adoran lo relegado tecnológicamente en su delirio por las sutilezas; añorando por ejemplo, un walkman, como yo mismo lo hago.

Pero cavilando sin control, no podremos apreciar que las piezas musicales propuestas en este álbum, remitiéndonos a un “pretendido” sentido estricto y formal, versan entre zampoñadas, tonadas, huayños, y cuecas, junto a lo desconocido, pero familiar, lo no etiquetado con un denominativo propio de una forma musical socializada en el lenguaje común, sino con una indicación de procedencia espacial, como si se tratara de una hipálage estética; y esta es la verdadera veta de exquisita belleza sensible que atesora este trabajo artístico sin parangón, en cuyas recopilaciones de músicas provenientes de las comunidades, los artistas responsables, rotularon a mano alzada el significante “fiesta”, en la parte consignada al enlistado de las canciones inscritas en la caja del disco; “fiesta”, palabra milimétricamente dispuesta en el sentido de la “vitalidad desbordante” referida, que va de adentro hacia afuera, dejando de ser telúrica, para caracterizar este valioso  artefacto cultural, de nuestras disquisiciones; que perfectamente se resolverían si apeláramos con soltura al concepto abarcador de mesomúsica, propuesto por Carlos Vega, en esas mismas décadas de “modernoso” bullir, entre remesones paradigmáticos.., ya que la obra musical sobre la que estamos discurriendo, refleja precisamente ese flujo y reflujo social entre los espacios rurales y urbanos, como aquel producto cultural que señalaba Vega.

Pero las generalizaciones sólo empobrecerían el auténtico esplendor de estas formas musicales que aún conservan el pulso de las culturas rurales de la Bolivia profunda, esa, dramáticamente insurgida en estado plurinacional, que ahora enfrenta aparentemente desvalida, la histórica pandemia del covid 19, llena de remordimientos.

Entonces la imaginaria forma “fiesta” es nuestra puerta, de principio abstracta, para empezar a concebir lo que la etnomusicóloga polaca Anna Gruszczyńska-Ziółkowska llamó el tono o taqui,  al referirse a las músicas particulares e indeterminadas, que procedían de las vivas raíces nativas, orgánico-sociales, propias de nuestro espacio geográfico; y que se corresponden a lo que Cayo Salamanca, director y fundador de Khanata, cuyo puño y letra redactaron, en otra parte de la caja del vinilo, que su contenido guarda la música reconocida por sus propios intérpretes como “Cultura popular khanata”, a razón de descargo  indeleble y etnográfico, de principio concreto. Entonces por fin “fiesta”, en lo que a nosotros nos concierne, y a efectos de un “esencialismo estratégico”, es la forma del sonido que emana de este álbum musical, Fiesta de los quechuas, así sencillo, como su nombre lo indica; a pesar del complejo recorrido que supuso verificar su autenticidad, condición fundamental para erigirse como obra de arte plena, que atañe a la memoria universal del hombre, con las sensaciones únicas que le son propias; esos juegos melódicos de vientos vibrantes que fluyen de los aerófonos andinos, entremezclados con pericia, y dispuestos en un orden sucesivo y programático de corte dramático, para marcar un énfasis en las unidades musicales sintácticas fundamentales, formulando una sensación sonora que se observa a una toma de distancia, como una unidad sintáctica mayor, abarcadora y compleja, cuyas figuras caprichosas sólo responden a los apetitos estéticos más exquisitos de sus creadores; figuras acaso similares a las de las piezas para cuerdas de registros agudos que caracterizan la parte final de la forma “fiesta”, con la introducción de cantos, silbidos y zapateos, cerrando la suite de este modo, si pensamos en las estructuras musicales de la tradición occidental.

Pero, a efectos de decantar nuestro discurso, las piezas del álbum con formas musicales reconocibles en el acervo cultural de la región, pueden inferirse opuestas a lo que encontramos como desconocido, es decir a la “fiesta” que caracterizamos en su inefabilidad; pero esto es un error de apreciación, debemos repensar mejor esta disyunción si hay que ser serios, y reconocer que las formas son sólo esquemas mentales, que en la práctica gozan de gran fluidez y dinamismo, es así, que me animo a plantear, que las otras canciones formalmente tentativas, lo son en la medida de la afectación, que supone su proximidad real con la “fiesta”, como es constatable en la escucha atenta del disco, con sus diminutos crujidos acanalados que repercuten en la lectura del oscuro y reluciente vinilo, recorrido pacientemente por la aguja del equipo.

Y si bien este registro musical es único por muchas razones, no lo es, desde un perfil más desencantado de la historia musical boliviana, que lo podría omitir, pero en ese caso lanzo la pregunta: ¿es posible dejar ese vacío?



Monday, May 4, 2020

Making My Moan


IRINA DIMITRESCU

Obscene Pedagogies: Transgressive Talk and Sexual Education in Late Medieval Britain
by Carissa Harris.
Cornell, 306 pp., £36, December 2018, 978 1 5017 3040 5

In​ the early decades of the 11th century, a man called Warner who lived in Normandy wrote a very dirty Latin poem. Addressed to Archbishop Robert of Rouen, it relates the adventures of an Irish grammarian called Moriuht, who has a series of graphic and often disturbing sexual encounters while searching for his wife, who has been kidnapped. He is captured by Vikings, chained, flogged, urinated on, forced to gambol like a bear, struck by phalluses and raped. In Northumberland he is sold into slavery for a pittance. His new owners are a community of nuns, whom he methodically deflowers. This causes a scandal: he flees and is captured once again. Eventually he’s sold to a widow in Saxony. There he has sex with German ‘boys, monks, widows ... and married women’, all the while weeping for his wife.

Moriuht is a monstrous figure. He and his wife are referred to as goats so often that you begin to wonder if either of them really is one. He searches for her using pagan magic; reading the viscera of a dead girl, he finds an appalling omen – his wife’s pubic hair. His bestial nature is reflected by his clothes, a patchwork of animal skins short enough to reveal his hairy genitals and behind. Warner’s descriptions build to ever greater absurdity: Moriuht’s anus is capacious enough for a pair of cats to winter in, and the forest of his groin can house a stork and a hoopoe – a display that horrifies the children.

Warner of Rouen’s poem is relentlessly nasty, but medieval children in Britain, at least those with access to education, were probably less easy to shock than modern adult readers. Medieval teachers often used obscene material in their lessons. The historian Nicholas Orme, who has done much to reveal the working methods of late medieval grammar school teachers, offers the example of a manuscript from Beccles in Suffolk, written in the 1430s. A series of English phrases appended to their putative Latin originals includes, ‘I saw a nakyd man gaderin stoonys in hys barm,’ followed by the Latin phrase it was attempting to translate: ‘Ego vidi nudus hominem colligere lapides in gremium suum’ (the diligent pupil would have noticed that the subject of the Latin sentence was naked, rather than the man he saw gathering stones in his lap).

Around the year 1000, Ælfric Bata composed a series of colloquies to help his pupils practise speaking Latin. The fact that he was teaching children in a monastery didn’t stop him including risqué scenes: brothers get drunk, an older monk calls a younger one over to help him in the latrine, another asks a boy for a kiss. At one point, two monks have a scatological argument, flinging such insults as ‘You goat dung!’ ‘You sheep dung!’ ‘You horse dung!’ Ælfric Bata prolongs the barrage of abuse, slyly teaching the children the Latin words for ten familiar animals.

In many medieval classrooms, boys learned Latin by reading works that depicted licentiousness and sexual assault. Ovid was a mainstay of medieval teaching, despite occasional complaints about his immorality. Ars Amatoria was glossed, commented on and translated; it served as a model for new Latin verse, and influenced the vernacular writings from which the modern notion of romantic love developed.

In Pamphilus, a short Latin comedy probably written in France before 1200, the eponymous hero falls pathetically in love with the virgin Galathea. Instead of attempting to win her heart, he pays an old woman to entrap her and, despite her protestations, rapes her. Early in the story Galathea is quite keen on Pamphilus, but being violated destroys any feelings she has for him. Although Pamphilus and the old woman argue that she should accept her situation, her last words are despondent: ‘There is no hope of happiness for me.’ Why was Pamphilus such a popular school text, circulating so widely that it gave us the word ‘pamphlet’? The medievalist Marjorie Curry Woods has pointed out that schoolboys reading Pamphilus may actually have identified with Galathea. As children, they were often physically assaulted and sometimes sexually abused.

Although Moriuht seems to be a poem for adults, children appear throughout the story. Sometimes they are victims. Moriuht practises his occult divination on the corpses of a girl and a boy. Saxony, we are told, will mourn the boys and young men he corrupted. Elsewhere in the text, the children have the upper hand, gathering around him and chanting: ‘Baldy, find your goat. Baldy, find your goat.’ Could Warner’s tale have been meant for the classroom? Scholars generally assume that he wrote the poem for a learned community familiar with classical and Christian literature, a degree of sophistication more easily found in an 11th-century monastery than at a Norman court. But the story reads like a fable; it’s full of the bears, dogs, horses and donkeys that populate Aesop’s tales. It’s possible that its dedicatee, Archbishop Robert, presided over a cathedral school at Rouen. More pertinently, after detailing Moriuht’s erotic escapades, Warner spends a fifth of the poem attacking the metrical errors in a single line of Moriuht’s verse. His disordered poetry, Warner adds, is shameful. This is the point of describing Moriuht’s perversity: a man who writes Latin in faulty metre has to be a monster.

For much of the 20th century, academics argued that the concept of obscenity was born along with the printing press and state censorship of erotic material. One can understand where this idea came from: even a fleeting encounter with medieval art is likely to turn up lurid depictions of sex organs and bodily orifices. Take the naked man crouching at the bottom of the Bayeux Tapestry, his genitalia on full display. (In 2018, George Garnett achieved brief internet fame by counting the 93 phalluses, human and equine, shown on the tapestry, and documenting their states of tumescence.) Medieval manuscript pages often have a stately central text surrounded by rollicking activity. Nuns harvest penises from trees in the lower margins of a manuscript of the Roman de la rose, and a naked man presents his behind to be pierced by a monkey’s lance beneath the prayers of the Rutland Psalter. Pilgrim badges, popular medieval souvenirs made of cheap metal alloys, depict vulvas dressed as pilgrims, winged penises and female smiths forging phalluses. Erotic imagery is carved into stone corbels and on the undersides of wooden choir seats in medieval churches.

But none of this should be taken as proof that there was no concept of obscenity in the Middle Ages. The notion that some things are lewd or filthy is distinct from the desire to regulate them by political means. The influential seventh-century encyclopedist Isidore of Seville used the adjective ‘obscenus’ to describe the love of prostitutes and those parts of the body that excite people to shameful acts. In the 12th century, the Cistercian abbot Bernard of Clairvaux railed against heretics doing ‘heinous and obscene’ things in private, comparing them to the stinking behinds of foxes. In the Roman de la rose, the Lover upbraids the allegorical figure of Reason for using the word coilles (‘balls’). He argues that this isn’t dignified in the mouth of a courteous girl (an unwitting double entendre), but Reason defends her usage. God made the generative organs and women enjoy the pleasures these afford, whatever word is used to describe them. Not all medieval copyists of the Roman de la rose agreed with this argument: a number of versions leave out this passage. People in the Middle Ages certainly understood certain things to be filthy or shameful, but such topics could also inspire prayerful reflection or be used to explain the error of a poor line of verse.

In her meticulously argued new book, Carissa Harris shows that obscenity was used to convey vastly different lessons about sex and ethics in medieval literature. Focusing on sexual language in Middle English and Middle Scots, her study explores the way texts deployed for (heterosexual) erotic education often combined ‘the irresistible pull of arousal and titillation and the revulsive push of shame and disgust’.

The ethical valence of this education varied widely. Lewd poems encouraged young men to prove their masculinity by enjoying lower-class women as sexual objects, while also holding these women in contempt. But poems could also teach empathy towards women who were sexually assaulted, and give a voice to women who gloried in their own erotic gratification. Harris identifies literary depictions of sexual violence while also defending the revolutionary possibilities of bawdy talk.

Informed by black feminist thinkers such as Charlotte Pierce-Baker, Patricia Hill Collins, Sowande’ Mustakeem and Kimberlé Crenshaw, as well as by feminist scholarship more broadly, Harris examines the susceptibility of particular individuals to sexual violence in late medieval society. Through close readings of pastourelles, song lyrics, literary invective and fabliaux, she teases out the experiences of the young, lower-class or single women whose bodies are violated in these rhymes. Interspersed throughout her book are reflections on her own experiences of harassment, and illustrations from contemporary events, most notably the case of the footballers Ched Evans and Clayton McDonald, who were accused of rape (Evans was convicted, had his conviction quashed and was acquitted on retrial), and Trump’s ‘Grab ’em by the pussy’ interview. These examples testify to the enduring structures of power that enable sexual violence, but never distract from Harris’s careful analysis of the late medieval historical context. She looks at English and Scots sexual vocabulary, tracks the texts’ manuscript transmission and examines late medieval records of rape and assault trials. ‘I want to hear the tapster, the milkmaid, the servant girl far from home,’ she writes.

Harris begins with Chaucer’s Reeve’s Tale, the story of Aleyn and John, two Cambridge students who get their revenge on a thieving miller by raping his wife and his daughter, Malyne. It was long considered an English take on the French fabliau, a genre known for witty stories of trickery and (mostly consensual) sex. In discussing it, scholars have employed every available euphemism to gloss over the behaviour of the students (one has intercourse with a young girl so drunk she has passed out, the other tricks a women into thinking she’s having sex with her husband in the dark): ‘sexual play’, a ‘bedroom chase’, ‘galloping sex’ and ‘love-revenge’.

Chaucer based The Reeve’s Tale on a popular French fabliau in which the daughter allows one of the students into her locked chamber and willingly sleeps with him. Chaucer removed the consent. In his version, Aleyn attacks the sleeping Malyne so swiftly that there is no time for her to cry out before they are physically joined. John, in bed with the miller’s wife, ‘thrusts as hard and fiercely as if he were mad’. The situation can be hard to interpret because Malyne seems smitten by Aleyn after the rape, and the miller’s wife enjoys the sex for as long as she doesn’t recognise her partner. But this kind of narrative is a staple of rape culture: drunk girls are asking for it, and raped girls wind up liking it. While Aleyn attacks Malyne to revenge himself on her father, John copies his behaviour because he’s afraid that he’ll be mocked if he doesn’t. His choice, as he sees it, is between laughing at a violated woman or being laughed at himself.

But did they really think that way back then? One might argue that it was a medieval commonplace that women who drank alcohol were sexually uninhibited. Women did bring rape charges against men in medieval courts, sometimes successfully, but the victim was expected to have raised the alarm and to have shown her torn clothing and injuries to a local authority soon after the assault. The violation depicted in The Reeve’s Tale would have been in a grey area, but some contemporary readers would have thought the students’ behaviour unacceptable. Harris cites a 1292 case in which a Herefordshire surgeon, Ralph de Worgan, gave Isabella Plomet, a patient, a narcotic before raping her. He was forced to pay her compensation, suggesting that there was at least a local recognition that drugged sex was not consensual, even if the victim had willingly opted to be alone with her attacker. More telling is Harris’s study of a 15th-century manuscript of The Canterbury Tales. While some early scribes censored its language, excising or replacing words such as swyve (‘fuck’), this particular manuscript was copied more or less accurately. One of the book’s later readers, however, scraped off the word ‘swyve’ – Aleyn uses it to announce his intention to have sex with Malyne – as well as some other aggressive sexual words (‘priketh’, ‘hard’, ‘depe’) used to describe John’s assault on the miller’s wife. Whoever this reviser was, she or he thought of obscenity in ethical terms. The descriptions of sex in other tales were not erased. Forced intercourse was.

It is impossible to tell whether these excisions are the work of a female reader or a male one. This ambiguity also exists in relation to the lyrics to which most of Harris’s book is devoted, many of which feature the voices of women, resisting or lamenting. (A number of the poems are included in the appendices.) Often depicting a powerful man’s sexual assault on a vulnerable young woman, these poems are usually thought to have been composed, or at least committed to the page, by men. But Harris points out that men copying women’s laments may have empathised with their plight, and that women often performed songs written by men. Anyone feeling lonely or abandoned might have identified with the maiden, seduced and left pregnant, who complains: ‘Alas that he/has thus left me/myself alone/in wilderness/remedyless/making my moan.’

Lyrics in women’s voices also celebrated erotic pleasure. In a brief anonymous verse from around 1300, a maiden complains that her lover can’t satisfy her: ‘Alas, that he so soon fell!’ In a 15th-century carol, a woman describes her snappily dressed boyfriend in loving detail, lingering over his trim shirt and coat, his hose of London black, his kiss that is worth a hundred pounds. Gloriously, the poem ‘I pray yow maydens every chone’ features a merchant offering his podynges (‘sausages’) to a group of young women. ‘Will ye have of the puddings come out of the pan?’ he asks, and they reply firmly: ‘No, I will have a pudding that grows out of a man.’ In these and other verses, women actively solicit sex, and teach their younger friends and male lovers how to have satisfying intercourse. A surprising side effect of Harris’s attention to rape narratives in medieval literature is to show how many medieval texts make female consent explicit. Medieval authors knew exactly how to depict a woman enthusiastic for intercourse. When they told stories of non-consensual sexual encounter, they did so on purpose.

Dirty words tell us plenty about power. They show us who can speak, enjoy or censor language. They also point to those who are violated, brutalised, silenced. But there is a playful side to obscenity. In the French fabliau La Damoisele qui ne pooit oïr parler de foutre (‘The Young Woman Who Could Not Bear to Hear Talk of Fucking’), an extravagantly prudish girl forces her father to do without help in the fields, for fear of having to listen to the coarse language of lower-class men. When a young fellow arrives pretending to be as squeamish as she is, she immediately makes sure he’s hired and arranges for him to sleep in her room. Once in bed he loses no time, touching her breasts and below her stomach, asking what it is he feels. The maiden, it turns out, has her own terms: a meadow that has never yet flowered, a fountain gushing for the first time, a horn player ready to sound the alarm. She proceeds to caress him just as boldly. At her request, he describes his colt, strong but thirsty, and the twin groomsmen who guard it. ‘Have him drink from my fountain!’ she says, and the two proceed to have vigorous sex four times. The story, when it begins, seems like a tale of trickery and innocence beguiled. It becomes a mutually gratifying encounter, made all the more ribald by the euphemisms both characters use. Harris’s compelling study shows that obscene language can be vicious or, in the right beds and in the right books, dedicated to pleasure.

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De LONDON REVIEW OF BOOKS, 07/05/2020


Sunday, May 3, 2020

Pandemia(s) y otros pandemónium


MAURIZIO BAGATIN

“A menos que cambiemos de rumbo terminaremos en el lugar hacia el cual nos dirigimos”              
Proverbio chino

 De entrada                                                                                                                                               
 Estamos viviendo el pasado con la amenaza del futuro” le dijo Claudio a Miguel, nunca pensaba oír esto, con tanta lucidez me dije, y durante la noche seguí repitiéndome… si la siembra no ha sido buena, si la semilla tenía gorgojo, si no se siguió a la luna, si lo mucho que aprendimos en el tiempo y en el espacio, no lo pusimos en práctica, no habrá frutos, más bien sus frutos serán el miedo y el dolor. Lo efectual de la Historia es el boomerang del hoy, es todo lo que nos esperará mañana, Kant, Nietzsche y Gadamer lo anunciaron, muchos poetas lo recitaron, otros artistas lo moldearon…

Virus
Es la democracia de las enfermedades en su máxima expresión, como la pensaba Proust, ciego e horizontal, participativo e incluyente, transparente y sin sabor como el agua, invisible a los ojos, como lo más esencial en la vida, el virus invade silenciosamente el cuerpo, resiste y penetra, carcome y devasta todo el fibroso y el orgánico, explota el cuerpo, destroza los tejidos y deshace la materia, aniquila toda las fuerzas, todas las posibles resistencias; ata voluntades, encadena esfuerzos, inmoviliza partículas en vida, destruye moléculas y, como si fuera el rey nanotecnólogo, imperceptiblemente arruina la vida. Vivo y puro y astuto, sin adjetivos no logras enfrentarlo, no logro definir la monstruosidad de su vida. De sus efectos. Virus mortal. Con los más débiles a un principio, luego, hechas varias experiencias y preparado el camino, repara en los otros, en los más cercanos a los más débiles, en sus vecinos, a los de su misma sangre; después se empeña en mirar más allá, ver otros posibles territorios fértiles, otros ambientes idóneos, otra carne viva, y aborda como el devastador progreso, todas las máscaras a disposición. Es su triunfo.

El virus es un idiota, un perfecto idiota, no en el sentido que Dostoievski le supo dar, sino en lo que entendemos cuando, al ver un idiota, encontramos representado el que molesta, el que invade, el que impone… el dictador, el entrometido, el estúpido… el virus es también esto, y mucho más; hace lo posible, nunca lo imposible, no tiene fantasía, el virus no es la miel y el ajenjo de Montale, nunca inexpresivo, siempre nefasto, infinitamente perturbador - algo de Lovecraft, otro poco de Poe, todo lo de Kafka - escalofriantes dolores, falta de aire, no poder respirar; al final la muerte.   

El virus es apocalíptico y no lo es, la Historia enseña, la Historia retorna, la Historia se repite, no se desliga de los males del mundo, no se arrepiente, vuelve y se renueva; el virus es nuestra Historia, venganza de la naturaleza y diseño de nuestro pasaje, para muchos ya es un patógeno dolorosamente virtuoso. Todos los virus son iguales pero algunos virus son más iguales que otros

Lo mejor y lo peor de nosotros que nos pensábamos fuertes, Highlanders.., es que hoy somos más débiles que nunca, con nuestras emociones débiles, con nuestros sueños débiles, con nuestros contactos débiles… el virus arrastra nuestra descreída vulnerabilidad, elude, finalmente, nuestra imposible inmortalidad. Otros siguen sosteniendo que el virus somos nosotros, los humanos.

Pandemia
El orden del caos fue la puerta abierta, el despejado camino y la luz, desde una tábula rasa empezó un camino entre oscuras callejuelas y salvajes atajos, llevándonos a la normalidad - el anormal tiene un poco menos vida del normal, solo esto - a esta imperfección irrequieta e insostenible. Las vidas, nuestras vidas, las que llevamos durante todo este tiempo. Desde la puerta abierta, y con luces siempre encendidas, no tuvo más que acceder libremente, todos, o casi todos, les dimos la bienvenida; una belle époque transfigurada, un Gatsby no tan grande al recibir el demonio, nonsense y kitscheríos invadieron los territorios, las plazas fueron dejadas a transeúntes cada vez más rápidos, las calles a los rugidos y la pornografía en los salones de los poderosos, en los cónclaves de nuestros destinos. El silencio, la inacción y la tétrica oscuridad calaron y todo se transformó en una violenta paz. El caos es el orden.

Las enfermedades nos dicen los que somos, lo que fuimos y también los que seremos: del libro de papel al e-book, todo evolucionó, se adaptó a las épocas, la seda fue sustituida por el nylon, la carta postal por el mail, Woodstock por el Instagram, la peste negra por el coronavirus; nos reconoceremos con nuestras muertes, Borges lo dijo un día, somos como moriremos y cada uno muere como puede.

Peste
“Había bufones, improvisadores, danzarines, músicos, lo bello en todas sus formas, y había vino. En el interior existía todo esto, además de la seguridad. Afuera, la «Muerte Roja» ». Así comienza en 1842 Edgar Allan Poe su magistral relato sobre la peste, identificando al vino con la atmósfera exquisita con que el príncipe Próspero había diseñado su refugio señorial, haciendo acopio de « lo bello en todas sus formas », para luego soldar puertas y ventanas”.

Sentirse decir eres una peste, era para un niño y para un muchacho un elogio o un castigo, la peste era un estigma fatal o una apología que duraría por toda la vida. La peste era el mal y también era el bien, la fleur du mal baudeleriana, las dos caras de la misma moneda, estigma y elogio: ser una peste era ser un destructor, ser pestífero era ser dañino, molestoso, insolente, verdaderamente una plaga. El pestífero es amado y odiado, envidiado, respetado y vilipendiado porque es voyant y enfant terrible, es poeta y rebelde, apapachado y alejado por las mismas razones. 

Ciudades
Aterradoras. Las que un día fueron acogedoras polis y luego metrópolis, las Atenas y Esparta de Tucídides, la Londres de Melville o la Orán de Camus, la París de Víctor Hugo y la Florencia de Boccaccio, la Nápoles de Gianbattista Basile, ciudades embriagadoras y encantadoras, a veces, también obscuras y falsas. Urbi et orbi, hoy en una espantadora y fantasmal Caput Mundi, y en otras alucinadas ciudades (in)visibles sin víctimas expuestas, solo náufragos solitarios y homeless, clochards, senza tetto, aparapitas y maudit: no hay flautistas mágicos o improvisados malabaristas y el sputafuoco niño, el saltimbanqui irrequieto... Tenebrosas calles a partir del crepúsculo. Con miedo a despertar al dilúculo.                                                                                                                 Esta es la primera pandemia de la sociedad planetaria. En cada balcón se expone una idea, de las ventanas escapan sonidos o músicas, detrás de ellas y de las puertas, tragicomedias, de lejos como de cerca, rutinas inventadas, nuevos y viejos ciclos camuflándose… el amante distanciado, el pusher fuera de horario, el que no cambiará nunca sus trajines… comedias humanas improbables. Balzac ultratumba…   

Miedo
¿Nos estrecharemos aún las manos? ¿Y un beso? ¿Lo simple será imposible? Acercarnos nuevamente, borrar distancias, olvidar premuras… sin protegernos, sin enmascararnos, sin dolor

El sistema policiaco en las calles, desde las ventanas y en la red, controlar, vigilar y perseguir, castigar: perder el rumbo de la libertad, de muchas de las libertades, creando el distanciamiento social… aquel miedo a ser tocado, el miedo… ”solo en las masas puede el hombre ser redimido por el miedo a ser tocado... Desde el momento en que uno se rinde a la masa, uno no tiene miedo de ser tocado... Quienquiera que venga a nosotros es igual a nosotros, lo sentimos como nos sentimos nosotros mismos. De repente. Es como si todo sucediera dentro de un solo cuerpo... Esta inversión del miedo a ser tocado es peculiar de la masa: el alivio que se extiende dentro de ella alcanza una medida notable cuanto más densa es la masa" (Elías Canetti, Masa y poder), y ahora esta masa, es una masa al revés, es una masa rarefacta, fundada sobre una prohibición, es una masa compacta y pasiva… frente al virus, los epidemiólogos tantean en la oscuridad… así adentro del túnel no encontramos la salida, el final es aun sin luz, solo números al final del día y estadísticas y más números, cálculos y economía, sin entender y ser entendidos. Un poeta paraguayo, de los patas pila, escribió hace mucho tiempo: “Lo que ‘se prueba’ solamente ‘existe’/y esto se llama ‘ciencia’/ ¡pero qué triste!”, a esto nos reducimos. La política al lado de la técnica, los jefes de estado al lado de los científicos, dijo el filósofo Massimo Cacciari.

Futuro
Tal vez la respuesta a David Graeber llegó, el Futuro ya está aquí, no imagino una discusión sobre el Antropoceno, la globalización, el cambio climático, esta peste emotiva ha puesto en claro prioridades y excesos, un banco de mutuo socorro y más convivialidad, lentitud y decrecer o desaparecer. Tan simple y sencillo que da bronca.                                                                                                       

Unas interminables colas frente a un solo peluquero disponible, todos yippie recién llegados de una isla de Wight entre cuatro paredes, una Woodstock distópica, con fiebre y pesadillas, no las alucinaciones de Ginsberg o el himno de Hendrix, solo afiches de mal gusto y muchos memes: lo que no queríamos imaginar, lo que nunca quisimos ver y aún menos vivir. El Futuro está aquí.

¿Qué tragedia nos esperará el Futuro? De las que conocemos a través de Sófocles y Esquilo, de las que nos ha dejado Shakespeare; todo es un don, la belleza, el amor, el sexo, en Homero y en las divinidades de la Grecia clásicas; todo surge de la voluntad y de la moral en Hamlet o en Macbeth… será la manera con la cual viviremos el futuro a indicar si será comedia o tragedia, el futuro será si todos los días serán como si fuesen el ultimo día, si el ultimo día será la proyección para la eternidad.

Presente
¡Fuera, el cementerio, dentro de la televisión, la ventana abierta a un mundo cerrado! (Raoul Vaneigem), histeria en las mujeres y padrejón en lo hombres… paranoia, esquizofrenia, estrés en muchos, estupidez en muchísimos, banalidad, pánico, desesperación, aburrimiento, depresión en tantísima gente, miedo en todos, dolor por demasiados, efectos de un trastorno colectivo; a la mala información, a las especulaciones baratas, le sigue todo esto y una adehala siempre nueva, siempre lista al asalto.                                                                                                                                                           Nos vemos hoy entre los desangrados de la tierra, entre los desposeídos, sin ser ellos y, sobre todo, sin ser entre ellos. Hay una transparencia en este nuevo medioevo, el lado oscuro de la globalización.

Muerta, la ciudad viva… en nuestras horas de libertad aumentaron las distancias, colas para las necesidades, colas para todo y para todos, se sale con números de carnet alternos, algoritmos y hasta algún carnet de los muertos que votaron el 20 de octubre, tiendas que ofrecen pan casero y alcohol en gel; el primer día de cuarentena fue como un día del peatón, ayer en mis horas de libertad no encontré un solo bicicletero que pueda parchar la rueda de la Hércules…    

“La verdad ha dado paso a la credibilidad, los hechos a declaraciones que suenan autoritativas sin involucrar ninguna información autorizada, en las cuales hacer política es vender liderazgo al público”. Como en las guerras, la primera víctima es la verdad.   

Familia
Nunca leí menos libros, nunca vi menos películas, nunca como ahora el ocio pasivo me invadió así tanto. Disculpen el pleonasmo pero el ocio es tremenda actividad para mí. Es que hoy somos más débiles, incapaces de mirar a través de las hojas de un árbol, las cargadas nubes o el imperceptible aleteo del colibrí: otoño no es para mucha huerta y lejos me encuentro del paraíso habitado por diablos adonde un día el fatum me llevó y me condujo, enseñándome utopías y separar voluntades y deseos… la tierra, ayer, hoy y mañana, minerales, bacterias, microorganismos y agua, toda nuestra composición descompuesta y recompuesta: composición y entropía. Hay biologías inviolables, biologías extremas… tiempos únicos.

Pero sigo nadando en esta orgía perpetua que me indicó Flaubert, la literatura, como forma de sobrevivencia… miro los libros apilados, ordenados y desordenados en su repisa… personajes y más personajes que entran y salen - los únicos autorizados, en estos días, en infringir reglas, en no someterse a decretos, anárquicos adentro y afuera - mientras sigo buscando palabras, en su mayoría adjetivos, leo que, on the road de mi peregrinaje, “un día encontraré las palabras adecuadas y serán simples”, Jack Kerouac el nómada beat sugiere.

Cuarentena
Mientras, una masacre planetaria de personas mayores silencia ciudades, que se han convertido en ataúdes de vidrio y hormigón, encerrados perpetuamos la colisión, abandonando la vida y alejándonos de la muerte, de los vivos y de los muertos: crónicas de un Dante posmoderno - o moderno tardío, como prefería definir nuestra época Heidegger - adonde el Homo Sacer es el Homo destruens de toda nuestra Biopolítica, un juego tan grande que ya no podemos controlar. Anquises ya no puede acompañar a Eneas, el camino está minado, y tal vez solo Ascanio pueda sobrevivir a esta cuarentena.

Hambre
Algunos han cambiado su dieta, corregido los nefastos hábitos de antes: el pijama reveló el maquillaje - muchos días transcurridos sin siquiera sacárselo, en pantuflas mirando tristes jardines, fantasmales calles y el cielo encadenado - y ahora, revelando que no era nada más que estar a la moda, esta intolerancia al gluten, estas pasarelas al gimnasio, toda una tendencia el light, pero con aspartame, el yogurt, los cereales integrales y el aceite de oliva. Caretillas cargadísimas de aceite Fino (elaborado con soya Ogm), tomates de Saipina y Omereque (zonas rojas por el uso indiscriminado de agrotóxicos, muchos de ellos prohibidos…), uva de Tarija, de estos valles que hicieron su riqueza con el monocultivo de uvas, perdiendo toda o casi toda su fantasiosa biodiversidad, hay muchas manzanas, todas de Chile: kilómetros de distancia, fumigaciones y explotación de haitianos  

Hemos comido hasta las últimas granadas del jardín, y ¡que ricas! la mermelada de higos, la de tomate de árbol que antes nunca queríamos probar - misma suerte para el tomate, después de un largo viaje con Colón - y el refresco de canela con mucho menos azúcar, mucho menos color, mucho menos canela y mucho más sabor. Los carritos chatarreros se parquearon, del pollo a la broaster, ¡ni el olor por suerte! Una vez a la semana, y uno solo por familia, hemos hechos colas - y seguimos haciéndolas - con disciplina y nerviosismo, con impaciencia y calma, mezcla de Tomás Moro con el violento presente. 

Capitalismo
He visto muchas ramas de eucalipto (alguien indicó que cura del virus…) en los brazos de mujeres, todos haciendo inhalaciones en casa, remedios caseros - el de la Antifarmacia de la Comunidad Inventiva Boliviana, el AntimicrobianoDeus ex Machina…, patentado e incautado estos días a un diputado boliviano y a un sientífico, debe ser el mejor - que nos reconduce a los pajpacus de todas las plazas, a un tiempo surreal u obscuro, un nuevo medioevo, aunque al mismo tiempo, no meno obvio es que la epidemia del coronavirus es una plaga emocional, un miedo neurasténico, un pánico que en conjunto oculta las deficiencias terapéuticas y perpetúa el mal al trastornar el paciente.

El capitalismo (salvaje) en sí es el capitalismo (salvaje) que es en mí… ¿Soñamos realmente un retorno a las vidas de antes, a la estéril ilusión de la normalidad? El siglo breve podría ser superado, con nuestra breve permanencia, por este nuestro siglo XXI.

Epílogo y final
La reunión de demonios tal vez no termine aquí, el demonio mayor, el que todas las biologías confunden, el monstruo que nace de las entrañas de nuestras abyectas acciones, él se renueva, entra en metamorfosis para sobrevivir, se camufla para escapar, se mimetiza para engañar… mandar en lockdown el mundo entero.

“Il prossimo sdiluvio universale non sará fatto d’acqua, ma di tutti i nostri rifiuti accumulati nei secoli. Moriremo assufficati dalla nostra stessa merda” (Andrea Camilleri).
9 de abril 2020

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De RASCACIELOS, 03/05/2020

Imagen: Otto Dettmer

Saturday, May 2, 2020

Daniel Defoe y el "coronavirus" del siglo XVII


ENRIC ROS

En estos días, muchos se han dirigido a las estanterías en busca de títulos como La peste, de Albert Camus, o Los novios, de Alessandro Manzoni. Hay otro libro quizá menos conocido, pero igual de interesante para comprender lo que vivimos hoy: Diario del año de la peste, una brillante crónica novelada de Daniel Defoe que describe el ambiente de Londres durante la epidemia de peste entre 1664 y 1666.

La obra de quien escribiera Robinson Crusoe no es una novela al uso, tampoco un relato histórico, un libro de memorias o una crónica periodística. Defoe –que tan solo contaba cuatro años de edad cuando la peste llegó a la capital británica– crea aquí un fascinante relato de “recuerdos inventados” escrito en primera persona, un collage literario que entremezcla datos estadísticos, presuntos testimonios, “leyendas urbanas”, anécdotas y, quizá, algunos vagos recuerdos de infancia.

Como apunta José C. Vales en la introducción a la estupenda edición de Impedimenta (2010), el libro, publicado en 1722, estaba destinado a “servir de advertencia y prevención ante la llegada de otra epidemia”. Defoe recurrió a tratados de divulgación médica sobre la peste, y aunque no aspiraba al rigor del documento científico o histórico, eso no impidió que su Diario acabara convertido en un referente para comprender el impacto de la plaga entre los ciudadanos de su tiempo.

Con su visión heterodoxa, Defoe consiguió, de paso, derrocar los límites entre géneros y registros literarios. El resultado es una brillante pieza “híbrida” que parece anticipar en varios siglos las estrategias del “falso documental” popularizado por el medio cinematográfico.

La Gran Plaga
Como explica el escritor Peter Ackroyd en Londres: una biografía (Edhasa, 2002), la capital británica ha vivido a lo largo de su historia los estragos provocados por diversas epidemias. Tras la peste negra de 1348, en los siglos XV y XVI la enfermedad regresó a la ciudad hasta en seis ocasiones más. Pero la peor llegó en el XVII. Fue la Gran Plaga, una epidemia de peste bubónica que pudo llegar a través de unos navíos que portaban telas de Holanda. Esta brutal oleada terminó con la vida de 70.000 personas en una ciudad con una población estimada de 460.000.

Aunque la enfermedad se extendió a lo largo del país, se consiguió dejarla atrás en 1666. Entre los factores que se consideran determinantes para su erradicación destaca el Gran Incendio de Londres, que se originó el 2 de septiembre de ese año en una panadería de Pudding Lane, dejando sin hogar a unas 80.000 personas.

Ciencia y superstición
La lectura del Diario provoca inevitables paralelismos con nuestra situación. Al inicio del libro, cuando el desarrollo de la enfermedad es aún incierto, el narrador duda sobre si permanecer en la ciudad para seguir atendiendo su negocio o huir para tratar de preservar su vida. Su hermano intenta convencerlo para ir al campo, pero él opta finalmente por quedarse, pensando que cuenta con cierto favor divino; algo de lo que se arrepentirá en ocasiones posteriores.

Sus pensamientos oscilan con frecuencia entre la construcción de argumentaciones lógicas y las invocaciones a los designios de la Providencia. Pero, pese a sentirse protegido por Dios, enseguida empieza a encontrarse mal, lo que inevitablemente alienta sus aprensiones, que prefiere no revelar a su entorno. Como él mismo explica, “era una época muy mala para estar enfermo, ya que si uno se quejaba, inmediatamente decían que tenía la peste”. Por suerte, se recuperará poco después.

En los primeros días, los londinenses continúan discurriendo por la ciudad con cierta normalidad, como si no quisieran asumir del todo la nueva situación, pero poco a poco empiezan a llegar noticias preocupantes que provocarán el confinamiento, primero por decisión ciudadana y, más tarde, dictado por las autoridades. Los más adinerados huyen de la metrópoli sin pensárselo dos veces.

El narrador, por su parte, sigue atendiendo sus negocios como puede, y en sus desplazamientos empieza a descubrir un Londres cada vez más vacío, casi espectral, con todas las hospederías y las posadas clausuradas. Los rostros de los ocasionales transeúntes exhiben “aflicción y tristeza”; a medida que avance la plaga, esa desolación se convertirá, en algunos casos, en pura demencia.

Los hay que empiezan a dejarse llevar por las supersticiones. Según algunos testimonios de la época, un cometa apareció en el cielo meses antes de la Gran Peste. Una estrella brillante muy parecida regresó dos años después, justo antes del Gran Incendio. Para “las viejas, y los flemáticos e hipocondríacos del otro sexo, a los que casi podría llamar también viejas”, ambos eran claros presagios de un castigo ultraterreno.

La confusión era patente entre los hombres de ciencia, lo que no contribuía a tranquilizar los ánimos colectivos. La principal dificultad era identificar a aquellos “cuya respiración era letal y cuya transpiración era veneno”, pero cuyo aspecto era el mismo que el de cualquier otro. Algunos médicos sostenían que se podía reconocer a los enfermos por el hedor de su respiración, pero nadie quería estar lo suficientemente cerca de ellos como para hacer las comprobaciones.

Este clima de perplejidad científica propició que surgieran los embaucadores que ofrecían encantamientos, filtros, exorcismos o amuletos para librarse de espíritus malignos. La peste removió conciencias y forzó a los ciudadanos a recapitular sobre sus vidas: “Podía escucharse a la gente, incluso al pasar por las calles, implorando a Dios clemencia, diciendo: ‘He sido un ladrón, he sido un adúltero, he sido un asesino’, y cosas similares”, nos dice Defoe.

El confinamiento y otras medidas
Ya en la primera fase de la irrupción de la plaga se despertaron los temores, incluso entre los sacerdotes o los enterradores, “que eran los hombres más endurecidos de la ciudad”, a entrar en ciertos hogares. Cuando la enfermedad fue avanzando, el Colegio de Médicos publicó diversos consejos de salud para los más pobres, a fin de combatir las informaciones falsas de aquellos que querían sembrar aún más caos o aprovecharse de la situación. Los magistrados tomaron medidas públicas; la primera, el orden del cierre de los hogares , lo que ya entonces dio buenos resultados, consiguiendo que el número de infectados remitiera con cierta rapidez.

Defoe explica que la obligación de cerrar viviendas se tomó por primera vez en la plaga de 1603, mediante una ley dictada por el Parlamento británico. Además, se publicaron órdenes para que una serie de figuras públicas ayudaran y dispusieran como fuera necesario de los infectados.

Entre esas figuras destacaban los “examinadores”, encargados de averiguar qué casas y personas habían sido infectadas, para que las autoridades tomaran medidas de restricción de circulación. Había también “vigilantes”, que se aseguraban de controlar los movimientos en dichos hogares, y mujeres “investigadoras”, que debían averiguar las causas de fallecimiento de cada parroquiano a su cargo.

Asimismo, hubo ordenanzas específicas sobre limpieza de las calles y los alimentos, se prohibieron los festejos y diversiones y se ordenó detener a los mendigos para que no pulularan por la ciudad.

El narrador confiesa que, al principio, “fue uno de estos irreflexivos que no acumularon provisiones”, pero cuando la peste se hizo presente en todas partes empezó a comprar víveres para atrincherarse el mayor tiempo posible en el hogar. Allí se dedicó a leer libros y anotar sus impresiones de cuanto sucedía, y también a encomendarse todos los días a Dios.

Finalmente, parece que las oraciones surtieron efecto. Al menos es lo que piensa el protagonista, que no duda en atribuir la erradicación de la peste a que, llegados a cierto punto, “Dios quiso desarmar al enemigo, arrancándole el veneno del aguijón”.

En el último tramo, el libro describe un momento al que todos ansiamos llegar lo antes posible, aquel en el que por fin los ciudadanos volvieron a tomar las calles. “Fue entonces –nos dice el narrador– cuando las gentes abandonaron todas las precauciones, y demasiado pronto”.

Esperemos que, en el caso de la Covid-19, sepamos graduar bien la desescalada y evitemos rebrotes graves. Solo así conseguiremos que esta epidemia acabe formando parte del pasado, como lo es esa Gran Plaga que tan bien supo describir Defoe.


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De LA VANGUARDIA, 16/04/2020


Buscando a Kyra


JORGE MUZAM

Danzan los queltehues bajo la fina llovizna de Seurat. Por la carretera pasan raudas camionetas con funcionarios del gobierno, asesores provinciales, lamesuelas municipales. Montoneras de roedores que ni saben dónde están parados. Vuelvo a lo nuestro. Leemos Kyra Kyralina, de Panait Istrati, la única novela que hemos podido conseguir de ese bendito rumano. No sé si leer consecutivamente a los desencantados del comunismo fue intencional o pura casualidad. Hay cosas que simplemente van sucediendo sin que quede tiempo para racionalizar las ínfimas razones intervinientes. Milan Kundera, Alexander Solzhenitsyn, Arthur Koestler, Isaak Bábel, Jorge Edwards, Roberto Ampuero. Los desilusionados del comunismo nos abren su mente, su corazón, su amargura, y a ratos también su cizaña, su retórica revanchista.

La felicidad del hombre no estaba de ese lado ni de este. Los buitres cambiaban tan fácilmente la swástica por la hoz y el martillo, la cruz por la demagogia, o elaboraban graciosos cocteles para impresionar a las masas de incautos, y a las hordas que pululaban en el poder de turno siempre las perseguía un séquito de moscas.

¿Y qué hay de  los desilusionados del capitalismo? Hemos sido tantos, aunque travestidos de formas brumosas, revolucionarios de terciopelo, de alfombra fina. Que no se note que estás tan en contra porque puede dañar un negocio futuro, un contrato jugoso, incluso escamotearnos  las mierdosas  horas de clases que nos faltan para poder comer hasta fin de mes. Crecí en la era milica, el paraíso pinochetista, ese donde nos transformaron en la Norcorea del capitalismo. Éramos aún pequeños, no teníamos medidas comparativas, la televisión mostraba un país bullente, pobladores esforzándose por ganar trofeos de baile, modelos rubias hablando de cosméticos y modas para gente fina, aunque igual se oían cosas por abajo, sabíamos que mataban gente, que irrumpían en la noche en cualquier casa y se llevaban a las personas hasta un nunca jamás, sabíamos que había delatores con veinte mil ojos, ancianitas nazis con oídos biónicos, psicópatas con bigote negro torturando muchachos idealistas, sabíamos que no se podía confiar en nadie. Pero, y esto es lo verdaderamente paradójico,  el país funcionaba, íbamos a clases, recibíamos nuestra leche caliente a las diez de la mañana, las ferias eran baratas y estaban abarrotadas de comestibles, los obreros recibían su salario mínimo por remover piedras o hacer veredas en lugares donde no pasaba nadie, los alcaldes jubilados de la milicia bostezaban su arrogancia en sus sillones de felpa y las estaciones seguían pasando como cronometradas por relojes alemanes.

Tras 17 años de medievalismo moral llegó la democracia, los augurios de una alegría multicolor, el adviento del desarrollo igualitario. Todo sería mejor. Pero a muy poco andar las cosas se destiñeron hacia un gris medio fascistoide. La nueva camada de dirigentes era timorata o lamecula, pero nunca huevona, así que se atrincheró muy bien en los intersticios vacantes de la inmutabilidad neoliberal. Desde allí ganaron mucho dinero, se hicieron directores de empresas, asesores de transnacionales, mamadores ambientalistas de la generosa teta estatal, ministros de múltiples carteras, o parlamentarios inamovibles con salarios cien veces más altos que un obrero. Los buitres no eran buitres, ni hienas, sino ratas, ratitas de terciopelo, ratitas oportunistas que ascendieron hasta una altura intermedia de indolencia fétida, y allí se quedaron, aspirando habanos costosos, comprando acciones del retail, pagando sobornos a los superintendentes, dejando la moralina nacional en manos de los obispos obstetras y empujando el buque mapuche hacia la extrema derecha, hacia el glamoroso molinillo de indigentes y super ricos. Y el país no volvió a funcionar como un reloj alemán, los puentes se empezaron a ensamblar al revés, surgieron los elefantes abandonados, las casas de nylon, los colegios acuáticos, los sobresueldos bajo la manga a los asesores de los asesores, y la democracia se alimentó de coimas, nepotismos, arreglines, discriminación de opositores, concesiones truchas y corrupción a gran escala.

Hoy los obreros mascullan la sumatoria de horas mal pagadas, y escupen cada vez que pueden, como queriendo decir “bajo cualquier gobierno tengo que trabajar igual, por tan poco, por tan repoco...". Y más allá de esa idea todo es fingimiento, cortesía forzada, hambrear expectativas, y aguantar a cuanto hijo de puta relamido se asome a estas tierras de sudor y horarios a pedir votos para luego revolcarse de gusto a costa del fisco.

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De CUADERNOS DE LA IRA (blog del autor)