Monday, April 30, 2018

Ganarse el pan


DANIEL AVERANGA MONTIEL[1]

Ganarse el pan con lo que uno quiere hacer, no con lo que los demás imponen, debe ser algo tremendamente difícil. Conozco a gente que daría el alma o las muelas (o ambas cosas), por vivir con lo que uno soñó hacer desde infante.

Le pregunto a Santiago, mi hijo, qué quiere hacer cuando sea mayor; me responde que quiere ser médico, “¿Para qué quieres ser eso?, ¿acaso para ayudar a los demás?”, aventuro; se ríe, dice que no con la cabeza y agrega, con sus cinco años y medio de imaginación: “Es que quiero vacunar a mis compañeras de curso”. Termina riéndose por la ocurrencia, imitando cómo los médicos agarran el músculo antes de introducir la aguja. Intuyo que lo dijo para ver cómo, a esa edad, los niños reaccionan ante una inyección: lloran por la aguja, pero es por su bien; termino riendo junto a él. El muchacho sabe lo que es el humor negro, claro, siempre que podemos, hablamos sobre muchas cosas. Me fascina poder hablar con él sobre lo que le gustaría hacer de mayor, ya sin tanta broma, ya con esperanza. Ya con ese sentimiento de proyección, nacido de la necesidad por crecer y dejar algo.

Él ve cómo leo, escribo y reparo sus juguetes, cómo armamos nuevos juguetes o cómo preparo comida para nosotros o para mis perros; a veces me dice que quiere cocinar cuando sea adulto, a veces me dice que quiere construir juguetes. Tiene el tiempo del mundo para escoger lo que desee hacer para vivir. Su madre, Ruth, dice que quisiera que él fuera médico, que eso le garantizaría una labor de bien y que sería bueno, muy bueno, tener a alguien cerca con esos conocimientos. Ambos opinamos que puede ser lo que se presente, con tal que le guste, con tal que le apasione.

No tengo mucho tiempo (ni espacio, aunque estoy comenzando a planificar horarios) para hablar con mi otro hijo, Alejandro, pero sé que él quiere trabajar en cosas que tengan que ver con construcciones, armar estructuras, conducir motocicleta y ser una persona feliz; alguna vez hablé con Mónica, su madre, sobre ello. Dijo que Alejandro amaba los juegos de lógica y las matemáticas. Casi entregado a estas cosas, coleccionaba rompecabezas. Yo me emocionaba con esta idea: un hijo en el mundo de la medicina y otro en el de las construcciones, sean tangibles o científicas. Que sean lo que ellos deseen; eso sería genial.

Escribo desde un internet que me vio trabajar ya cinco años seguidos, cinco de los diez años que estuve con esta decisión de escribir para vivir. Dos años, del 2008 al 2010, la decisión casi me cuesta la vida, no por hambre, sino por un mal en los riñones que terminé eliminando a fuerza de voluntad y carajazos, el 2011, y con él también, ese mismo año, terminé con mi primer matrimonio.

Conozco a los que atienden este internet y siempre les saludo. Trabajo alquilando la máquina, pago dos bolivianos por hora; así me presiono a funcionar a mil por hora, como hacía Bradbury cuando alquilaba las máquinas de escribir de la biblioteca de su zona, cuando era joven y estaba vivo. A dos de los empleados de ese internet, con quienes soy más amigo, les regalé “La puerta”, el 2016. Son muchachos que trabajan de ocho a doce horas para vivir, se la pasan bien, viendo vídeos de YouTube, chateando en facebook y, sorpresa mía, también les vi leer la novela; me dieron después sus opiniones, nada edulcoradas pero muy entusiastas y de las que sí valen la pena escuchar, sobre ella. “La puerta” fue un experimento bonito, ganó un premio, recibí el dinero, disfruté gastarlo en mí y en mis hijos, claro; pero no fue un objetivo final ni mediático.

Uno no escribe para ganar premios o para coronarse como un mago que domestica, por un ratito, a las palabras salvajes que están dentro del cotidiano; eso son mamadas, material de p´ajpacu.

Yo decidí trabajar en el mundo de las letras porque vi un campo que adoraba, desde pequeño, incluso cuando mis compañeros de curso, en primaria, decían que leer novelas era para “delicaditos”, y yo les respondía con insultos o, si me lo decía un varón, un puñetazo espontáneo.

Vivir de y para escribir, o de revisar los escritos de los demás, es toda una aventura. En mi biografía siempre pongo que trabajo en “corrección de estilo”, porque ese es mi trabajo actual, sin pretextos, sin prórrogas, sin joder a nadie más que a quien me contrata para que les revise sus trabajos. Trabajo en este internet desde hace cinco años y desde hace diez en mi casa, ese cuartito frío que tiene la Cachaza (la mayúscula no es accidental) siempre lista y caliente, con sultana, limón y canela.

Algún amigo me dijo: “Cumples diez años como escritor y solo tienes tres libros tuyos, eso es ch´api”; pues sí, me hubiera gustado y me gustaría aún, poder escribir y publicar más libros, pero mi prioridad es pues ganar dinero para poder comer. No somos unos putos fascistas para arrojar libros y romper guitarras. Somos escritores, o eso pensamos que somos... Yo con corregir textos académicos y literarios estoy en paz, feliz, no falaz, feliz; que me digan que soy una mierda, un resentido social, un frustrado, o como hace ratito alguien me dijo por Facebook: “misógino” (porque publiqué un meme sobre una Frida rebelde, siendo replicada de manera irónica por un Diego Rivera “muy sano”), a mí me importa un bledo, me paso por la bolsa escrotal todo eso. Es más, me divierte hacer hervir la sangre de alguna/cierta gente.

Ganarse el pan con lo que uno quiere hacer, no con lo que los demás imponen, debe ser algo tremendamente difícil. Por fortuna, tengo la confianza de mi correctora de estilo (Ruth) que ve que no escriba babosadas y que, cuando lo hago, no espera mucho y me agarra a cocachos simbólicos para que me dé cuenta.

Al final, “una persona insignificante que escribe para vivir, siempre trata de hacerlo bien”, dijo alguna vez Isaak Babel, y le creo.




[1] Tipo, dizque para los demás: “negro atrevido, cuasi feminicida en potencia, resentido social y educativo” de Oruro y, además, afirman epistemológicamente: “con ínfulas de escritor”.


Imagen: Del muro del autor

El amor derrotado: La vida me duele sin vos

RODRIGO VILLEGAS RODRÍGUEZ

“Amor, así se llama ese misterio. No vaya a ofenderse, pero Daniel está más dispuesto al harakiri que... dicho sea de paso correctamente se llama seppuku. Si me permite, yo diría, en un lenguaje acrobático, que Daniel camina entre el amor y la falta de amor. El amor y la ausencia. Parece que hay una cuerda al medio que sólo a él le interesa. Yo no conozco a otro humano así, no vaya a ofenderse”.

Daniel Estofán. Da, para Plá. Sociólogo, mucho gusto. Paria. Poeta. Piel blanca. Abarcas, morral de aguayo, coca y cigarro. Reciclador de mensajes escritos en papeles en la calle. Loco. Enfermo. Fracasado. Personaje. Humano.

Plá. Mujer, planeta, órbita por la cual giran los hombres. Una rubia cuarentona. Esposa. Madre. Amante. Un grupo de amigos que se reúne en su casa y charla acerca de la literatura, filosofía, vida. Sociólogos, curas, infieles y casados. Daniel. Plá.

Veinte años más tarde su historia se repite. Un remolino. La Vida me duele sin Vos.

En 1998 Gonzalo Lema (Tarija, 1959) ganó el primer Premio Nacional de Novela con su libro La Vida me duele sin Vos (Alfaguara, 1998). Hoy, veinte años más tarde, el Grupo Editorial Kipus reedita la novela en una edición conmemorativa. Sin embargo las portadas – la del ‘98 y la más reciente – coinciden en la puesta en escena: sillones, alfombra, una mesa con libros y trago encima y la femineidad en el ambiente. Nada ha cambiado. El mundo no cambia.

Lema es un encumbrado de la ficción boliviana. Sus novelas han sido premiadas tanto en nuestro país como en el exterior: La huella es el olvido (1993) fue finalista en el Concurso Casa de las Américas, Cuba, y su más reciente novela Que te vaya como mereces obtuvo el premio L’H Confidencial de Novela Negra 2017. La Vida me duele sin Vos fue una de las obras que lo puso en el sitial que se merecía. 

Melancolía. Quizá es la primera palabra, así, a la primera, con la cual puedo definir a La Vida me duele sin Vos. Pero una melancolía alegre. Extraña. Real. Como cuando nos reírnos de nuestras derrotas. Se dice que para no llorar en el intento.

Daniel no puede amar. Como una enfermedad crónica, levita entre la felicidad y la plenitud adjudicándose la primera y defenestrando a la segunda (“La felicidad existe. Está en al abrazo a la madre, al hijo, al esposo, al amante. La plenitud, en cambio, es un discurso de curas”).Víctima de lo ideal, de lo que no existe más que en una juventud en fase final.

“Soy el primer hombre sin sentimientos, usted entenderá. Inclusive Hitler tenía lo suyo, o Stalin, o San Román, dentro de cierta referencia local. Peor los San Agustín o San Ignacio de la cosa. Ni siquiera quiero a las cosas, como alguna gente. Nada. Parece que es el problema de una arteria bloqueada, complicada con una úlcera de duodeno. Algo así”. 

Plá es la única que parece poder curar a Daniel, casado con María Elizabeth, a la que no quiere, la futura madre del hijo que no desea. Plá, la amante, Plá, la guía, Plá, el placer. Plá, la felicidad.

“¿El amor, Daniel? ¿El fastidio de vivir así? ¿El sin–sentido de la existencia? ¿La frustración y la mediocridad? ¿Por qué no como, por qué no duermo? ¿El sentido de culpa? ¿La práctica del adulterio? ¿Por qué me quedo mirando esta gota de rocío a punto de caer del pétalo? ¿Qué me interesa? ¿En qué pienso cuando pienso? ¿Temor al fin? ¿Pérdida de goce por la aventura? ¿Plá?”

Existencia. Lema, a través de Estofán, escribió una radiografía del conflicto del hombre: ¿Qué hace uno aquí? ¿Para qué está? ¿Para emborracharse y leer y hacer el amor? Parece la respuesta más simple – y atractiva – de Daniel. Pero no está completa. No la logra definir, establecer. La tristeza es suprema. Se lleva todo. Los años. El futuro que nos guiña cada vez con más fuerza, con menos espacios de tiempo (“Ya somos seres tristes. Cuando lo descubrimos somos más tristes aún”).

Amistad. El Club de los Jueves. Reuniones en la casa de Plá. Serrat como música de fondo. Alcohol y abrazos. Palabras y dagas. La amistad como el refugio.    

Locura. Charla en el manicomio donde, por diferentes circunstancias, por un tiempo, habita Daniel: “¿Tú eres loquito, borrachín o drogadicto?/ Loquito y borrachín – dijo Daniel echado sobre el pasto descalzo –. Pero aquí me están tratando la falta de sentimientos”.   

Vacío. La edición conmemorativa llega a llenar ese espacio – la edición de Alfaguara es casi imposible de conseguir – que había quedado vacío. Como el amor. Como los años. Abolir el futuro. El futuro es hoy.     

Daniel Estofán. Plá. Su historia. Su novela.

(“Alguna vez había soñado poder escribir. Al final, por lo menos en apariencia, había terminado viviendo esa novelita destinada al papel”).

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De TENDENCIAS (LA RAZÓN/La Paz), 29/04/2018 

Alfonsina y la bicicleta


MAURIZIO BAGATIN

 “…una storia d'altri tempi, di prima del motore, quando si correva per rabbia o per amore”          - Francesco De Gregori -

Rebelde, voyant y majestuosa Alfonsina, mítica, épica y utópica la bicicleta. Todo empezó en la Vía Emilia, en aquella región padana que recibe, del infinito horizonte de la llanura, tanta gana de correr, de escaparse pedaleando, de correr entre campos de trigos, arboles de cerezos y lindas mujeres…a pedalear para escaparse de la miseria un día, para recorrer un amor el otro. Cuando los deportes - sin hablar del resto - eran todos para los hombres, ella apareció, en las fotos descoloridas, en un blanco y negro puro, auténticamente apegado a la realidad, el color de la real dicotomía de una época: la verdad y la mentira.                                                                

Alfonsina fue la verdad, enamorada de la bicicleta, de la llanura que lisa, inmensa y verde invitaba, bordeando el Po a las mil y una aventuras… Alfonsina y la bicicleta, dos ruedas y una vieja y oxidada estructura, rearmada por el padre, a los diez años ya era su pasión, a los catorce había ya ganado varias competencias: todas carreras ganadas en lugar de ir a la misa del domingo.  Así Alfonsina Morini Strada… ¡y que aún se diga que el nombre no es nada!                                                          Ella, poetisa del pavé, poetisa sobre dos ruedas llenas, entre curvas de malhechores y ninguna recta vía - solo para los hombres - y canta la canción que la recuerda: Alfonsina ha le tette sgonfie (Alfonsina si faceva fina fina la mattina)/ Alfonsina ha le gomme piene (Alfonsina a una ragazza questa storia non conviene)/ Alfonsina ha le gomme piene (Alfonsina che c'avevi nella testa che c'avevi nelle vene)…todos músculos y pasión, todo amor y pedalear.                                              Ya casada, a tus catorce años, mujer adolescente, mujer esposa, mujer amante, madre e hija, te regalaron por tu matrimonio una bicicleta, que pediste más que a un esposo… a lo que fue tu más ofrecido gerente.                                                                                                                                                 

Y pedaleaste, toda tu vida y todas las carreteras de la Grande Guerra, dejaste atrás a la ya famosa Giuseppina Carignano, y pedaleaste detrás y delante de Girardengo, de Belloni, de Sigbaldi y Augé, de Thys y Péllisier: mucho sudor y lágrimas, tanto coraje y tanta tenacidad, luego viuda y siempre “in sella”, pedaleando detrás y delante de tu vida, del machismo, de las mujeres fanáticas y de la insustentable estupidez del hombre…                                                                En 1924 te desafiaste, al Giro d’Italia fuiste la sola dama en recorrer los 3600 kilómetros, noventa ciclistas salieron de Milán, y solo treinta completaron la carrera, así entre ellos, Alfonsina Morini Strada.                                                                                                                                              
Tú eres la "Bellezza in bicicletta" cantada en los despreocupados años ’50 en Italia… entre olvido y memoria, dioses trágicos y hombres distraídos… te miramos hoy, en esas fotos en blanco y negro descoloridas, montar tu bicicleta en pantalones cortos, y no tienes nada que envidiar a las medidas y las siluetas de las deportistas de nuestros días… sin Icarus y con tanta y pura poesía, seguí pedaleando Alfonsina y la bicicleta
Abril 2018 

Sánchez-Ostiz: “Para qué inventarse mundos imaginarios si están en La Paz”

FERNANDO F. GARAYOA UNAI BEROIZ

PAMPLONA- “¿Para qué inventarse mundos imaginarios si están en La Paz?” afirma Miguel Sánchez-Ostiz, quien ha realizado, hasta el momento, once viajes a la capital oficiosa de Bolivia. “Y volvería ahora mismo”, apuntaba ayer al terminar la presentación de Chuquiago. Deriva de La Paz, el libro en el que da buena cuenta de ellos haciendo una radiografía de la citada ciudad boliviana al más puro estilo Sánchez-Ostiz: ese en el que priman las personas y las historias; ese en el que se cruza la risa con lo más descarnado del ser humano; ese en el que los ojos y oídos del navarro se han convertido en radares de última generación capaces de captar hasta el último detalle.

Presentado por Pilar Rubio Remiro, su editora en esta ocasión (La línea del horizonte), Sánchez-Ostiz regaló ayer a los congregados en la librería Walden de Pamplona un declaración de amor por La Paz cargada, cómo no, de aventuras y desventuras. El escritor recalcó que la intención de este libro “no era decirles a los paceños cómo es La Paz, porque eso me parece una grosería. Algo que pasa mucho en Bolivia, donde los viajeros extranjeros siempre saben lo que tienen que hacer los bolivianos... Yo en cuanto oigo eso me escapo”. Un premisa que le dio pie a describir someramente una ciudad “muy compleja, en la que conviven indígenas originarios, tanto aimaras como quechuas, más una población económicamente muy fuerte, los cholos, los mestizos. Y a todos ellos se suman los blancos, que escapan de los dos colectivos anteriores; gente que fue rica y poderosa, y ahora ha dejado de serlo”. Dicho esto, a Sánchez-Ostiz le brillan los ojos cuando de verdad hunden sus recuerdos en la ciudad: “La Paz es un circo. Cuando sales a la calle tienes que estar abierto a lo insólito, a lo chusco, a lo que te va chocar sin remedio ni misericordia. La verdad es que yo me lo paso bomba. Luego tiene una arquitectura, que Gómez de la Serna definiría como cataclismática, es un desdiós con rascacielos de cristal y metal, callejones, tierra y griterío. Otra cosa que también se ve mucho es algo que no me gusta, la justicia comunitaria... Hay una afición al linchamiento poderosa; en este sentido, el europeo aplaude cosas allá que si lo hace aquí se le sublevarían”.

ONCE VIAJES DESDE 2004 Sánchez-Ostiz recordó que aterrizó en La Paz, por primera vez, “de casualidad (en 2004), vía Chile. Estaba en Valparaíso, donde había terminado un libro sobre la isla Juan Fernández, cuando pasé por una agencia de viajes y vi un viaje muy barato de una semana a La Paz. Y como tenía unos días, me fui”. Aquello se convirtió en un viaje iniciático que desembocó en un sinfín de historias y amistades. “Cuando llegué por primera vez La Paz, la ciudad está cercada, con la Alcaldía ardiendo y barricadas por todos lados. Nos detuvieron y nos obligaron a construir una barricada para que aprendiéramos lo que era trabajar, y así nos dejaron libres. No tenía mucha gracia porque sus machetes no inducían a la risa y las señoras tenía una puntería del carajo con las piedras”. Una primera estancia que acabó con Sánchez-Ostiz sufriendo un secuestro exprés (de los que ha sufrido varios intentos posteriores). “Algo habitual allí. Se te acerca uno, te dice que es policía, te meten en un coche y hacen contigo lo que les da la gana. A mí simplemente me pelaron, me dieron un golpe y me tiraron en descampao”. A pesar de todo eso, dos años después regresó a La Paz, y si la primera experiencia fue “con el pie izquierdo”, la segunda fue “con tres pies derechos. Empecé a conocer gente estupenda, muy generosa, que me ha abierto puertas en todos lados, que me ha asesorado, con la que me he divertido mucho y con la que me he sentido muy querido, estimado y respetado en mi trabajo”. El resultado fueron nueve viajes más, “vamos que no es una cosa de turismo. Porque una cosa el turismo, que te llevan a Tiguanaco o al Salar de Uyuni, y otra convivir con bolivianos en su salsa”.

El libro da buena cuenta de muchos de estos personajes, entre ellos Ramón y Enrique Rocha Monroy, “que fueron políticos en la revolución del 52. Ambos tenían un truco muy bueno para escribir novelas, que era hacerse con los sumarios de casos famosos y casi los fusilaban”.

LA DUREZA DE LA PAZ
Chuquiago, como no podía ser otra forma, también recoge el lado duro de La Paz, reflejado principalmente por su cárcel y su cementerio. De la primera, la prisión de San Pedro, Sánchez-Ostiz explicó que se puede visitar “pagando 35 dólares. Allí fui a ver a un preso político, Leopoldo Fernández, gobernador de Pando, acusado de genocidio por muerte de no se sabe cuántos campesinos. Se lo achacan a él y no me lo creo, porque lleva un montón de años en la cárcel y todavía no le han dado ni la sentencia”. El escritor se encontró con un lugar en el que los presos viven con sus familias hasta el punto de que “no sabías quien estaba preso o no. Es como un termitero en el que hay lavanderías, bares... todo de un cutre que tumba”.

Los cementerios y la morgue son la otra cara de esa oscura moneda. “La morgue no te pone los pelos de punta porque, realmente, lo que ves es tan espeluznante que te bloquea. Si eso es lo que van recogiendo durante las noches, te hace pensar qué sucede en ese mundo de miseria”. Y luego están los cementerios, “muchos clandestinos”, en los que se vive el rito de desenterrar a los muertos y “llevarte una parte para guardarla debajo de la cama”.

HISTORIAS DE LA PAZ
El ‘fraile’ Sánchez-Ostiz. Rememoraba el autor que en La Paz le suelen confundir no pocas veces, “con un fraile. ‘Padre, bendígame este retablito’. ‘Padre quiero recogerme en confesión’. Hasta un cura me confundió con otro cura y me dijo: ‘Padre, celebramos allí arriba’ (risas).

Sus frases. El escritor navarro dejó frases para el recuerdo: “Bolivia, desde su independencia en 1821, es un país sin hacer, sin construir”. O, “a un país lo conoces haciendo cola en inmigración”. Y también sobre su profesión: “Soy incapaz de escribir una novela convencional porque en la segunda página me entra la risa”.

Klaus Barbie. “Conocí al que lo detuvo y también a Carlos Soria Galvarro, biógrafo del Ché Guevara y que fue el que viajó en el avión con Barbie hasta la Guayana”. También recordó al grupo paramilitar Los Novios de la Muerte, “que utilizaban insignias del ejército español y estaba dirigidos por Barbie. Me regalaron una foto de estos en la que, entre otros, aparecía Stefano delle Chiaie, que aquí en Navarra se le conoció por que fue uno de los Montejurra, el italiano”.

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De NOTICIAS DE NAVARRA, 26/04/2018 

Sunday, April 29, 2018

El latín vulgar


ANTONIO ALATORRE

La lengua madre del español es el latín, pero no el latín «pulido» —clásico— que los romanos usaban para las creaciones literarias sino el de todos los días y de toda la gente, el que se hablaba en las casas, las calles, los talleres y los cuarteles…

La reconstrucción del indoeuropeo ha sido lenta; la del latín vulgar no lo ha sido tanto: tenemos en este caso documentos abundantes y directos a nuestro alcance. Los «romanistas» han escrutado los documentos escritos y las miles de inscripciones que los romanos dejaron en tierras del imperio a lo largo de los siglos; y, sobre todo, no se cansan de buscar en cada detalle de las lenguas romances actuales —y de sus respectivas literaturas, y de sus respectivos dialectos— la pista que podrá llevarlos hasta ese latín vulgar que rara vez se escribió en cuanto tal, a ese latín vivo que los gramáticos hubieran querido borrar de la faz del imperio.

Ya en Plauto, nacido a mediados del siglo iii a.C., aparecen formas típicas del latín vulgar, como caldus y ardus en vez de las formas «cultas» cálidus y áridus —nuestro caldo se remonta al caldus de Plauto; ahora es sustantivo, pero en españolantiguo era adjetivo y significaba «caliente», como en italiano.

En esta época, un demagogo de la aristocrática familia Claudia, deseoso de «popularidad», decía llamarse Clodius, que era como el pueblo —la mayoría— pronunciaba el nombre Claudius. La simplificación del diptongo au es rasgo propio del latín vulgar: la palabra española oro viene del latín aurum, pero los romanos del siglo i, al pronunciar descuidadamente su aurum, decían ya algo parecido a nuestro oro.


Es imprescindible, pues, tener aunque sea una sumaria idea de ciertos aspectos fonéticos y léxicos del latín vulgar. Para ello podrá servir la lista de ejemplos que en seguida daré. Cada ejemplo lleva, a la izquierda, la forma «correcta» o literaria —la del latín «clásico»—, y a la derecha el resultado español, precedido en algunos casos del resultado español arcaico —palabras entre paréntesis. Son, pues, tres columnas de palabras o expresiones; la importante es la central, que va en orden alfabético, y en cursiva, para que el lector, a lo largo de mis comentarios, pueda localizar cómodamente los ejemplos.

Las formas latinovulgares corresponden a fechas diversas, no siempre fáciles de precisar. No se trata, además, de formas ya «cuajadas»: son formas en desarrollo, en cierto estado de uso y desgaste, y el desgaste suele llevarse siglos; rara vez se dan casos tan rápidos como el de usted o usté en que quedó convertido el pronombre vuestra merced. La lista representa, de manera general, el latín hablado entre el siglo ii y el siglo v en un imperio romano cada vez más tambaleante, pero no del todo desunido. Había, sí, diferencias entre región y región, pero aún no dialectos propiamente dichos.

Los hispanos y los italianos, que olvidaron la palabra clásica avúnculus «tío» y la sustituyeron por otra más económica, thius, tomada del griego —español tío, italiano zio—, deben haber sentido anticuados a los galos que se aferraron a la vieja palabra —avúnculus > avunclu > avoncle > francés actual oncle—, pero es evidente que durante largo tiempo siguieron entendiéndola —conocimiento «pasivo», como dicen los lingüistas—, aunque para ellos la palabra normal fuera thius.

Buen número de las formas que aparecen en la lista corresponden a ese latín geográficamente indiferenciado, pero he dado la preferencia, como es natural, a los desgastes y a las innovaciones que se originaron o que prosperaron en Hispania —pongo acentos gráficos para ayuda del lector. Ni en latín clásico, ni en latín vulgar, ni siquiera en español medieval se escribían acentos.

He aquí [una parte de] la lista:

Hay sonidos que se pierden, sonidos que son sustituidos por otros, acentos que se desplazan, etcétera. Véase, por ejemplo, *ríum, *mudare, *sessum, *legére. El légere clásico se pronunciaba /léguere/; el legére vulgar se pronunciaba con una g parecida a la del italiano genere o del francés genre, sonido completamente nuevo —por comodidad podría escribirse leyére, con una ‘y’ no muy distinta de la que suele oírse en la forma española leyeron.

En latín clásico había diez vocales, cinco largas y cinco breves. Teóricamente, una larga duraba en su pronunciación el doble que una breve. Pero la oposición entre breves y largas, sobre la cual está fincada la prosodia del latín clásico, quedó sustituida en el latín hablado por la oposición entre sílabas acentuadas largas o breves y sílabas no acentuadas

Tampoco es difícil de entender el cambio de la palabra esdrújula paríetem a la palabra llana *pariétem: es el cambio que hacen hoy quienes en vez de Ilíada dicen Iliáda. En *alécrem y en *scribíre —que se pronunciaba más bien /scrivíre/— hay cambios de vocal además del cambio de acento. El cambio odorem > *olorem continuó hasta olor, en español; odor, en portugués; odeur, en francés, y odore, en italiano.

El latín clásico, para decirlo a nuestra manera, era riquísimo en palabras esdrújulas, cuya penúltima sílaba —la que seguía a la acentuada— tenía una vocal «breve», de tan corta duración que llegó a ser imperceptible. El latín vulgar anuló esas sílabas penúltimas, y dóminum quedó en domnu(m).

Se puede formular una «regla» según la cual las vocales penúltimas de los esdrújulos clásicos se volatilizan en el latín vulgar de España y aún más en el de Francia —a la «tragedia de la penúltima» dedicó Mallarmé un poema en prosa.

La historia es larga, así que espera una segunda parte para terminar de explicar cómo esa vulgaridad en el latín evolucionó para configurar las lenguas romances.

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De ALGARABÍA, 27/04/2018 

Jorge Luis Borges - Mi experiencia con el Japón, conferencia

Señoras, señores:

Un amigo mío, el gran escritor belga Henri Michaux, escribió un libro titulado Un bárbaro en Asia. Yo lo traduje al castellano y me llevó largo tiempo comprender que era irónico el título. Él contaba sus experiencias en la China y la India. Pero lo repito ahora con este candor, con toda inocencia, porque yo también me he sentido un bárbaro en el Asia, concretamente en el Japón. Eso no me ha entristecido. El hecho de compartir de algún modo una cultura que me parece harto más compleja que la nuestra, me alegró. Yo he pensado muchas veces: qué importa que yo sea desdichado si alguien es feliz, qué importa que yo sea desdichado si existe la felicidad, qué importa que yo sea relativamente un bárbaro si existe la cultura.

Pasé aquella temporada en Japón, donde me sentía continuamente agradecido, continuamente atónito, continuamente indigno de lo que yo podía ver a través de mi ignorancia y de mi ceguera. Yo voy a empezar con un mínimo ejemplo; espero que ustedes me hagan preguntas después. Yo no podré resolver ningún enigma, ya que el Japón es un enigma para mí. Pero un enigma que puede ser encantador. Por ejemplo, si tomamos los versos de Jaimes Freyre, que suelo recordar siempre: "Peregrina paloma imaginaria / que enardece entre los últimos amores / alma de luz de música y de flores / peregrina paloma imaginaria;" o aquel verso del famoso poeta irlandés William Butler Yeats, nos preguntamos qué quieren decir y no sabemos, pero eso es lo de menos, notamos que hay un enigma y ese enigma nos encanta.

Yo de algún modo me he ido preparando para esa sorpresa casi total que es el Japón. Mi primer encuentro con Japón fue con una pantalla japonesa que había en casa, la que, me di cuenta, era apócrifa. Luego con un libro: Tales of Old Japan. Desgraciadamente me he olvidado de los argumentos de esos cuentos de hadas pero recuerdo las ilustraciones, unos demonios verdes, debidamente demoníacos, debidamente japoneses. Recuerdo esas ilustraciones como si estuviera viéndolas. Es un poco triste reflexionar que uno lee un libro y lo que queda es que estaba encuadernado de verde, que estaba en tal o cual anaquel y que lo demás se ha ido o no se ha ido, quizá lo hayamos incorporado. De Quincey creía que la memoria era perfecta y comparó el cerebro humano con un palimpsesto. La memoria va siendo una pila infinita de palimpsestos, uno encima de otro, pero nada se pierde. Un estímulo y de pronto uno recuerda algo. Todo está en la memoria. De modo que algo de aquellos cuentos queda en mí.

Luego, mi otro encuentro con Japón fue cuando leí libros de Lafcadio Hearn, en cuya casa estuve. Me impresionaron mucho, sobre todo uno con hermoso título: Some Chinese Ghosts (Algunos fantasmas chinos). Creo que la fuerza está en la palabra some, "algunos", pues Chinese Ghosts no tiene por qué impresionarnos. Algunos los vuelve más precisos y a la vez más lejanos.

Un discípulo de María Kodama, japonés, a quien le había enseñado castellano, me preguntó cierta vez si no tenía interés en ir a Japón, y yo le contesté que no estaba totalmente loco, que naturalmente que sí, y pensé que había dicho eso para llenar un hueco. Pero al cabo de unos meses llegó una invitación de la Japan Foundation, y nos ofrecieron aquello que yo había creído increíble: un viaje al Japón. Fuimos María Kodama y yo. Pero ella tiene jóvenes ojos, una joven memoria; en cambio yo, viejos ojos ciegos; mi memoria es pobre, pero traté de no ser indigno de aquel viaje. Visitamos siete ciudades. Yo he escrito un libro con Alicia Jurado titulado Qué es el budismo; había un capítulo sobre budismo zen, una de la sectas típicas del Japón. Siempre me interesó el budismo, que es una religión que no exige de nosotros ninguna mitología; las otras religiones exigen mitología. Por ejemplo, el cristianismo nos exige la creencia en una divinidad que se hace hombre, tenemos que creer en premios y castigos. Pero el budismo no nos exige ninguna mitología y la permite también. Una prueba de tolerancia, que es una de las virtudes del Japón, es el hecho de que hay dos religiones oficiales. Una es el shinto, una suerte de panteísmo; creo que hay ocho millones de dioses, lo cual para nosotros es casi infinito y el infinito se parece bastante a cero. Creo que el Emperador profesa la fe del Buda y el shinto. Si además de eso un japonés quiere convertirse a cualquiera de la sectas cristianas, puede, ya que se considera que todas son facetas de la misma verdad.

Nuestro viaje se había organizado un poco alrededor de ese mísero librejo de Alicia Jurado y mío que había sido vertido al japonés; sin duda, quienes lo tradujeron sabían mucho más que nosotros sobre el tema. Les interesaba saber qué podía pensar un occidental, un mero bárbaro, de la fe del Buda, y así pudimos visitar ciudades, ríos, santuarios, monasterios, jardines. Yo pude conversar con un monje de un monasterio budista. Este muchacho, de unos treinta años, había estado dos veces en Nirvana; me dijo que él no podía explicármelo, y yo le entendí. Toda palabra presupone una experiencia compartida. Si yo digo "amarillo", se entiende que el interlocutor ha visto el color amarillo. Si no lo ha visto, la palabra es inútil. Bien, él no podía explicarme nada porque yo no había alcanzado el Nirvana. Me dijo que después de esa experiencia, le acontecían las mismas cosas que al resto de los hombres, sin excluir el dolor físico, el placer físico, la soledad, la incertidumbre y por qué no, el dolor, la traición; todo eso le es dado con no menos generosidad que a los otros hombres. Pero como él había estado en Nirvana sentía todo eso de un modo distinto, de un modo que no podía explicarme. Él podía hablar de eso con otro monje en un monasterio lejano; cuando se encontraban podían hablar de esa experiencia, pero yo estaba excluido.

Bueno, he usado hace un rato, la palabra jardín. Hay un admirable jardín japonés aquí en Palermo que ha sido donado por el gobierno japonés, pero ya me doy cuenta de que usar la palabra, el concepto jardín es distinto al nuestro. Hay páginas de Chesterton en que habla de "amplios y ociosos jardines". Si uno piensa en los jardines como un lugar donde uno se pierde (hay jardines en Inglaterra como laberintos), piensa en el jardín como un lugar donde errar; en cambio, si no me equivoco, los jardines japoneses están hechos más bien como espectáculos, están hechos sobre todo para la vista, y hay uno, cuyo nombre he olvidado, en el cual no se entra, se lo ve desde afuera; creo que hay cinco piedras. En el jardín japonés la piedra es un elemento constante, de igual modo que el agua y las plantas. Creo que son cinco piedras pero uno sólo puede ver cuatro a un tiempo. El jardín como espectáculo o como una serie de espectáculos. El hecho es que uno no abarca nunca la totalidad del jardín, uno ve hasta cierto punto; cuando uno llega a ese punto hay un desvío, aparece algo imprevisto, puede ser un arroyo, un puente, un pabellón, otro desvío; y así el jardín es una serie de espectáculos. Pero puedo equivocarme en esto.

Desde luego a mí me había interesado la literatura japonesa. Yo he leído sobre todo las versiones de Arthur Waley, la versión de Genji Monogatari de Murasaki Shikibu, y la poesía japonesa. Ya en esa poesía pude apreciar una diferencia. Porque nosotros pensamos sobre todo en largos poemas, en La Divina Comedia, en el Paraíso Perdido, en La Odisea, en La Eneida, en canciones de gesta medievales. En cambio, la poesía japonesa empezó, si es que los estudios de literatura no nos engañan, por poesías relativamente breves, de cincuenta a sesenta versos, pero luego se sintió que eran demasiado largos y se llegó a la tanka, que consta de treinta y una sílabas, en versos de 5-7-5 sílabas, y luego vendría a ser el alejandrino: 7-7. Para nosotros las treinta y una sílabas nos parecen muy breves, en cambio para los japoneses eso fue demasiado largo, y les llevó a crear el haiku, especie de joya de diecisiete palabras: 5-7-5.

El fin de los poemas es apreciar un instante precioso. Un haiku bien hecho tiene que cumplir una mención de una de las estaciones del año. Creo que hay libros en los cuales hay por ejemplo cincuenta maneras de indicar el otoño, cincuenta maneras de indicar el estío, o lo que fuere. Uno puede repetir una de esas fórmulas y no importa, porque no hay la idea de plagio. El autor tiene que tratar de hacer algo bello. Si eso bello no es enteramente original no importa. Bueno, yo he intentado con escaso éxito el haiku. En algún libro mío hay diecisiete haiku, pero no sé si lo he logrado. Pero para qué recordar lo que se ha hecho en castellano. Prefiero rcordar un famoso haiku que dice así: "El viejo estanque / salta una rana / ruido del agua". Son 5-7-5 sílabas. Hay otro que a mí me parece mejor pero que es menos famoso y que vuelve ahora a mi memoria: "Sobre / la gran campana de bronce / se ha posado una mariposa". En ambos haiku no hay metáfora, no se compara una cosa con otra. Es como si los japoneses sintieran que cada cosa es única. La metáfora es una pequeña operación mágica. Hablamos por ejemplo del tiempo y lo comparamos con un río, hablamos de las estrellas y las comparamos con ojos, la muerte con el sueño. En la poesía japonesa se busca el contraste. Vemos el contraste entre la perdurable campana y la mariposa efímera.

Estando en Japón ya sentía continuamente la cortesía, que solía tomar la forma del silencio. Entramos en un teatro para asistir a una representación de no y yo pensaba que en la sala no había nadie, pero sin embargo estaba llena de gente, pero nadie alzaba la voz. Luego otro rasgo curioso es que el interlocutor siempre tiene razón. Yo recuerdo que visitamos el santuario del Buda en Nara, me dijeron que el rostro era terrible. El edificio era de madera, quizá el edificio de madera más antiguo del mundo. El Buda está sentado sobre una flor de loto. Hay una escalera por donde uno puede llegar a tocar los pétalos de la flor y uno sabe que más allá continúa el Buda de rostro terrible; me dijeron que la cabeza del Buda casi toca el techo de la cúpula. Vimos aquello y alguien al salir preguntó si la imagen del 
Buda era de madera. Un sacerdote que dominaba el inglés contestó: "Sí, es de madera". Dejó pasar el tiempo y otro preguntó al mismo sacerdote: "¿De qué está hecha la imagen del Buda?" El sacerdote, sin contradecirlo, sin ofenderlo, pudo decir: "De bronce, señor". Todo eso corresponde a un modo muy complejo. A un mundo de buenos modales, a un mundo de gente educada, culta, y eso para mí, que era un bárbaro en Asia, me sorprendió.

Ahora veamos por ejemplo la historia reciente del Japón. Japón sufrió una derrota terrible, la aceptaron. No hubo ninguna hipocresía y sin modificar sus estructuras, sin perder su reverencia al emperador, el país resolvió cambiar, aceptar ese mecanismo occidental que los había destruido, y ahora se da este hecho increíble para nosotros. El hecho increíble es que Japón ahora posee dos culturas: su cultura oriental y la cultura occidental. A ésta, la ejercen mejor que los occidentales, a juzgar por las máquinas que se fabrican en Japón que son más evolucionadas, más refinadas y más elegantes también, porque el sentido estético del Japón perdura. Así el Japón ha ido recibiendo influencias. Por ejemplo, cuando se habla de China, a pesar de las diferencias políticas, se habla con una reverencia filial. Yo pienso que la introducción de los kanji, del budismo, tiene que haber sido para ellos una revolución no menos grande que la revolución actual de la cultura occidental que ellos han aceptado. Son ciento veinte millones de hombres que están ejerciendo dos culturas. Lo hacen sin lamentos, sin una elegía. Ellos han adquirido algo más, ellos han visto en esa derrota una secreta victoria.

He estado tratando de saber algo de japonés. Por ejemplo, nosotros contamos uno, dos, tres, cuatro, cinco y usamos las mismas palabras para cualquier cosa. Decimos "un" y lo que viene después puede ser un ancla, un ángel, un sol, lo que fuere. Pero en japonés creo que hay nueve modos de contar las cosas, y las palabras varían también según los números. Por ejemplo hay un sistema que sirve para contar cosas largas y cilíndricas; este bastón o un lápiz o un taco de billar. Hay otro para contar animales chicos o grandes. Todo eso me ayuda a comprender la brevedad de la poesía japonesa. Me dicen que no es algo que atañe a unos pocos. No, todo el mundo versifica. Creo que por año se escriben un millón de haiku; los escribe un campesino, un obrero, el Emperador, y si buscan ese límite es porque sin duda tienen un idioma más complejo que el nuestro. Yo sospecho que el japonés es a nuestras lenguas occidentales lo que nuestras lenguas son al guaraní o al quechua. Es más complejo. Una prueba de ello es que buscan formas breves porque saben que el idioma les permite hacer poemas admirables de diecisiete sílabas. Ellos se han impuesto esto porque sin duda saben que pueden hacerlo. He empezado a estudiar ese idioma que no sabré nunca, pero es algo así como si supiera que algo es inmortal, que de algún modo seguiré estudiando japonés después de mi muerte corporal. ¿Por qué no creer en la transmigración, que es algo que en los países orientales no se trata de explicar?


Conferencia pronunciada el 8 de julio de 1985 en la sala Promúsica de Buenos Aires.

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De IGNORIA, 25/04/2018 
Señoras, señores: 

Un amigo mío, el gran escritor belga Henri Michaux, escribió un libro titulado Un bárbaro en Asia. Yo lo traduje al castellano y me llevó largo tiempo comprender que era irónico el título. Él contaba sus experiencias en la China y la India. Pero lo repito ahora con este candor, con toda inocencia, porque yo también me he sentido un bárbaro en el Asia, concretamente en el Japón. Eso no me ha entristecido. El hecho de compartir de algún modo una cultura que me parece harto más compleja que la nuestra, me alegró. Yo he pensado muchas veces: qué importa que yo sea desdichado si alguien es feliz, qué importa que yo sea desdichado si existe la felicidad, qué importa que yo sea relativamente un bárbaro si existe la cultura.

Pasé aquella temporada en Japón, donde me sentía continuamente agradecido, continuamente atónito, continuamente indigno de lo que yo podía ver a través de mi ignorancia y de mi ceguera. Yo voy a empezar con un mínimo ejemplo; espero que ustedes me hagan preguntas después. Yo no podré resolver ningún enigma, ya que el Japón es un enigma para mí. Pero un enigma que puede ser encantador. Por ejemplo, si tomamos los versos de Jaimes Freyre, que suelo recordar siempre: "Peregrina paloma imaginaria / que enardece entre los últimos amores / alma de luz de música y de flores / peregrina paloma imaginaria;" o aquel verso del famoso poeta irlandés William Butler Yeats, nos preguntamos qué quieren decir y no sabemos, pero eso es lo de menos, notamos que hay un enigma y ese enigma nos encanta.

Yo de algún modo me he ido preparando para esa sorpresa casi total que es el Japón. Mi primer encuentro con Japón fue con una pantalla japonesa que había en casa, la que, me di cuenta, era apócrifa. Luego con un libro: Tales of Old Japan. Desgraciadamente me he olvidado de los argumentos de esos cuentos de hadas pero recuerdo las ilustraciones, unos demonios verdes, debidamente demoníacos, debidamente japoneses. Recuerdo esas ilustraciones como si estuviera viéndolas. Es un poco triste reflexionar que uno lee un libro y lo que queda es que estaba encuadernado de verde, que estaba en tal o cual anaquel y que lo demás se ha ido o no se ha ido, quizá lo hayamos incorporado. De Quincey creía que la memoria era perfecta y comparó el cerebro humano con un palimpsesto. La memoria va siendo una pila infinita de palimpsestos, uno encima de otro, pero nada se pierde. Un estímulo y de pronto uno recuerda algo. Todo está en la memoria. De modo que algo de aquellos cuentos queda en mí.

Luego, mi otro encuentro con Japón fue cuando leí libros de Lafcadio Hearn, en cuya casa estuve. Me impresionaron mucho, sobre todo uno con hermoso título: Some Chinese Ghosts (Algunos fantasmas chinos). Creo que la fuerza está en la palabra some, "algunos", pues Chinese Ghosts no tiene por qué impresionarnos. Algunos los vuelve más precisos y a la vez más lejanos.

Un discípulo de María Kodama, japonés, a quien le había enseñado castellano, me preguntó cierta vez si no tenía interés en ir a Japón, y yo le contesté que no estaba totalmente loco, que naturalmente que sí, y pensé que había dicho eso para llenar un hueco. Pero al cabo de unos meses llegó una invitación de la Japan Foundation, y nos ofrecieron aquello que yo había creído increíble: un viaje al Japón. Fuimos María Kodama y yo. Pero ella tiene jóvenes ojos, una joven memoria; en cambio yo, viejos ojos ciegos; mi memoria es pobre, pero traté de no ser indigno de aquel viaje. Visitamos siete ciudades. Yo he escrito un libro con Alicia Jurado titulado Qué es el budismo; había un capítulo sobre budismo zen, una de la sectas típicas del Japón. Siempre me interesó el budismo, que es una religión que no exige de nosotros ninguna mitología; las otras religiones exigen mitología. Por ejemplo, el cristianismo nos exige la creencia en una divinidad que se hace hombre, tenemos que creer en premios y castigos. Pero el budismo no nos exige ninguna mitología y la permite también. Una prueba de tolerancia, que es una de las virtudes del Japón, es el hecho de que hay dos religiones oficiales. Una es el shinto, una suerte de panteísmo; creo que hay ocho millones de dioses, lo cual para nosotros es casi infinito y el infinito se parece bastante a cero. Creo que el Emperador profesa la fe del Buda y el shinto. Si además de eso un japonés quiere convertirse a cualquiera de la sectas cristianas, puede, ya que se considera que todas son facetas de la misma verdad.

Nuestro viaje se había organizado un poco alrededor de ese mísero librejo de Alicia Jurado y mío que había sido vertido al japonés; sin duda, quienes lo tradujeron sabían mucho más que nosotros sobre el tema. Les interesaba saber qué podía pensar un occidental, un mero bárbaro, de la fe del Buda, y así pudimos visitar ciudades, ríos, santuarios, monasterios, jardines. Yo pude conversar con un monje de un monasterio budista. Este muchacho, de unos treinta años, había estado dos veces en Nirvana; me dijo que él no podía explicármelo, y yo le entendí. Toda palabra presupone una experiencia compartida. Si yo digo "amarillo", se entiende que el interlocutor ha visto el color amarillo. Si no lo ha visto, la palabra es inútil. Bien, él no podía explicarme nada porque yo no había alcanzado el Nirvana. Me dijo que después de esa experiencia, le acontecían las mismas cosas que al resto de los hombres, sin excluir el dolor físico, el placer físico, la soledad, la incertidumbre y por qué no, el dolor, la traición; todo eso le es dado con no menos generosidad que a los otros hombres. Pero como él había estado en Nirvana sentía todo eso de un modo distinto, de un modo que no podía explicarme. Él podía hablar de eso con otro monje en un monasterio lejano; cuando se encontraban podían hablar de esa experiencia, pero yo estaba excluido.

Bueno, he usado hace un rato, la palabra jardín. Hay un admirable jardín japonés aquí en Palermo que ha sido donado por el gobierno japonés, pero ya me doy cuenta de que usar la palabra, el concepto jardín es distinto al nuestro. Hay páginas de Chesterton en que habla de "amplios y ociosos jardines". Si uno piensa en los jardines como un lugar donde uno se pierde (hay jardines en Inglaterra como laberintos), piensa en el jardín como un lugar donde errar; en cambio, si no me equivoco, los jardines japoneses están hechos más bien como espectáculos, están hechos sobre todo para la vista, y hay uno, cuyo nombre he olvidado, en el cual no se entra, se lo ve desde afuera; creo que hay cinco piedras. En el jardín japonés la piedra es un elemento constante, de igual modo que el agua y las plantas. Creo que son cinco piedras pero uno sólo puede ver cuatro a un tiempo. El jardín como espectáculo o como una serie de espectáculos. El hecho es que uno no abarca nunca la totalidad del jardín, uno ve hasta cierto punto; cuando uno llega a ese punto hay un desvío, aparece algo imprevisto, puede ser un arroyo, un puente, un pabellón, otro desvío; y así el jardín es una serie de espectáculos. Pero puedo equivocarme en esto.

Desde luego a mí me había interesado la literatura japonesa. Yo he leído sobre todo las versiones de Arthur Waley, la versión de Genji Monogatari de Murasaki Shikibu, y la poesía japonesa. Ya en esa poesía pude apreciar una diferencia. Porque nosotros pensamos sobre todo en largos poemas, en La Divina Comedia, en el Paraíso Perdido, en La Odisea, en La Eneida, en canciones de gesta medievales. En cambio, la poesía japonesa empezó, si es que los estudios de literatura no nos engañan, por poesías relativamente breves, de cincuenta a sesenta versos, pero luego se sintió que eran demasiado largos y se llegó a la tanka, que consta de treinta y una sílabas, en versos de 5-7-5 sílabas, y luego vendría a ser el alejandrino: 7-7. Para nosotros las treinta y una sílabas nos parecen muy breves, en cambio para los japoneses eso fue demasiado largo, y les llevó a crear el haiku, especie de joya de diecisiete palabras: 5-7-5.

El fin de los poemas es apreciar un instante precioso. Un haiku bien hecho tiene que cumplir una mención de una de las estaciones del año. Creo que hay libros en los cuales hay por ejemplo cincuenta maneras de indicar el otoño, cincuenta maneras de indicar el estío, o lo que fuere. Uno puede repetir una de esas fórmulas y no importa, porque no hay la idea de plagio. El autor tiene que tratar de hacer algo bello. Si eso bello no es enteramente original no importa. Bueno, yo he intentado con escaso éxito el haiku. En algún libro mío hay diecisiete haiku, pero no sé si lo he logrado. Pero para qué recordar lo que se ha hecho en castellano. Prefiero rcordar un famoso haiku que dice así: "El viejo estanque / salta una rana / ruido del agua". Son 5-7-5 sílabas. Hay otro que a mí me parece mejor pero que es menos famoso y que vuelve ahora a mi memoria: "Sobre / la gran campana de bronce / se ha posado una mariposa". En ambos haiku no hay metáfora, no se compara una cosa con otra. Es como si los japoneses sintieran que cada cosa es única. La metáfora es una pequeña operación mágica. Hablamos por ejemplo del tiempo y lo comparamos con un río, hablamos de las estrellas y las comparamos con ojos, la muerte con el sueño. En la poesía japonesa se busca el contraste. Vemos el contraste entre la perdurable campana y la mariposa efímera.

Estando en Japón ya sentía continuamente la cortesía, que solía tomar la forma del silencio. Entramos en un teatro para asistir a una representación de no y yo pensaba que en la sala no había nadie, pero sin embargo estaba llena de gente, pero nadie alzaba la voz. Luego otro rasgo curioso es que el interlocutor siempre tiene razón. Yo recuerdo que visitamos el santuario del Buda en Nara, me dijeron que el rostro era terrible. El edificio era de madera, quizá el edificio de madera más antiguo del mundo. El Buda está sentado sobre una flor de loto. Hay una escalera por donde uno puede llegar a tocar los pétalos de la flor y uno sabe que más allá continúa el Buda de rostro terrible; me dijeron que la cabeza del Buda casi toca el techo de la cúpula. Vimos aquello y alguien al salir preguntó si la imagen del
Buda era de madera. Un sacerdote que dominaba el inglés contestó: "Sí, es de madera". Dejó pasar el tiempo y otro preguntó al mismo sacerdote: "¿De qué está hecha la imagen del Buda?" El sacerdote, sin contradecirlo, sin ofenderlo, pudo decir: "De bronce, señor". Todo eso corresponde a un modo muy complejo. A un mundo de buenos modales, a un mundo de gente educada, culta, y eso para mí, que era un bárbaro en Asia, me sorprendió.

Ahora veamos por ejemplo la historia reciente del Japón. Japón sufrió una derrota terrible, la aceptaron. No hubo ninguna hipocresía y sin modificar sus estructuras, sin perder su reverencia al emperador, el país resolvió cambiar, aceptar ese mecanismo occidental que los había destruido, y ahora se da este hecho increíble para nosotros. El hecho increíble es que Japón ahora posee dos culturas: su cultura oriental y la cultura occidental. A ésta, la ejercen mejor que los occidentales, a juzgar por las máquinas que se fabrican en Japón que son más evolucionadas, más refinadas y más elegantes también, porque el sentido estético del Japón perdura. Así el Japón ha ido recibiendo influencias. Por ejemplo, cuando se habla de China, a pesar de las diferencias políticas, se habla con una reverencia filial. Yo pienso que la introducción de los kanji, del budismo, tiene que haber sido para ellos una revolución no menos grande que la revolución actual de la cultura occidental que ellos han aceptado. Son ciento veinte millones de hombres que están ejerciendo dos culturas. Lo hacen sin lamentos, sin una elegía. Ellos han adquirido algo más, ellos han visto en esa derrota una secreta victoria.

He estado tratando de saber algo de japonés. Por ejemplo, nosotros contamos uno, dos, tres, cuatro, cinco y usamos las mismas palabras para cualquier cosa. Decimos "un" y lo que viene después puede ser un ancla, un ángel, un sol, lo que fuere. Pero en japonés creo que hay nueve modos de contar las cosas, y las palabras varían también según los números. Por ejemplo hay un sistema que sirve para contar cosas largas y cilíndricas; este bastón o un lápiz o un taco de billar. Hay otro para contar animales chicos o grandes. Todo eso me ayuda a comprender la brevedad de la poesía japonesa. Me dicen que no es algo que atañe a unos pocos. No, todo el mundo versifica. Creo que por año se escriben un millón de haiku; los escribe un campesino, un obrero, el Emperador, y si buscan ese límite es porque sin duda tienen un idioma más complejo que el nuestro. Yo sospecho que el japonés es a nuestras lenguas occidentales lo que nuestras lenguas son al guaraní o al quechua. Es más complejo. Una prueba de ello es que buscan formas breves porque saben que el idioma les permite hacer poemas admirables de diecisiete sílabas. Ellos se han impuesto esto porque sin duda saben que pueden hacerlo. He empezado a estudiar ese idioma que no sabré nunca, pero es algo así como si supiera que algo es inmortal, que de algún modo seguiré estudiando japonés después de mi muerte corporal. ¿Por qué no creer en la transmigración, que es algo que en los países orientales no se trata de explicar?


Conferencia pronunciada el 8 de julio de 1985 en la sala Promúsica de Buenos Aires.

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De IGNORIA, 25/04/2018 

Imagen: Templo Nanzoin en Sasaguri, Fukuota 

Friday, April 27, 2018

Miguel Sánchez-Ostiz: Chuquiago. Deriva de La Paz

KOLDO CF

Año de publicación: 2018
Valoración: Recomendable (o más)

Imagino a Miguel Sánchez-Ostiz, barba y pelo blanco, saliendo de sus cuarteles de invierno en el precioso y tranquilo valle del Baztán para llegar a Madrid, ciudad de paso en este caso, y tomar un avión rumbo a La Paz. Imagino, también, a Miguel Sánchez-Ostiz contemplando desde el aire la totémica mole del Illimani, recogiendo su mochila en la cinta de equipajes y lanzándose en un taxi (o similar) a toda velocidad, siempre y cuando la ruta no esté cortada por alguna protesta, por la autopista que baja desde el aeropuerto hasta las calles de La Paz. Le imagino siempre con la mirada presta a nuevos descubrimientos, pese a ser la enésima vez que visita la ciudad. 

Uno puede preguntarse por qué siempre La Paz, ciudad sórdida y cataclismática, ciudad de contrastes. La respuesta más sencilla: porque es un lugar en el que, pese a (o precisamente por) que siempre será un extraño, Sánchez-Ostiz es dichoso. Pero también porque es una ciudad dura que atrapa con su realidad inabarcable, indescifrable y laberíntica. 

Pese a esto, y creo que aquí está la principal virtud del libro, no estamos ante una guía de viajes al uso ni ante una “carta de amor incondicional” a la ciudad. 

No es guía de viajes al uso porque no se trata de un inventario de seres y lugares comunes. Obviamente hay elementos que uno espera encontrar en cualquier libro sobre el país y aquí también se encuentran: la omnipresente coca, las sangrientas dictaduras militares de Banzer, Barrientos o García Meza, el indigenismo, Evo Morales, las diferencias y miedos raciales y de clase, etc. Pero “Chuquiago” se trata, más bien, de un estudio antropológico sin antropólogo titulado, un testimonio de lo visto y de lo vivido fuera de consignas o convenciones. Sánchez-Ostiz es un paseante más en el barullo de la vida paceña, un registrador de imágenes de una ciudad a la que constantemente califica de termitero humano hecho de furia y reivindicaciones, de mundo abigarrado en permanente ebullición. 

Y no es una carta de amor incondicional a la ciudad porque el autor es plenamente consciente de las contradicciones que en ella habitan. Porque hay una La Paz oscura, la de los timadores de poca monta, las borracherías, la droga, el mercado del sexo, los charlatanes de sectas de lo más variopinto, etc, pero también hay una La Paz hermosa, alegre y colorida, la de los recónditos patios, la de los carnavales paceños, la de los colores y sabores de los mercados callejeros, la de la gente que uno encuentra por el camino, casi sin querer, y que realmente vale la pena, etc. 

Pero, además de las dos anteriores, hay más "La Paz", entre las que destacan las siguientes:

1. La Paz sincrética, esotérica, mágica y religiosa, mundo absolutamente desconocido y llamativo para el blanquito de turno. Esa La Paz de challas, amautas, yatiris, reciris, curanderos, etc, que nos enseña el autor sin entrar a juzgarla ya que es jodido juzgar lo que nos somos capaces de entender.

2. La Paz cultural, escenario de una literatura caótica y desesperada, de la que son buena muestra autores malditos, ensalzados y denostados por igual, como Jaime Sáenz o Víctor Hugo Viscarra y autores no tan malditos como Juan de Recacoechea o Alfonso Murillo. El catálogo de autores (y, en menor medida, pintores, arquitectos, etc) es amplio y sirve para tratar de ponerse al día, tanto es así que este martes me acerqué a rebuscar por la madrileña Librería Iberoamericana a ver si encontraba algo de los autores citados. Escaso éxito el mío, por cierto.

3. La Paz política, lugar en el que cohabitan víctimas y victimarios, refugio y escenario de la andanzas de personajes como Regis Debray o el nazi Klaus Barbie y sus “Novios de la muerte”, reyes del hampa paceña durante años, gracias a la connivencia de los gobiernos o desgobiernos de turno. 

Pero todo viaje termina y este, la deriva o patiperreo paceño de Miguel Sánchez-Ostiz, también. Y lo hace dejando la sensación de ser un lectura más que recomendable a poco que uno tenga algo de curiosidad por el tema y sea capaz de sentarse en un rincón a leer la vida paceña pasar. Y si no lo tiene, pues a otra cosa, pues esta no será su lectura.

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De UN LIBRO AL DÍA, 26/04/2018 

Wednesday, April 25, 2018

Epílogo para Escritos anti-Morales. Reflexiones de un opositor liberal (de Enrique Fernández García)

H. C. F. MANSILLA

El vocablo epílogo admite varios significados. La acepción más usual es resumen del escrito anterior, que con más precisión puede ser entendida como inferencia global o conclusión conceptual de las ideas expuestas en la parte principal del libro. También puede comprenderse como lo que se halla sobre o por encima (epi) de la palabra (logos), es decir, lo que indica un vínculo con otros problemas que deberían ser considerados para lograr un buen análisis del conjunto temático. En este breve texto intentaré mostrar las implicaciones de esta segunda dimensión con respecto al libro de Enrique Fernández García.

Para empezar es conveniente señalar un elemento esencial para comprender al autor: la visión que él tiene de sí mismo. Fernández, jurista y pensador, hombre de letras y comunicador social, se autocalificó en la primera edición de este libro como «ciudadano ilustrado», «tenaz demócrata» y «liberal sin escrúpulos». Es clara su adhesión a los principios fundamentales de la Ilustración y del racionalismo y, por consiguiente, al supremo valor encarnado por la libertad individual. Citando a Karl R. Popper, Fernández se describe como muy «sensible a los peligros inherentes a todas las formas del poder y de la autoridad». Por ello nuestro autor exhibe una marcada alergia frente a modelos estatistas, colectivistas, indigenistas y autoritarios de ordenamiento social y ante las ideologías que los enaltecen. Fernández profesa un cosmopolitismo liminar, muy similar a otros pensadores del racionalismo clásico. Con ellos comparte una concepción optimista de la evolución humana, sosteniendo que a largo plazo un sistema  educativo adecuado y persistente puede ayudarnos a «vivir civilizadamente». Esta era asimismo la normativa central de la reforma educativa liberal de comienzos del siglo XX. Nuestro autor se adhiere enfáticamente a las metas rectoras del racionalismo liberal, que en sus propias palabras pueden ser resumidas así: «Individuos autónomos, sociedades abiertas y economías libres».

Fernández comparte igualmente el axioma liberal de que la ignorancia constituye uno de los principales obstáculos con respecto a una democracia auténtica. Este es uno de los problemas principales de la sociedad boliviana, que lo percibimos, entre otros aspectos, en la facilidad con que la población del país puede ser manipulada. Por ello es que nuestro autor, en el plano ético, critica la enorme fuerza que la impostura -en sus muchas formas y variantes- ha adquirido en el quehacer político-público: para tener éxito en este terreno no se necesita talento intelectual o conocimientos específicos, sino habilidades retóricas. Se trata, manifiestamente, de un asunto universal, que amenaza con socavar los cimientos de la democracia pluralista en el planeta entero, pero que en Bolivia posee una fuerza muy vigorosa, que no ha cedido pese al avance de la modernización. Aquí Fernández ha detectado un fenómeno digno de un profundo análisis: «reconstruir un país», nos dice, «precisa de una labor descomunal». De manera concomitante, afirma el autor, los políticos se distinguen por no tener cualidades adecuadas para ejercer funciones gubernamentales con competencia e imparcialidad. Y yo añado que las universidades no han contribuido a reducir la cultura política del autoritarismo y a promover un espíritu crítico en las generaciones jóvenes.

En un ámbito adicional el liberalismo sin escrúpulos merece un breve análisis, que es lo que nos podría mostrar otras dimensiones de esta problemática tan compleja, aplicando el principio del propio autor de ser «sensible a los peligros inherentes a todas las formas del poder y de la autoridad». En la segunda edición de este libro Fernández muestra una actitud más escéptica o tal vez más diferenciada con respecto al conjunto de la sociedad boliviana y a las ilusiones que despertó en su tiempo el modelo neoliberal. En uno de sus mejores artículos, titulado justamente «En contra de la euforia liberal», él nos recuerda el carácter prosaico de la democracia pluralista y del mercado libre, a los cuales no podemos atribuir «fines mágicos». Con énfasis Fernández nos dice que sus afirmaciones «podrían llevar el sello del error». Pese a ello, y con toda razón, asevera que la «consciencia de la falibilidad» no debe conllevar obligatoriamente «la consagración del silencio». Es decir: pese a todas las dudas que uno puede tener en torno a un paradigma político, social y cultural, uno no debe dudar en esbozar una alternativa provisional. Es un programa razonable, sin duda alguna: por ello y para complementar la posición de Fernández es que me animo a esbozar una crítica al periodo neoliberal en Bolivia (1985-2005). En el fondo me baso en la palabra escéptica de Sir Winston Churchill: el modelo liberal-democrático es sólo el menos malo de todos los sistemas de ordenamiento político que han creado los seres humanos en la era moderna.

Lo que sigue ha sido concebido como un diálogo amistoso con Fernández, desde una posición que cree indispensable tener escrúpulos frente a todos los ordenamientos socio-políticos que han creado los humanos sobre la Tierra. Él hace muy bien en criticar los aspectos negativos y carenciales de los regímenes populistas y autoritarios, pero hay que indagar también y a fondo acerca de los motivos últimos que posibilitaron el ascenso de estos regímenes, lo que tiene que ver con los aspectos nada promisorios que estuvieron asociados a la democracia liberal en Bolivia y su descrédito ante los ojos de los electores. La considerable desilusión generada por el sistema llamado neoliberal en América Latina ha favorecido el surgimiento de gobiernos populistas y ha devaluado, entre otras cosas, el potencial explicativo de las teorías institucionalistas de la transición a la democracia. Menciono esta escuela de pensamiento, muy favorable a la democracia liberal, porque los enfoques asociados a la misma suelen pasar por alto los aspectos centrales de la cultura política existente y, como corolario paradójico, desconocen el clima socio-histórico que ha posibilitado la pervivencia del autoritarismo cotidiano y, por ende, del populismo actual. Pese a su alto grado de refinamiento intelectual, estos enfoques desatienden temas centrales como hábitos colectivos, valores sociales de orientación, estilos de vida y ámbitos de interacción y, a la vez, descuidan los fenómenos de desigualdad real y discriminación social que acompañaron a los procesos democráticos en las últimas décadas.

Un factor esencial para el florecimiento del populismo debe ser visto en el desencanto colectivo producido por los modelos democrático-liberales en América Latina y especialmente en Bolivia, Ecuador, Nicaragua y Venezuela. Esto se debió también a la manera cómo las élites afines al liberalismo manejaron el aparato político: cumplimiento selectivo, cuando no arbitrario, de leyes y normas, sumisión frente a las presiones globalizadoras, subordinación ante los intereses económicos más poderosos y nombramientos erráticos basados en el favoritismo convencional. La falta de un mejoramiento sustancial del nivel de vida de las clases subalternas -o la creencia de que la situación fue así-, el carácter imparable de la corrupción en la esfera político-institucional en las décadas anteriores y la ineficiencia técnico-profesional en el ejercicio de funciones públicas han sido los factores que han generado un sentimiento mayoritario de desilusión con la economía neoliberal, con la democracia representativa y con la praxis de los pactos entre partidos políticos.

A esto hay que agregar que en varios países el neoliberalismo generó una desintegración de las bases culturales de acción del individuo, a lo que ha contribuido eficazmente el relativismo axiológico que irradian las corrientes postmodernistas, cuya relevancia debe verse no sólo en el terreno universitario y en las ciencias sociales, sino principalmente en los campos de las normativas éticas, la publicidad y la configuración del ocio juvenil. Este relativismo de valores ha introducido en las sociedades básicamente premodernas de América Latina una permisividad moral-cultural muy marcada, la cual, intensificada por los medios modernos de comunicación, ha debilitado la institucionalidad social y política de aquellas naciones. Este es asimismo el caso boliviano y ocurrió en parte durante el periodo neoliberal, es decir, antes de que se produzca el advenimiento del sistema populista.

Todo esto generó una fatiga cívica muy profunda, ya que antes de los éxitos electorales populistas se pudo constatar la declinación de los partidos en cuanto portadores de ideas y programas y como focos de irradiación de solidaridad práctica. Frente a este vacío de opciones en el seno de los partidos liberal-democráticos y afines, una buena parte de la población ha sido seducida por el discurso de un populismo con ribetes socialistas e indigenistas, máxime si este proceso ha coincidido con el surgimiento de nuevos líderes carismáticos que gozan de una comunicación fácil y directa con las masas, líderes que despiertan un sentimiento elemental de vinculación afectiva y solidaria y que han sabido manipular con notable virtuosismo el ámbito simbólico popular mediante consignas muy simples, pero exitosas.

Como se sabe, en Bolivia hay una dilatada carencia de líderes y de ideas en los partidos y los movimientos que se dicen democráticos. Contamos con una oposición excepcionalmente mediocre. Y esto no va a cambiar fácilmente. La democracia representativa, unida a la economía de libre mercado, estuvo dirigida por élites y partidos políticos, cuya competencia técnica, cualidades morales y hasta common sense mostraron ser bienes notablemente escasos. Los grupos dirigentes de los partidos democráticos resultaron ser grupos remarcablemente autosatisfechos, arrogantes y cínicos, lo cual no sería tan grave si estos grupos hubieran poseído un mínimo de competencia administrativa, de honradez en el desempeño de sus funciones y algo de interés por la estética pública. Lo que lograron, y esto sin duda alguna, fue la separación entre moral y política. Aparte del aspecto ético, esta cuestión está signada asimismo por una dimensión cognoscitiva muy pobre, lo cual hace improbable que los políticos que se proclaman como democráticos puedan estar en condición de entender y solventar los desafíos de nuestra era. El enaltecimiento indiscriminado del mercado libre en cuanto la panacea universal no logra acercarse a la comprensión de los retos contemporáneos. El mercado no puede solucionar ni los problemas derivados del ámbito ecológico ni los dilemas vinculados a los valores de orientación de la sociedad, pues el mercado no es ningún instrumento para la superación de asuntos normativos. Durante el periodo neoliberal y en Bolivia se pudo observar que los estratos dirigentes de la entonces democracia representativa eran fragmentos de las antiguas élites pro-estatistas, antidemocráticas e iliberales. Por todo ello no nos podemos dar el lujo de un liberalismo sin escrúpulos.

Desde la independencia, Bolivia adoptó la maquinaria pero no el alma de la democracia. El libro de Enrique Fernández García nos ayuda a comprender las tradiciones político-culturales que no son históricamente favorables a comportamientos democráticos duraderos, a analizar los códigos informales o paralelos de comportamiento y a criticar a los llamados intelectuales progresistas que se dejan seducir por las ideologías del cambio fundamental y que, al mismo tiempo, desprecian los derechos humanos, las libertades públicas y las ventajas de la modernidad. Es un buen comienzo, sin duda alguna, que merece nuestro apoyo, puesto que nuestro autor se perfila como uno de los más notables ensayistas político-filosóficos de América Latina en el siglo XXI.

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Imagen: Portada de Escritos anti-Morales. Reflexiones de un opositor liberal, por Enrique Fernández García, Ediciones Rincón, 2018