PABLO CEREZAL
Escribir un poema
es un acto solitario, algo parecido a lanzar una piedra al aire durante un
paseo campestre que nadie, salvo el paseante, conoce ni comprende. La piedra,
obvio, siempre cae. En demasiadas ocasiones lo hace en campo, yerto o florido,
pero lejos de la vista. Sin embargo, a veces, la piedra rompe el reflejo de un
río o un estanque cercanos.
Igual el río de
la Historia, que recibió en su seno anécdotas que, al sumergirse,
alumbraron coreografía de ondas expansivas. Estas, en su transcurso, han
acabado afectándonos a todos, en mayor o menor medida.
En el Monte Sacro
de Roma, siglos atrás, una pequeña anécdota cayó en dicho río. Una más, pero
que expandiría sus ondulaciones hasta alcanzar dimensiones de leyenda. En 1805,
un joven venezolano pronunció, en aquel enclave, el juramento de romper las
cadenas con las que, por entonces, oprimía la corona española a sus
conciudadanos, allende los mares
Se llamaba
Bolívar y la historia
Al sembrar en
el monte esa otra gloria
Con una
estirpe nueva alzó la frente
Con este terceto,
cierra el soneto que Isaías Rodríguez dedica al Monte Sacro romano, rescatando
del olvido las olas con que aquella anécdota desordenó los calendarios. De
paso, de la contemplación solitaria e introspectiva del autor, nace un poema
que, igualmente, se sumerge en el río de la poesía generando ondas de
imprevisible alcance. Dejémoslas fluir, mientras.
Isaías Rodríguez
llegó a Roma hace años, para dar continuidad a su dilatada labor diplomática.
Pero puedo imaginar que su estancia en la capital italiana, además, intensificó
su sentir poético. Porque lo que hallamos en estas páginas no es la mirada
despreocupada del que está de paso, sino la observación sensible, profunda y
solitaria de quien concibe la poesía como necesidad íntima, pero también
como instrumento con que indagar en la biografía de la urbe. A modo de ejemplo:
el mismo soneto al que corresponden los versos citados, nos recuerda en su
inicio otra rebelión que también cambió la historia, la que los plebeyos
romanos protagonizaron, en el mismo Monte Sacro, para ser considerados juez y
parte de los designios del Imperio
Sigue aún en
la colina junto al río
(Es el mismo
lugar donde la plebe
Conquistó su
justicia no tan breve
Y erigió un
templo allí a su desafío)
Un único soneto
para enlazar, desde lo íntimo, convulsiones sociales separadas por los siglos.
Y es que el tiempo es concepto imprescindible en este poemario. El tiempo como
transcurrir de las manecillas del reloj, por supuesto, pero también como
instante detenido en las repercusiones que aún vivimos tal vez sin darnos
cuenta, más tratándose de Roma, capital en el devenir sociocultural de
Occidente. El tiempo se pasea por estos sonetos rescatando las rebeldías
sociales de Bolívar y los plebeyos, pero también la grandeza artística de
Miguel Ángel, las afrentas dictatoriales de los emperadores romanos, los
desafíos filosóficos de Giordano Bruno, incluso las maneras cinematográficas de
Fellini. Una poética con afán totalizador, con respecto a la ciudad cantada, y
a los sentimientos que anidan en el ánima del autor.
No parece casual
que se inaugure este volumen con un soneto dedicado a la Via Appia, arquetipo
de las calzadas que la República romana construyó, piedra a piedra, con la
intención de comprimir el tiempo y acercar a los pueblos. Ya, con este Via
Appia, nos entrega el autor las llaves de la ciudad, para que deambulemos
libremente por su cartografía.
El viaje continúa
desplegando la magia con que Roma enamora a quien sabe mirarla, a quien, de
inmediato, se sorprende cortejándola para conocerla mejor, independientemente
del resultado del idilio. Amor en Roma sienta las bases de ese
juego apasionado que encuentra en el siguiente soneto, Espía en Roma,
un espejo en que el autor y la ciudad, entendida como ente vivo, son mutuamente
observados. El amor como tablero de ajedrez en que disputan un pedazo de vida
idénticos contrarios. La ciudad y las personas que la pueblan y, en ocasiones,
la hacen palpitar
Tenía un color
de abril, era morena
Su piel la
habían tostado las colmenas
Su luz era
mestiza: sombra y luna
Luz mestiza, como
la propia metrópoli, acunada en mixtura de siglos y pueblos. Sombra y luna,
como la propia urbe, impertérrita en su grandeza a los fulgores y penumbras que
le ha tallado el transcurso de los siglos.
Nos adentramos en
la Roma del autor, en un viaje que este ha querido de afuera hacia
dentro. Urbs Aeterna recorre la ciudad en sentido inverso a
como lo haría cualquier turista, ajeno a la falta de atención con que estos
recorren caminos con la única intención de ocupar su tiempo y las memorias de
sus cámaras digitales. El poeta, sí, es verdaderamente digital, ya que con sus
dedos va acariciando la ciudad en círculos concéntricos.
Un paseo íntimo
por Roma. Porque una cosa es caminar anonadado entre los grandilocuentes
vestigios del pasado, y otra hacerlo con el paso pausado y meditado de quien,
más que deslumbrarse ante la belleza, deja penetrarse por la misma sintiendo,
también, el frío que habita los rincones de sombra.
Y llegar, desde
las afueras, hasta el corazón de la urbe, con la calma cristalina de un río. El
agua, en este volumen, tiene no poca importancia. Así, en el acercamiento
inicial a la ciudad, contemplamos su calmo caminar sobre las arcadas de los
acueductos. Para estos
El agua fue un
lenguaje
El agua como
lenguaje, y como vehículo de expresión de este pasear solitario al que aludimos
y en que, el transcurrir del tiempo, ese otro torrente, construye la historia
Como ejércitos
toscos derrotados
Los acueductos
sostienen soledades
Que en la
penumbra parecen nimiedades
De un tiempo
que del tiempo ha desertado
El agua como
lenguaje, también como vehículo histórico. Y el Tíber como caudal minucioso con
que el tiempo esculpe la memoria de la urbe
La presencia
del agua ha sido clave
Para que en la
memoria el tiempo grabe
Su belleza y
su arte en cada gota
Con este
acercamiento a la ciudad, es obvio que los sonetos que, después, irán glosando
los más renombrados monumentos romanos, no abandonan el espectáculo íntimo del
sentir solitario, lejos del mundanal ruido.
Entender una
ciudad es, sin duda, vivirla. No vivir en ella, sino vivirla a ella. Y
la Roma de Urbs Aeterna es la de un autor que, imagino, ha
debido atravesar un período de inmersión en sus más íntimos sentimientos hacia
la ciudad, más teniendo en cuenta que la forma poética que utiliza, para
cantarla, es la del soneto. Una composición perfecta en su melodía, cuando
acierta, pero compleja por lo férreo de su estructura. Ceñir el sentir lírico a
los endecasílabos del soneto, a sus parejas de tercetos y cuartetos, a su rima
exacta, es, desde luego, una arriesgada apuesta. Pero, por no salir del agua,
tan importante aquí, ha de ser harto gratificante encontrar la manera exacta de
nadar en su corriente sin desordenarle el cauce. El lector, después, leerá y
sentirá la fluidez musical de los versos, llevado por un ritmo que no admite
interrupción, y tal vez finalice la lectura sin reparar en la complejidad de la
escritura. Ahí la magia de la poesía, en su fluidez.
A este respecto,
no podemos obviar, tampoco, que los sonetos de Urbs Aeterna se
contemplan en el espejo de su delicada traducción italiana, para re-conocerse.
Abordar dicha traducción, con fidelidad al sentir poético y obediencia a la
estructura del soneto, ha de ser ardua labor. Pero, a la vista del resultado,
también gratificante.
Si bien es
legítimo abandonarse al delicado discurrir de los versos, no se debe ignorar la
complejidad que su elaboración entraña. Urbs Aeterna es
poemario que reclamará segundas y subsiguientes lecturas. En ellas será donde
comience a aflorar el alma detrás del verso, la vivencia íntima del poeta, que
al fin es la que ha cincelado las corrientes que se animan en el cauce estricto
del soneto. Toda obra artística que aborda de manera inmediata nuestros
sentidos, esconde en su interior el esfuerzo denodado del creador, y el autor
de este volumen lo confirma en más de una ocasión, como en el segundo terceto
de San Pietro in Víncoli
Allí en San
Pietro in Víncoli, aquí en Roma,
Miguel Ángel
colérico se asoma
En la furia
domada de Moisés
Sensación,
soledad y creación, conviven en estos versos que, ceñidos a la exactitud de la
lírica clásica, nos regalan un paseo muy especial por Roma.
Como un
metrónomo, la exactitud del verso marca el flujo de música acuática que supone
este paseo por una metrópoli que aúna lo culto y lo popular: Roma, ciudad
abierta. Como un astrónomo rima planetas en sus mapas interestelares, estos
versos dibujan la galaxia de una urbe que viene del ayer y camina hacia el
siempre: Roma, ciudad eterna. Esa Roma de la que todos, en mayor o menor
medida, tenemos noticia. Ahora, leyendo Urbs Aeterna, es muy
probable que aprendamos a amarla gracias a una mirada nueva, a una voz que la
canta sin tapujos y nos recuerda que
Sigue siendo
esta Roma muy cercana,
Contradictoria
siempre ¡Tan pagana,
Que el gran
milagro ha sido no cambiarla!
Este, tal vez,
sea el pequeño milagro que contienen estos sonetos, la piedra que Isaías
Rodríguez ha lanzado al aire con la premeditada intención de verla sumergirse
en el Tíber, pero sin el ánimo de variar el recorrido de sus aguas.
PROLOGO
(La pietra e l’acqua)
Scrivere una
poesia è un atto solitario, qualcosa come lanciare una pietra in aria durante
una passeggiata campestre che nessuno, tranne il camminatore, conosce o
comprende. La pietra, ovvio, cade sempre. In molte occasioni cade su terreno
spoglio o fiorito, ma lontano dalla vista. Tuttavia, a volte, la pietra rompe
il riflesso di un fiume o di un laghetto nelle vicinanze.
Nello stesso
modo, il fiume della Storia ha accolto aneddoti in suo seno che, nell’andare a
fondo, hanno illuminato una coreografia di onde espansive. Questi nel loro
trascorrere, hanno finito per influenzare tutti noi, in maggior o minor misura.
Sul Monte Sacro
di Roma, secoli fa, un piccolo aneddoto è caduto in detto fiume. Un altro
ancora che, però, avrebbe esteso le sue ondulazioni fino a raggiungere
dimensioni da leggenda. Nel 1805, un giovane venezuelano pronunciò, in
quell’enclave, il giuramento di rompere le catene con cui, la corona spagnola,
all’epoca, opprimeva i suoi concittadini, oltremare
Si chiamava
Bolívar e la storia
Nel seminar
sul monte quell’altra gloria
La fronte alzò
con una stirpe nascente
Con questa
terzina, si chiude il sonetto che Isaías dedica al Monte Sacro romano,
riscattando dall’oblio le onde con cui quell’aneddoto mise in disordine i
calendari. Per inciso, dalla contemplazione solitaria e introspettiva
dell’autore, nasce un poema che, ugualmente, s’immerge nel fiume della poesia
generando onde di imprevedibile portata. Lasciamole fluire, nel frattempo.
Isaías Rodríguez
è arrivato a Roma anni fa, per dare continuità alla sua lunga attività
diplomatica. Posso, anche, immaginare che il suo soggiorno nella capitale
italiana abbia, inoltre, intensificato il suo sentire poetico, perché ciò che
troviamo in queste pagine non è lo sguardo distratto di chi si trova di
passaggio, bensì l’osservazione sensibile, profonda e solitaria di chi concepisce
la poesia come necessità intima, ma anche come strumento con cui indagare nella
biografia dell’urbe. Per fare un esempio: il medesimo sonetto a cui
corrispondono i versi citati, ci ricorda nel suo inizio un’altra ribellione che
ha cambiato la Storia, quella in cui i plebei romani sono stati protagonisti
sullo stesso Monte Sacro, per essere considerati giudici e parte dei disegni
dell’Impero
Ancor è lì la
collina vicino al fiume
(È lo
stesso luogo dove la plebe
Conquistò la
sua giustizia non così breve
E vi eresse un
tempio per il suo certame)
Un unico sonetto
per unire, dall’intimo, convulsioni sociali separate dai secoli. In realtà il
tempo è un concetto imprescindibile in questa raccolta. Il tempo
inteso come il trascorrere delle lancette dell’orologio, certamente, ma anche
come istante sospeso nelle sue ripercussioni che ancora viviamo, forse, senza
rendercene conto, e ancor più trattandosi di Roma, capitale nel divenire
socioculturale d’Occidente. Il tempo passeggia in questi sonetti riscattando le
ribellioni sociali di Bolívar e dei plebei, ma anche la grandezza artistica di
Michelangelo, gli oltraggi dittatoriali degli imperatori romani, le sfide
filosofiche di Giordano Bruno, perfino stili cinematografici come quelli di
Fellini. Una poetica col desiderio totalizzante, sia rispetto alla città
cantata, sia rispetto ai sentimenti che si annidano nell’animo dell'autore.
Non sembra
casuale che questo volume venga inaugurato con un sonetto dedicato alla Via
Appia, archetipo della strada che la Repubblica romana costruì pietra per
pietra, con l’intento di comprimere il tempo e di avvicinare i popoli. Infatti,
con Via Appia, l’autore ci consegna le chiavi della città per farci
deambulare liberamente attraverso la sua cartografia.
Il viaggio
continua manifestando la magia con cui Roma seduce chi sa guardarla, chi,
immediatamente, si sorprende nel corteggiarla per meglio conoscerla,
indipendentemente dal risultato dell’idillio. Amore a Roma dà
inizio a quel gioco appassionato che trova nel seguente sonetto, Spia a
Roma, uno specchio in cui l’autore e la città, intesa come entità vivente,
sono reciprocamente osservati. L’amore come scacchiera dove identici opposti si
disputano un pezzo di vita. La città e le persone che la popolano e, a volte,
la fanno palpitare
Aveva il color
d’aprile, era bruna pari
La sua pelle
l’avevan dorata gli alveari
La sua luce
era di ombra e luna
Luce meticcia,
come la metropoli stessa, cullata in una mescolanza di secoli e popoli. Ombra e
luna, come la città medesima, imperterrita nella sua grandezza ai bagliori e
penombre che il trascorrere dei secoli le hanno scolpito.
Ci addentriamo
nella Roma dell’autore, in un viaggio che costui ha voluto dall'esterno verso
l’interno. Urbs Aeterna percorre la città in senso inverso a
come lo farebbe qualsiasi turista, estranea alla mancanza di attenzione con cui
questi percorrono le strade con l’unico intento di occupare il loro tempo e la
memoria delle loro fotocamere digitali. Il poeta, sì, è veramente digitale,
perché con le sue dita va accarezzando la città in cerchi concentrici.
Una passeggiata
intima per Roma. Perché una cosa è camminare basiti tra le magniloquenti
vestigia del passato, e altro è farlo con passo lento e meditato, di chi, più
che rimanere abbagliato davanti alla bellezza, si lascia penetrare dalla
medesima sentendo, anche, il freddo che abita gli angoli di ombra.
E giungere, da
fuori, fino al cuore dell’urbe, con la calma cristallina di un fiume. L’acqua,
in questo volume, ha non poca importanza. Così, nel suo avvicinarsi iniziale
alla città, contempliamo il suo calmo incedere sopra gli archi degli
acquedotti. Per questi
L’acqua fu un
linguaggio
L’acqua come
linguaggio, e come veicolo di espressione di questo passeggiare solitario al
quale alludevamo, e in cui il trascorre del tempo, quell’altro torrente,
costruisce la storia
Come esercito
di toschi sconfitto e placato
Gli acquedotti
sostengono solitudini
Che nella
penombra sembrano scempiaggini
Di un tempo
che dal tempo ha disertato
L’acqua come
linguaggio, ma anche come veicolo storico. E il Tevere come flusso minaccioso
con cui il tempo scolpisce la memoria dell’urbe
La presenza dell’acqua
è stata chiave
Ché il tempo
nella memoria fosse trave
E rifletta il
movimento in ogni goccia
Con questo
approccio alla città è ovvio che i sonetti che, in seguito, glosseranno i più
celebri monumenti romani, non abbandoneranno lo spettacolo intimo del sentire
solitario, lontano dal rumore mondano.
Capire una città
è, senza dubbio, viverla. Non viverci, ma viverla nella sua interezza. E la
Roma di Urbs Aeterna è quella di un autore che, immagino, ha
dovuto attraversare un periodo d’immersione nei suoi più intimi sentimenti
verso la città, ancor di più tenendo conto che la forma poetica ch’egli utilizza
per cantarla, è il sonetto. Una composizione perfetta nella sua melodia, quando
concorda, e complessa per la sua ferrea struttura. Legare il sentire lirico
agli endecasillabi del sonetto, alle sue coppie di terzine e di quartine è,
senz’altro, una scommessa rischiosa. Ma per non uscire dall’acqua, qui così
importante, deve essere molto gratificante trovare il modo esatto di nuotare
nella sua corrente senza mettere in disordine il suo flusso. Il lettore, dopo,
leggerà e sentirà la fluidità musicale dei versi, guidati da un ritmo che non
ammette interruzione, e forse porterà a termine la sua lettura senza accorgersi
della complessità della scrittura. Ecco la magia della poesia, nella sua
fluidità.
A questo
proposito, non possiamo ignorare che i sonetti di Urbs Aeterna vanno
contemplati nello specchio della sua traduzione italiana, per ri-conoscersi.
Accostare detta traduzione con fedeltà al sentire poetico e con obbedienza alla
struttura del sonetto, deve essere un arduo lavoro, ma considerato il
risultato, anche molto gratificante.
Sebbene sia
legittimo abbandonarsi al delicato scorrere dei versi, non bisogna trascurare
la complessità che la sua realizzazione implica. Urbs Aeterna è
una raccolta di sonetti che esigerà una seconda e successive
letture. È in queste che comincerà ad emergere l’anima dietro al
verso, il vissuto intimo del poeta, vale a dire ciò che, in fondo, ha forgiato
le correnti che animano il rigoroso canale del sonetto. Ogni opera artistica
che tenta di entrare in immediato contatto con i nostri sensi, cela al suo
interno lo strenuo sforzo del suo creatore, e l’autore di questo volume lo
afferma in più di un’occasione, come nella seconda terzina di San
Pietro in Vincoli
Lì a San
Pietro in Vincoli, qui a Roma,
Michelangelo
collerico sporge la sua chioma
Nella furia
domata del Mosè
Sensazione,
solitudine e creazione, convivono in questi versi che, avvolti nella precisione
della lirica classica, ci regalano una passeggiata molto speciale per Roma.
Come un
metronomo, la precisione del verso marca il flusso di musica acquatica che
presuppone questa passeggiata in una metropoli che coniuga il colto e il
popolare: Roma città aperta. Come un astronomo rima pianeti nelle sue mappe
interstellari, questi versi disegnano la galassia smisurata di un’urbe che
viene dall’ieri e si dirige verso il sempre: Roma, città aperta. Quella Roma di
cui tutti, in misura maggiore o minore, abbiamo notizia. Ora leggendo Urbs
Aeterna è molto probabile che impariamo ad amarla grazie a uno sguardo
nuovo, a una voce che la canta senza inganni e ci ricorda che
Questa Roma
continua ad essere molto vicina
Contraddittoria
sempre, così pagana!
Che il gran
miracolo è stato non cambiarla
Questo, forse, è
il piccolo miracolo contenuto nei suoi versi, la pietra che Isaías ha lanciato
con l’intenzione premeditata di vederla andar giù nel Tevere, ma senza il
proposito di cambiare il corso delle sue acque.
_____
Prólogo a URBS
AETERNA, de Julián Isaías Rodríguez Díaz, Roma, febrero 2018
Versión en italiano de Marcela Filippi Plaza
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