GABRIEL SALINAS
El uso del
término “telúrico”, es parte de un repertorio de adjetivos cliché, empleados
para describir la música andina, y no caeremos en semejante vulgaridad al
referirnos a la histórica obra Fiesta de
los quechuas, del grupo Khanata, cuya propuesta musical dista de ser simple
y “profundamente” telúrica, siendo, por mucho, más identificable con la
vitalidad desbordante de las culturas andinas que florecen desde lo profundo
extendiéndose hasta los valles bolivianos y sus urbes, como un aliento
vaporoso, proferido desde las heladas alturas de los principales Apu Mallkus de
la cordillera, en una estela abierta a la inmensidad que se suspende a través
del pie de monte, a las llanuras que emergen en el paisaje, en la forma de
parcelas generosas, gustosas y coloridas, escenarios bucólicos, habitados por
las comunidades indígenas y campesinas del país, donde sus vidas cultivaban un
mundo idílico entre rigores materiales y políticos ingratos.
O por lo
menos, así nos los figurábamos en esas décadas ya casi lejanas del 70 y 80 del
siglo pasado, a veces tan mentadamente
posmodernas, en la ingenua mirada de la incipiente toma de conciencia
masificada de la contemporaneidad globalizada, que ahora se afianza en este descomunal
presente incierto, como siempre lo fue el presente, siempre presente, incluso
en ese 1982, en que salió Fiesta de los
quechuas; y, cuando ese tipo de objetos traídos por la modernidad, los
discos de vinilo, amenazaban con superpoblar el planeta con cosas de plástico,
que luego serían tecnológicamente relegadas a raros coleccionistas nostálgicos,
como yo mismo, y usadas por nostálgicos coleccionistas raros, que adoran lo
relegado tecnológicamente en su delirio por las sutilezas; añorando por ejemplo,
un walkman, como yo mismo lo hago.
Pero
cavilando sin control, no podremos apreciar que las piezas musicales propuestas
en este álbum, remitiéndonos a un “pretendido” sentido estricto y formal,
versan entre zampoñadas, tonadas, huayños, y cuecas, junto a lo desconocido,
pero familiar, lo no etiquetado con un denominativo propio de una forma musical
socializada en el lenguaje común, sino con una indicación de procedencia
espacial, como si se tratara de una hipálage estética; y esta es la verdadera
veta de exquisita belleza sensible que atesora este trabajo artístico sin
parangón, en cuyas recopilaciones de músicas provenientes de las comunidades,
los artistas responsables, rotularon a mano alzada el significante “fiesta”, en
la parte consignada al enlistado de las canciones inscritas en la caja del
disco; “fiesta”, palabra milimétricamente dispuesta en el sentido de la
“vitalidad desbordante” referida, que va de adentro hacia afuera, dejando de
ser telúrica, para caracterizar este valioso
artefacto cultural, de nuestras disquisiciones; que perfectamente se
resolverían si apeláramos con soltura al concepto abarcador de mesomúsica,
propuesto por Carlos Vega, en esas mismas décadas de “modernoso” bullir, entre
remesones paradigmáticos.., ya que la obra musical sobre la que estamos
discurriendo, refleja precisamente ese flujo y reflujo social entre los
espacios rurales y urbanos, como aquel producto cultural que señalaba Vega.
Pero las
generalizaciones sólo empobrecerían el auténtico esplendor de estas formas musicales
que aún conservan el pulso de las culturas rurales de la Bolivia profunda, esa,
dramáticamente insurgida en estado plurinacional, que ahora enfrenta
aparentemente desvalida, la histórica pandemia del covid 19, llena de
remordimientos.
Entonces la
imaginaria forma “fiesta” es nuestra puerta, de principio abstracta, para
empezar a concebir lo que la etnomusicóloga polaca Anna Gruszczyńska-Ziółkowska
llamó el tono o taqui, al referirse a
las músicas particulares e indeterminadas, que procedían de las vivas raíces
nativas, orgánico-sociales, propias de nuestro espacio geográfico; y que se
corresponden a lo que Cayo Salamanca, director y fundador de Khanata, cuyo puño
y letra redactaron, en otra parte de la caja del vinilo, que su contenido
guarda la música reconocida por sus propios intérpretes como “Cultura popular
khanata”, a razón de descargo indeleble
y etnográfico, de principio concreto. Entonces por fin “fiesta”, en lo que a
nosotros nos concierne, y a efectos de un “esencialismo estratégico”, es la
forma del sonido que emana de este álbum musical, Fiesta de los quechuas, así sencillo, como su nombre lo indica; a
pesar del complejo recorrido que supuso verificar su autenticidad, condición
fundamental para erigirse como obra de arte plena, que atañe a la memoria
universal del hombre, con las sensaciones únicas que le son propias; esos
juegos melódicos de vientos vibrantes que fluyen de los aerófonos andinos,
entremezclados con pericia, y dispuestos en un orden sucesivo y programático de
corte dramático, para marcar un énfasis en las unidades musicales sintácticas
fundamentales, formulando una sensación sonora que se observa a una toma de
distancia, como una unidad sintáctica mayor, abarcadora y compleja, cuyas
figuras caprichosas sólo responden a los apetitos estéticos más exquisitos de
sus creadores; figuras acaso similares a las de las piezas para cuerdas de
registros agudos que caracterizan la parte final de la forma “fiesta”, con la
introducción de cantos, silbidos y zapateos, cerrando la suite de este modo, si
pensamos en las estructuras musicales de la tradición occidental.
Pero, a
efectos de decantar nuestro discurso, las piezas del álbum con formas musicales
reconocibles en el acervo cultural de la región, pueden inferirse opuestas a lo
que encontramos como desconocido, es decir a la “fiesta” que caracterizamos en
su inefabilidad; pero esto es un error de apreciación, debemos repensar mejor
esta disyunción si hay que ser serios, y reconocer que las formas son sólo
esquemas mentales, que en la práctica gozan de gran fluidez y dinamismo, es
así, que me animo a plantear, que las otras canciones formalmente tentativas,
lo son en la medida de la afectación, que supone su proximidad real con la
“fiesta”, como es constatable en la escucha atenta del disco, con sus diminutos
crujidos acanalados que repercuten en la lectura del oscuro y reluciente
vinilo, recorrido pacientemente por la aguja del equipo.
Y si bien
este registro musical es único por muchas razones, no lo es, desde un perfil
más desencantado de la historia musical boliviana, que lo podría omitir, pero
en ese caso lanzo la pregunta: ¿es posible dejar ese vacío?
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