DANIEL AVERANGA MONTIEL[1]
Ganarse el
pan con lo que uno quiere hacer, no con lo que los demás imponen, debe ser algo
tremendamente difícil. Conozco a gente que daría el alma o las muelas (o ambas
cosas), por vivir con lo que uno soñó hacer desde infante.
Le pregunto
a Santiago, mi hijo, qué quiere hacer cuando sea mayor; me responde que quiere
ser médico, “¿Para qué quieres ser eso?, ¿acaso para ayudar a los demás?”,
aventuro; se ríe, dice que no con la cabeza y agrega, con sus cinco años y
medio de imaginación: “Es que quiero vacunar a mis compañeras de curso”.
Termina riéndose por la ocurrencia, imitando cómo los médicos agarran el
músculo antes de introducir la aguja. Intuyo que lo dijo para ver cómo, a esa
edad, los niños reaccionan ante una inyección: lloran por la aguja, pero es por
su bien; termino riendo junto a él. El muchacho sabe lo que es el humor negro,
claro, siempre que podemos, hablamos sobre muchas cosas. Me fascina poder
hablar con él sobre lo que le gustaría hacer de mayor, ya sin tanta broma, ya
con esperanza. Ya con ese sentimiento de proyección, nacido de la necesidad por
crecer y dejar algo.
Él ve cómo
leo, escribo y reparo sus juguetes, cómo armamos nuevos juguetes o cómo preparo
comida para nosotros o para mis perros; a veces me dice que quiere cocinar
cuando sea adulto, a veces me dice que quiere construir juguetes. Tiene el
tiempo del mundo para escoger lo que desee hacer para vivir. Su madre, Ruth,
dice que quisiera que él fuera médico, que eso le garantizaría una labor de
bien y que sería bueno, muy bueno, tener a alguien cerca con esos
conocimientos. Ambos opinamos que puede ser lo que se presente, con tal que le
guste, con tal que le apasione.
No tengo
mucho tiempo (ni espacio, aunque estoy comenzando a planificar horarios) para
hablar con mi otro hijo, Alejandro, pero sé que él quiere trabajar en cosas que
tengan que ver con construcciones, armar estructuras, conducir motocicleta y
ser una persona feliz; alguna vez hablé con Mónica, su madre, sobre ello. Dijo
que Alejandro amaba los juegos de lógica y las matemáticas. Casi entregado a
estas cosas, coleccionaba rompecabezas. Yo me emocionaba con esta idea: un hijo
en el mundo de la medicina y otro en el de las construcciones, sean tangibles o
científicas. Que sean lo que ellos deseen; eso sería genial.
Escribo
desde un internet que me vio trabajar ya cinco años seguidos, cinco de los diez
años que estuve con esta decisión de escribir para vivir. Dos años, del 2008 al
2010, la decisión casi me cuesta la vida, no por hambre, sino por un mal en los
riñones que terminé eliminando a fuerza de voluntad y carajazos, el 2011, y con
él también, ese mismo año, terminé con mi primer matrimonio.
Conozco a
los que atienden este internet y siempre les saludo. Trabajo alquilando la
máquina, pago dos bolivianos por hora; así me presiono a funcionar a mil por
hora, como hacía Bradbury cuando alquilaba las máquinas de escribir de la
biblioteca de su zona, cuando era joven y estaba vivo. A dos de los empleados
de ese internet, con quienes soy más amigo, les regalé “La puerta”, el 2016.
Son muchachos que trabajan de ocho a doce horas para vivir, se la pasan bien,
viendo vídeos de YouTube, chateando en facebook y, sorpresa mía, también les vi
leer la novela; me dieron después sus opiniones, nada edulcoradas pero muy
entusiastas y de las que sí valen la pena escuchar, sobre ella. “La puerta” fue
un experimento bonito, ganó un premio, recibí el dinero, disfruté gastarlo en
mí y en mis hijos, claro; pero no fue un objetivo final ni mediático.
Uno no
escribe para ganar premios o para coronarse como un mago que domestica, por un
ratito, a las palabras salvajes que están dentro del cotidiano; eso son
mamadas, material de p´ajpacu.
Yo decidí
trabajar en el mundo de las letras porque vi un campo que adoraba, desde
pequeño, incluso cuando mis compañeros de curso, en primaria, decían que leer
novelas era para “delicaditos”, y yo les respondía con insultos o, si me lo
decía un varón, un puñetazo espontáneo.
Vivir de y
para escribir, o de revisar los escritos de los demás, es toda una aventura. En
mi biografía siempre pongo que trabajo en “corrección de estilo”, porque ese es
mi trabajo actual, sin pretextos, sin prórrogas, sin joder a nadie más que a
quien me contrata para que les revise sus trabajos. Trabajo en este internet
desde hace cinco años y desde hace diez en mi casa, ese cuartito frío que tiene
la Cachaza (la mayúscula no es accidental) siempre lista y caliente, con
sultana, limón y canela.
Algún amigo
me dijo: “Cumples diez años como escritor y solo tienes tres libros tuyos, eso
es ch´api”; pues sí, me hubiera gustado y me gustaría aún, poder escribir y
publicar más libros, pero mi prioridad es pues ganar dinero para poder comer.
No somos unos putos fascistas para arrojar libros y romper guitarras. Somos
escritores, o eso pensamos que somos... Yo con corregir textos académicos y
literarios estoy en paz, feliz, no falaz, feliz;
que me digan que soy una mierda, un resentido social, un frustrado, o como hace
ratito alguien me dijo por Facebook: “misógino” (porque publiqué un meme sobre
una Frida rebelde, siendo replicada de manera irónica por un Diego Rivera “muy
sano”), a mí me importa un bledo, me paso por la bolsa escrotal todo eso. Es
más, me divierte hacer hervir la sangre de alguna/cierta gente.
Ganarse el
pan con lo que uno quiere hacer, no con lo que los demás imponen, debe ser algo
tremendamente difícil. Por fortuna, tengo la confianza de mi correctora de
estilo (Ruth) que ve que no escriba babosadas y que, cuando lo hago, no espera
mucho y me agarra a cocachos simbólicos para que me dé cuenta.
Al final,
“una persona insignificante que escribe para vivir, siempre trata de hacerlo
bien”, dijo alguna vez Isaak Babel, y le creo.
[1] Tipo, dizque para los demás: “negro
atrevido, cuasi feminicida en potencia, resentido social y educativo” de Oruro
y, además, afirman epistemológicamente: “con ínfulas de escritor”.
Imagen: Del muro del autor
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