El vocablo epílogo admite varios significados. La
acepción más usual es resumen del escrito anterior, que con más precisión puede
ser entendida como inferencia global o conclusión conceptual de las ideas expuestas
en la parte principal del libro. También puede comprenderse como lo que se
halla sobre o por encima (epi) de la
palabra (logos), es decir, lo que
indica un vínculo con otros problemas que deberían ser considerados para lograr
un buen análisis del conjunto temático. En este breve texto intentaré mostrar
las implicaciones de esta segunda dimensión con respecto al libro de Enrique
Fernández García.
Para empezar es
conveniente señalar un elemento esencial para comprender al autor: la visión
que él tiene de sí mismo. Fernández, jurista y pensador, hombre de letras y
comunicador social, se autocalificó en la primera edición de este libro como
«ciudadano ilustrado», «tenaz demócrata» y «liberal sin escrúpulos». Es clara
su adhesión a los principios fundamentales de la Ilustración y del racionalismo
y, por consiguiente, al supremo valor encarnado por la libertad individual.
Citando a Karl R. Popper, Fernández se describe como muy «sensible a los
peligros inherentes a todas las formas del poder y de la autoridad». Por ello
nuestro autor exhibe una marcada alergia frente a modelos estatistas,
colectivistas, indigenistas y autoritarios de ordenamiento social y ante las
ideologías que los enaltecen. Fernández profesa un cosmopolitismo liminar, muy
similar a otros pensadores del racionalismo clásico. Con ellos comparte una
concepción optimista de la evolución humana, sosteniendo que a largo plazo un
sistema educativo adecuado y persistente
puede ayudarnos a «vivir civilizadamente». Esta era asimismo la normativa
central de la reforma educativa liberal de comienzos del siglo XX. Nuestro
autor se adhiere enfáticamente a las metas rectoras del racionalismo liberal,
que en sus propias palabras pueden ser resumidas así: «Individuos autónomos,
sociedades abiertas y economías libres».
Fernández
comparte igualmente el axioma liberal de que la ignorancia constituye uno de
los principales obstáculos con respecto a una democracia auténtica. Este es uno
de los problemas principales de la sociedad boliviana, que lo percibimos, entre
otros aspectos, en la facilidad con que la población del país puede ser
manipulada. Por ello es que nuestro autor, en el plano ético, critica la enorme
fuerza que la impostura -en sus muchas formas y variantes- ha adquirido en el quehacer
político-público: para tener éxito en este terreno no se necesita talento
intelectual o conocimientos específicos, sino habilidades retóricas. Se trata,
manifiestamente, de un asunto universal, que amenaza con socavar los cimientos
de la democracia pluralista en el planeta entero, pero que en Bolivia posee una
fuerza muy vigorosa, que no ha cedido pese al avance de la modernización. Aquí
Fernández ha detectado un fenómeno digno de un profundo análisis: «reconstruir
un país», nos dice, «precisa de una labor descomunal». De manera concomitante,
afirma el autor, los políticos se distinguen por no tener cualidades adecuadas
para ejercer funciones gubernamentales con competencia e imparcialidad. Y yo
añado que las universidades no han contribuido a reducir la cultura política
del autoritarismo y a promover un espíritu crítico en las generaciones jóvenes.
En un ámbito adicional el liberalismo sin escrúpulos merece un breve análisis, que es lo que nos podría mostrar otras dimensiones de esta problemática tan compleja, aplicando el principio del propio autor de ser «sensible a los peligros inherentes a todas las formas del poder y de la autoridad». En la segunda edición de este libro Fernández muestra una actitud más escéptica o tal vez más diferenciada con respecto al conjunto de la sociedad boliviana y a las ilusiones que despertó en su tiempo el modelo neoliberal. En uno de sus mejores artículos, titulado justamente «En contra de la euforia liberal», él nos recuerda el carácter prosaico de la democracia pluralista y del mercado libre, a los cuales no podemos atribuir «fines mágicos». Con énfasis Fernández nos dice que sus afirmaciones «podrían llevar el sello del error». Pese a ello, y con toda razón, asevera que la «consciencia de la falibilidad» no debe conllevar obligatoriamente «la consagración del silencio». Es decir: pese a todas las dudas que uno puede tener en torno a un paradigma político, social y cultural, uno no debe dudar en esbozar una alternativa provisional. Es un programa razonable, sin duda alguna: por ello y para complementar la posición de Fernández es que me animo a esbozar una crítica al periodo neoliberal en Bolivia (1985-2005). En el fondo me baso en la palabra escéptica de Sir Winston Churchill: el modelo liberal-democrático es sólo el menos malo de todos los sistemas de ordenamiento político que han creado los seres humanos en la era moderna.
Lo que sigue ha
sido concebido como un diálogo amistoso
con Fernández, desde una posición que cree indispensable tener escrúpulos
frente a todos los ordenamientos socio-políticos que han creado los humanos
sobre la Tierra. Él hace muy bien en criticar los aspectos negativos y
carenciales de los regímenes populistas y autoritarios, pero hay que indagar
también y a fondo acerca de los motivos últimos que posibilitaron el ascenso de
estos regímenes, lo que tiene que ver con los aspectos nada promisorios que
estuvieron asociados a la democracia liberal en Bolivia y su descrédito ante
los ojos de los electores. La considerable desilusión generada por el sistema
llamado neoliberal en América Latina ha favorecido el surgimiento de gobiernos
populistas y ha devaluado, entre otras cosas, el potencial explicativo de las
teorías institucionalistas de
la transición a la democracia. Menciono esta escuela de pensamiento, muy
favorable a la democracia liberal, porque los enfoques asociados a la misma
suelen pasar por alto los aspectos centrales de la cultura política existente
y, como corolario paradójico, desconocen el clima socio-histórico que ha
posibilitado la pervivencia del autoritarismo cotidiano y, por ende, del
populismo actual. Pese a su alto grado de refinamiento intelectual, estos
enfoques desatienden temas centrales como hábitos colectivos, valores sociales
de orientación, estilos de vida y ámbitos de interacción y, a la vez, descuidan
los fenómenos de desigualdad real y discriminación social que acompañaron a los
procesos democráticos en las últimas décadas.
Un factor
esencial para el florecimiento del populismo debe ser visto en el desencanto
colectivo producido por los modelos democrático-liberales en América Latina y
especialmente en Bolivia, Ecuador, Nicaragua y Venezuela. Esto se debió también
a la manera cómo las élites afines al liberalismo manejaron el aparato
político: cumplimiento selectivo, cuando no arbitrario, de leyes y normas,
sumisión frente a las presiones globalizadoras, subordinación ante los
intereses económicos más poderosos y nombramientos erráticos basados en el
favoritismo convencional. La falta de un mejoramiento sustancial del nivel de
vida de las clases subalternas -o la creencia de que la situación fue así-, el
carácter imparable de la corrupción en la esfera político-institucional en las
décadas anteriores y la ineficiencia técnico-profesional en el ejercicio de
funciones públicas han sido los factores que han generado un sentimiento
mayoritario de desilusión con
la economía neoliberal, con la democracia representativa y con la praxis de los
pactos entre partidos políticos.
A esto hay que
agregar que en varios países el neoliberalismo generó una desintegración de las
bases culturales de acción del individuo, a lo que ha contribuido eficazmente
el relativismo axiológico que irradian las corrientes postmodernistas, cuya
relevancia debe verse no sólo en el terreno universitario y en las ciencias
sociales, sino principalmente en los campos de las normativas éticas, la
publicidad y la configuración del ocio juvenil. Este relativismo de valores ha
introducido en las sociedades básicamente premodernas de América Latina una
permisividad moral-cultural muy marcada, la cual, intensificada por los medios
modernos de comunicación, ha debilitado la institucionalidad social y política
de aquellas naciones. Este es asimismo el caso boliviano y ocurrió en parte
durante el periodo neoliberal, es decir, antes de que se produzca el
advenimiento del sistema populista.
Todo esto generó
una fatiga cívica muy profunda, ya que antes de los éxitos electorales
populistas se pudo constatar la declinación de los partidos en cuanto
portadores de ideas y programas y como focos de irradiación de solidaridad
práctica. Frente a este vacío de opciones en el seno de los partidos
liberal-democráticos y afines, una buena parte de la población ha sido seducida
por el discurso de un populismo con ribetes socialistas e indigenistas, máxime
si este proceso ha coincidido con el surgimiento de nuevos líderes carismáticos
que gozan de una comunicación fácil y directa con las masas, líderes que
despiertan un sentimiento elemental de vinculación afectiva y solidaria y que
han sabido manipular con notable virtuosismo el ámbito simbólico popular
mediante consignas muy simples, pero exitosas.
Como se sabe, en
Bolivia hay una dilatada carencia de líderes y de ideas en los partidos y los
movimientos que se dicen democráticos. Contamos con una oposición
excepcionalmente mediocre. Y esto no va a cambiar fácilmente. La democracia
representativa, unida a la economía de libre mercado, estuvo dirigida por
élites y partidos políticos, cuya competencia técnica, cualidades morales y
hasta common sense mostraron ser bienes notablemente escasos. Los grupos
dirigentes de los partidos democráticos resultaron ser grupos remarcablemente
autosatisfechos, arrogantes y cínicos, lo cual no sería tan grave si estos
grupos hubieran poseído un mínimo de competencia administrativa, de honradez en
el desempeño de sus funciones y algo de interés por la estética pública. Lo que
lograron, y esto sin duda alguna, fue la separación entre moral y política.
Aparte del aspecto ético, esta cuestión está signada asimismo por una dimensión
cognoscitiva muy pobre, lo cual hace improbable que los políticos que se
proclaman como democráticos puedan estar en condición de entender y solventar
los desafíos de nuestra era. El enaltecimiento indiscriminado del mercado libre
en cuanto la panacea universal no logra acercarse a la comprensión de los retos
contemporáneos. El mercado no puede solucionar ni los problemas derivados del
ámbito ecológico ni los dilemas vinculados a los valores de orientación de la
sociedad, pues el mercado no es ningún instrumento para la superación de
asuntos normativos. Durante el periodo neoliberal y en Bolivia se pudo observar
que los estratos dirigentes de la entonces democracia representativa eran
fragmentos de las antiguas élites pro-estatistas, antidemocráticas e
iliberales. Por todo ello no nos podemos dar el lujo de un liberalismo sin
escrúpulos.
Desde la
independencia, Bolivia adoptó la maquinaria pero no el alma de la democracia.
El libro de Enrique Fernández García nos ayuda a comprender las tradiciones
político-culturales que no son históricamente favorables a comportamientos
democráticos duraderos, a analizar los códigos informales o paralelos de
comportamiento y a criticar a los llamados intelectuales progresistas que se
dejan seducir por las ideologías del cambio fundamental y que, al mismo tiempo,
desprecian los derechos humanos, las libertades públicas y las ventajas de la
modernidad. Es un buen comienzo, sin duda alguna, que merece nuestro apoyo,
puesto que nuestro autor se perfila como uno de los más notables ensayistas
político-filosóficos de América Latina en el siglo XXI.
Imagen: Portada de Escritos anti-Morales. Reflexiones de un opositor liberal, por Enrique Fernández García, Ediciones Rincón, 2018
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