Monday, April 23, 2018

La piedra y el agua (Prólogo a URBS AETERNA)


PABLO CEREZAL

Escribir un poema es un acto solitario, algo parecido a lanzar una piedra al aire durante un paseo campestre que nadie, salvo el paseante, conoce ni comprende. La piedra, obvio, siempre cae. En demasiadas ocasiones lo hace en campo, yerto o florido, pero lejos de la vista. Sin embargo, a veces, la piedra rompe el reflejo de un río o un estanque cercanos.

Igual el río de la Historia, que recibió en su seno anécdotas que, al sumergirse, alumbraron coreografía de ondas expansivas. Estas, en su transcurso, han acabado afectándonos a todos, en mayor o menor medida. 

En el Monte Sacro de Roma, siglos atrás, una pequeña anécdota cayó en dicho río. Una más, pero que expandiría sus ondulaciones hasta alcanzar dimensiones de leyenda. En 1805, un joven venezolano pronunció, en aquel enclave, el juramento de romper las cadenas con las que, por entonces, oprimía la corona española a sus conciudadanos, allende los mares

Se llamaba Bolívar y la historia
Al sembrar en el monte esa otra gloria
Con una estirpe nueva alzó la frente

Con este terceto, cierra el soneto que Isaías Rodríguez dedica al Monte Sacro romano, rescatando del olvido las olas con que aquella anécdota desordenó los calendarios. De paso, de la contemplación solitaria e introspectiva del autor, nace un poema que, igualmente, se sumerge en el río de la poesía generando ondas de imprevisible alcance. Dejémoslas fluir, mientras.

Isaías Rodríguez llegó a Roma hace años, para dar continuidad a su dilatada labor diplomática. Pero puedo imaginar que su estancia en la capital italiana, además, intensificó su sentir poético. Porque lo que hallamos en estas páginas no es la mirada despreocupada del que está de paso, sino la observación sensible, profunda y solitaria de quien concibe la poesía como necesidad íntima, pero también como instrumento con que indagar en la biografía de la urbe. A modo de ejemplo: el mismo soneto al que corresponden los versos citados, nos recuerda en su inicio otra rebelión que también cambió la historia, la que los plebeyos romanos protagonizaron, en el mismo Monte Sacro, para ser considerados juez y parte de los designios del Imperio

Sigue aún en la colina junto al río
(Es el mismo lugar donde la plebe
Conquistó su justicia no tan breve
Y erigió un templo allí a su desafío)

Un único soneto para enlazar, desde lo íntimo, convulsiones sociales separadas por los siglos. Y es que el tiempo es concepto imprescindible en este poemario. El tiempo como transcurrir de las manecillas del reloj, por supuesto, pero también como instante detenido en las repercusiones que aún vivimos tal vez sin darnos cuenta, más tratándose de Roma, capital en el devenir sociocultural de Occidente. El tiempo se pasea por estos sonetos rescatando las rebeldías sociales de Bolívar y los plebeyos, pero también la grandeza artística de Miguel Ángel, las afrentas dictatoriales de los emperadores romanos, los desafíos filosóficos de Giordano Bruno, incluso las maneras cinematográficas de Fellini. Una poética con afán totalizador, con respecto a la ciudad cantada, y a los sentimientos que anidan en el ánima del autor.

No parece casual que se inaugure este volumen con un soneto dedicado a la Via Appia, arquetipo de las calzadas que la República romana construyó, piedra a piedra, con la intención de comprimir el tiempo y acercar a los pueblos. Ya, con este Via Appia, nos entrega el autor las llaves de la ciudad, para que deambulemos libremente por su cartografía.

El viaje continúa desplegando la magia con que Roma enamora a quien sabe mirarla, a quien, de inmediato, se sorprende cortejándola para conocerla mejor, independientemente del resultado del idilio. Amor en Roma sienta las bases de ese juego apasionado que encuentra en el siguiente soneto, Espía en Roma, un espejo en que el autor y la ciudad, entendida como ente vivo, son mutuamente observados. El amor como tablero de ajedrez en que disputan un pedazo de vida idénticos contrarios. La ciudad y las personas que la pueblan y, en ocasiones, la hacen palpitar

Tenía un color de abril, era morena
Su piel la habían tostado las colmenas
Su luz era mestiza: sombra y luna

Luz mestiza, como la propia metrópoli, acunada en mixtura de siglos y pueblos. Sombra y luna, como la propia urbe, impertérrita en su grandeza a los fulgores y penumbras que le ha tallado el transcurso de los siglos.

Nos adentramos en la Roma del autor, en un viaje que este ha querido de afuera hacia dentro. Urbs Aeterna recorre la ciudad en sentido inverso a como lo haría cualquier turista, ajeno a la falta de atención con que estos recorren caminos con la única intención de ocupar su tiempo y las memorias de sus cámaras digitales. El poeta, sí, es verdaderamente digital, ya que con sus dedos va acariciando la ciudad en círculos concéntricos. 

Un paseo íntimo por Roma. Porque una cosa es caminar anonadado entre los grandilocuentes vestigios del pasado, y otra hacerlo con el paso pausado y meditado de quien, más que deslumbrarse ante la belleza, deja penetrarse por la misma sintiendo, también, el frío que habita los rincones de sombra. 

Y llegar, desde las afueras, hasta el corazón de la urbe, con la calma cristalina de un río. El agua, en este volumen, tiene no poca importancia. Así, en el acercamiento inicial a la ciudad, contemplamos su calmo caminar sobre las arcadas de los acueductos. Para estos 

El agua fue un lenguaje

El agua como lenguaje, y como vehículo de expresión de este pasear solitario al que aludimos y en que, el transcurrir del tiempo, ese otro torrente, construye la historia

Como ejércitos toscos derrotados
Los acueductos sostienen soledades
Que en la penumbra parecen nimiedades
De un tiempo que del tiempo ha desertado

El agua como lenguaje, también como vehículo histórico. Y el Tíber como caudal minucioso con que el tiempo esculpe la memoria de la urbe

La presencia del agua ha sido clave
Para que en la memoria el tiempo grabe
Su belleza y su arte en cada gota

Con este acercamiento a la ciudad, es obvio que los sonetos que, después, irán glosando los más renombrados monumentos romanos, no abandonan el espectáculo íntimo del sentir solitario, lejos del mundanal ruido. 

Entender una ciudad es, sin duda, vivirla. No vivir en ella, sino vivirla a ellaY la Roma de Urbs Aeterna es la de un autor que, imagino, ha debido atravesar un período de inmersión en sus más íntimos sentimientos hacia la ciudad, más teniendo en cuenta que la forma poética que utiliza, para cantarla, es la del soneto. Una composición perfecta en su melodía, cuando acierta, pero compleja por lo férreo de su estructura. Ceñir el sentir lírico a los endecasílabos del soneto, a sus parejas de tercetos y cuartetos, a su rima exacta, es, desde luego, una arriesgada apuesta. Pero, por no salir del agua, tan importante aquí, ha de ser harto gratificante encontrar la manera exacta de nadar en su corriente sin desordenarle el cauce. El lector, después, leerá y sentirá la fluidez musical de los versos, llevado por un ritmo que no admite interrupción, y tal vez finalice la lectura sin reparar en la complejidad de la escritura. Ahí la magia de la poesía, en su fluidez.

A este respecto, no podemos obviar, tampoco, que los sonetos de Urbs Aeterna se contemplan en el espejo de su delicada traducción italiana, para re-conocerse. Abordar dicha traducción, con fidelidad al sentir poético y obediencia a la estructura del soneto, ha de ser ardua labor. Pero, a la vista del resultado, también gratificante.

Si bien es legítimo abandonarse al delicado discurrir de los versos, no se debe ignorar la complejidad que su elaboración entraña. Urbs Aeterna es poemario que reclamará segundas y subsiguientes lecturas. En ellas será donde comience a aflorar el alma detrás del verso, la vivencia íntima del poeta, que al fin es la que ha cincelado las corrientes que se animan en el cauce estricto del soneto. Toda obra artística que aborda de manera inmediata nuestros sentidos, esconde en su interior el esfuerzo denodado del creador, y el autor de este volumen lo confirma en más de una ocasión, como en el segundo terceto de San Pietro in Víncoli

Allí en San Pietro in Víncoli, aquí en Roma,
Miguel Ángel colérico se asoma
En la furia domada de Moisés

Sensación, soledad y creación, conviven en estos versos que, ceñidos a la exactitud de la lírica clásica, nos regalan un paseo muy especial por Roma.

Como un metrónomo, la exactitud del verso marca el flujo de música acuática que supone este paseo por una metrópoli que aúna lo culto y lo popular: Roma, ciudad abierta. Como un astrónomo rima planetas en sus mapas interestelares, estos versos dibujan la galaxia de una urbe que viene del ayer y camina hacia el siempre: Roma, ciudad eterna. Esa Roma de la que todos, en mayor o menor medida, tenemos noticia. Ahora, leyendo Urbs Aeterna, es muy probable que aprendamos a amarla gracias a una mirada nueva, a una voz que la canta sin tapujos y nos recuerda que

Sigue siendo esta Roma muy cercana,
Contradictoria siempre ¡Tan pagana,
Que el gran milagro ha sido no cambiarla!

Este, tal vez, sea el pequeño milagro que contienen estos sonetos, la piedra que Isaías Rodríguez ha lanzado al aire con la premeditada intención de verla sumergirse en el Tíber, pero sin el ánimo de variar el recorrido de sus aguas.






                                                                                PROLOGO
                                                                           (La pietra e l’acqua)


Scrivere una poesia è un atto solitario, qualcosa come lanciare una pietra in aria durante una passeggiata campestre che nessuno, tranne il camminatore, conosce o comprende. La pietra, ovvio, cade sempre. In molte occasioni cade su terreno spoglio o fiorito, ma lontano dalla vista. Tuttavia, a volte, la pietra rompe il riflesso di un fiume o di un laghetto nelle vicinanze.

Nello stesso modo, il fiume della Storia ha accolto aneddoti in suo seno che, nell’andare a fondo, hanno illuminato una coreografia di onde espansive. Questi nel loro trascorrere, hanno finito per influenzare tutti noi, in maggior o minor misura.

Sul Monte Sacro di Roma, secoli fa, un piccolo aneddoto è caduto in detto fiume. Un altro ancora che, però, avrebbe esteso le sue ondulazioni fino a raggiungere dimensioni da leggenda. Nel 1805, un giovane venezuelano pronunciò, in quell’enclave, il giuramento di rompere le catene con cui, la corona spagnola, all’epoca, opprimeva i suoi concittadini, oltremare

Si chiamava Bolívar e la storia
Nel seminar sul monte quell’altra gloria
La fronte alzò con una stirpe nascente

Con questa terzina, si chiude il sonetto che Isaías dedica al Monte Sacro romano, riscattando dall’oblio le onde con cui quell’aneddoto mise in disordine i calendari. Per inciso, dalla contemplazione solitaria e introspettiva dell’autore, nasce un poema che, ugualmente, s’immerge nel fiume della poesia generando onde di imprevedibile portata. Lasciamole fluire, nel frattempo.

Isaías Rodríguez è arrivato a Roma anni fa, per dare continuità alla sua lunga attività diplomatica. Posso, anche, immaginare che il suo soggiorno nella capitale italiana abbia, inoltre, intensificato il suo sentire poetico, perché ciò che troviamo in queste pagine non è lo sguardo distratto di chi si trova di passaggio, bensì l’osservazione sensibile, profonda e solitaria di chi concepisce la poesia come necessità intima, ma anche come strumento con cui indagare nella biografia dell’urbe. Per fare un esempio: il medesimo sonetto a cui corrispondono i versi citati, ci ricorda nel suo inizio un’altra ribellione che ha cambiato la Storia, quella in cui i plebei romani sono stati protagonisti sullo stesso Monte Sacro, per essere considerati giudici e parte dei disegni dell’Impero

Ancor è lì la collina vicino al fiume
(È lo stesso luogo dove la plebe
Conquistò la sua giustizia non così breve
E vi eresse un tempio per il suo certame)

Un unico sonetto per unire, dall’intimo, convulsioni sociali separate dai secoli. In realtà il tempo è un concetto imprescindibile in questa raccolta. Il tempo inteso come il trascorrere delle lancette dell’orologio, certamente, ma anche come istante sospeso nelle sue ripercussioni che ancora viviamo, forse, senza rendercene conto, e ancor più trattandosi di Roma, capitale nel divenire socioculturale d’Occidente. Il tempo passeggia in questi sonetti riscattando le ribellioni sociali di Bolívar e dei plebei, ma anche la grandezza artistica di Michelangelo, gli oltraggi dittatoriali degli imperatori romani, le sfide filosofiche di Giordano Bruno, perfino stili cinematografici come quelli di Fellini. Una poetica col desiderio totalizzante, sia rispetto alla città cantata, sia rispetto ai sentimenti che si annidano nell’animo dell'autore.

Non sembra casuale che questo volume venga inaugurato con un sonetto dedicato alla Via Appia, archetipo della strada che la Repubblica romana costruì pietra per pietra, con l’intento di comprimere il tempo e di avvicinare i popoli. Infatti, con Via Appia, l’autore ci consegna le chiavi della città per farci deambulare liberamente attraverso la sua cartografia.

Il viaggio continua manifestando la magia con cui Roma seduce chi sa guardarla, chi, immediatamente, si sorprende nel corteggiarla per meglio conoscerla, indipendentemente dal risultato dell’idillio. Amore a Roma dà inizio a quel gioco appassionato che trova nel seguente sonetto, Spia a Roma, uno specchio in cui l’autore e la città, intesa come entità vivente, sono reciprocamente osservati. L’amore come scacchiera dove identici opposti si disputano un pezzo di vita. La città e le persone che la popolano e, a volte, la fanno palpitare

Aveva il color d’aprile, era bruna pari
La sua pelle l’avevan dorata gli alveari
La sua luce era di ombra e luna

Luce meticcia, come la metropoli stessa, cullata in una mescolanza di secoli e popoli. Ombra e luna, come la città medesima, imperterrita nella sua grandezza ai bagliori e penombre che il trascorrere dei secoli le hanno scolpito.

Ci addentriamo nella Roma dell’autore, in un viaggio che costui ha voluto dall'esterno verso l’interno. Urbs Aeterna percorre la città in senso inverso a come lo farebbe qualsiasi turista, estranea alla mancanza di attenzione con cui questi percorrono le strade con l’unico intento di occupare il loro tempo e la memoria delle loro fotocamere digitali. Il poeta, sì, è veramente digitale, perché con le sue dita va accarezzando la città in cerchi concentrici.

Una passeggiata intima per Roma. Perché una cosa è camminare basiti tra le magniloquenti vestigia del passato, e altro è farlo con passo lento e meditato, di chi, più che rimanere abbagliato davanti alla bellezza, si lascia penetrare dalla medesima sentendo, anche, il freddo che abita gli angoli di ombra. 

E giungere, da fuori, fino al cuore dell’urbe, con la calma cristallina di un fiume. L’acqua, in questo volume, ha non poca importanza. Così, nel suo avvicinarsi iniziale alla città, contempliamo il suo calmo incedere sopra gli archi degli acquedotti. Per questi

L’acqua fu un linguaggio

L’acqua come linguaggio, e come veicolo di espressione di questo passeggiare solitario al quale alludevamo, e in cui il trascorre del tempo, quell’altro torrente, costruisce la storia

Come esercito di toschi sconfitto e placato
Gli acquedotti sostengono solitudini
Che nella penombra sembrano scempiaggini
Di un tempo che dal tempo ha disertato

L’acqua come linguaggio, ma anche come veicolo storico. E il Tevere come flusso minaccioso con cui il tempo scolpisce la memoria dell’urbe

La presenza dell’acqua è stata chiave 
Ché il tempo nella memoria fosse trave
E rifletta il movimento in ogni goccia

Con questo approccio alla città è ovvio che i sonetti che, in seguito, glosseranno i più celebri monumenti romani, non abbandoneranno lo spettacolo intimo del sentire solitario, lontano dal rumore mondano.

Capire una città è, senza dubbio, viverla. Non viverci, ma viverla nella sua interezza. E la Roma di Urbs Aeterna è quella di un autore che, immagino, ha dovuto attraversare un periodo d’immersione nei suoi più intimi sentimenti verso la città, ancor di più tenendo conto che la forma poetica ch’egli utilizza per cantarla, è il sonetto. Una composizione perfetta nella sua melodia, quando concorda, e complessa per la sua ferrea struttura. Legare il sentire lirico agli endecasillabi del sonetto, alle sue coppie di terzine e di quartine è, senz’altro, una scommessa rischiosa. Ma per non uscire dall’acqua, qui così importante, deve essere molto gratificante trovare il modo esatto di nuotare nella sua corrente senza mettere in disordine il suo flusso. Il lettore, dopo, leggerà e sentirà la fluidità musicale dei versi, guidati da un ritmo che non ammette interruzione, e forse porterà a termine la sua lettura senza accorgersi della complessità della scrittura. Ecco la magia della poesia, nella sua fluidità.

A questo proposito, non possiamo ignorare che i sonetti di Urbs Aeterna vanno contemplati nello specchio della sua traduzione italiana, per ri-conoscersi. Accostare detta traduzione con fedeltà al sentire poetico e con obbedienza alla struttura del sonetto, deve essere un arduo lavoro, ma considerato il risultato, anche molto gratificante.

Sebbene sia legittimo abbandonarsi al delicato scorrere dei versi, non bisogna trascurare la complessità che la sua realizzazione implica. Urbs Aeterna è una raccolta di sonetti che esigerà una seconda e successive letture. È in queste che comincerà ad emergere l’anima dietro al verso, il vissuto intimo del poeta, vale a dire ciò che, in fondo, ha forgiato le correnti che animano il rigoroso canale del sonetto. Ogni opera artistica che tenta di entrare in immediato contatto con i nostri sensi, cela al suo interno lo strenuo sforzo del suo creatore, e l’autore di questo volume lo afferma in più di un’occasione, come nella seconda terzina di San Pietro in Vincoli

Lì a San Pietro in Vincoli, qui a Roma,
Michelangelo collerico sporge la sua chioma
Nella furia domata del Mosè

Sensazione, solitudine e creazione, convivono in questi versi che, avvolti nella precisione della lirica classica, ci regalano una passeggiata molto speciale per Roma.

Come un metronomo, la precisione del verso marca il flusso di musica acquatica che presuppone questa passeggiata in una metropoli che coniuga il colto e il popolare: Roma città aperta. Come un astronomo rima pianeti nelle sue mappe interstellari, questi versi disegnano la galassia smisurata di un’urbe che viene dall’ieri e si dirige verso il sempre: Roma, città aperta. Quella Roma di cui tutti, in misura maggiore o minore, abbiamo notizia. Ora leggendo Urbs Aeterna è molto probabile che impariamo ad amarla grazie a uno sguardo nuovo, a una voce che la canta senza inganni e ci ricorda che

Questa Roma continua ad essere molto vicina
Contraddittoria sempre, così pagana!
Che il gran miracolo è stato non cambiarla

Questo, forse, è il piccolo miracolo contenuto nei suoi versi, la pietra che Isaías ha lanciato con l’intenzione premeditata di vederla andar giù nel Tevere, ma senza il proposito di cambiare il corso delle sue acque.

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Prólogo a URBS AETERNA, de Julián Isaías Rodríguez Díaz, Roma, febrero 2018

Versión en italiano de Marcela Filippi Plaza


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