DANIEL AVERANGA MONTIEL
Ana Pérez, la
hija de Raúl Pérez, el hermano de Elizardo que replicó la experiencia de
Warisata en Caiza, nos dio, allá en 2004, en las aulas de la UMSA, una lección
que se compara a la que recibí de Bosé Yacu, en 2002, cuando la conocí en
Puerto Tujuré.
Ana, quien era
por entonces una de las últimas testigos de la experiencia de Caiza, nos contó
todo lo que había visto en su infancia, ayudando a su padre con las iniciativas
culturales y educativas de Caiza. En cierto momento, cuando describió el fin de
la experiencia de Warisata (y, por ende, la que sucedería en Caiza, meses
después) en manos de conspiradores gubernamentales, los cuales difamaron a los
Pérez al extremo de la humillación, no pudo aguantar llorar por ello; el
recuerdo la agobiaba al extremo de nublar sus recuerdos. Sin mesianismo ni
dejos de superioridad, nos contó (estábamos en segundo año de Ciencias de la
Educación) sobre cómo la confluencia entre su naturaleza de ciudad y la de los
comunarios de Caiza, se fue concretando en una sola naturaleza para ella, y que
por ello le parecía injusto que todo hubiera salido como salió: el gobierno de
entonces defenestró lo que no entendía y eso, ya de principio, constituyó un
error fatal para la continuidad educativa que iniciara en Warisata.
En tanto Bosé
Yacu, una de los últimos sobrevivientes de la nación Pacahuara, muerta ya en
2013, fue alguien a quien conocí por sorpresas del destino en una reservación
Chacoba de Puerto Tujuré, entre cuatro casitas apartadas del testimonio
gubernamental y humano, en 2002; la conocí gracias a tres amigos Movimas, y si
bien aprendí poco de esa lengua tan sonora y mágica como riachuelo en medio de
la selva, sí ellos pudieron traducirme algunas de sus palabras.
A lo que voy,
tanto tiempo después del encuentro que tuve con aquellas protagonistas, es que
ambas coincidían en dos sencillas, pero profundas, enseñanzas: todo lo puede el
bien, la unión y la solidaridad, pero de nada sirve sentir todo eso, si aún
conservamos complejos en nuestros interiores.
La experiencia de
Bosé Yacu era de nostalgia e impotencia eclipsadas por la resignación, ya que
el exilio que vivió junto a su familia, a finales de la década de los sesenta,
fue irreversible, como si el destino estuviera escrito, como si todo destino
fuera una cadena de eslabones continuos, mas no circulares. No reflejaba
tristeza en cómo contaba lo sucedido, había una paz sin rencores en la forma en
la que enlazaba las palabras y, mientras mis amigos me traducían lo que ella
contaba, salió la siguiente frase: “Los Chacoba son nuestros hermanos, todos
deberíamos ser como ellos”.
En la explicación
complementaria de Bosé Yacu y de su esposo Buca (más joven que él) estaba la
aparente rivalidad entre los Pacahuara y los Chacoba antes de la década de los
cincuenta. Los Pacahuara habían “ganado” ciertas contiendas por terrenos en los
cuarenta, y los Chacoba habían aceptado dicha victoria, pues el territorio
“ganado” era sagrado. No obstante, los Pacahuara, que para mediados del siglo
veinte superaban los veinte mil, fueron reducidos drásticamente por los
traficantes de caucho y por otras fuerzas represivas, incluso las del gobierno
de esos años. Los Chacoba, que vivían a orillas del Río Negro (casi en la
frontera entre Pando y Beni), atestiguaron la matanza y a veces se involucraron
para proteger a sus “rivales”, los Pacahuara.
Ya para finales
de los sesenta, tras iniciativas externas, se pudo rescatar solo a una familia
de las nueve que quedaban con vida de la Nación Pacahuara: la familia de Bosé
Yacu. Los demás habían sido asesinados sin clemencia por los siringueros.
Dejando de lado
esa rivalidad limítrofe, Bosé Yacu sabía que, muy adentro del dolor, había la
esperanza, que estaba dentro de la relación entre su nación originaria y la de
los Chacoba. Creo que a veces hay que aceptar que uno está dentro del mismo
planeta y que cumple un rol, quizá predeterminado por fuerzas superiores a las
que conocemos, llamémosla Dios, Pachamama u otras más, y no obstante, es
posible que lo que nos une, como afirmaba Bosé Yacu, sea una hermandad superior
a la de la sangre. Nada más.
Y a esto me
refiero con lo que Ana Pérez nos contó sobre Caiza: dejar de lado los complejos
es también unirse más al destino inevitable del ser humano, que es una
hermandad posible.
Quizá suena a
dogma, pero aún creo que, a través de la sinceridad, podemos evitar más
pérdidas significativas si recordamos, rescatamos y retribuimos el legado de
ciertos protagonistas olvidados de nuestra historia (ergo: Leandro Nina
Quispe).
Bosé Yacu ya no nos
acompaña desde 2013, su pueblo es un recuerdo, su lengua, mucho más; y pocos
recuerdan el legado de Ana Pérez.
Quizá es tiempo,
repito, de recuperar estos legados.
_____
De INMEDIACIONES,
18/04/2018
Fotografía: Niños de Warisata
No comments:
Post a Comment