Friday, March 30, 2012

A propósito de "Son de gaita"


Pablo Burgos

Traer algo a la memoria o a la imaginación, es la definición de “evocar” del diccionario de la RAE. Carlos Carrera, el director mexicano, decía que en el cine importa más lo que no se muestra que lo que se muestra. Que las películas se crean con lo que sucede entre escena y escena. El espacio oscuro, el enigmático fade a negro, que encadena un beso apasionado con una pareja desnuda fumando en la cama. Todos imaginamos, evocamos, lo que sucede entre una cosa y la otra. El director de cine trabaja con lo que nos permite evocar más que con las imágenes.

Durante el rodaje de nuestro documental “Son de gaita” sucedió una escena oculta tras las cortinas del fade a negro, que es como la nada del cine. Como diría Alicia, la nada donde todo es posible.

Después de varios días de parranda gaitera, en los que se bebía, se comía y se bailaba, mientras otros bebíamos, comíamos y grabábamos. Otros, palabra justa para este oficio, detrás de las cámaras y los micrófonos estábamos los otros. Delante de cámaras y micrófonos estaban los mismos. Después de varios días de parranda, temprano en la noche, se acabó la música, se acabó el ron, todos tendimos nuestras hamacas. Las cámaras se apagaron y los micrófonos se desconectaron. Bajo el manto de la oscuridad y en el silencio todos fuimos por una vez los mismos. No podría saber cuántas hamacas se tendieron en la casa, y los árboles que protegían la casa, del maestro gaitero Jesús Saya, de 76 años. Eran muchas.

El silencio era denso, profundo. En casa del maestro Saya sólo había una cama, un catre en realidad. Como bien dice el diccionario de la RAE de catre, cama ligera para una sola persona, que esta noche fue compartida por el maestro Saya y el maestro Antonio García, gaitero de San Jacinto. Era una noche sin viento, sin murmullos. Después de días de tambores y tamboras, parecía que incluso los insectos que habitan la noche estaban durmiendo.

Se escuchaba sólo una conversación en voz baja. Una conversación entre los dos maestros gaiteros, Toño García y Jesús Saya, que compartían un viejo catre. Campesinos, hombres del campo y de la tierra, el maestro Toño le preguntaba a Saya sobre el agua y el aljibe. Saya le explicaba el diámetro de los tubos, la forma como supo dónde había una corriente subterránea. Hablaban sobre la duración del verano. Las señales de la lluvia. La calidad del ñame. Las pestes que asolan al plátano.

Quizás algo de esta vida, la siembra y la lluvia, pueda ser traído a la memoria o a la imaginación de quien ve las imágenes que sí podemos mostrar. Algo del silencio en medio de la bulla. Algo de oscuridad entre el sol y la luna. Algo de la vida y la tierra negra. Parece, una vez más, que es la vida lo que sucede entre escena y escena.

Publicado en el blog Post Office Cowboys, marzo 2012

Imagen: Un disco del gaitero "Paíto" Sixto Silgado

Wednesday, March 28, 2012

Boris Vian, el rebelde


Pablo Mendieta Paz

El 10 de marzo se recordó el aniversario de nacimiento de Boris Vian (1920), figura polifacética y mítica de la vida intelectual y artística francesa. Compositor y cantante (aventajado representante de la chanson del siglo XX), escritor, ingeniero, actor, crítico, poeta y trompetista, su legado es amplio, tan de vanguardia como insólito, que converge, como apuntó un biógrafo suyo, en un patrimonio en el que las generaciones siguientes no han cesado de inspirarse.

Tempranamente, Vian, no sólo que dominó los vericuetos y secretos de la lengua francesa y de su vasta literatura, sino que descubrió, a los 16 años, otra de sus mayores pasiones: la música, en particular el jazz, una forma musical muy poco difundida por entonces en Francia. Ya en 1941 comenzó a dar rienda suelta a su vena creadora y escribió su primera obra, Los cien sonetos, que no sería editada sino hasta 1984, y en la que relucen nítidamente sus impetuosos propósitos de revolución musical puestos en práctica hasta su prematura muerte (1959). Sin duda que este trabajo descubre a un Vian imbuido de una filosofía muy personal que sería retratada por los críticos como una corriente íntima, pero abierta a horizontes sin límites, en la que se exponen con matices progresistas la cultura del absurdo y la exploración de los más surrealistas ejercicios intelectuales. Para llegar a ese punto necesitó codearse de lleno con la música y formó parte de una diversidad de grupos, uno de los cuales fue la orquesta del clarinetista Claude Abadie, rebautizada luego como Orquesta Abadie-Vian.

Fanatizado por el jazz, a principios de los cruentos años 40, bajo el seudónimo de Bison Ravi, escribió un poema que sentenciaba acremente la prohibición de este género musical por los alemanes. Entre letras y música, protesta y vanguardismo, con pasión desbordante se lanzó por aquel tiempo a escribir sus primeras canciones, de las que Au bon vieux temps (Al buen tiempo pasado), creada junto a uno de sus amigos, Johnny Sabrou, sería un auténtico suceso y el punto de partida de una carrera que atraparía todo su esplendor en la década de los 50.

Pero el jazz se mantenía latente en su intimidad de artista. Así, bajo la influencia de Duke Ellington, Charlie Parker o Miles Davis, Vian escribió sus primeros espectáculos de cabaret con resonante éxito.

A partir de 1954, Boris Vian consagró mucho de su tiempo a la chanson. El estallido de la guerra de Indochina lo inspiró para componer un título hoy mítico, El desertor, del disco Canciones posibles e imposibles, censurado precisamente por esa pieza “de escándalo” que se reveló en aquella época como un genuino manifiesto antimilitarista.

Breve semblanza de un verdadero genio del siglo XX, cuya obra fue comprendida en toda su magnitud luego de su muerte, cuando su rebelión permanente y libertaria —incluso hedonista—, encontró a toda una generación en efervescencia, aquella de los 60’, contestataria y levantisca.

Publicado en Tendencias (La Razón/La Paz), 18/03/2012

Imagen: Boris Vian

Mi otro yo


GABRIEL GARCIA MARQUEZ

Hace poco, al despertar en mi cama de México, leí en un periódico que yo había dictado una conferencia literaria el día anterior en Las Palmas de Gran Canaria, al otro lado del océano, y el acucioso corresponsal no sólo había hecho un recuento pormenorizado del acto, sino también una síntesis muy sugestiva de mi exposición. Pero lo más halagador para mí fue que los temas de la reseña eran mucho más inteligentes de lo que se me hubiera podido ocurrir, y la forma en que estaban expuestos era mucho más brillante de lo que yo hubiera sido capaz. Sólo había una falla: yo no había estado en Las Palmas ni el día anterior ni en los veintidós años precedentes, y nunca había dictado una conferencia sobre ningún tema en ninguna parte del mundo.Sucede a menudo que se anuncia mi presencia en lugares donde no estoy. He dicho por todos los medios que no participo en actos públicos, ni pontifico en la cátedra, ni me exhibo en televisión, ni asisto a promociones de mis libros, ni me presto para ninguna iniciativa que pueda convertirme en un espectáculo. No lo hago por modestia, sino por algo peor: por timidez. Y no me cuesta ningún trabajo, porque lo más importante que aprendí a hacer después de los cuarenta años fue a decir que no cuando es no. Sin embargo, nunca falta un promotor abusivo que anuncia por la Prensa, o en las invitaciones privadas, que estaré el martes próximo, a las seis de la tarde, en algún acto del cual no tengo noticia. A la hora de la verdad, el promotor se excusa ante la concurrencia por el incumplimiento del escritor que prometió venir y no vino, agrega unas gotas de mala leche sobre los hijos de los telegrafistas a quienes se les sube la fama a la cabeza y termina por conquistarse la benevolencia del público para hacer con él lo que le da la gana. Al principio de esta desdichada vida de artista, aquel truco malvado había empezado a causarme erosiones en el hígado. Pero me he consolado un poco leyendo las memorias de Graham Greene, quien se queja de lo mismo en su divertido capítulo final, y me ha hecho comprender que no hay remedio, que la culpa no es de nadie, porque existe otro yo que anda suelto por el mundo, sin control de ninguna índole, haciendo todo lo que uno debiera hacer y no se atreve.

En ese sentido, lo más curioso que me ha ocurrido no fue la conferencia inventada de Canarias, sino el mal rato que pasé hace unos años con Air France, a propósito de una carta que nunca escribí. En realidad, Air France había recibido una protesta altisonante y colérica, firmada por mí, en la cual yo me quejaba del mal trato de que había sido víctima en el vuelo regular de esa compañía entre Madrid y París, y en una fecha precisa. Después de una investigación rigurosa, la empresa había impuesto a la azafata las sanciones del caso, y el departamento de relaciones públicas me mandó a Barcelona una carta de excusas, muy amable y compungida, que me dejó perplejo, porque en realidad yo no había estado nunca en ese vuelo. Más aún: siempre vuelo tan asustado que ni siquiera me doy cuenta de cómo me tratan, y todas mis energías las consagro a sostener mi silla con las manos para ayudar a que el avión se sostenga en el aire, o a tratar de que los niños no corran por los pasillos por temor de que desfonden el piso. El único incidente indeseable que recuerdo fue en un vuelo desde Nueva York en un avión tan sobrecargado y opresivo que costaba trabajo respirar. En pleno vuelo, la azafata le dio a cada pasajero una rosa roja. Yo estaba tan asustado que le abrí mi corazón. "En vez de darnos una rosa", le dije, "sería mejor que nos dieran cinco centímetros más de espacio para las rodillas". La hermosa muchacha, que era de la estirpe brava de los conquistadores, me contestó impávida: "Si no le gusta, bájese". No se me ocurrió, por supuesto, escribir ninguna carta de protesta a una compañía, de cuyo nombre no quiero acordarme, sino que me fui comiendo la rosa, pétalo por pétalo, masticando sin prisa sus fragancias medicinales contra la ansiedad, hasta que recobré el aliento. De modo que cuando recibí la carta de la compañía francesa me sentí tan avergonzado por algo que no había hecho, que fui en persona a sus oficinas para aclarar las cosas, y allí me mostraron la carta de protesta. No hubiera podido repudiarla, no sólo por su estilo, sino porque a mí mismo me hubiera costado trabajo descubrir que la firma era falsa.

El hombre que escribó esa carta es, sin duda, el mismo que dictó la conferencia de Canarias, y el que hace tantas cosas de las cuales apenas si tengo noticias por casualidad. Muchas veces, cuando llego a una casa de amigos, busco mis libros en la biblioteca con aire distraído, y les escribo una dedicatoria sin que ellos se den cuenta. Pero más de dos veces me ha ocurrido encontrar que los libros estaban ya dedicados, con mi propia letra, con la misma tinta negra que uso siempre y el mismio estilo fugaz, y firmados con un autógrafo al cual lo único que le faltaba para ser mío es que yo lo hubiera escrito.
Igual sorpresa me he llevado al leer en periódicos improbables alguna entrevista mía que yo no concedí jamás, pero que no podría reprobar con honestidad, porque corresponde línea por línea a mi pensamiento. Más aún: la mejor entrevista mía que se ha publicado hasta hoy, la que expresaba mejor y de un modo más lúcido los recovecos más intrincados de mi vida, no sólo en literatura, sino también en política, en mis gustos personales y en los alborozos e incertidumbres de mi corazón, fue publicada hace unos dos años en una revista marginal de Caracas, y era inventada hasta el último aliento. Me causó una gran alegría, no sólo por ser tan certera, sino porque estaba firmada con su nombre completo por una mujer que yo no conocía, pero que debía amarme mucho para conocerme tanto, aunque sólo fuera a través de mi otro yo.,

Algo semejante me ocurre con gentes entusiastas y cariñosas que me encuentro por el mundo entero. Siempre es alguien que estuvo conmigo en un lugar donde yo no estuve nunca, y que conserva un recuerdo grato de aquel encuentro. 0 que es muy amigo de algún miembro de mi familia, al cual no conoce en realidad, porque el otro yo parece tener tantos parientes como yo mismo, aunque tampoco ellos son los verdaderos, sino que son los dobles de los parientes míos.
En México me encuentro con frecuencia con alguien que me cuenta las pachangas babilónicas que suele hacer con mi hermano Humberto en Acapulco.

La última vez que lo vi me agradeció el favor que le hice a través de él, y no me quedó más remedio que decirle que de nada, hombre, ni más faltaba, porque nunca he tenido corazón para confesarle que no tengo ningún hermano que se llame Humberto ni viva en Acapulco.

Hace unos tres años, acababa de almorzar en mi casa de México, cuando llamaron a la puerta, y uno de mis hijos, muerto de risa, me dijo: "Padre, ahí te buscas tú mismo". Salté del asiento, pensando con una emoción incontenible: "Por fin, ahí está". Pero no era el otro, sino el joven arquitecto mexicano Gabriel García Márquez, un hombre reposado y pulcro, que sobrelleva con un grande estoicismo la desgracia de figurar en el directorio telefónico. Había tenido la gentileza de averiguar mi dirección para llevarme la correspondencia que se había acumulado durante años en su oficina.
Hacía poco, alguien que estaba de paso en México buscó nuestro teléfono en el directorio, y le contestaron que estábamos en la clínica, porque la señora acababa de tener una niña. ¡Qué más hubiera querido yo! El hecho es que la esposa del arquitecto debió de recibir un ramo de rosas espléndidas, y además muy merecidas, para celebrar el feliz advenimiento de la hija con que soñé toda la vida y que no tuve nunca.

No. Tampoco el joven arquitecto era mi otro yo, sino alguien mucho más respetable: un homónimo. El otro yo, en cambio, no me encontrará jamás, porque no sabe dónde vivo, ni como soy, ni podría concebir que seamos tan distintos. Seguirá disfrutando de su existencia imaginaria, deslumbrante y ajena, con su yate propio, su avión privado y sus palacios imperiales donde baña con champaña a sus amantes doradas y derrota a trompadas a sus príncipes rivales. Seguirá alimentándose de mi leyenda, rico hasta más no poder, joven y bello para siempre y feliz hasta la última lágrima, mientras yo sigo envejeciendo sin remordimientos frente a mi máquina de escribir, ajeno a sus delirios y desafueros, y buscando todas las noches a mis amigos de toda la vida para tomarnos los tragos de siempre y añorar sin consuelo el olor de la guayaba. Porque lo más injusto es eso: que el otro es el que goza de la fama, pero yo soy el que se jode viviendo.
® 1982, Gabriel García Márquez-ACI.

Imagen: GGM

Monday, March 26, 2012

Un desconocido novelista de nombre impronunciable


Entrevista a Vladimir Nabokov publicada originalmente en The Paris Review (Summer-Fall 1967 No. 41).
Traducido por Yomar González

Por Herbert Gold

Herbert Gold (H.G.): Buenos días. Pretendo hacerle cuarenta y tantas preguntas.

Vladimir Nabokov (V.N.): Buenos días. Estoy listo.

H.G.: Su sentido de la inmoralidad en la relación entre Humbert Humbert y Lolita es muy fuerte. En Hollywood y Nueva York, sin embargo, son frecuentes las relaciones entre hombres de cuarenta con chicas ligeramente mayores que Lolita. Se casan sin que se vea como un agravio público; más bien se ve con cierto agrado.

V.N.: No, no es mi sentido de la inmoralidad en la relación entre Humbert Humbert y Lolita; es el de Humbert Humbert. A él le importa, no a mí. Me importa muy poco la moral pública, en Estados Unidos o en cualquier otra parte. De cualquier modo, esos casos de cuarentañeros que se casan con adolescentes que rondan los veinte, no tienen nada en común con Lolita. A Humbert Humbert le gustaban las niñas, no simplemente las jovencitas. Las ninfetas son jovencitas-niñas, no son jóvenes estrellas ni “gatitas sexuales”. Lolita tenía doce años, no dieciocho, cuando Humbert Humbert la conoció. Quizás recuerde que para la época en que tiene catorce, se refiere a ella como su “amante avejentada”.

H.G.: El crítico Pryce-Jone ha dicho sobre usted “sus sentimientos no se parecen a los de nadie más”. ¿Lo considera acertado? ¿O quiere decir que usted conoce sus propios sentimientos mejor que los demás conocen los suyos? ¿O quiere decir que se ha descubierto a sí mismo en otros niveles? ¿O simplemente que su historia es única?

V.N.: No recuerdo este artículo, pero si un crítico hace una declaración semejante, debe haber explorado, cuando menos, los sentimientos de millones de personas, de tres países como mínimo, antes de llegar a esta conclusión. Si es así, soy realmente un tipo pájaro raro. Por otro lado, si se limitó sólo a hacer la encuesta entre los miembros de su familia o de su club, su aseveración no se puede discutir seriamente.

H.G.: Otro crítico ha escrito que sus “mundos son estáticos. Pueden alcanzar cierta tensión por las obsesiones, pero no se desarman como los mundos de la realidad cotidiana”. ¿Está usted de acuerdo? ¿Existe una cualidad estática en su visión de las cosas?

V.N.: ¿La “realidad” de quién? ¿”Cotidiana” dónde? Permítame sugerir que el término de “realidad cotidiana” es profundamente estático ya que da por supuesto una situación que puede observarse de modo permanente, esencialmente objetiva y universalmente conocida. Sospecho que se ha inventado a ese experto en “realidad cotidiana”. Tampoco existe.

H.G.: Claro que existe. Un tercer crítico dijo que usted “disminuye” sus personajes “hasta el punto en el que se vuelven códigos de una farsa cósmica”. Yo estoy en desacuerdo. Humbert es cómico y
por tanto guarda una cualidad conmovedora e insistente, esa del artista malogrado.

V.N.: Lo diría de otro modo: Humbert Humbert es un desgraciado presumido y cruel que se las arregla para parecer enternecedor. Ese apelativo, en su sentido más drástico, sólo puede ser aplicado a mi pobre muchachita. Además, ¿cómo podría yo “disminuir” a nivel de códigos, etc., a personajes que yo mismo creé? Uno puede “disminuir” una biografía, pero no a un fantasma.

H.G.: E.M. Forster dice que a veces sus personajes más importantes toman el mando y deciden el desarrollo de sus novelas. ¿En algún momento esto ha representado un problema o se siente completamente al mando?

V.N.: Mi conocimiento de la obra del señor Forster se limita a una novela que no me gusta. De todos modos, no fue él quien creó este pequeño y poco serio tópico de personajes que se le escapan a uno de las manos. Es tan antiguo como el uso de plumas de ave para escribir. Uno llega a compadecer a esa gente suya que se intenta escapar de una excursión a India o adónde sea que los lleve. Mis personajes son esclavos de galera.

H.G.: Clarence Brown, de la Universidad de Princeton ha señalado semejanzas sorprendentes en su obra. Se refiere a usted como “extremadamente redundante” y que en esencia dice siempre lo mismo de modos diversos. Habla del destino como “la musa de Nabokov”. ¿Ha tenido alguna vez la certeza de estarse repitiendo? ¿O, para ponerlo de otra manera, se esfuerza por lograr una unidad deliberada en el conjunto de sus libros?

V.N.: No creo haber leído el ensayo de Clarence Brown, pero tal vez haya algo allí. Algunos escritores poco originales parecen polifacéticos porque imitan a muchos, del pasado y del presente. La originalidad artística no tiene más que un solo modelo: uno mismo.

H.G.: ¿Piensa usted que la crítica literaria tiene un fin determinado, ya sea de manera general o específicamente cuando trata sus libros? ¿Llega en algún momento a ser instructiva?

V.N.: El propósito de un crítico es decir algo sobre un libro que puede haber leído o no. La crítica puede ser instructiva en el sentido que proporciona a los lectores, incluyendo al autor del libro, información de la inteligencia del crítico, de su honestidad o de ambas.

H.G.: ¿Y sobre la función de los editores? ¿En algún caso le han podido dar un buen consejo literario?

V.N.: Cuando dice editor supongo que se refiera a los correctores de prueba. Entre éstos he conocido a criaturas transparentes de una ternura y un tacto ilimitados que podían discutirme un punto y coma como si fuera un asunto de honor -lo que, a decir verdad, es a menudo un tema artístico. Pero también me he enfrentado a algunos brutos paternalistas y pomposos que intentan “sugerir”, sugerencias que yo contrarresto con un ensordecedor ¡quieto!

H.G.: ¿Es usted aficionado a los lepidópteros, al acecho de sus víctimas? Si es así, ¿no las espantan sus carcajadas?

V.N.: Al contrario, las arrullan y las dejan en un estado de esa seguridad aletargada que experimenta un insecto cuando imita una hoja muerta. Aunque de ninguna manera sea un lector constante de las reseñas sobre mi propio trabajo, suelo recordar un ensayo de una joven que trató de encontrar símbolos entomológicos en mi narrativa. El ensayo hubiera podido ser divertido si ella hubiera tenido alguna idea sobre los lepidópteros. Desgraciadamente, reveló su completa ignorancia y se embrolló con términos discordantes y absurdos.

H.G.: ¿Cómo definiría su desapego de la llamada emigración blanca?

V.N.: Bueno, desde la percepción histórica, soy parte de esa emigración blanca, ya que todos los rusos que dejaron el país en los primeros años de la tiranía bolchevique debido a su oposición a ella, fueron llamados y se les conoce como “rusos blancos”. Pero esos refugiados se separaron en numerosas fracciones sociales y facciones políticas, del mismo modo que ya lo estaba la nación antes del golpe bolchevique. No me mezclo con los Centenas Negras y no me mezclo con los llamados “bolchevizantes”, es decir los “rosas”. Por otro lado, tengo intelectuales amigos entre los Monarquistas Constitucionales y también entre los Revolucionarios Sociales. Mi padre era un liberal a la antigua y no me importa si me etiquetan también como un liberal a la antigua.

H.G.: ¿Cómo definiría su desapego de la Rusia actual?

V.N.: Con una profunda desconfianza de ese falso deshielo que se anuncia. Con una consciencia permanente de iniquidades. Con una completa indiferencia a todo lo que mueve al patriota soviético de hoy. Con la satisfacción de haber discernido desde 1918 la esencia filistea del leninismo.

H.G.: ¿Qué consideración le merecen actualmente poetas como Blok, Mandelshtam y otros que escribían antes de su partida de Rusia?

V.N.: Los leí en mi juventud, hace más de medio siglo. Desde esa época, sigo apasionado por el lirismo de Blok. Sus obras largas son flojas y la famosa Los doce es espantosa, escrita conscientemente en un falso tono primitivista, como si tuviera una estampita rosa de Jesucristo pegada al final. En cuanto a Mandelshtam, también me lo sabía de memoria, pero me daba menos placer. Actualmente, a través del prisma de un destino trágico, su poesía parece más grandiosa de lo que realmente es. Sé que algunos profesores de literatura todavía incluyen a estos poetas en los programas educacionales. No hay más que una sola escuela, la del talento.

H.G.: Sé que su obra ha sido leída y atacada en la Unión Soviética. ¿Qué pensaría usted de una edición soviética de su obra?

V.N.: Sería bienvenida. De hecho, Editions Victor acaba de sacar mi libro “Invitación a una decapitación”, una reimpresión del original ruso de 1935; y la editorial Phaedra de Nueva York publicará la traducción de Lolita al ruso. Estoy seguro que el gobierno soviético estará feliz de admitir oficialmente una novela que parece contener una profecía del régimen de Hitler y que condena encarnizadamente el sistema americano de los moteles.

H.G.: ¿Ha tenido algún contacto con ciudadanos soviéticos? ¿De qué tipo?

V.N.: No tengo con ellos prácticamente ningún contacto, aunque acepté una vez, a principio de los treinta o a finales de los veinte, recibir a un agente de la Rusia bolchevique que se dedicaba a tratar que escritores y artistas emigrados volvieran al redil. Se llamaba Lebedev algo, había escrito una novela corta titulada "Chocolate" y pensé que podría divertirme un poco con él. Le pregunté si me permitirían escribir con total libertad y dejar Rusia si aquello no me gustaba. Me contestó que estaría tan ocupado queriéndola que no me quedaría tiempo para soñar en regresar al extranjero. Tendría toda la libertad, agregó, para escoger entre los numerosos temas que la Rusia soviética generosamente deja que use un escritor: las granjas, las fábricas, los bosques de Pakistán; montón de asuntos fascinantes. Le contesté que las granjas me aburrían y mi malvado seductor pronto renunció. Tuvo mejor suerte con el compositor Prokoviev.

H.G.: ¿Se considera norteamericano?

V.N.: Sí. Soy tan norteamericano como abril en Arizona. La flora, la fauna, el aire de los estados del oeste, esos son mis vínculos con la Rusia asiática y ártica. Por supuesto debo demasiado a la lengua y al paisaje ruso para estar emocionalmente involucrado en un plano espiritual con, digamos, la literatura regional norteamericana, las danzas indias, o el pastel de calabaza; pero sí siento un baño de calidez, de orgullo festivo cuando muestro mi pasaporte verde de los Estados Unidos en las fronteras europeas. Una crítica burda de los asuntos norteamericanos me ofende y me aflige. En política interior soy totalmente antirracista. En política exterior, definitivamente estoy del lado del Gobierno. Y cuando dudo, sigo siempre el método sencillo de escoger la línea de conducta que más disgustaría a los rojos y los Russells.

H.G.: ¿Hay alguna comunidad de la cual se siente parte?

V.N.: No. Puedo juntar mentalmente un gran número de individuos que me son simpáticos, pero formarían un grupo muy disparejo y discorde reunidos en la vida real. De lo contrario, podría decir que me siento bastante cómodo en compañía de intelectuales norteamericanos que se han leído mis libros.

H.G.: ¿Cuál es su opinión del mundo académico como entorno para un escritor? ¿Podría hablar específicamente de las ventajas o perjuicios de su etapa como profesor en Cornell?

V.N.: Una biblioteca estudiantil de primera rodeada de un cómodo campus es un entorno muy bueno para un escritor. Existe, por supuesto, el problema de educar a los jóvenes. Recuerdo un día, y esto no ocurrió en Cornell, en período de vacaciones, que un estudiante llevó un transistor a la sala de lectura. Se encargó de aclarar que uno, estaba escuchando música “clásica”; dos, el sonido estaba bajo; y tres, no había muchos lectores por allí en verano. Y allí estaba yo, multitud de un solo hombre.

H.G.: ¿Podría describir su relación con la comunidad literaria contemporánea? ¿Con Edmund Wilson, Mary McCarthy, los editores que publican sus artículos y libros?

V.N.: La única vez que colaboré con un escritor fue hace veinticinco años, cuando traduje con Edmund Wilson "Mozart y Salieri" de Pushkin, para el New Republic. Un recuerdo más bien paradójico ya que, después, el año pasado, se hizo el gracioso atreviéndose a cuestionar mi manera de entender "Eugene Onegin". En cambio, Mary McCarthy ha sido muy amable conmigo recientemente en algo que escribió en el propio New Republic, aunque creo que le agregó algo de su propio encanto al pudín de ciruela de Kinbote en Pale Fire. Prefiero no mencionar aquí mi relación con Girodias, pero ya he contestado en Evergreen su despreciable artículo en la antología Olympia. En cambio, estoy en perfecta sintonía con mis editores. Mi cálida amistad con Catherine White y Bill Maxwell del New Yorker es algo que el escritor más arrogante no puede evocar sin gratitud y deleite.

H.G.: ¿Podría decir algo acerca de sus hábitos de trabajo? ¿Establece algún plan previo? ¿Salta usted de una parte a otra o desarrolla la escritura de principio a fin?

V.N.: El patrón de las cosas precede a las cosas en sí. Relleno el crucigrama en cualquiera de los cuadros que se me ocurra elegir. Esos trozos los paso a fichas hasta que termino la novela. Mi plan es flexible, pero soy muy especial en lo concerniente a las herramientas: tarjetas Bristol rayadas y lápices con punta bien afilada y con goma.

H.G.: ¿Hay alguna faceta en particular del mundo que quisiera tratar? El tratamiento del pasado es habitual en su obra, incluso en una novela como Bend Sinister ("Barra siniestra") que se desarrolla en el futuro. ¿Es usted un “nostálgico”? ¿En qué tiempo preferiría vivir?

V.N.: En días venideros de aviones silenciosos y elegantes velocípedos aéreos, de cielos plateados sin nubes y un sistema universal de carreteras subterráneas acolchadas a las que no tendrían acceso los camiones. En cuanto al pasado, no me importaría recuperar algunas comodidades perdidas, por ejemplo, los pantalones bombachos, las largas y profundas bañeras.

H.G.: Ya sabe que no está obligado a contestar a todas mis preguntas estilo Kinbote.

V.N.: De ninguna manera empezaría a saltar las tramposas. Continuemos.

H.G.: Además de escribir novelas, ¿qué más le gusta -o le gustaría- hacer?

V.N.: Cazar y estudiar mariposas, por supuesto. Los placeres y las recompensas de la inspiración literaria no son nada comparados con el embeleso al descubrir un órgano nuevo bajo el microscopio, o una especie desconocida en la ladera de una montaña de Irán o de Perú. Es posible que si no hubiera ocurrido la revolución en Rusia, me habría dedicado completamente a la lepidopterología y no habría escrito ninguna novela.

H.G.: ¿Cómo se representa el Poshlust en la escritura contemporánea? ¿Se siente o se ha sentido tentado al pecado Poshlust?

V.N.: Poshlust o, en una mejor transliteración, Poshlost (término ruso de cuestionada traducción que en ocasiones ha sido definido como "mal menor o vulgaridad que se satisface a sí misma"), tiene muchos matices y evidentemente, si piensa usted que le puede preguntar a cualquiera si se ha sentido tentado por Poshlost, no los he descrito claramente en mi librito sobre Gogol. Estos son ejemplos obvios: basura cursi, clichés vulgares, filisteísmo en todas sus fases, imitación de imitaciones, falsa profundidad, seudoliteratura inacabada, deficiente y deshonesta. Ahora, si queremos restringirlo a la escritura contemporánea, debemos buscarlo en el simbolismo freudiano, en las mitologías recurrentes, comentarios sociales, mensajes humanísticos, alegorías políticas, preocupaciones exageradas por temas como raza o clases sociales; y las generalidades periodísticas que todos conocemos. Poshlost despliega conceptos del tipo “Estados Unidos no está mejor que Rusia”, o “todos compartimos la culpa de Alemania”. Los frutos del Poshlost alcanzan su esplendor en frases y términos como: “el momento de la verdad”, “carisma”, “existencial” (empleado con toda seriedad), “diálogo” (como se usa en los encuentros políticas entre países), y “vocabulario” (aplicado a un embadurnador de cuartillas). Decir de carrerillas Auschwitz, Hiroshima y Vietnam es un Poshlost sedicioso. Pertenecer a un club muy selecto (que ostenta un nombre judío -el del tesorero-) es un Poshlost refinado. Las reseñas de revistuchas son con frecuencia Poshlost que merodean el ensayo pomposo. A través del Poshlost se le llama gran poeta al señor Vacío y gran novelista al señor Alarde. Uno de los lugares favoritos del Poshlost siempre han sido las exposiciones de arte; allí surge de la mano de supuestos escultores que trabajan con herramientas de demolición, construyen muñecos de acero inoxidable, estéreos zen, pájaros de polietileno, trouvés en letrinas, balas de cañón, pelotas en conserva. En las galerías podemos admirar las muestras estilo gabinetti de artistas llamados abstractos, surrealismo freudiano, manchas del test de Rorschach. La lista es larga y, por supuesto, cada uno tiene su bête noire, su mascota negra. La mía es ese anuncio de una línea de aviación: la azafata servicial le sirve un tentempié a una pareja joven -ella observa extasiada el canapé de pepino y él mira con deseos a la azafata. Y, evidentemente, "Muerte en Venecia". Dese cuenta el trecho entre uno y otro.

H.G.: ¿Lee a algún escritor contemporáneo con placer?

V.N. A muchos de ellos, pero prefiero no decir sus nombres. El placer anónimo no ofende a nadie.

H. G.: ¿Hay alguno que le disguste especialmente?

V.N.: No. Hay muchos autores reconocidos que simplemente no existen para mí. Sus nombres están grabados sobre tumbas vacías, sus libros son simples, insignificantes de acuerdo a mi gusto literario. Brecht, Faulkner, Camus –y muchos otros-, no significan absolutamente nada para mí y me veo obligado a atenuar sospechas de conspiración contra mi cerebro cuando veo que los críticos y colegas escritores aceptan como gran literatura las copulaciones de Lady Chatterley o las sandeces pretenciosas de Mr. Pound que en realidad son una impostura total. Noté que en algunos hogares, sustituyó al Dr. Schweitzer.

H.G.: Como admirador de Borges y Joyce parece compartir su placer en enredar al lector con trucos, juegos de palabras y rompecabezas. ¿Cómo considera que deba ser relación entre el lector y el autor?

V.N.: No recuerdo ningún juego de palabras en Borges, pero sólo leí traducciones. De todos modos, sus delicados cuentos cortos y sus minotauros en miniatura no tienen nada que ver con las grandes máquinas de Joyce. Tampoco encuentro muchos rompecabezas en su novela más lúcida, "Ulises". Por otro lado, detesto Punningans Wake (sic), donde el crecimiento canceroso de un fantasioso tejido verbal no exime la tremenda jovialidad del folklore y la fácil, demasiado fácil, alegoría.

H.G.: ¿Qué aprendió de Joyce?

V.N.: Nada. James Joyce no me ha influenciado lo más mínimo. Mi primer contacto con "Ulises" fue alrededor de 1920, en la Universidad de Cambridge; un amigo, Peter Mrozovski, había traído una copia de París y se le ocurrió leerme un par de pasajes picantes del monólogo de Molly, que, entre nous soit dit, es el capítulo más débil del libro. Solamente quince años después, cuando era ya un escritor formado, sin deseos de aprender o desaprender nada, leí "Ulises" y lo aprecié enormemente. Finnegans Wake me es indiferente como me pasa con cualquier literatura regional escrita en dialecto —aunque sea el dialecto de un genio.

H.G.: ¿No está escribiendo un libro sobre James Joyce?

V.N.: No sólo sobre él. Lo que trato de hacer es publicar varios ensayos de aproximadamente veinte páginas de extensión sobre varias obras —"Ulises", "Madame Bovary", "La Metamorfosis" de Kafka, "Don Quijote" y otros—, basados todos en las conferencias dictadas en Cornell y Harvard. Recuerdo haber destrozado "Don Quijote" ante seiscientos estudiantes en el Memorial Hall, y eso provocó horror y desconcierto a algunos de mis colegas más conservadores.

H.G.: ¿Qué me dice de otras influencias, de Pushkin, por ejemplo?

V.N. En algún sentido —no más, digamos, que Tolstoi o Turguénev fueron influenciados por el orgullo y la pureza del arte de Pushkin.

H.G.: ¿Gogol?

V.N.: Tuve el cuidado de no aprender nada de él. Como maestro es dudoso y peligroso. En sus peores trabajos, como en sus cosas de Ucrania, es un escritor sin valor; en sus mejores, es incomparable e inimitable.

H.G.: ¿Algún otro?

V.N.: H.G.Wells, es un gran artista y fue mi autor favorito de chico. The Passionate Friends, "Ann Veronica", "La máquina del tiempo", "El país de los ciegos"; todas esas son mucho mejores que cualquier cosa de Bennett o de Conrad, de hecho, que cualquier cosa escrita por los contemporáneos del propio Wells. Tranquilamente se pueden ignorar sus meditaciones sociológicas, pero sus novelas y fantasías son excepcionales. Durante una cena en nuestra casa de San Petersburgo, Zinaida Vengerov, su traductora, le dijo a Wells: “De sus obras, mi favorita es "El mundo perdido". “Se refiere a la guerra que perdieron los marcianos”, comentó con rapidez mi padre. Fue una situación más bien incómoda.

H.G.: ¿Aprendió algo de sus estudiantes de Cornell? ¿Fue una experiencia solamente de valor económico o le aportó algo valioso?

V.N.: Mi método de enseñanza descarta el verdadero contacto con los estudiantes. En el mejor de los casos, hacían regurgitar algo mi cerebro durante los exámenes. Cada una de las conferencias que dicté había sido escrita a mano y mecanografiada con mucho cariño; las leía tranquilamente en clase, en ocasiones deteniéndome para corregir una oración o repetir un párrafo —un detalle nemotécnico que, sin embargo, rara vez provocaba algún cambio en el ritmo de las manos que lo transcribían. Agradecía la presencia de unos pocos con habilidades en taquigrafía, y tenía la esperanza que pudieran pasar la información que habían podido recoger a sus compañeros menos afortunados. Traté de reemplazar mi asistencia a las conferencias por grabaciones que fueran reproducidas a través de la radio del campus. Por otro lado, disfrutaba mucho las risitas que surgían aquí o allá en algunos momentos de la conferencia. La mejor recompensa viene de antiguos alumnos quienes, diez o quince años más tarde, me escriben para decirme que entienden ahora qué quería de ellos cuando les enseñaba a visualizar el mal traducido peinado de Madame Bovary, o el orden de las habitaciones, o los dos homosexuales en "Ana Karenina". No sé si aprendí algo al enseñar, pero sé que amasé una cantidad invaluable de información apasionante al analizar una docena de novelas para mis alumnos. Como debe usted saber, mi salario entonces no era lo que podemos llamar espléndido.

H.G.: ¿Le gustaría decir algo sobre la colaboración que le ha prestado su esposa?

V.N.: Fue consejera y juez en la escritura de mi primera narrativa, al principio de los años veinte. Le he leído por lo menos dos veces todos mis relatos y novelas; y ella los ha vuelto a leer todos al mecanografiarlos, corregir las pruebas y asesorando las traducciones a varios idiomas. Un día, en 1950, en Ítaca, Nueva York, fue la responsable de haberme detenido, y pedido que me lo pensara de nuevo cuando yo, bloqueado por dificultades técnicas y dudas, llevaba los primeros capítulos de Lolita al incinerador del jardín.

H.G.: ¿Cuál es su relación con las traducciones de sus libros?

V.N.: En lo referente a idiomas que sabemos o podemos leer mi mujer y yo -inglés, ruso, francés y, hasta cierto punto, alemán e italiano- aplicamos un sistema de verificación estricta de cada frase. En cuanto a las traducciones al turco o el japonés, prefiero no imaginar los desastres que probablemente salpican cada página.

H.G.: ¿Cuál es su próximo proyecto literario?

V.N.: Estoy escribiendo una nueva novela, pero no puedo hablar de ella. Otro proyecto que estoy acariciando desde hace algún tiempo, es la publicación del guión completo de "Lolita" que hice para Kubrick. Aunque haya suficientes préstamos de mi guión en su versión como para justificar mi posición legal como autor, la película es sólo un reflejo confuso y mezquino del maravilloso cuadro que imaginé y escribí escena tras escena, durante los seis meses que trabajé en una casa de Los Ángeles. No pretendo sugerir que la película de Kubrick sea mediocre; por derecho propio es de primera categoría, pero no es lo que escribí. El cine suele dar su matiz poshlost a la novela que la distorsiona y la hace basta como en un espejo sinuoso. Creo que Kubrick evitó ese error en su versión, pero nunca entenderé por qué no siguió mis orientaciones y mis sueños. De verdad es una lástima. Pero por lo menos, la gente podrá leer mi guión de "Lolita" en su forma original.

H.G.: Si pudiera escoger uno y solamente uno de sus libros con el que fuera recordado, ¿cuál sería?

V.N.: El que estoy escribiendo, o quizás el que sueño escribir. En realidad, me recordarán por Lolita y mi trabajo sobre "Eugenio Oneguin".

H.G.: ¿Como escritor, piensa que tiene algún defecto, manifiesto u oculto?

V.N.: La ausencia de un vocabulario natural. Algo extraño para ser confesado, pero cierto. De los dos instrumentos que poseo, el primero —mi lengua materna— ya no la puedo utilizar, no solamente porque no tengo una audiencia rusa, sino también porque la excitación de la aventura verbal en el medio ruso se desvaneció paulatinamente después de que me pasé al inglés en 1940. La lengua inglesa, este segundo instrumento que tuve siempre, es, sin embargo, algo rígido, artificial, que puede servir muy bien para describir un insecto o una puesta de sol, pero que no puede ocultar la pobreza de su sintaxis y la parquedad del lenguaje doméstico cuando necesito escoger la mejor opción entre dos palabras similares. No siempre se prefiere un viejo Roll Royce a un simple Jeep.

H.G.: ¿Qué piensa usted de los rankings competitivos de autores contemporáneos?

V.N. Sí, he notado que nuestros críticos profesionales son verdaderos corredores de apuestas. Quién está dentro, quién está fuera, dónde quedaron las nieves de antaño. Todo esto es muy entretenido. Siento un poco que me dejen afuera. Nadie es capaz de decidir si soy un escritor americano de mediana edad, un viejo escritor ruso o una rareza internacional sin edad.

H.G.: ¿Qué es lo que más lamenta en su carrera?

V.N.: No haber venido antes a Estados Unidos. Me habría gustado vivir en la Nueva York de los años treinta. Si mis novelas rusas hubieran sido traducidas entonces, hubiesen provocado un impacto y una lección para los entusiastas pro-soviéticos.

H.G.: ¿Encuentra usted inconvenientes importantes a su fama actual?

V.N.: "Lolita" es famosa, yo no. Soy un muy desconocido novelista de nombre impronunciable.

Publicado en nada del mundo real, 17/01/2012

Imagen: Nabokov

Sunday, March 25, 2012

La máquina de Aqueronte: Magia, inframundo y lenguaje


Elena Ferrufino-Coqueugniot

Aqueronte se retuerce en su agujero… Sus único ojo y garra dan curso a la máquina de un relato que envuelve en artificio de venganza, soledad, hecatombe. El mecanismo narrativo, accionado por su pezuña, nos sitúa en Sabayón, escenario de la saga de los Drake, trenzada con el decurso casi mágico de la historia, la lucha por el poder y sensualidad animal de putamadre.

Con lenguaje endemoniado, la narración fuerza por laberintos sin tiempo, estructurados en cuatro libros, desde donde el narrador se empecina en confundir el tiempo y reiterar su participación en los hechos. Cuando Aqueronte el Sabio inicia el relato, se desmadeja un trajinar de ida vuelta, donde presente, pasado, futuro inventan torbellino de recursos literarios, del flashback a la ironía, sin tregua… La escritura cobra fuerza de ritual que pone en juego mecanismos tradicionales, mientras interpela y subsume en la misma sombra desde la que Aqueronte refiere -y destruye- la historia de su familia.

Relato de hombres, machos dominantes, crueles. Antanas Drake, amo del mundo, es indistintamente titán, animal montesco.. Semental que doblega las hembras, las hace parir como bestias, entre barrotes de jaula colgada por ahí. Tal Belle Almanegra, “transparente y desnuda”, madre de Aqueronte y Laoconte. Y, muy a pesar del hecho de que será ella el amor eterno en el corazón de Antanas, en el que habita además un alacrán negro, y más allá de los “orgasmos de siete leguas” que Belle pudiera haberle proporcionado, será Carolina Medina Sidonia quien garantice el linaje maldito.

Antanas, patriarca de quien nace el tornado que asolará Sabayón, engendra en Carolina a Bayard, que lo sucederá en el poder y se transformará en “macho de leyenda”. Se contaba -comenta el narrador- cómo “Bayard Drake hacía llover disparando a las nubes con su Colt Walker, cómo la tenía de medio metro, cómo esto, cómo aquello, cómo todo y cómo nada.” Carolina recibe la simiente de Antanas, ojos de lobo y patas de mono, pero su mente y cuerpo se enroscan en “fructífera cópula,” como diría Claudio Ferrufino-Coqueugniot, con John Hart, el único que amó y con cuyo fantasma termina por marcharse.

Así circunda por el relato una historia de amores, cópulas y recuerdos que comienza con el tirano, cautivo sin tregua ni esperanza de Belle, que yace enterrada bajo los cimientos de la casa de los Drake. Bayard, continúa el legado que le será arrebatado por Zemí Sinnombre, cachorro natural de Antanas y Nica Trastolindo, “negra de grandes ojos ansiosos”, “amorosa por naturaleza y sufrida por el deseo que le dolía en todo el cuerpo cuando no hacía el amor con cualquiera.” Más tarde, después de que Dionisio, hijo de Bayard, fuera finalmente destruido por Oliden, se aniquila la estirpe, y se traslada la capital del país, de Sabayón a San Brandán, terminando así no solo el hilo narrativo, sino también la saga que se originara en la Máquina.

Antes del fin de esta casta, simbolizada además por la casa señorial, ente que sufre y gime como sus amos, aparece la dulce Belle Alexa, la última de los Drake. Con ella se conforma el círculo perfecto donde final y comienzo se unen entre la niña y Aqueronte; manos y garras; voces y máquinas. Principio y término del decurso narrativo. De la representación que nos hace conscientes del hecho literario que, como diría Frye, deviene suerte de sueño colectivo y utópico que se extiende a través de la historia y permite expresar esos deseos fundamentales que han dado curso a la civilización, pero que no han sido nunca satisfechos.

Entre tamarindos monstruos, vientos encabronados, sangres y silencios violentos, se gesta la historia de Sabayón que, en esencia, es también Bolivia, Santa Cruz y Santa Rosa… e incluso las Repúblicas francesas y guerras mundiales, la de secesión y otras “cronologías y geografías universales y oníricas.” Sueño y magia en las líneas que configuran el escenario textual. Un especial toque mitológico remonta a la Grecia de las pesadillas y de los ríos que transportan al Hades, mientras el recurso predominante se acerca al realismo mágico, al barroco y al relato fantástico y dialoga hábilmente con García Márquez y Rulfo; Stoker y James; Tolkien y Faulkner… la Biblia.

En cada giro del relato, del lenguaje, el narrador destruye sistemáticamente la línea de demarcación que separa lo supuesto real de lo supuesto fantástico. Su presencia, como testigo, infunde un toque pseudo inocente cuyo objetivo es, entre otros, asegurar la verosimilitud de lo narrado. No solo eso. Su ingreso en la trama, en términos de “nosotros,” obliga a participar de este decurso con tono estrepitoso y apocalíptico, como el de su escritura. De manera casi esotérica y fuertemente irónica, nos hace testigos y participantes de lo desesperado y tenso de la empresa de recrear la historia de la humanidad.

La fuerza retórica de Pinto trasciende las consideraciones de lo verdadero, de lo válido. Se puede leer como una suerte de humanismo extremo, sustentado en su propia fe asertiva, fragmentada entre racionalismo desacreditado y escepticismo casi intolerable. Entonces cobra sentido lo ubicuo, lo anacrónico. Y Aqueronte, nacido en la jaula de las calandrias, resulta ser el mago que acciona el proceso narrativo y nos confronta con escenarios dantescos, donde el Ángel de la Muerte y el Rey Buitre se disputan la carroña de una estirpe.

Preciosa novela. Sutil posesión de estrategias metalingüísticas y narrativas que no solo cuestionan, sino que trasponen los límites del lenguaje tradicional, así como de la trama consabida de las historias ancestrales.

Se ha dislocado el universo de Pinto, casi como en el cine de Jodorowsky. En este [sub]mundo, “(…) Las tiendas y los carros de la caravana ardían y los agonizantes eran rematados con violentos golpes de machete para no desperdiciar municiones.” Apocalipsis y génesis… encuentro de contrarios. Narrador lector y testigo. Lectores que contaminan -y vitalizan- el relato… Fascinante decurso lingüístico hecho saga con valor de metáfora e hipérbole… motivos mitológicos, sensoriales. Estridencia, ironía, fluidez en el relato. Novela hábil, traviesa, descarada. Herético poema en prosa…

“A la luz de una vela hecha por él con grasa de gente, Aqueronte el Sabio [contiene] la respiración con las fauces abiertas y [pone] en su lugar la última pieza que le [falta] para echar a andar su Maquinita de la Venganza:

Click.”

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Publicado en Fondo Negro (La Prensa/LaPaz), 25/03/2012

Imagen: Cubierta completa de La máquina de Aqueronte, Alfaguara, 2011

Saturday, March 24, 2012

Maquillaje


Saul Bellow

LOS MOSAICOS eran de un color cereza borroso y la repisa para poner los objetos de limpieza personal era de níquel viejo y muy adornado. El agua salía con fuerza del grifo y Herzog veía cómo se transformaba Madeleine en una mujer mayor. Tenía un empleo en Fordham, y a ella lo que más le interesaba era tener un aspecto sobrio y maduro, como de llevar mucho tiempo en la Iglesia. La descarada curiosidad de Herzog, el hecho de que compartiese con familiaridad el cuarto de baño con ella, y el que estuviese desnudo bajo la bata, así como la palidez de su cara por la mañana en ese ambiente de lamentable lujo victoriano, todo eso molestaba a Madeleine. No lo miraba mientras se arreglaba. Sobre el sostén y la bombacha se ponía un suéter de cuello alto y, para proteger los hombros del suéter, se cubría con una capa de plástico que protegía la lana del maquillaje. Luego empezaba a ponerse los cosméticos; los tarros y las cajas llenaban el estante sobre el lavatorio. Hiciera lo que hiciese, se movía con rapidez y eficacia, con la seguridad de una especialista. Tenía una seguridad de acróbata en el trapecio. A Herzog le parecía que Madeleine se arreglaba con demasiada prisa, pero lo hacía muy bien. Primero se extendía una capa de crema en las mejillas, frotándosela hasta su nariz recta, su barbilla infantil y la suave garganta. Era una crema gris, de un tono perla azulado. Esta era la crema base. Se quitaba el exceso de grasa con una toalla de maquillaje. Sobre esto se aplicaba el colorete y los polvos. Luego suavizaba el maquillaje con una bola de algodón siguiendo la línea del cabello, en torno a los ojos, y un poco en las mejillas y en la garganta. A pesar de los suaves anillos de carne femenina, había ya algo claramente dictatorial en la rotundidad de aquella garganta. No dejaba a Herzog que le acariciara la cara hacia abajo porque era malo para los músculos. Sentado, contemplándola desde el borde del lujoso baño, Herzog se ponía los pantalones después de meterse en ellos la camisa. Ella no lo miraba. Hacía todo lo posible para librarse de él en cuanto empezaba su vida diurna. Con la misma prisa, como si estuviera desesperada, aún se aplicaba unos polvos pálidos con la borla. Luego se volvía rápidamente para contemplar su obra -perfil derecho, perfil izquierdo- colocándose ante el espejo con las manos levantadas como si fuera a sostenerse el pecho, pero sin tocarlo. Estaba satisfecha con los polvos. Todavía le quedaba ponerse unos toques de vaselina en los párpados. Se daba rimmel en las pestañas con un diminuto pincel. Moses participaba en todo esto en silencio, intensamente. Pero aún sin pausa ni vacilaciones, ella se daba un toque de negro en el extremo exterior de cada ojo y volvía a dibujar la línea de sus cejas para mejorarlas. Luego tomaba unas grandes tijeras de sastre y empezaba a recortarse el flequillo. Madeleine parecía no necesitar espejo para saber lo que tenía que hacerse; su imagen estaba grabada en su voluntad. Se cortaba el flequillo como si descargara una pistola y Herzog sentía un impulso de alarma. La gran decisión de aquella mujer en todo lo que hacía le fascinaba, y en esta fascinación volvía a encontrar su propia infancia. Allí estaba él, una persona en plena posesión de sus facultades, sentado en el borde del pomposo y viejo baño, absorto en esta transformación del rostro de Madeleine. Luego, ella se pintaba los labios y se sumaba años. Este último detalle era ya casi el final. Pero aún tenía que humedecerse un dedo con la lengua y darse unos últimos toques. Ya estaba. Se miraba seriamente al espejo y parecía satisfecha. Sí, estaba muy bien. Pero le faltaba ponerse la falda de tweed, larga y pesada, que le ocultaba las piernas. Los tacones altos le inclinaban levemente los tobillos. Y luego, el sombrero, que era gris, de copa baja y ala ancha. Cuando se lo encajaba en su fina cabeza, se convertía en una mujer de cuarenta años, como tantas de las pálidas, histéricas y arrodilladas hipocondríacas que se veían en las naves de las iglesias. El ala ancha del sombrero en torno a su angustiada frente, su intensidad infantil, su miedo, su fuerza de voluntadreligiosa, todo ello inspiraba compasión. Mientras que él, aquel judío pecador, gastado y sin afeitar, ponía en peligro la redención de ella y le causaba dolor de corazón. Pero Madeleine apenas lo miraba. Se había puesto la chaqueta con el cuello de ardilla y se metía la mano por debajo para ajustarse las hombreras. Aquel sombrero lucía una larga cinta gris de más de un centímetro de anchura y le recordaba al que llevaba la señora que le hacía leer la Biblia en el hospital de Montreal. Incluso tenía un largo alfiler como aquel. Terminado su arreglo, el rostro de Madeleine quedaba suave y maduro. Solamente los ojos habían quedado sin tocar y las lágrimas parecían a punto de brotar de ellos. Madeleine parecía enfadada, furiosa. Desde luego, quería tenerlo junto a ella por la noche. Incluso, casi con rencor, le cogía una mano y se la ponía sobre uno de sus pechos mientras se dormían. Pero por la mañana habría preferido que desapareciera.

El autor

PREMIO NOBEL de Literatura en 1976, Saul Bellow nació en Quebec en 1915, en el seno de una familia judía de origen ruso, y murió en Massachusetts en 2005. Vivió la mayor parte de su vida en Estados Unidos, fue soldado en la segunda guerra mundial y luego profesor en la universidad de Chicago. Obtuvo un importante reconocimiento literario por sus novelas Hombre en suspenso (1944), Las aventuras de Angie March (1953), Carpe Diem (1956), Henderson, el rey de la lluvia (1959), El legado de Humboldt (Premio Pulitzer en 1975) y Herzog (1964), de donde fue extraído el fragmento publicado.

Publicado en El País, Montevideo, marzo 2012

Imagen: Saul Bellow, por Fay Godwin

Friday, March 23, 2012

Dos granujas sin tacha


Miguel Sánchez-Ostiz

Ayer por la mañana entré en el Alexander de la plaza Avaroa a tomar un café y a leer los periódicos. Afuera estaban preparando el día del mar y colgaban fotografías de navíos de guerra con bandera boliviana y muy coloristas gallardetes de señales marrítimas.

La lectura de Página Siete me regaló esta perla bruta referida a uno de los linchamiientos de días pasados: “Habían sido muertos a pedradas y enterrados vivos”. Eso me puso de buen humor.
En la mesa de al lado había dos granujas sin tacha. Las mesas están demasiado cerca como para no escuchar a la fuerza lo que se dice alrededor de ellas. Y más cuando lo que se dice es con profunda voz de tenor y para que se enterern todos. Aquella pareja hablaba con auténtica desvergüenza. Pertenecían a la cooperación francesa o a algún negocio de voluntariado también francés. Eran dos profesionales, dos jóvenes profesionales que se las sabían todas, a los que nadie les iba a dar nunca con queso en cuestiones de cooperación y voluntariado. Conservaban intacta su capacidad de indignación: “¡Oh, los alcohólicos, no hay nada que hacer, son viciosos...!”. Probablemente ellos eran de los que van a ponerse de copas hasta el culo en el Sancho Panza, de la Ecuador. Se les veía poseídos de la Razón y de una Misión. Nada peor que alguien poseído de una Misión, hay que escapar a la carrera. Me llegaban frases como “¡Hay que civilizar a estas gentes, nunca serán como nosotros!” o esta otra genial para cooperantes o voluntarios benévolos: “¡Hay que hacer que consuman productos franceses!” o ya francés hasta la muerte: “¡Hay que enseñarles a hacer une bonne potée!”... y la diferencia entre los españoles y sus chapuzas et “et nous par contre”... o esta conclusión genial de alta antropología “Il y a des gens bien, comme nous, (claro), et puis, les autres, voilá tout...” Muy jóvenes, carajo, para hablar de ese modo... ¿Universitarios? Esa es una vieja categoría que no quiere decir nada de nada. ¿Viajar? ¿Para qué? Si no consigues desembarazarte de tus prejuicios, mejor quédate en el bar de tu pueblo o de tu barrio, con los de tu tribu, en lugar de venir a colgarte las medallas de una fraternidad más falsa que un Amadeo.

Del blog del autor (vivirdebuenagana), 23/03/2012

Imagen: Jacques Callot

Thursday, March 22, 2012

PERFIDIA/El secuestro cinematográfico en el hecho de imagen


Por Marcela Parada

Luego de proyectado el filme los organizadores del Sanfic, como ya se ha hecho tradición, han llamado al director y al actor protagonista –el chileno Gonzalo Valenzuela- adelante. Han habido tres o cuatro consultas del público que todavía quedábamos en la sala a los dos involucrados y luego, cada cual a lo suyo, a nuestras vidas, a nuestras –quizá- insondables y propias perfidias.

Ya entro en el tema que nos convoca, es que Perfidia requiere de este intersticio preliminar. Y mira si no, justo antes de proyectar el filme, Bellot ha tomado el micrófono y nos ha agradecido por estar allí, en esa sala, entre tantas otras opciones simultáneas de proyección. Nos ha dicho que la película que íbamos a ver era, probablemente, una película distinta a la que el público pudiese estar acostumbrado. Y que le diésemos tiempo a su Perfidia. Que nos tomásemos el tiempo para que ésta se manifestara.

Lo primero, decir que Perfidia me ha parecido una película extra ordinaria y extraordinaria además. Extra ordinaria porque se trata de un filme que efectivamente se desprende de las narraciones habituales que siguen el modelo tradicional de representación (lo que –convengamos- es propio de la reflexión artística y, para el caso, de la reflexión en torno al cine). Aquí nos encontramos con un solo protagonista, prácticamente con una sola locación –la habitación de hotel a la que el protagonista llega y en donde permanece solo durante el 95 o 97 por ciento de la película- y escasísimos diálogos, palabras –de hecho- prácticamente ausentes en donde la imagen emerge visualmente todopoderosa, secuestrando al espectador en el hecho, precisamente, de imagen de un personaje situado y sitiado entre cuatro paredes. Y extraordinaria, además, porque en Perfidia asistimos a una puesta en obra que afortunadamente se eleva por sobre tantas otras realizaciones actuales que, aún estando y hasta acaparando pantalla en nuestra salas, podrían, francamente, no haberse realizado. O dicho de otro modo, no habría pasado nada si no se realizan. Tengo la sensación de que con Perfidia pasa exactamente lo opuesto. Nos encontramos ante una concentración de tensión y de fuerza expresiva que hace pensar que esta película tenía que realizarse, arriesgándose a explorar el silencio para hacer emerger el texto en el hecho visual, en la mirada –factor constituyente del cine- como potencial y choque de sentido; y que debiera estar en pantalla por mucho tiempo más, para que corriera de voz en voz, para que la voz tomase la forma de Perfidia y nos conminara a tomar el tiempo para observar, esencialmente, el tiempo. Ese tiempo suspendido en la espera, en la indeterminación, en el “todavía no” propio de la existencia humana, en el “entretiempo” de un tiempo narrativo que se plastifica en la suspensión.

En términos argumentales, el protagonista viaja en bus para alojarse en un hotel perdido en las montañas nevadas del norte de Nueva York. La especificación del lugar –Nueva York- es prescindible, el viaje que se emprende así como el imponente paisaje nevado no lo es; conlleva la distancia y el sumergirse en el gélido panorama desde donde habrá de emerger el conflicto arraigado en la profundidad del personaje principal. El conflicto, para los que nos han visto aún el filme, me lo reservo. El –por decirlo de algún modo sin revelar demasiado- “ajuste de cuentas” que habrá de realizar el protagonista será develado con total especificidad sólo en el último segmento del filme. El resto se sostiene, les decía, en la indeterminación narrativa.

El protagonista -ataviado como turista de hostelling, jeans raídos, pelo largo, mochila a la espalda-, se registra en el hotel y paga la primera y única noche que permanecerá allí. El diálogo con la chica de la recepción es estrictamente operativo, respondiendo a la identificación del extraño para efectos del formulario. Una vez registrado, atravesamos junto a él el pasillo que lo conduce a su habitación. La cámara lo sigue de cerca, a escasos centímetros de su espalda (táctica de seguimiento que recuerda la puesta en forma en Le Fils, de los hermanos Dardenne), y nos colamos subrepticiamente a su lado en la habitación.

De aquí en adelante permaneceremos allí, sitiados entre las paredes de la habitación, entre la zona de la cama y el baño, y seguiremos al protagonista –siempre de cerca, en conformidad con un procedimiento de auscultación, de detalle, de disección- en una serie de acciones que podríamos calificar como menores; acciones operativas llevadas a cabo –y llevadas a forma, cubiertas por la cámara- de forma minuciosa; como las secuencias del rasurado de la barba, el rapado de la cabeza y el corte de las uñas. Secuencias en las que, por lo demás, asistimos a la proeza operativa-técnica de grabar planos únicos, irrepetibles.

El asedio de la cámara operando sobre el personaje único en la locación única consigue que la limitación espacial actúe como un concentrador temporal de tensión, propiciado por la situación de claustro en la imprecisión narrativa (¿Quién es este personaje? ¿Qué busca? ¿Qué espera? ¿Qué esperamos junto a él? ¿Por cuánto tiempo se extenderá la espera?). La cámara se da a la tarea de cubrir al protagonista en planos secuencia cercanos y cortos y desde la mayor cantidad de ángulos posibles. El punto de vista adopta posiciones múltiples y ángulos quebrados con perspectivas en escorzo (operación representacional que recuerda a Tape, de Linklater). Los planos son relevados constantemente y los tiros de cámara cubren al personaje de un modo incisivo y circularmente indeterminado.

En esta obsesión de la cámara sobre el personaje único entra a escena el sistema de vigilancia, la mecánica operativa de un sistema que inspecciona comportamientos y hábitos de la intimidad, un aparataje de visión abierto a la disección instrumental del sujeto-objeto de registro y foco de sospecha visual.

En la cercanía de auscultación, en los relevos espasmódicos de planos y ángulos de mirada sobre el personaje, en la operación de observación incisiva del “entretiempo”, del “todavía no”, la operación de tiempo real se tensiona en relación con el tiempo narrativo, seguro de supervivencia este último incumplido, en donde el movimiento representacional anuncia el advenimiento de la angustia. Noción de angustia que viene vinculada a la expectativa y para el caso lleva adherido un carácter de indeterminación.

En la puesta en forma final, el filme presenta una dinámica de montaje notable. La articulación de los fragmentos actúa a la manera de un caleidoscopio. Como si la noche que permanecemos en la habitación se tratase de un sólo momento, una sola vista trozada técnicamente en una visión fractal, imposible para el ojo humano pero posibilitada por la prótesis mecánica de visión en perpetua vigilia.

Así las cosas, apostados junto a la cámara en el cuarto de hotel, asistimos a una suerte de intrascendencia en la que emergen los intersticios, los detalles, la acción debilitada, el tiempo muerto extendido en la espera indefinida, los accidentes, la fragmentación; subrayando el sinsentido y la precariedad de las categorías establecidas para darle un sentido a la omnipotencia del tiempo real. Al extremar la mirada en la inmediatez del suceder cotidiano y circunstancial asistimos, como espectadores, a un tiempo que se está desgranando en el transcurso de lo intrascendente; lo que viene a constituir, a su vez, la noción experiencial de intrascendencia. En este sentido, la restricción espacial opera como una restricción narrativo-técnica que hace emerger el vértigo del tiempo real, un tiempo que se deshilvana en la espera e indeterminación y que para el caso opera de manera inversamente proporcional a la densificación del cuerpo del sujeto en pantalla. Con todo, en esta cercanía de disección, la imagen es “demasiado clara” y prolifera desmembrada. En esta vía, Perfidia es de una evidencia notable: el sujeto emerge de forma fragmentaria, desmantelado en planos de investigación óptica y articulado –desarticulado, más bien- en la espera indefinida.

La progresiva desmantelación del sujeto-objeto de registro es, así mismo, la progresiva desmantelación del sistema tradicional –acordado, convenido, estipulado- de representación cinematográfica, para explorar artísticamente la producción de sentido a partir de las operaciones ópticas de deconstrucción fragmentaria de la realidad.

Bajo estas coordenadas, las escenas de aclaración que se disponen en los últimos minutos del filme son francamente descartables. De hecho, la secuencia de cierre actúa como una vuelta de tuerca en el sentido menos auspicioso. El enigma se resuelve casi a la manera de un Deus ex machina, todo se aclara –incluso la figurilla-símbolo de cerámica que llevaba el personaje consigo-, y ese sujeto que quedaba, minutos antes, vuelto de cara a la profundidad queda vuelto de cara a la medianía representacional. Habría que quedarse con el noventa y siete por ciento restante del filme, allí sí Bellot se desprende del modelo cinematográfico industrial y su puesta en obra secuestra al espectador, cinematográficamente, en el hecho de imagen.

De laFuga

Tuesday, March 20, 2012

‘Napoleon’ Is Lost, Long Live ‘Napoleon’!


By MANOHLA DARGIS

SOON after Abel Gance’s “Napoleon” had its premiere in Paris in 1927, he wrote a letter to his audience, soliciting open eyes and hearts. “I have made,” he wrote, “a tangible effort toward a somewhat richer and more elevated form of cinema.” He had created a film towering in ambition, scale, cost, narrative and technical innovations, and believed that nothing less than “the future of the cinema” was at stake. His audacity had merit. The origins of the widescreen image can be traced to “Napoleon,” which also featured hand-held camerawork, eye-blink-fast editing, gorgeous tints, densely layered superimpositions and images shot from a pendulum, a sled, a bicycle and a galloping horse.

The film was an astonishment, and it was doomed. One hurdle was its length — his early versions ran from 3 hours to 6 hours 28 minutes (down from 9 hours) — while other difficulties were posed by Gance’s advances, specifically a process later called Polyvision that extended the visual plane into a panorama or three separate images and that required three screens to show it. Partly as a consequence, distributors and exhibitors took harsh liberties: Metro-Goldwyn-Mayer cut it down to around 70 minutes for the American release, a butchering that seemed to encourage bad reviews. Gance continued to rework the film, adding sound for a 1935 version and, decades later, new material. Yet even as he was taking it apart, others — notably the British historian Kevin Brownlow — were trying to restore “Napoleon” to its original glory.

In truth “Napoleon,” as it was initially hailed, no longer exists, which raises ticklish questions about authorship. In his book on the film, Mr. Brownlow lists 19 versions of “Napoleon” — including those created by distributors, Gance and Mr. Brownlow himself, who for decades has tried to restore the long-lost full version. Mr. Brownlow’s latest restoration (Version 20?), will play four times at the San Francisco Silent Film Festival starting next Saturday. But unlike in 1981 — when an earlier, abridged Brownlow restoration played around the country — no tour is planned. Yet while this may be the last time this particular iteration is screened in the United States, Francis Ford Coppola’s company, American Zoetrope, and the preservationist Robert A. Harris, who own most of the rights, are quietly working with Mr. Brownlow’s company and the Cinémathèque Française on still another restoration.

By the time Gance, who died in 1981 at 92, started on “Napoleon” he had already been anointed a cinematic pioneer, primarily for his touching 1919 romance “J’Accuse,” set against World War I, and his frenzied 1922 tragedy “La Roue,” about desperate desire in a poor railroad family. Both were successes and inspired feverish acclaim. The Cubist painter and future filmmaker Fernand Léger said that with “La Roue” Gance had “elevated the art of film to the plane of the plastic arts.” Jean Cocteau declared that “there is cinema before and after ‘La Roue’ as there is painting before and after Picasso.” Gance answered this praise with the even more ambitious “Napoleon,” calling it “the greatest film of modern times.”

Gance envisioned making six films about Napoleon. He directed (if revisited) just the one, and it ends in 1796 with the 26-year-old Napoleon (Albert Dieudonné) leading the French Army into Italy for what became known as the First Italian Campaign. What Gance was after wasn’t a melodramatic tale, say, about Napoleon and his lady love, Josephine — “I have made the minimum concession to the romantic” — but something more psychologically evolved. What interested him was History, capital H. Napoleon, he said, was a “paroxysm in his time just as his time was a paroxysm of history.” It’s hard not to think Gance was also talking about himself.

Budget woes forced him to settle for an abridged telling of Napoleon’s life, but this was about the only limitation that he allowed. Cinema was young, and so was he, and he burned with ambition for both the art and his film. He wanted viewers not simply to watch “Napoleon,” but also to become participants in a revolution of his making. To that end he liberated the camera, setting it in almost constant motion. For a schoolyard snowball fight during Napoleon’s childhood, the camera was attached to a cameraman’s body, which allowed Gance to thrust the viewer into the melee. He sought a similar immersion with Polyvision, which tripled the image size. For one critic these enlarged visuals meant that the “spectators suddenly become a crowd watching a crowd”; they also helped inspire Henri Chrétien to invent CinemaScope.

“Napoleon,” under its full title “Napoléon Vu par Abel Gance,” had its admirers when Gance rushed an edit of three or so hours into the Théâtre National de l’Opéra for the premiere, where, as Mr. Brownlow writes in his book, the audience included the future enemies Marshal Pétain and Charles de Gaulle. Gance’s problems during production, including budget shortfalls and on-set calamities, were as well known as his brilliance. Perhaps because of the buildup, and because of some technical mishaps during the premiere, the reviews were strong but conditional. A few critics attacked its spectacular advances; one labeled the film “a Bonaparte for apprentice fascists.”

“Napoleon” was brutally received in the United States when it, or rather the MGM hatchet job, was released here in 1929. In one review a wisenheimer at Variety wrote that it was “made by the French for the French.” The film “doesn’t mean anything to the great horde of picture house goers over here,” he continued. “Nap wasn’t good looking enough and they didn’t put in the right scenes for the flaps here.” Then, because of a series of untimely events — including the advent of sound — the full “Napoleon” disappeared, becoming one of cinema’s most elusive objects of desire, alongside Erich Von Stroheim’s nearly 10-hour version of “Greed.”

Soon after its premiere “Napoleon” was almost immediately chopped up and reimagined, including by Gance. In 1935 he turned “Napoleon” into a 2-hour-15-minute sound film newly titled “Napoleon Bonaparte,” for which the original actors, including Antonin Artaud, who played Marat, dubbed their lines. In 1955 — a year after the 15-year-old Kevin Brownlow bought a two-reel, home-movie copy of the silent “Napoleon,” beginning an archival quest of a lifetime — Gance fiddled with the sound version. And then in 1970 he went back to both the silent and sound versions, shot new material, added narration and called the resulting 4 hours 45 minutes “Bonaparte and the Revolution.” That same year Mr. Brownlow showed his first reconstruction of the silent “Napoleon.”

Gance once said that “when you find yourself with a completed film, you are still far from having realized your dream.” Perhaps that explains why he kept returning to “Napoleon,” his last significant work and a haunting presence in his life. In 1928 he began a second feature about Napoleon, only to sell the script. He languished in the sound era and later fell on hard financial times. François Truffaut gave him money, and Claude Lelouch produced “Bonaparte and the Revolution” and also bought the rights to the silent “Napoleon.” As auteurism took hold and, especially, as Mr. Brownlow’s reconstructions were seen and loved — Mr. Coppola’s name on the 1981 release helped spread the word in America — Gance was discovered anew.

“Napoleon” never entirely disappeared, and those of us who were lucky enough to have seen the four-hour version at Radio City Music Hall in 1981 were thrilled to discover it. That edition, restored by Mr. Brownlow (originally to 4 hours 50 minutes) and presented by Mr. Coppola and Mr. Harris (who, partly to avoid union overtime, cut that restoration and played it at a faster speed), was the cinema event of the year, racking up ecstatic reviews and strong sales. After Radio City the four-hour cut — with the composer Carmine Coppola conducting his score with various orchestras — conquered America. As Variety put it, “Napoleon” “wows” them in New Orleans, and “Syracuse Is Also Hotsy.” By the end of 1981 it had pulled in $2.5 million and was one of the foreign film hits of the year.

Afterward this four-hour “Napoleon” was shown infrequently and never released on DVD in America, though it was put out on VHS and laserdisc. Mr. Brownlow’s complete restoration never made it over here, until now. The reasons are clouded, and in keeping with the film’s tortured history. In 2004, at the National Film Theater in London, Mr. Brownlow said Francis Ford Coppola had “suppressed the full version for the last 23 years.” Mr. Brownlow suggested that the problem was the score by Carmine Coppola (father of Francis) fit the four-hour cut shown in 1981 and not Mr. Brownlow’s restoration, which by 2000 had grown to its present 5 hours 31 minutes. At the time he said he hoped it could be sorted out, and clearly something has been agreed upon, although the details remain murky.

When I recently reached Mr. Brownlow, who spoke by phone from his London office, he declined to talk about Francis Ford Coppola’s past involvement with “Napoleon.” “No way we can go into that,” he said. James Mockoski, who works as an archivist at Zoetrope, was similarly reluctant to discuss the past. The presentation at the San Francisco Silent Film Festival, he said by phone, “is something that people wanted to see and has been long in coming.” Mr. Mockoski said the reason “Napoleon” hadn’t been shown in the United States came down to simple economics: it’s expensive. “We are a small company,” he said. “It’s not like this is bringing a lot of money in.” He added, “Of course we want people to see it.”

“Napoleon” doesn’t come cheap, especially when accompanied by a full orchestra, as it will be at the festival, where Carl Davis will conduct his score with the Oakland East Bay Symphony. (The film is being shown at the 3,000-seat Art Deco Paramount Theater in Oakland because there isn’t a screen big enough in San Francisco.) These four shows, according to the festival’s executive director, Stacey Wisnia, will cost about $720,000. The print and its rights alone run about $130,000; the symphony, conductor and understudy eat up another $240,000. The festival is hoping movie lovers will be so tempted by “Napoleon” that they’ll pay $40 to $120 a ticket for an event that begins in the afternoon and incorporates three intermissions, including a dinner break.

For American cinephiles there’s an indisputable reason to see “Napoleon” now: film. “This print will probably never be seen again in the United States,” Mr. Harris said, given that a digital restoration is under way. (Version 21?) “Projectors are going away,” he said and, alas, so too is film. Mr. Harris agreed with the characterization of the festival screenings as a kind of a test run for the digital restoration, which suggests that he and Zoetrope have plans for future exploitation, including, maybe, a DVD and Blu-ray. Over its history “Napoleon” has been taken apart and pieced back together by so many hands, and it’s somehow survived distributor assaults, Gance’s tinkering, legal suits, rights claims and dueling restorations. In the end all that should matter is that this elusive, seemingly indestructible film — which, as Mr. Brownlow said, has “found its place again in world cinema” — be seen.

Publicado en el New York Times, 18/03/2012

Imagen: Escena del "Napoleón" de Abel Gance, con Albert Dieudonné como el Cónsul.

El Ché y el Principito: ¿Fraternidad en Cuba?


ESTEBAN VALENZUELA

Cerca del Capitolio de La Habana, en un barrio donde circulan los Ford 1942 y la gente se moviliza en triciclos hacia la colina, se encuentra un parque algo descuidado, pero pletórico de la vida bullangera de los cubanos: “Parque de la Fraternidad”. Un poco más allá comienza la Avenida Salvador Allende hacia la Plaza la Revolución. Hay un modesto museo de trenes. Hacia el mar y el malecón, los portales semiderruidos muestran el viejo esplendor de La Habana. En el bar Florida, la casa del Daiquiri, decenas de “gringos” y europeos se toman la foto con la estatua de Hemingway que parece tomarse un buen ron ad eternum. Un trío canta sones. La calle Empedrado se ve más cuidada, las tiendas oficiales tratan de mostrar modernidad en sus escaparates semi vacíos, mientras la gente se acerca a ofrecer comida en sus casas (los “paradores” aceptados) o alojamiento. Más allá, la ciudad luce renovada, con el plan de restauración que ha contado con el apoyo de España y sus Comunidades (de la gallega a la valenciana); hostales, restaurantes, galerías y libreros en las remozadas áreas de la Catedral, la Plaza principal y el convento de San Francisco. Regateo con un librero un libro sobre Bartolomé de las Casas escrito en inglés de 1863, la novela Paradiso de Lezama Lima (el escritor gay fiel a la Revolución, que murió en el olvido), y unos viejos cancioneros de la Nueva Trova. Traté de auscultar sus opiniones sobre la coyuntura cubana a los dos cultos viejos libreros (cháchara política, a la chilena). No dan bola, prefieren hablar de Martí y de Antonio Maceo, el héroe negro —como ellos— que luchó por la Independencia en el siglo XIX. Son más martianos que marxistas.

“Lo esencial es invisible a los ojos”, se lee en murales de La Habana Vieja, en una esquina detrás del Teatro Nacional, donde la remodelación del casco urbano no llega y la ciudad parece arrasada por un huracán. Al otro costado, hacia el Malecón y la Plaza principal, cerca de la Bodeguita del Medio, otras manos anónimas pintaron al niño rubio de Saint Exupery con su amabilidad y llamado a “crear lazos”. El resto de la ciudad sigue pintada por los carteles militantes y militarizados, incluyendo la conocida leyenda de “Patria o Muerte”, adornada por un tanque apuntando al norte.

En las calles se habla poco de los Castros o los cubanos cuidan sus palabras en exceso, al menos a la impresión superficial de un visitante primerizo a la Isla, pero sí cantan al Ché y en parte a Silvio Rodríguez; los cantores más viejos, sobre los cincuenta. Dos muchachos veinteañeros que se ganan sus buenos dólares cantando boleros a lo Luis Miguel, dicen no saber cantar a Silvio Rodríguez. ¿Verdad o sarcasmos de los muchachos? Nos sentimos desfasados; pensábamos que Playa Girón y Óleo a una mujer con Sombrero eran parte del paisaje, pero no: se oye más reggaetón (sobre todo al grupo estrella, Los Desiguales), los sones y el bolero, así como a la vital Celia Cruz, la ignorada salsera que murió en su exilio en Miami. “Es que queremos que se abracen los primos divididos por la política”, me dice un vendedor de búhos tallados en cacho de toros. Otro, se atreve a despotricar, y reclama que “fue un error de los compañeros no dejarla visitar a su madre cuando se moría”. Doña Celia no existe en las guías oficiales sobre la historia y la cultura cubana. Sí están los escritores afines, los trovadores, la gran danzadora Alicia Alonso, los músicos románticos que se descubrieron con el boom de Buena Vista Social Club.

Los jóvenes se ven ajenos a la épica de la Revolución, aunque expresan al unísono la crítica al embargo y a USA, pero a su vez deslizan su molestia porque no pueden acceder a internet (vale cinco dólares la media hora sólo en los hoteles), la vida doble entre quienes ganan en pesos cubanos con un acceso racionalizado a pocos bienes, y los que acceden a los empleos vinculados al turismo, obteniendo CUCs (moneda oficial para extranjeros en paridad con el dólar) con lo cual pueden comprar otros bienes en los mercados para turistas.

CAMINANDO POR LOS CLAROSCUROS DEL PAÍS “REAL”
En el pequeño Barrio Chino la mesera engaña: “Venga aquí que este local no es del Gobierno y tenemos un auténtico chef chino, no como la vecina que es funcionaria del Estado y tiene a un mulato”.

En la calle Empedrado, un cubano nos reconoce por chilenos, y se larga a cantar canciones revolucionarias. Al rato, empieza con los boleros y su prima Yola nos vende por diez dólares su CD con un repertorio en el que solo se canta al amor: “Fui bailarina del Tropicana”, nos dice con bella nostalgia.

Tomamos con mi mujer un taxi viejo, y el chofer relata entre risas: “Le competí al Cadillac 1952 de Fidel, pero llegue segundo…él es el caballo cubano, y no se le puede ganar, chico”. Los cubanos mantienen los viejos vehículos impecables, como maestros innovadores en la precariedad y en el embargo. Como dice un chileno agradecido que estudió en Santiago de Cuba: “Ellos hacen el camino práctico, buscan lo simple en la adversidad, la luz que va adelante y saben vivir bien con poco”. El taxista confiesa que le costó mil dólares restaurar su Buick 54 que “lo encontré lleno de pastizales abandonado en el campo, y ahora me da dinero bien para que no falte nada en mi hogar, su casa”.

Un vendedor de fotografías viejas recita a Neruda, a la Mistral, incluso a Óscar Castro. Luego les pregunto a unos niños que saltan en una plaza, y me hablan de Lautaro, de la cordillera, de los mapuches y conocen también a Neruda. La cultura se respira en el país de mejor comprensión de lectura y manejo del lenguaje (junto a Uruguay) en los test que pasan en América Latina instituciones independientes de Europa. La educación y la seguridad son bienes sociales notables, irrefutables. Por una calle apenas iluminada, donde se caen pedazos del Ministerio de la Pequeña Industria a pasos de la Bodeguita del Medio, un “compañero” dice: “Somos pobres, pero aquí no le robará nadie, camine tranquilo”.

Más allá, en las afueras del Hotel Inglés, un tipo distorsionado, me grita: “Deje a su esposa en el
hotel, yo le tengo putas baratas”, y luego en el Teatro Nacional, dos señores que dicen trabajar con el sindicato, nos ofrecen a mitad de precio las entradas para la presentación en flamenco del
fantasma de la ópera. Rechazamos el semi robo a las arcas públicas y se escabullen en las sombras. Son síntomas de decadencia casi inevitables en una sociedad con dos mundos, con dos mercados, con sistemas salariales en las antípodas.

Lo más contrastante fue Varadero y una visita a sus cercanías. La playa es notable, de una belleza única y con facilidades para las hordas de turistas centro-europeos que en este tiempo atiborran sus arenas: rusos, checos, polacos, eslovacos, búlgaros. Renta de autos estatal, tours, buceo, restaurantes, shows de salsa, desfile de vehículos para sentirse en los años cuarenta. Dos días paradisíacos, pero dos mañanas sin ducha y sin café en el Hotel Deveauville: “Falló el encargado de mantención, chico”, nos explicó una cubana mulata con su mejor sonrisa.

En las afueras de la zona turística conocimos un Consultorio familiar que funciona a las mil maravillas. Cada uno atiende a 200 familias. La gente habla satisfecha del sistema, pero un señor pronto empezó, al ver que éramos chilenos, a defender el “milagro económico de Pinochet”. Nos irritamos, le explicamos los datos macros (crecimiento 3% en dictadura, 6% en democracia) y le detallamos el desastre en salud que dejó la dictadura, los copagos de remedios y la falta de seguro a enfermedades catastróficas… y el cubano pinochetista se entregó: “Ya chico, que aquí entendemos rápido, lo que pasa es que Chile se ve tan fuerte en lo económico”.

La carretera de La Habana a Varadero es impecable, demasiado esplendorosa y bien pintada. Entonces, si el Ché viajó en motocicleta, nosotros nos arrendamos un auto estatal y en vez de enfilar a La Habana, nos metimos por una carretera interior para conocer el país “real”, que nos pareció de una pobreza casi “irreal”: cruzamos por Perico y llegamos a Colón en medio de ciudades devastadas por el colapso económico, con las industrias cerradas. Recordamos Muevan las Industrias de los Prisioneros cuando un muchacho, estudiante de ingeniería y trabajador part time en los hoteles, relató la precariedad de su familia, ex trabajadores de ingenios azucareros cerrados en los últimos años. El mismo joven, sin embargo, agradece que “la universidad es de buen nivel y enteramente gratis”.

En Colón la crisis económica es evidente. Sólo se movilizan en triciclos y carretas a caballo, como si fuera un mundo Amish comunista. Hay basura, calles de tierra, y literalmente, todos los edificios están derruidos, como si la mística revolucionaria no hubiera existido nunca, aquella del trabajo voluntario y el construir un futuro; el desgano, el abandono y la precariedad sin excusas. En Colón se entiende por qué Raúl Castro quiere emprender algunos cambios económicos, pero sin democratización ni apertura al multipartidismo, como lo reiteró hace poco: “No aceptaremos en suelo cubano partidos pagados por el Imperialismo”. El bloqueo sigue animando el combustible de revolución y nacionalismo que es parte de Cuba, en su propio amor a Martí y a los héroes de la Independencia. Pero en Colón se nos acerca gente y dice su rabia: “No tenemos miedo, ya ni siquiera funcionan los comités de defensa de la Revolución”.

LA SILENCIOSA APERTURA Y CONSTRUCCIÓN DE ESFERA PÚBLICA DE OPINIÓN

No hay apertura explícita, pero si distensión; se oyen críticas y se observa una mayor tolerancia a la oposición, tras la lucha de las Damas de Blanco por liberar a los presos políticos, la presión de Europa y los buenos oficios de la Iglesia Católica, con la cual el Gobierno mantiene buenas relaciones, y ahora espera la visita de un segundo Papa: Benedicto XVI. Se han liberado a la mayoría de los presos de conciencia, muchos cubanos que firmaron el llamado Documento Varela en favor de una transición Democrática. La Comisión de Derechos Humanos tolerada en la Isla, reconoce como positivo la liberación de presos políticos, aunque en sus informes se indica que han aumentado las detenciones preventivas de disidentes por algunas horas en comparación al año anterior (de 300 a 500 casos mensuales).

Sin embargo, se nota algo de deliberación, crítica y construcción de espacio público, en una suerte de perestroika caribeña. Nada en el híper oficialista Granma (los Castros, Chávez, campañas, porque USA libere a cinco cubanos acusados de espionaje… y béisbol, mucho béisbol). Sin embargo, en los otros dos medios llama la atención las cartas al lector con abiertas críticas a los burócratas insensibles que no solucionan problemas en viviendas o servicios. Así se queja la columnista Alina Perera en lo que llama “La peligrosa tentación del churro” (Juventud Rebelde, 19 de febrero). El diario juvenil incluye también una entrevista a la Contralora que habla de la corrupción. Por su parte, en el periódico Tribuna de La Habana se queja contra “los irresponsables administradores del Agro Mercado que no retiran la basura”, generando focos de contaminación por dengue. Estos espacios tienen mayor impacto que la actividad de las afamadas bloggeras disidentes como Yoani Sánchez —a quien en estos días no se le dejó por enésima vez salir de Cuba a recibir un premio—, debido a las altas restricciones al internet, bien escasísimo.

LOS PUENTES ENTRE OFICIALISTAS CRÍTICOS Y DISIDENTES MODERADOS
Regina Cayola, bloggera notable –quien se presenta como una ex miembro de la contrainteligencia del propio Gobierno cubano– se ríe que de las miles de visitas a su blog, casi todas son del extranjero: “Tengo apenas 600 de la isla, y me imagino que la mayoría de mis ex colegas de los servicios de seguridad”. Esta semana escribió de las reflexiones de Chomsky sobre la manipulación. Ella viene de la izquierda y se hartó del régimen, pero desea un cambio pacífico: “Me alegro que los hijos de muchos revolucionarios y miembros del Partido Comunista promuevan la apertura y ocupen espacios cada vez más abiertos para producir debates sobre el futuro de la isla. El grupo “estado de sats” (el silencio de un actor previo a su actuación), se ha atrevido a producir debates en lugares públicos de economía, política, transformaciones necesarias”….Es la voz de los que no son de la vieja guardia revolucionaria ni de las familias burguesas en su diáspora en Miami. Regina es casada con el afamado escritor Rafael Alcides, con quien compartimos lazos con la ciudad de Logroño en España, quien se alegró del Premio Cervantes a Parra, y cuenta anécdotas de las censuras contra él y Neruda realizadas en los años 60s del siglo XX. Fue fundador de la Unión de Artistas y Escritores de Cuba, que luego devino en comisariato político de corte estalinista. “Parra, al igual que Alan Ginzberg, se enamoró y se perdió unos meses en los pueblos de la Sierra, no precisamente recorriendo los senderos del Ché y Cienfuegos”, dice con ironía, negándose a confesar el secreto de la musa de Nicanor: “Estamos viejos, pero aún vivos”, ríe.

Alcides en su Memorias del Porvenir —uno de los tres textos que le publicaron en España y no se editan en Cuba (“me vino a ver el ministro de Cultura, pero no imprimen mis libros”)— hace un relato de la desilusión de quienes fueron protagonistas de la Revolución y luego se volvieron críticos, sin por ello desear el capitalismo salvaje: “lo nuestro era en favor de una revolución humanista y moderna, donde hubiera libertad”. Él y su esposa reconocen los logros en dar servicios sociales, educación y salud, a todos. “Es la base desde lo que debe construirse lo nuevo”, dicen. Pero deploran la falta de oportunidades, la represión o “invisibilidad” de aquello que no es adicto al castrismo.

La fraternidad es el sueño doloroso de Rafael Alcides, que lo verbaliza con toda el alma en una Carta Pública a la llegada de un nuevo año, y que es el epílogo de sus Memorias del Porvenir:

Acuérdate que en Cuba están presos por hablar, por haberse atrevido a decir lo que piensan, cubanos que no pusieron bombas, ni planearon atentados… excepto en el manejo de una propaganda para pedir una transición pacífica hacia la democracia… Acuérdate que Fidel lleva cincuenta años hablando con los medios extranjeros… Y acuérdate de los cautivos pertenecientes a los que en otros países se llamaría “oposición”… acuérdate, 2009, de los cubanos que quisieron salir y ver el mundo, comprobar personalmente que la Tierra es redonda”… No queremos turrones, ni vinos, ni fuegos artificiales… queremos la alegría del reencuentro, tan esperado, tan soñado. Queremos bien unidos, como se estaría en un haz, en un puño o en una gavilla, ser, existir allí de nuevo, padres e hijos, hermanos y hermanas, como si el tiempo no hubiera pasado.

Los Cayula-Alcíades, como miles y miles de personas educadas, son un verdadero “centro político” que podría aportar a reconciliar la Isla y lograr la síntesis de revolución y democracia, como ancho espacio intermedio entre la dialéctica de sordos entre “gusanos (exilio de línea dura pro embargo)” y castristas.

Ellos no difieren en el fondo de muchos que están en el régimen, como un amigo periodista que me pide anonimato (es contradictorio su temor de quien es parte de los que detentan el poder y el monopolio del papel impreso), y reiteran la misma música: la única alternativa es no volver atrás, mantener los logros sociales, pero salir de la crisis económica y avanzar a la democracia con gradualidad, sin que los de Miami arrasen y persigan a quienes han crecido con la Revolución, ni los arrojen de las casas que usan”. Son muchos; critican, pero valoran la vida tranquila, sin
violencia, sin narcos, barata (aunque modesta), potencia deportiva mundial (el pequeño gigante de diez millones que se encara frente a los 300 millones de USA)… es el país construido por sus padres que tuvieron educación a diferencia de sus abuelos, peones y obreros de la vieja Cuba de Batista, de latifundio y empresarios que reprimían los sindicatos.

LA VISIÓN CRÍTICA-VALORATIVA DESDE LA IZQUIERDA
Sectores de la izquierda, que creen en el sueño socialista, no pueden soslayar la difícil situación en lo económico, lo político y lo cotidiano. El sociólogo Carlos Figueroa Ibarra, radicado en Puebla y prolífero autor de libros sobre la izquierda latinoamericana, en sus escritos que titula Rebelión, relata así la llegada del nuevo año en su popular barrio de estibadores de La Habana:

Año nuevo en La Habana. Momentos después de las doce de la noche del 31 de diciembre de 2011 y luego de abrazar a mis seres queridos, he salido al portal de la vetusta casa que habita mi familia política en el barrio de Luyanó. La gente del barrio también ha salido a los portales y balcones de las casas decrépitas que recuerdan una belleza ya ida. Algunos tiran cubetadas de agua hacia la calle para espantar a los malos espíritus y para que el año nuevo sea propicio. La música de salsa retumba en todo el vecindario, mientras es posible escuchar los 21 cañonazos con los cuales se saluda al nuevo año desde la Fortaleza de La Cabaña.

Luego relata cómo dos jovencitas, seguidas por la vecindad, dan vuelta a la manzana con una maleta, esperando que en el 2012 sí les salga en viaje a USA. Figueroa reconoce los “errores de conducción de la dirigencia cubana que explican estas limitaciones económicas”, aunque luego embiste, “pero me parece un análisis ideologizado, soslayar que esas dificultades proceden sustancialmente del bloqueo terrible al que ha sido sometida la isla desde Washington”. Sin embargo, en sus columnas reconoce que Raúl Castro impone aperturas que plantearon economistas y dirigentes del PC que fueron hace 17 años defenestrados. El balance del camino chino (liberalismo económico, pero sin sindicatos fuertes y sin democracia), es complejo: “De todos modos hoy en Cuba el reino de la necesidad se está imponiendo. Miles y miles de cubanos se están registrando como cuentapropistas y miles también se están dando de baja porque no hay materias primas accesibles o porque simplemente sucumben a las leyes del mercado y no tienen éxito en sus microempresas”.

Los partidarios de la Revolución quisieran un cambio político, pero temen la llegada del poder de la derecha de Miami. No hay construcción de diálogo y el Gobierno pierde la opción de hacer cambios con los movimientos internos en una transición o apertura gradual. Figueroa es lapidario:

En Cuba ciertamente existe un régimen férreo. Se observa lo que alguna vez dijo San Ignacio de Loyola “En fortaleza asediada cualquier disidencia es traición”. Por ello, pese a las opiniones críticas de algunos lectores, la prensa cubana repite básicamente las verdades oficiales. No existe una democracia multipartidaria. El nivel de consenso hacia el régimen probablemente haya bajado después del derrumbe soviético que acrecentó las privaciones. Pero la oposición al régimen en Cuba es minúscula, oportunista en muchos de sus integrantes y además está infiltrada por la seguridad del Estado.

Incomodidad en la izquierda, la cual con sinceridad quiere mantener el país donde la utopía de un modelo alternativo al capitalismo ha sido posible, donde son universales derechos humanos sociales básicos, pero donde la precariedad y la mano “férrea” ahogan la propia utopía. El sueño perdura: “El Che imaginó al hombre nuevo en una Cuba en el que coexistía el capitalismo con el socialismo real. Se esperaba que este último con todos sus vicios ganara la batalla. Hoy Cuba es una isla que sigue buscando una sociedad justa contra un planeta neoliberalizado y lleno de infamias”.

¿ES NAIF HABLAR DE FRATERNIDAD EN CUBA?
Cuatro días en Cuba, una mirada superficial, sin duda. Domingo en la mañana, recorremos el barrio nuevo, hasta la Marina Hemingway. El hotel en su nombre es un moderno hospital para extranjeros. De regreso, conocemos Miramar y el ensanche de los años 1950. Una ciudad bien organizada, que tuvo (tiene) una clase media importante. A boca de jarro nos encontramos con la famosa marcha de todos los domingos de las Damas de Blanco. Se las tolera. Nadie les hace muestras vivas de apoyo ni tocan las bocinas, pero tampoco nadie las maltrata. Es la Iglesia Santa Rita, “abogada de los imposible”, reza el cartel. Nos bajamos a mirarlas. En la Plaza frente a la Iglesia, con árboles majestuosas de escenario, una mujer negra, —“Berta, nuestra nueva líder”, nos explican— da cuenta de las actividades de la agrupación en toda la Isla, fustiga a quienes quieren instrumentalizar su lucha, denuncia arrestos preventivos, pero cuenta una historia que no es trivial y habla de la apertura y la ansia de dialogo que quieren la mayoría de los cubanos. Una historia que nos vuelve al Parque de la Fraternidad: en un pueblo un policía amenazó de muerte a un disidente, ellas se quejaron a los superiores y a la Justicia, y el policía fue sancionado. ¡Esa es otra victoria democrática!

Al tomar nuestra ruta hacia el centro nos detuvo un policía, sentimos miedo, pero nada: de manera impecable nos pregunta “¿de qué país nos visita?”, y luego educa advirtiendo que giramos en un bandejón a la izquierda lo “que está prohibido en la Isla”. Nos reímos y nos deja pasar: “Pensábamos que en la Isla se podía ir a la izquierda”.

Algo ocurre en Cuba, un estado profundo de “sats“. En un bar de jazz en el Vedado, se agolpan los gringos (”Obama liberó los viajes especiales de iglesias y universidades, y hay operadores que nos traen”, confiesan): en una pared está el Ché, el legendario grupo cubano Irakere, más allá Louis Armstrong, y nuevamente, una mano invisible (no la del capitalismo) puso esa imagen del Principito que le dice al zorro “quiero ser tu amigo”. Aunque suene naif, parece que no ya no son los barbudos del Granma, sino que las imágenes de la fraternidad universal quienes quieren subvertir el orden de Cuba.

Publicado en elmostrador.blogs&opinión (Chile), 20/03/2012

Imagen: Colón, Cuba