Wednesday, April 25, 2018

Epílogo para Escritos anti-Morales. Reflexiones de un opositor liberal (de Enrique Fernández García)

H. C. F. MANSILLA

El vocablo epílogo admite varios significados. La acepción más usual es resumen del escrito anterior, que con más precisión puede ser entendida como inferencia global o conclusión conceptual de las ideas expuestas en la parte principal del libro. También puede comprenderse como lo que se halla sobre o por encima (epi) de la palabra (logos), es decir, lo que indica un vínculo con otros problemas que deberían ser considerados para lograr un buen análisis del conjunto temático. En este breve texto intentaré mostrar las implicaciones de esta segunda dimensión con respecto al libro de Enrique Fernández García.

Para empezar es conveniente señalar un elemento esencial para comprender al autor: la visión que él tiene de sí mismo. Fernández, jurista y pensador, hombre de letras y comunicador social, se autocalificó en la primera edición de este libro como «ciudadano ilustrado», «tenaz demócrata» y «liberal sin escrúpulos». Es clara su adhesión a los principios fundamentales de la Ilustración y del racionalismo y, por consiguiente, al supremo valor encarnado por la libertad individual. Citando a Karl R. Popper, Fernández se describe como muy «sensible a los peligros inherentes a todas las formas del poder y de la autoridad». Por ello nuestro autor exhibe una marcada alergia frente a modelos estatistas, colectivistas, indigenistas y autoritarios de ordenamiento social y ante las ideologías que los enaltecen. Fernández profesa un cosmopolitismo liminar, muy similar a otros pensadores del racionalismo clásico. Con ellos comparte una concepción optimista de la evolución humana, sosteniendo que a largo plazo un sistema  educativo adecuado y persistente puede ayudarnos a «vivir civilizadamente». Esta era asimismo la normativa central de la reforma educativa liberal de comienzos del siglo XX. Nuestro autor se adhiere enfáticamente a las metas rectoras del racionalismo liberal, que en sus propias palabras pueden ser resumidas así: «Individuos autónomos, sociedades abiertas y economías libres».

Fernández comparte igualmente el axioma liberal de que la ignorancia constituye uno de los principales obstáculos con respecto a una democracia auténtica. Este es uno de los problemas principales de la sociedad boliviana, que lo percibimos, entre otros aspectos, en la facilidad con que la población del país puede ser manipulada. Por ello es que nuestro autor, en el plano ético, critica la enorme fuerza que la impostura -en sus muchas formas y variantes- ha adquirido en el quehacer político-público: para tener éxito en este terreno no se necesita talento intelectual o conocimientos específicos, sino habilidades retóricas. Se trata, manifiestamente, de un asunto universal, que amenaza con socavar los cimientos de la democracia pluralista en el planeta entero, pero que en Bolivia posee una fuerza muy vigorosa, que no ha cedido pese al avance de la modernización. Aquí Fernández ha detectado un fenómeno digno de un profundo análisis: «reconstruir un país», nos dice, «precisa de una labor descomunal». De manera concomitante, afirma el autor, los políticos se distinguen por no tener cualidades adecuadas para ejercer funciones gubernamentales con competencia e imparcialidad. Y yo añado que las universidades no han contribuido a reducir la cultura política del autoritarismo y a promover un espíritu crítico en las generaciones jóvenes.

En un ámbito adicional el liberalismo sin escrúpulos merece un breve análisis, que es lo que nos podría mostrar otras dimensiones de esta problemática tan compleja, aplicando el principio del propio autor de ser «sensible a los peligros inherentes a todas las formas del poder y de la autoridad». En la segunda edición de este libro Fernández muestra una actitud más escéptica o tal vez más diferenciada con respecto al conjunto de la sociedad boliviana y a las ilusiones que despertó en su tiempo el modelo neoliberal. En uno de sus mejores artículos, titulado justamente «En contra de la euforia liberal», él nos recuerda el carácter prosaico de la democracia pluralista y del mercado libre, a los cuales no podemos atribuir «fines mágicos». Con énfasis Fernández nos dice que sus afirmaciones «podrían llevar el sello del error». Pese a ello, y con toda razón, asevera que la «consciencia de la falibilidad» no debe conllevar obligatoriamente «la consagración del silencio». Es decir: pese a todas las dudas que uno puede tener en torno a un paradigma político, social y cultural, uno no debe dudar en esbozar una alternativa provisional. Es un programa razonable, sin duda alguna: por ello y para complementar la posición de Fernández es que me animo a esbozar una crítica al periodo neoliberal en Bolivia (1985-2005). En el fondo me baso en la palabra escéptica de Sir Winston Churchill: el modelo liberal-democrático es sólo el menos malo de todos los sistemas de ordenamiento político que han creado los seres humanos en la era moderna.

Lo que sigue ha sido concebido como un diálogo amistoso con Fernández, desde una posición que cree indispensable tener escrúpulos frente a todos los ordenamientos socio-políticos que han creado los humanos sobre la Tierra. Él hace muy bien en criticar los aspectos negativos y carenciales de los regímenes populistas y autoritarios, pero hay que indagar también y a fondo acerca de los motivos últimos que posibilitaron el ascenso de estos regímenes, lo que tiene que ver con los aspectos nada promisorios que estuvieron asociados a la democracia liberal en Bolivia y su descrédito ante los ojos de los electores. La considerable desilusión generada por el sistema llamado neoliberal en América Latina ha favorecido el surgimiento de gobiernos populistas y ha devaluado, entre otras cosas, el potencial explicativo de las teorías institucionalistas de la transición a la democracia. Menciono esta escuela de pensamiento, muy favorable a la democracia liberal, porque los enfoques asociados a la misma suelen pasar por alto los aspectos centrales de la cultura política existente y, como corolario paradójico, desconocen el clima socio-histórico que ha posibilitado la pervivencia del autoritarismo cotidiano y, por ende, del populismo actual. Pese a su alto grado de refinamiento intelectual, estos enfoques desatienden temas centrales como hábitos colectivos, valores sociales de orientación, estilos de vida y ámbitos de interacción y, a la vez, descuidan los fenómenos de desigualdad real y discriminación social que acompañaron a los procesos democráticos en las últimas décadas.

Un factor esencial para el florecimiento del populismo debe ser visto en el desencanto colectivo producido por los modelos democrático-liberales en América Latina y especialmente en Bolivia, Ecuador, Nicaragua y Venezuela. Esto se debió también a la manera cómo las élites afines al liberalismo manejaron el aparato político: cumplimiento selectivo, cuando no arbitrario, de leyes y normas, sumisión frente a las presiones globalizadoras, subordinación ante los intereses económicos más poderosos y nombramientos erráticos basados en el favoritismo convencional. La falta de un mejoramiento sustancial del nivel de vida de las clases subalternas -o la creencia de que la situación fue así-, el carácter imparable de la corrupción en la esfera político-institucional en las décadas anteriores y la ineficiencia técnico-profesional en el ejercicio de funciones públicas han sido los factores que han generado un sentimiento mayoritario de desilusión con la economía neoliberal, con la democracia representativa y con la praxis de los pactos entre partidos políticos.

A esto hay que agregar que en varios países el neoliberalismo generó una desintegración de las bases culturales de acción del individuo, a lo que ha contribuido eficazmente el relativismo axiológico que irradian las corrientes postmodernistas, cuya relevancia debe verse no sólo en el terreno universitario y en las ciencias sociales, sino principalmente en los campos de las normativas éticas, la publicidad y la configuración del ocio juvenil. Este relativismo de valores ha introducido en las sociedades básicamente premodernas de América Latina una permisividad moral-cultural muy marcada, la cual, intensificada por los medios modernos de comunicación, ha debilitado la institucionalidad social y política de aquellas naciones. Este es asimismo el caso boliviano y ocurrió en parte durante el periodo neoliberal, es decir, antes de que se produzca el advenimiento del sistema populista.

Todo esto generó una fatiga cívica muy profunda, ya que antes de los éxitos electorales populistas se pudo constatar la declinación de los partidos en cuanto portadores de ideas y programas y como focos de irradiación de solidaridad práctica. Frente a este vacío de opciones en el seno de los partidos liberal-democráticos y afines, una buena parte de la población ha sido seducida por el discurso de un populismo con ribetes socialistas e indigenistas, máxime si este proceso ha coincidido con el surgimiento de nuevos líderes carismáticos que gozan de una comunicación fácil y directa con las masas, líderes que despiertan un sentimiento elemental de vinculación afectiva y solidaria y que han sabido manipular con notable virtuosismo el ámbito simbólico popular mediante consignas muy simples, pero exitosas.

Como se sabe, en Bolivia hay una dilatada carencia de líderes y de ideas en los partidos y los movimientos que se dicen democráticos. Contamos con una oposición excepcionalmente mediocre. Y esto no va a cambiar fácilmente. La democracia representativa, unida a la economía de libre mercado, estuvo dirigida por élites y partidos políticos, cuya competencia técnica, cualidades morales y hasta common sense mostraron ser bienes notablemente escasos. Los grupos dirigentes de los partidos democráticos resultaron ser grupos remarcablemente autosatisfechos, arrogantes y cínicos, lo cual no sería tan grave si estos grupos hubieran poseído un mínimo de competencia administrativa, de honradez en el desempeño de sus funciones y algo de interés por la estética pública. Lo que lograron, y esto sin duda alguna, fue la separación entre moral y política. Aparte del aspecto ético, esta cuestión está signada asimismo por una dimensión cognoscitiva muy pobre, lo cual hace improbable que los políticos que se proclaman como democráticos puedan estar en condición de entender y solventar los desafíos de nuestra era. El enaltecimiento indiscriminado del mercado libre en cuanto la panacea universal no logra acercarse a la comprensión de los retos contemporáneos. El mercado no puede solucionar ni los problemas derivados del ámbito ecológico ni los dilemas vinculados a los valores de orientación de la sociedad, pues el mercado no es ningún instrumento para la superación de asuntos normativos. Durante el periodo neoliberal y en Bolivia se pudo observar que los estratos dirigentes de la entonces democracia representativa eran fragmentos de las antiguas élites pro-estatistas, antidemocráticas e iliberales. Por todo ello no nos podemos dar el lujo de un liberalismo sin escrúpulos.

Desde la independencia, Bolivia adoptó la maquinaria pero no el alma de la democracia. El libro de Enrique Fernández García nos ayuda a comprender las tradiciones político-culturales que no son históricamente favorables a comportamientos democráticos duraderos, a analizar los códigos informales o paralelos de comportamiento y a criticar a los llamados intelectuales progresistas que se dejan seducir por las ideologías del cambio fundamental y que, al mismo tiempo, desprecian los derechos humanos, las libertades públicas y las ventajas de la modernidad. Es un buen comienzo, sin duda alguna, que merece nuestro apoyo, puesto que nuestro autor se perfila como uno de los más notables ensayistas político-filosóficos de América Latina en el siglo XXI.

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Imagen: Portada de Escritos anti-Morales. Reflexiones de un opositor liberal, por Enrique Fernández García, Ediciones Rincón, 2018

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