Monday, April 9, 2018

Shiro Hamao: cómo jugar para perder


RUBÉN PANICERES

A  principios de los años setenta Michel Foucault publicó un libro titulado Yo Pierre Rivière... Dicho texto, basado en un caso real de parricidio ocurrido en Francia en el siglo XIX, utilizaba la reconstrucción de un parricidio para una exploración de la dimensión polisémica y manipuladora del(os) lenguaje(s). El crimen de Pierre Rivière parecía transmutarse en algo diferente según fuera relatado por las transcripciones de la declaración del implicado, los informes psiquiátricos o la jerga legal del proceso. Foucault pretendía sugerir que cada estamento, antes que tratar de comprender el origen de los hechos, se limitaba a cosificar con su particular retórica las palabras y las cosas de los seres humanos. Ésta es una situación prototípica de los tiempos actuales. Siempre que se comete un asesinato especialmente cruento, la reacción de la sociedad y de sus portavoces, los medios de comunicación,  expone, antes que el horror por el hecho en sí, una sensación de incredulidad y desconcierto. ¿ Cómo ha podido pasar algo así? ¿Por qué se ha cometido el acto? A continuación viene el desfile de “expertos”: criminalistas, psiquiatras forenses, policías, leguleyos y periodistas amarillos que canalizan el odio de las buenas gentes, pidiendo a media voz o a gritos la vuelta de la tortura, la pena de muerte y la condena sin juicio previo. Pero, en realidad, exponiendo tópicos de manual o de gacetilla sobre las raíces del elemento de crimen, que diría Lars von Trier.

Y es que se nos hace muy difícil comprender qué pasa en la mente de un asesino. Eso lo han intentado grandes escritores como Dostoiewski, Jim ThompsonGuy de MaupassantEdgar Allan Poe o el japonés Shiro Hamao. Sin embargo, este último creo que fue más lejos que los autores occidentales. Mientras aquéllos intentaban explorar la tierra de las sombras de las mentes criminales, para dar un poco de luz sobre sus motivaciones, Hamao insinúa que el crimen no es más que una comedia de equivocaciones, de percepciones erróneas sobre el yo y los otros, cuyo primer afectado es el propio asesino.

Nacido en 1896 en Tokio, Shiro Hamao perteneció a la nobleza nipona, llegando a poseer el título de vizconde. Doctorado en derecho, ejerció como fiscal del distrito en su ciudad natal y en ese oficio comenzó su curiosidad sobre las motivaciones psicológicas del delito, las cuales trasladaría a su obra literaria, que se inicia en la revista Shin-Sheinen en 1929, publicando varias novelas cortas (las dos primeras son las que aparecen en la presente antología de la asturiana Satori EdicionesEl discípulo del diablo y ¿Fue él quien los mató?). En una breve carrera que abarca aproximadamente unos seis años (fallece en 1935) publica 19 narraciones, 16 de ellas con el formato de novela corta, y se convierte, junto con el legendario Edogawa Rampo, en el padre de la novela negra japonesa. Se ha considerado a ambos autores como los creadores de una narrativa bautizada como “erótico absurdo”, con predilección por el erotismo morboso, la corrupción y la decadencia.

En la obra de Hamao el ejercicio del método deductivo, propio de la novela enigma, se contamina por un viento de locura y sexualidad desquiciada. El protagonista de El discípulo del diablo, aunque trata de elaborar un discurso razonado en la confesión de un asesinato, se nos descubre como un personaje degradado, alguien que ha vivido una juventud depravada influido por la perniciosa influencia de su mentor y amante que, ironías del destino, será en el futuro el fiscal que juzgará su caso. Eizo ( el protagonista del relato) vive una sexualidad más ambigua que ambivalente; adicto a los somníferos, es un misántropo y un misógino que, sin embargo, como les sucede a muchos que detestan a la mujer, no puede vivir sin ella. Desengañado por un amor homosexual frustrado, al que se suma otro igualmente fracasado romance hetero, se verá envuelto posteriormente en un incómodo triángulo entre una esposa a la que maltrata y desprecia y una amante de la que parece depender como el toxicómano de su dosis, aunque tampoco parece amarla demasiado. La trama desarrolla una tortuosa conspiración para envenenar a su esposa y poder disfrutar con tranquilidad de la amante. Sin embargo, recuerden las palabras del bardo inmortal: «Los mejores planes de hombres y ratones suelen fallar». El final sorpresa, sin embargo, no es lo mejor de la narración, sino la intuición que Hamao desliza entre líneas de que el criminal no es sincero, ni siquiera consigo mismo, sobre sus verdaderos motivos. Hamao parece imbricar a Freud con Poe. Aunque conscientemente proyectamos y realizamos ciertos actos, inconscientemente tenemos otros deseos. Y dentro de nosotros hay un sentimiento autodestructivo (Poe lo denominó “el demonio de la perversidad”) que nos arrastra al desastre. Hay pues una confusión de víctimas y un crimen que resulta nada perfecto. Pero los lectores sospechamos que ésa era en realidad la intención subterránea del protagonista, romper con el asfixiante universo femenino y tratar de recuperar, al menos, la atención de su antiguo amante homosexual, el cual puede que no sea fortuito, sino que sea el destinado a procesarlo.

En la segunda narración, ¿Fue él quien los mato?, primer cuento escrito por Shiro Hamao, aunque el segundo publicado, el autor va aún más lejos. El triángulo deviene en cuadrángulo entre una seductora muchacha, su decadente marido y dos jóvenes estudiantes. Hay un doble asesinato y un sospechoso evidente. Pero su abogado defensor duda de que las cosas sean lo que parecen. Hamao baraja la intriga judicial con el cuento de raciocinio deductivo, logrando una pequeña pieza maestra. Se repasa minuciosamente el crimen, buscando explicaciones alternativas y desmontando los sucesivos aprioris de manera inteligente. Pero lo más destacado es la disección de cómo la sociedad reacciona ante un acto violento ocurrido entre la clase alta. La manipulación de la prensa, entonces como en nuestros días, ansiosa de linchamiento: “A menudo, cuando se captura a un presunto criminal, a los periódicos les falta tiempo para afirmar que estamos ante el verdadero culpable y los lectores suelen creer de inmediato lo que la prensa publica” (p. 76), y el escándalo suscitado entre la “gente bien”, la cual, sin embargo, asumía, en una mezcla de cinismo e indiferencia, la doble relación adúltera que presuntamente mantenía la esposa con dos amantes de pobre fortuna pero lujosa apostura.

El punto central viene dado por el platónico enamoramiento que el abogado defensor experimenta por el acusado: “En cuanto estuve frente a él, lo primero que me sorprendió fue su belleza excepcional […]. Soy de esos hombres capaces de apreciar la belleza de un apuesto joven, pero Odera en particular me impresionó profundamente” (p. 91).

Si  ya habíamos aludido a que las narraciones de Hamao son como un muestrario de falsas percepciones y una tragicomedia de errores, en dicho relato llega al máximo, pues nos encontramos con un presunto culpable, que puede ser un presunto inocente que puede volver a ser un presunto culpable o… Rehuyamos el spoiler. Pero lo más inquietante es que todos nos equivocamos sobre las verdaderas raíces de la trama: su revés desmonta el supuesto adulterio, desvela la verdadera naturaleza de unas malsanas relaciones eróticas y postula unas conexiones geométricas inadvertidas entre ellas.

Al final de la historia, a pesar de la habilidad expositiva de la acción, los lectores nos quedamos con la sensación de que han quedado cosas sin explicar, que hay gato encerrado. Los personajes no saben muy bien en qué mundo se mueven y sus explicaciones no son más que un mero intento de autoafirmarse ante unas realidades que les superan o no quieren aceptar. Hamao utiliza el relato policial como pretexto para una constatación de los límites del conocimiento. No sabemos, pretendemos saber. Pero la verdad se nos escapa, y tal vez la vida no sea más que una partida de mahjong, y aunque creamos dominar sus reglas, no podemos ganar, sorprendiéndonos siempre su resultado final.

Shiro Hamao es un sutil combinado del Pessoa de los cuentos detectivescos, el erotismo arcano de Tanizaki y el introspeccionismo psicológico de un Allan Poe o un Dostoiewski. Sin duda, un autor que merece ser descubierto.


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De NEVILLE, 05/11/2013


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