ROBERTO NAVIA GABRIEL
Marcos Uzquiano
quería convertirse en tigre cuando era niño. Su abuela le había revelado el
secreto que guardaban las profundidades de la selva. Era muy fácil: revolcarse
en un lodo amasado con hojas amarillas y pintitas negras como la piel del
felino. Ser ese animal para defenderlo de los cazadores que él sabía que
existían y que con sus armas malditas los mataban para descuerarlos.
El niño Marcos lo
intentó y nunca pudo conseguir la metamorfosis. Quizá algo falló en ese
intento, quizá no anotó con exactitud la pócima que le habría permitido
transformarse en un jaguar que cuando era niño lo conocía con el nombre de
tigre. Pero creció y con los años encontró otra forma de luchar por la
vida de esos animales que en Bolivia viven en una angustia eterna. Marcos no se
convirtió en un tigre, pero sí en un guardaparques y en director del Parque
Nacional Madidi. Desde ahí viene atacando a los traficantes que incentivan la
cacería para arrancarles los colmillos que en el mercado chino tienen la triste
fama de que, supuestamente, sirven para curar enfermedades que la medicina
científica no sabe tratar, y como potenciador sexual, lo que hace que al otro
lado del mar los colmillos se vendan a precios abismales.
En otro rincón de
la Amazonia, Jesús tiene un cráneo en su casa. Un cráneo que tiene dientes pero
no los colmillos. Se los ha vendido a dos chinos que, ha dicho, le han pagado a
precio de oro. Jesús se mueve en el bosque sin preocuparse por los mosquitos
que muerden la piel, y siempre mira hacia arriba, porque dice que arriba está
el peligro: en esos árboles de castaño de donde cuelgan los cocos de almendra
que caen sin silbar y que cuando golpean la cabeza de un ser humano, según
cuentan en la selva, es capaz de matar o de volverlo loco.
Jesús tiene miedo
a los almendros, pero no a los jaguares. “He matado varios y lo volvería a
hacer porque pagan bien por los colmillos”, dice, envalentonado, agarrando su
arma de fuego que, como una melena de Sansón, pareciera que le da fuerza y
coraje.
Jesús no sabe que
hay leyes bolivianas que castigan con prisión la cacería del jaguar y la
vulneración de animales silvestres. “Hasta este momento no me había enterado.
Ahora que sé ya no pienso seguir matando al tigre, no quiero meterme en
problemas”, asegura. Jesús fuma con intensidad el charuto que ha armado
con sus manos y ahora sabe que también teme a la cárcel.
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De EL DEBER,
14/01/2018
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