YAIZA SANTOS
No hay escritor
que recibiera el premio Nobel con tanta tristeza como Juan Ramón Jiménez:
Zenobia de su alma (véase la dedicatoria a la Tercera antolojía poética)
agonizaba, ese día 21 de octubre y por una semana más, vencida por el cáncer de
matriz contra el que batallaba desde hacía cinco años. Dos meses después en
Estocolmo, en nombre del poeta –varado en Puerto Rico, hundido ya sin remedio
en la depresión– agradecía el galardón Jaime Benítez, rector de la Universidad
de Puerto Rico, con un breve discurso que incluía estas palabras: “Mi esposa
Zenobia es la verdadera ganadora de este premio. Su compañía, su ayuda, su
inspiración hicieron, durante cuarenta años, mi trabajo posible. Hoy, sin ella,
estoy desolado e indefenso.” No contenían ni un gramo de retórica.
Es obvio y casi
un lugar común cuando se trata de un escritor biencasado: la mujer es el lado
izquierdo del cerebro que les lleva el mantel, la cama y las cuentas, quien les
permite, en fin, dedicarse por entero y sin distracciones a su obra. Pero hay
más en este caso: Zenobia Camprubí Aymar (Malgrat de Mar, 1887-San Juan de
Puerto Rico, 1956), la más estrecha colaboradora en el trabajo de su marido, su
primera y más útil editora, musa activa y enérgica, el equilibrio que lo
mantenía en pie en sus periódicos ataques maniacodepresivos, fue también, por
sí misma, alguien singular en su época. Escritora, traductora, empresaria,
abanderada de la emancipación de las mujeres en España, el tratamiento de su
figura ha oscilado casi siempre entre el ostracismo y el melodrama, a pesar de
los denuedos de algunos estudiosos, liderados por Graciela Palau de Nemes, por
darle su lugar. (Graciela Nemes, como la llama Zenobia en su Diario,
no fue solamente exalumna, amiga y asistente personal en sus últimos días:
también fue quien solicitó y envió toda la documentación necesaria a la
Academia sueca para proponer a Jiménez por parte de la Universidad de
Maryland.)
Hija de un
próspero ingeniero catalán, Raimundo Camprubí, es la rama materna la que
otorgaba a Zenobia la alcurnia cosmopolita: su madre, Isabel, nació de Augustus
Aymar, cuya ascendencia figura en los orígenes de la ciudad de Nueva York, y de
Zenobia Lucca, una rica portorriqueña de familia bilingüe. A Zenobia Camprubí
la educaron tutores particulares en casa y en ambos idiomas, y de los
diecisiete a los veintidós, años decisivos, vivió en Estados Unidos sola con su
madre. Las desavenencias entre Camprubí y Aymar, parece, sobresalieron desde
siempre –Raimundo se quejaba, por ejemplo, de que Isabel no sabía llevar una casa–,
pero en el caso de esta separación fue decisiva una amenaza de muerte recibida
contra el hijo menor a cambio de dinero. Según cuenta Nemes, ella pensaba que
su marido se había puesto en peligro al endeudarse en la Bolsa de París.
Reconciliado el matrimonio, en 1909, las mujeres volvieron a España, en
concreto y curiosamente a La Rábida (a pocos kilómetros de Moguer), donde
estaba destinado el ingeniero Camprubí y donde la joven Zenobia puso en marcha
una escuela rudimentaria para alfabetizar a los niños del lugar. Ya en Madrid,
un año después, era natural que Zenobia, extravertida y risueña, rubia de ojos
azules para rematar, fuera un imán. No solo para los aristócratas y extranjeros
que frecuentaba, sino para intelectuales y escritores.
Zenobia conoció a
Juan Ramón en la Residencia de Estudiantes, en unas conferencias del verano de
1913. A él ya le habían hablado de la “Americanita” –ese era su apodo–, lo cual
demuestra que sus cercanos veían una idea estupenda juntar sus caracteres
disímiles, y se enamoró de inmediato. Una muestra de su puño y letra:
Ella es una
muchacha que, claro, no diré que es mejor a las demás, porque en el mundo hay
muchísimas mujeres de valía, pero uno ha de hablar en relación con aquellas que
conoce, y yo de cuantas he encontrado es la mejor –no sé si a los demás les
gustaría, y esto me tiene sin cuidado–, pero a mí sí. Es agradable, fina,
alegre, de una inteligencia natural, clara, y que tiene gracia, esa gracia
especial que se adquiere con los viajes, con la gran educación social del país
norteamericano donde está educada; que sabe varios idiomas, ha viajado, ha
visto muchísimo, ha leído también mucho, y con todo es muy joven.
A ella no solo no
le gustó él, sino que el matrimonio le parecía fuera de lugar: “Yo soy la clase
de mujer que no se casa (...) Todavía no he visto al hombre que me pudiera
hacer más feliz de lo que creo poderlo ser siendo soltera”, le había escrito a
su amiga María Martos. Se lo había dejado claro también al abogado Henry
Shattuck, cuya historia de amor puede atisbarse entre las siguientes letras
fácticas: pretendiente de Zenobia en su juventud, nunca se casó, y fue su
contable, su albacea y su amigo fiel hasta la muerte.
Pero aún no
entraba en escena ese Cupido insospechado llamado Rabindranath Tagore. La
traducción de Zenobia de sus poemas del inglés fue el resquicio por donde entró
el definitivo estoque de los requiebros de Juan Ramón. Ella traducía, él
cincelaba, y juntos dieron a conocer en periódicos y revistas al bengalí,
premio Nobel de ese año (el primer libro íntegro traducido conjuntamente
fue La luna nueva, publicado en 1915). Fue el comienzo de una
pareja y de un trabajo simbiótico que se prolongaría las cuatro décadas que dio
de sí la vida de ella, como muestran fragmentos seleccionados de su Diario.
Corresponde a los
expertos dilucidar, si es que se puede, en qué medida influyó Zenobia en la
poesía de Juan Ramón Jiménez; si es cierto, como aventura Nemes, que fue por
Zenobia que Juan Ramón fue depurando su estilo hasta llegar al concepto de poesía
desnuda. Sí es un hecho que Estío, el libro que marca el cambio
decisivo, se publicó en 1916, el mismo año que casó con Zenobia (en Nueva York,
el 2 de marzo), y que esa pureza es plenamente reconocible en Diario de
un poeta reciencasado. Es otro hecho que el carácter de Zenobia, práctico,
resuelto y alegre, fue el óptimo para empujar al trabajo a ese poeta “cansado
de sí mismo”, o para evitar, directamente, que se hundiera en las aguas negras
de la melancolía.
La abnegación en
un trabajo, supongo, más si el trabajo es un hombre y la abnegada una mujer, es
siempre difícil de entender. Y la vida de Zenobia, buena amiga de María de
Maeztu y Victoria Kent –con las que fundó el Lyceum, el primer club para
mujeres afiliado al de Londres, empresa cristalinamente feminista–, sufrió la
paradoja de convertirse en carne de cañón para la corrección política. (Manuel
Vicent, por ejemplo, pintó a un cruel Juan Ramón que “muy pronto aprendió a
hacerse el enfermo para conseguir toda clase de mimos de criadas y nodrizas y
salirse siempre con su voluntad”; Rosa Montero fue más audaz: llamó torturador
al poeta y aseguró que lo suyo por Zenobia no podía ser amor.) Basta una cita
para desmontar la imagen de víctima maltratada que algunos han querido
endilgarle: “Después de todo, yo soy en parte dueña de mi propia vida y J.
R. no puede vivir la suya aparte de la mía.”
De sus diarios y
cartas, en efecto, se desprende que Zenobia nunca se sometió a otra voluntad
que no fuera la propia. Y eso incluyó sus negocios, originales y exitosos, en
el Madrid de los años veinte y treinta: la tienda Arte Popular Español y la
renta-decoración de pisos para diplomáticos extranjeros.
Eso no quiere
decir que la vida junto a Juan Ramón fuera un banquete de perdices (qué
matrimonio sí, por otra parte). Graciela Palau de Nemes se esforzaba, de nuevo,
la última vez que visitó España, en 2010: “Ella nunca dependió de Juan Ramón ni
vivía sacrificada salvo cuando él estuvo enfermo. Eran marido y mujer, sin
más.”
Por otra parte,
es imposible deslindar su carrera de la de Juan Ramón Jiménez. La obra temprana
de Zenobia, que publicaba desde los catorce años en revistas y periódicos y fue
notable autora de cuentos infantiles, queda inevitablemente eclipsada por el
testimonio artístico y personal que supone su Diario en el
exilio, cuidado y prologado en tres tomos por la doctora Nemes.
Zenobia había
comenzado a llevar una bitácora personal por sugerencia de su madre en 1905, al
inicio de su estancia juntas en Nueva York, simplemente para recoger los
pequeños actos de la vida cotidiana, una tradición, de nuevo, poco hispana y
muy anglosajona. Es por eso que abunda la información sobre dinero, mudanzas,
dentistas, correspondencia diaria, y escasean los apuntes íntimos. Esto llega
al paroxismo, e incluso exaspera, precisamente en su diario de recién casada
(“Me casé”, “Juan Ramón y yo tuvimos nuestro primer disgusto y después nos dio
mucha pena y nos quisimos más”, unos sospechosos “Los dos muy contentos” y poco
más es todo lo que encontrará el cazador de chismes). Este diario, por cierto,
que acaba de publicar la Universidad de Huelva en conjunto con el de Juan Ramón
(se presentan indistintamente entradas de uno y otro, siguiendo el calendario)
bajo el título Diario de dos reciencasados, anotado por Emilia
Cortés Ibáñez, es una iniciativa editorial a la altura de las traducciones de
Tagore: coloca en su justo espacio a Zenobia Camprubí, en paralelo con Jiménez
y no detrás.
Es en su diario
del exilio donde será menos reservada al respecto. No se olvide: en 1937, cuando
salen de España huyendo de la Guerra Civil, Zenobia está a punto de cumplir
cincuenta años y lleva una veintena de ellos casada. La vida y el marido se
ven ya desde otra atalaya. Hay menos lastre, menos inseguridad, es decir, menos
vergüenza:
Con la moral
completamente baja por el calor, por no tener nada que hacer y porque J. R.
está en actitud polémica, egoísta e irritable, me encuentro planeando el resto
de mi vida egoístamente. Voy a tratar de disfrutar parte de lo que me queda de
ella. Y de seguro quiero un cuarto para mí sola para hacer lo que me dé la
gana, abrir bien las ventanas, ponerme crema en las manos cuando el fregar me
endurece la piel y moverme en la cama si me apetece.
(La Habana, 25 de
julio de 1939)
Sirvan los
fragmentos seleccionados en el dossier que sigue de paradigma a su obra
principal: de qué manera reciben las noticias que les llegan de la trágica
Europa, cómo es el trabajo diario con el poeta y marido, cuáles fueron sus
últimos afanes y dolores.
El primitivo
tratamiento con radioterapia al que se sometió, instigada por unos médicos
claramente negligentes, le quemó el vientre e impidió, a última hora, la
segunda intervención que prolongaría su vida. La cercanía de la muerte no la
arredró: fueron los últimos meses cuando más trabajó por completar la Tercera
antolojía poética, que ya no vio impresa, por alistar la sala de la
Universidad de Puerto Rico que acabaría teniendo el nombre de ambos, y sobre
todo, por dejar protegido económicamente a un Juan Ramón, que sería una simple
sombra los dos años que la sobrevivió.
A juzgar por los
testimonios cercanos, la del Nobel era en verdad una noticia destinada a ella
(de hecho, se lo comunicaron el 21 de octubre, cuatro días antes del anuncio
oficial, debido a la gravedad de su estado). Recuerda Nemes:
Por el mundo
corrió la noticia de que Zenobia se había muerto al siguiente día de anunciarse
el Nobel; pero me consta que vivió el día gloriosa, lúcida, merecido premio por
sus trabajos, sus ansias, sus plegarias, su incomparable amor, sus sacrificios
por el hombre que por ella vivió y pudo escribir la más honda poesía de su
vida.
Podía morir en
paz: su obra estaba completa. ~
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De LETRAS LIBRES,
05/08/2012
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