Saturday, June 24, 2023

Zeus rabioso


DANIEL MOCHER

 

Sepia fría con mayonesa y ralladura de lima, tosta de sardinas y unas alcachofas que quitan el sentido. Cerveza Turia, buen vino blanco de Mallorca, Quíbia, con uvas autóctonas de Felanitx. Chuletitas de cordero para Elena y pargo con verduras para mí. Sobre el postre dejamos caer los sueños de futuro como si fueran azúcar glasé. Baileys con hielo para la señora, Glenrothes para el caballero. Conversamos sobre un posible cambio de casa, una decisión trascendental, encrucijada de la vida. Queremos algo mejor para los niños, hay miedo y reticencias por lo que ansiamos dejar y por lo que pueda venir.

Somos un poco más viejos, tenemos más heridas. Hasta los caracoles se cansan de ir siempre con la casa a cuestas, el aire también quisiera echar raíces, de ahí su insistencia en horadar espesuras, su caricia sexual sobre las hojas y los cuerpos. A veces me dicen que parezco cansado, que si he pasado una mala noche, el insomnio, la migraña, pero es solo tristeza, i’ve got the blues, el peso del universo doblándome la espalda, constelaciones quebradas arañando mis ojos, saber que todavía no encontré nuestro lugar y quedan cada vez menos opciones. Merman ganas y fuerzas, ingenio, inspiración.

 

Hablar con confianza es peligroso también, es como tomar una tabla ouija para invocar espíritus. Tarde o temprano viene alguno de ellos para asustarnos con su palidez victoriana o hace presencia una extraña sensación gótica que nadie puede explicar. Se apagan las velas, quién las sopló, relámpagos, todo se ha enturbiado y algo nos lleva a una estancia lúgubre y fría, a un tiempo revuelto, no lineal, donde una hija, freudiana, mata con saña al padre. Metafóricamente la estocada, el daño fue bien real, irreparable. Pasarán los años y el pobre diablo volverá a sonreír, sin duda, y qué valor entonces el de esa sonrisa desdentada. El padre se refugiará en la familia que le queda, en los hijos que todavía no han desenvainado la espada, pero hay un miembro fantasma que le duele, cercenado. El talón de Aquiles queda desnudo y claramente expuesto, especialmente, para los que vienen detrás, en certera expresión de  Sánchez-Ostiz, royéndonos los zancajos, por lo general nuestros queridos vástagos. Tu quoque, Brute, fili mi?

 

Como somos muy básicos, el consuelo es el de siempre, larga vida al rock and roll, AC/DC a todo trapo, óleos sobre lienzo, aromas de tinta y papel, versos, vasos, destilados, floresta y pajarerías. Será el chablis adormidera amable, un poco de gruyère, la amante, la esposa, la amiga, la que salva y destruye con su sexo, esa pequeña y deliciosa muerte, también el juego con los niños, no solo de pan vive el hombre, la pequeña bebé en brazos y su efecto sedoanalgésico, opiáceo.

 

En la olla reposan los calamares encebollados mientras termina de cocerse el arroz blanco. Algunos textos ferrufinos alternados con otros textos cerezales, Madrid-Cochabamba a mano por aquello de no andar solo en las malas. Y el recuerdo de Pasaia Donibane, canciones marineras y acordeones, los amigos de Errenteria, la librería Noski!, la elegante Hondarribia y su asador Abarka, el castillo observatorio de Hendaya y ese viaje casi místico por la costa, hasta san Juan de Luz. Txakoli y sidra en el maletero para el viaje de vuelta y sobre el regazo, bien sujetas que vienen cuevas, unas baguettes francesas con queso y jamón dulce.

 

Soy fiel y retorno siempre a lo que alguna vez me pellizcó el corazón para hacerme sentir vivo. No vamos a regresar empecinados solamente a los errores que condicionaron sin remedio nuestra existencia. Me apoyo en esos instantes pasados que no fueron porque lograron que me olvidara de mí y de las circunstancias que suelen ser adversas a poco que uno sea un niño ingenuo y curioso entrando libre y solo en la boca de lobo que es el mundo adulto. Hay cosas que borraría y otras que quisiera cambiar. Sé que no es posible y hay que vivir con ello. Y tratar de repararlo. Todos somos Sísifo, yo sería con gusto el humilde aprendiz de aquellos que extenuados, rotos, se detienen un momento a disfrutar del paisaje antes de volver a bajar la montaña para cargar nuevamente su piedra. Y escuchar como un grato rumor lejano, dulce melodía de cítara, a Zeus rabioso y derrotado rasgarse las vestiduras.

 

Imagen: Ánfora griega con la representación de Zeus.

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De LOS PROPIOS PASOS, blog personal del autor, 22/06/2023

Wednesday, June 21, 2023

Escribir respirando humo de nogal


JORGE MUZAM

 

Amanecer de martes 23 de agosto de 2022. Brisa fría. Aromos en flor. Estreno de tordos sobre los ciruelos. Nubes altas disuadiendo el hielo matinal de este epílogo invernal en el valle de Alico.

La chimenea se ha cubierto de hollín. El puelche furioso parece haberle bajado el sombrero. Encender fuego involucra tragar humo y que la casa misma quede envuelta en sepia azuloso, en ondillas de humo que permanecen estáticas a media altura.

Días sin escribir de manera sistemática, como payaso pugilista de Buffet que baja la guardia por falta de voluntad, recibiendo de vuelta una andanada de charchazos arteros. La vida no tiene conmiseración con los flancos abiertos. 

Mate cocido, pan blanco horneado por Romina, mermelada de mora recolectada por mis propias manos. La estufa apenas enciende. Le introduzco varillas del nogal derribado por el viento. Será el combustible proponderante hasta que el calor primaveral haga innecesario volver a encenderla. 

Escucho a Rachel Willis-Sorensen cantando Non mi dir, de  Don Giovanni. Me lo sugiere el algoritmo de Spotify que infiere mi predilección por la ópera. Pero mi encantamiento se estropea pronto por la estridencia irrespetuosa de los continuos comerciales. Dejo los audífonos a un lado. Esa basura mercantilista asesina a Mozart, y de una forma poco ortodoxa, también guillotina mi paciencia.

Abro Gente, años, vida de Ehrenburg. Dos mil páginas de memorias. Avanzo lentamente porque lo retomo con días o semanas de intermitencia, pero es de los pocos libros que sigo leyendo con entusiasta fidelidad. Quizá porque su voz me resulta necesaria. Su claridad. Su lucidez. Incluso el colorido de su narración. La desdramatización de la nostalgia. La historia misma del siglo XX que puedo palpar a través de sus letras. Ya conocí a Lenin, a Tolstoi, observé sus miradas, sus levitas, sus zapatos, recorrí sus escritorios, los vi bebiendo cerveza, escuché el timbre de sus voces, aprecié gestos de humanidad que nadie más captó o dejó constancia para la posteridad. Y así a muchos otros. Balmont, el incombustible Balmont, el irrepetible Balmont. Los poetas herederos rusos gastando dinero en los casinos de Niza hasta convertirse en indigentes, los poetas deslumbrados con la arquitectura de Ragusa, los poetas kamikazes que inflamaron sus pechos con los tamborileos de la revolución, que murieron de bala súbita, incongruencia ideológica o pura decepción y que fueron olvidados por el resto de la historia, pero no por el memorioso Iliá. 


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De CUADERNOS DE LA IRA, blog del autor, 23/06/2023

Monday, June 19, 2023

ENTREVISTA A MIGUEL SÁNCHEZ-OSTIZ: TODO DEPENDE DEL MODO EN QUE MIRAMOS


DANIEL MOCHER

 

Es autor de las novelas Los papeles del ilusionista (1982), El pasaje de la luna (1984, 2013), Tánger Bar (1984) La quinta del americano (1987), La gran ilusión (1989), Premio Euskadi de Literatura y Premio Herralde de novela, Las pirañas (1992), El santo al cielo (Pamiela, 1995), Un infierno en el jardín (1995), La caja china (1996), No existe tal lugar (1997), Premio Nacional de la Crítica, La flecha del miedo (2000), El corazón de la niebla (2001), En Bayona, bajo los porches (2002),Última estación, Pamplona (Pamiela, 2002), La nave de Baco (2004), El piloto de la muerte (2005), La calavera de Robinson (2006), Cornejas de Bucarest (Pamiela, 2010) Zarabanda (Pamiela, 2011), El Escarmiento (Pamiela, 2013), El pasaje de la luna (Pamiela, 2013), Perorata del insensato (Pamiela, 2015), El Botín (Pamiela, 2015), Rumbo a no sé dónde (Pamiela, 2017) y Diablada (Pamiela, 2018).

En el año 2000, Pamiela publicó toda su obra poética hasta esa fecha con el título La marca del cuadrante (Poesía, 1979-1999). El libro Fingimientos y desarraigos (2001-2017) reúne su poesía posterior. En 2019 publicamos un nuevo volumen de poesía: El piano de Hölderlin. De sus muchos estudios y trabajos barojianos, Pamiela ha publicado Tiempos de tormenta (Pio Baroja, 1936-1940) (Pamiela, 2007).

Un año después de la muerte de quien, como el propio Sánchez-Ostiz, fuera premio Príncipe de Viana, publicó Lectura de Pablo Antoñana (Pamiela, 2010).

Entre sus muchos libros misceláneos hay que destacar las crónicas de viajes La isla de Juan Fernández (2005), Peatón de Madrid (2003) y Cuaderno Boliviano (2008), así como una serie de diarios y dietarios que se comenzaron a publicar en Pamiela en el año 1986 como La negra provincia de Flaubert (1986), MundinoviGaceta de pasos perdidos (1987), Correo de otra parte (1993) y El árbol del cuco (1994), a los que siguieron La casa del rojo (2002), Liquidación por derribo (2004), Sin tiempo que perder (2009), Vivir de buena gana (2011), Idas y venidas (Pamiela, 2012), El asco indecible (Pamiela, 2013), Con las cartas marcadas (Pamiela, 2014), La sombra del Escarmiento 1936-2014 (Pamiela, 2014), A trancas y barrancas (Pamiela, 2015), Diario volátil (Pamiela, 2018), A cierta edad (Breviario para baldados) (Pamiela, 2019), Breves del desconcierto (Pamiela, 2020) y Moriremos nosotros también (Pamiela, 2021).

Miguel Sánchez-Ostiz es una de las voces más personales e ineludibles de los últimos cuarenta años en la literatura española. Poco antes de aparecer El tranvía fantasma (2023) sufre un ictus del que todavía anda recuperándose. Conscientes del esfuerzo y de la dificultad añadida que supone contestar esta entrevista mientras sigue convaleciente, queremos agradecer al autor su gran generosidad e invitar a los lectores a disfrutar de su obra más reciente, magistral como tantas de las otras que nos ha regalado hasta la fecha. Esperamos, de todo corazón, que en el futuro más cercano podamos disfrutar de muchos más desbarres de este autor imprescindible.

Una de las citas que abren el libro dice: «¿Qué se puede escribir? Sobre todo, porque de todas maneras no es verdad lo que se escribe sobre nadie. Da igual que se escriba con mucha autenticidad la verdad sobre alguien o que se crea hacerlo, en cualquier caso, será radicalmente falso. Al fin y al cabo, se trata solo de la visión de uno, en el estado de ánimo en que escribe.» Thomas Bernhard. ¿Con qué estado de ánimo has escrito esta obra? ¿También tienes la sensación de que aquí, como en Las pirañas, te has quedado corto?

Sí, pero eso tiene arreglo. Ya tengo otro desbarre en marcha.

En el “aviso inútil” que inicia el libro a modo de prefacio, afirmas que “este es un artefacto narrativo por completo en clave de desbarre y tarantela de máscaras y guiñoles”. También en las primeras páginas apuntas que durante la escritura de El tranvía fantasma vuelves a Guignol’s Band, de Louis-Ferdinand Céline, “que ahora mismo leo de muy aplicada manera, como los curas el breviario”. ¿Por qué artefacto narrativo y no novela? ¿Qué influencia tiene Céline y su ametralladora prosa en El tranvía fantasma?

Directa creo que ninguna, indirecta mucha, sobre todo al tour de force del lenguaje sobre el que se sostiene mi sucesión de relatos, pero en este libro yo veo la influencia de Torrrente Ballester y del irlandés Flann O’Brien, del lenguaje que sostiene este desbarre, más que artefacto prefiero desbarre en la tercera acepción que da la Rae.

¿Por qué es El tranvía fantasma un libro testamentario?

Porque toca rincones de mi memoria que preferiría no volver a frecuentar.

Tu tranvía traspasa sin dificultades todas las fronteras que encuentra en su trayecto: el tiempo y el espacio, lo real y lo imaginario, la vida y la muerte… Biargieta, Madrid, Torresmotzas del Baruglio, Paris, Valparaíso; el café de los Desamparados, el cabaret I Gobbi, un tranvía fantasma; pasado, presente y futuro entreverados; el narrador ya no sabe si está vivo o muerto… esta manera de hacer memoria, onírica, alucinada, en ocasiones esperpéntica y goyesca, ¿es la forma más veraz, paradójicamente, de hurgar en las entretelas del ser humano?

Ese viaje a través del tiempo y del espacio está en Eliot, citado en el aviso inútil que abre este libro.

El caso Alsasua, el encarcelamiento en Polonia del reportero Pablo González, inmigrantes que mueren en el Mediterráneo, la guerra de Ucrania, la memoria histórica. Son temas recurrentes en tus artículos, en tu blog y en tu obra literaria. También aparecen en este Tranvía. ¿Vivir emboscado, apartado, como tú has querido vivir estos últimos en el medio rural, no es óbice para mantener un ojo crítico siempre enfocado a la actualidad de un mundo que tiene más codicia que alma?

Esa realidad es para mí ineludible. Lo fue en mis artículos de prensa y en mis breviarios.

¿Qué función cumplen los grabados, de Jacques Callot y Tiépolo, entre otros, y las fotografías que ilustran esta obra?

No son meras ilustraciones, sino que guardan una estrecha relación con el texto, en algún caso, muy evidente, lo provocaron o de ellos se habla.

“La memoria está llena de zaborra que parece como que tiene gracia, pero en ese pozo sin fondo (a poca imaginación que tengas), no hay más que cieno”. Ante este recuento de errores, de compañías tan poco recomendables que salieron muy caras, ¿recordar es flagelarse, un modo de expiación o ambas cosas?

A veces. Todo depende del modo en que miramos o del humor con que nos asomamos al espejo, sea el de vidrio o el de papel y tinta.

Algunos de los individuos que transitan por las páginas del tranvía padecen el síndrome de Korsakoff, otros lo impostan como medida “higiénica y saludable”. ¿No recordar el fracaso de la vida en balde, ser tontos felices, es lo poco que puede hacer esta caterva de perdidos para soportar la sordidez de sus vidas, este “desbarre crepuscular que huele a pólvora quemada”?

El refugio de la vida imaginaria presente, pasada y futura.

El narrador, ese Capitano della Valle Inferna, no deja títere, o guiñol, con cabeza; tiene munición para todos pero nunca reparte estopa desde el púlpito de la autocomplacencia, chapotea, y así llega a reconocerlo, en el mismo cieno que los demás personajes. ¿Es esta una marca de autor que aparece en gran parte de tu producción literaria?

En la picota cabemos todos, lo contrario es un abuso. A mí no me queda más remedio que reconocerme en alguno de esos muñecos de Guiñol.

Asesinatos, suicidios, desapariciones, alguno que cae reventado de tanta cocaína… muere hasta el apuntador y el que no está muerto se lo hace. Todos suben y bajan del tranvía fantasma. Aparecen personajes que ya pasaron por otros de tus libros. ¿Es este un aquelarre de canallas? ¿Polifonía de ultratumba, memorial fantasmagórico, último ajuste de cuentas, duelo de honor entre nieblas de recuerdos vagos cuando ya se va teniendo un pie en el estribo?

Pues sí, me gusta eso de akelarre. Lo voy a utilizar, pero gamberros más que canallas, en la línea de I vitelloni de Fellini.

¿Qué podemos esperar de Miguel Sánchez-Ostiz a partir de ahora si “queda cerrado el camino del desbarre de la memoria”?

Por el momento más adelante ya veremos.

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De revista PURGANTE, 19/06/2023

Sunday, June 18, 2023

Javier Tomeo: trayectoria y mundo literario


RAMÓN ACÍN

 

1.- Tomeo, corredor de  fondo.

Acotar definitivamente los cimientos (e incluso, las temáticas, precisando sus manantiales) que habitan en el mundo literario de las casi cincuenta obras de Javier Tomeo no es tarea fácil. Su condición en las letras españolas de outsider, marginal, extraño, raro, insólito o inclasificable (que tanto le gustaba y que incluso tanto proyectó en varias de sus declaraciones) escoran su trayectoria todavía hoy tras su fallecimiento (9 de septiembre, 1932, Quicena, Huesca/22 de junio, 2013, Barcelona). Una trayectoria amojonada casi siempre por protagonistas anómalos y tendentes a la soledad. Protagonistas que, además, viven gustosos en el silencio de la incomunicación mientras vagabundean por espacios oclusos dando rienda suelta, mediante una verborrea monologueante o de falso diálogo, al hechizo del vuelo imaginativo que, por lo común, al final casa con una necesidad reflexiva. Pues, a la postre, acaban siendo siempre protagonistas que navegan con resignación escéptica al concebir la vida como algo ilusorio. Y lo que es más inquietante de todo: tanto los personajes y los espacios como las situaciones narradas caminan y suceden dentro de una atmósfera de aparente normalidad. A la postre, cimientos y temáticas que en absoluto concordaban con las líneas hegemónicas de la literatura de su época, la creada por la denominada “generación del medio siglo”, en exceso abonada al esquematismo del realismo social. Pero sí que, en algo, se asemejaban a la de aquellos otros autores que, en los márgenes de la literatura española de la mitad del siglo XX, caminaron desprovistos de la necesaria atención crítica. Por todo ello, pese a la específica singularidad adjudica a Javier Tomeo, éste debe ser ubicado entre los autores disidentes de la época; es decir, entre los opuestos al realismo social dominante o, cuando menos, entre aquellos de silencioso caminar creativo, paralelos pero muy distanciados de la línea creativa entonces mayoritaria (significativo es que la segunda novela de Tomeo, Ceguera al azul, viera la luz en 1969 dentro de la colección “Galería de los no premiados” de Ediciones Picazo). 

 

Javier Tomeo fue por tanto un autor rupturista frente a la estética imperante en la España de mediados del XX o, como mínimo, posible formante de una postura antirrealista como tantas veces el mismo apuntó (“ En los primeros tiempos de mi quehacer literario no se admitían evasiones y mis primeras novelas, que nunca se llegaron a publicar y sobre las que se proyectaba claramente la sombra de Kafka, se consideraron poco menos que deserciones al compromiso tácito de oposición indirecta al régimen”. “Cuando recorrí las primeras editoriales con mis originales bajo el brazo estaba de moda el realismo objetivo. Los editores me miraban como un bicho raro, como una víctima de Kafka”. Rolde, 44-45).  Es verdad, sus novelas se asientan en esquemas de espejos convexos frente a los espejos ordinarios y planos utilizados por los coetáneos escritores realistas. Una postura la suya, rendida a la extrañeza y al absurdo, provenga ésta de veneros kafkianos como Tomeo manifestó en varias de sus entrevistas o que, simplemente, sea debida a una connotación ocasional como apuntó en su día Pacual Maisterra en Teleexpress al glosar Ceguera al azul (“Compañeros del oficio de leer y comentar abundaron unánimes en el ambiente irreal, intimista y kafkiano de aquel libro con la peculiaridad, para quienes conocíamos al autor, de constarnos que, por aquel entonces, Javier Tomeo nada había leído del onírico escritor de Praga”). Y postura que además no impidió tampoco la presencia de otros tintes visionarios y hasta fantasiosos. Por eso, dan en el clavo, entre otros estudiosos, tanto José Luis Calvo Carilla al hablar de La mirada expresionista: novela española del siglo XX (2005) y adjudicar en ella un sitial a Tomeo, como Santos Sanz Villanueva al indagar y centrar la postura creativa de Tomeo en línea con el círculo amistoso del autor por aquel entonces aún en ciernes (2015, La obra narrativa de Javier Tomeo 1932-2103. Calvo Carilla, ed.), atendiendo bien a la perspectiva literaria (Antonio Beneyto, Antonio Fernández Molina, entre otros compañeros de viaje) o bien recalando en el círculo íntimo y propiamente personal del aragonés. En especial, Ramón Riera Calvet o, tal vez, simplemente Ramoncito, algo más que una excusa de alter ego al servir, como mínimo, de interlocutor y antagonista, y cuya presencia además lleva directamente a la vivencia de lo disparatado y al mundo animal (Conversaciones con mi amigo Ramón).

 

En Tomeo, además, ni siquiera en la infancia y sus paraísos perdidos, como sucede en otros escritores, se encuentra luz para el tan peculiar y tan personal cimiento (y sus temáticas) de su narrativa. Pues, a pesar de la vivencia rural del escritor durante sus primeros años de vida (por más señas una vivencia también bélica, dado que Quicena fue, de 1936 a 1938, línea de frente durante el cerco republicano a la ciudad de Huesca), ésta apenas asoma en sus páginas y si lo hace es de forma tan tangencial o tan difuminada que pasa del todo desapercibida. Tal vez, porque acabada la guerra civil, la familia del autor abandonó aquel mundo rural para establecerse en una Barcelona sin duda deslumbrante para un muchacho de tan corta edad (¿quicio temático de  la soledad para las novelas de Tomeo donde ésta, junto con el aislamiento y la incomunicación entre las multitudes urbanas, se encima frente a la relación y comunicación continuas del espacio rural?).  Sin duda, un cambio de espacio vital que bien pudo desdibujar el paisaje de los orígenes de Tomeo narrador. Un cambio que, por si fuera poco, contó posteriormente con otros añadidos interesantes. Entre ellos, la influencia de su padrino literario, Julio Manegat, en aquellas fechas consagrado novelista y crítico literario, que además de consejo permanente se tornó directriz muy concreta en sus primeros pasos como escritor literario (“... mostré a un amigo algo que había escrito. Me dijo: eso, poco más o menos (y por supuesto mucho mejor) ya lo escribió Pereda hace cien años. Comprendí que tenía razón. Y busqué por primera vez nuevos caminos de expresión literaria”. Rolde, 44-45.), ahogando para siempre el posible novelar de mundo rural con sus tintes incluso dramáticos donde Tomeo recogía, al parecer, vivencias propias. Por eso, en alguna ocasión he escrito, al calor de sus palabras en conversaciones o entrevistas, que sólo algo de su enorme querencia por el mundo animal (buitres en  los muladares, el canto del grillo, los trinos de los pájaros, el zureo de las palomas... visibles en sus novelas como telón de fondo, amén de otros “ruidos” igual de claves como el gotear de la lluvia, por ejemplo) y por el mundo de la naturaleza (basta leer Los reyes del huerto) podría  provenir del influjo de “sus recuerdos o correrías infantiles, por lo general a la sombra del montículo de La Cobertera y del viejo castillo de Montearagón” en el entorno de su Quicena natal. Pero apenas poco más, porque tanto los manantiales profundos, como los ocasionales deben buscarse en otros bebederos. Especialmente en obras de terminología científica (Dioscórides renovado o Diccionario de botánica del químico, botánico, profesor y militar Pio Font Quer), en autores clásicos  como Claudio Elieano, Plinio,  Aristóteles..., en obras divulgativas de temática diversa, en enciclopedias y en libros raros (véanse las ilustraciones que, por ejemplo, acompañan a los tres textos que en 1972 Tomeo publicó en  la revista Camp de l´arpa, procedentes de Specula Physico-Mathematica-Histórica notabilium ac mirabilium Sciendorum, in qua Mundi mirabilis Oeconomia de Joannis Zahn (Norimberga, Lochner, MDCXCVI), sus  auténticos “libros-herramienta”.

 

No obstante,  por la  temática de lo inverosímil, del absurdo, de los deseos insatisfechos o por ese escarbar existencial tan de Tomeo, parece que su narrativa también tiene contacto con ciertos autores que practicaron todos o algunos de los filones citados. Los casos de Valle-Inclán, utilizadísimo por el aragonés como precedente personal para explicar la función deformante del espejo en su novelas, de Kafka a tenor de sus confesiones en varias entrevistas, de Goya y sus pinturas o de Buñuel y sus películas, ambos dos distorsionadores de la realidad y con querencia hacia lo monstruoso, quienes  aparecen siempre en el imaginario de sus puntualizaciones a la hora de explicar su trayectoria como creador (“Me siento plenamente identificado con las películas de Buñuel. En ellas hay una exposición desmesurada, una deformación de la realidad, una cierta crueldad y, al mismo tiempo, una gran ternura. También se encuentra todo esto en Goya...” confesó en septiembre de 1989 en el Periódico de Catalunya). Tal vez, posiblemente, la presencia de Hanke, porque, cuando menos, manifestó su admiración por él (remito a su artículo “Reacciones en cortocircuito” dentro del significativo apartado “Mis lecturas” del suplemento Babelia. El País, febrero de 1996). Un listado que podría seguir engordando si se acepta el rastreo de influencias aportadas por los estudiosos de Tomeo.  

 

Frente a esta ausencia de asideros en la infancia, sí que tienen importancia, sin embargo, otros aspectos de su biografía como, por ejemplo, los estudios de Criminología que Tomeo cursó en la Universidad de Barcelona, donde tuvo a Sarró como profesor, el único discípulo español de Sigmund Freud, padre del psicoanálisis, quien para Tomeo narrador es una continua referencia durante los primeros años de triunfo a la hora de trabar la defensa de sus novelas  (el yo y el ello, frente al super yo tantas veces citados). Además, la biología criminal, la psiquiatría forense y demás materias de la criminología (con Lombroso y Ferri, entre otros estudiosos de las motivaciones de la conducta humana) son, en buena medida, parte del rescoldo que circunda y da volumen a unos personajes tocados casi siempre por la deformidad física y, sobre todo y de manera especial, arropados por la anormalidad psíquica o moral (“La criminología no se preocupa por el delito, sino por el delincuente... Fue aquel un modo de enriquecerme estudiando las motivaciones más profundas de la conducta humana, que no sólo es consecuencia de unos factores externos, exógenos, sino también endógenos, internos, de difícil localización. Durante aquellos dos años conocí a mis primeros psicópatas caminando con aire inofensivo entre la multitud. Y vi que había muchos más de los que pensaba. La franja de las psicopatías, en realidad es muy amplia, linda con una parte con la normalidad (con lo que entendemos por normalidad) y se prolonga, por el otro extremo, hasta confundirse con la locura. Y constituye un recurso de gran valor...” Rolde, 44-45). De ahí que los personajes de Tomeo no sean personajes enfermos con la locura como enseña, si no personajes que se apartan de lo convencional o admitido socialmente como lo normal, o  personajes que reaccionan de forma inhabitual (el ello freudiano, lo inconsciente, lo atávico, las fuerzas oscuras que no todo el mundo acierta a reprimir) lindando con lo monstruoso y, a la vez, personajes a los que también suelen acompañar ciertas anomalías físicas, enmascarando en parte sus deformidades más profundas.

 

Asimismo en un rastreo biográfico adquiere bastante importancia para su carrera de fondo el ya citado apadrinamiento de Julio Manegat, quien además de enfilar la andadura del aragonés y de prestarle otros apoyos (relatos breves de Tomeo publicados en el periódico El Noticiero Universal, de Barcelona) formó parte, junto al también crítico aragonés Juan Ramón Masoliver, del Premio “Ciudad de Barbastro” (1971), el único premio comercial (todo un espaldarazo en su incipiente carrera) obtenido por Tomeo con su tercera novela El Unicornio. Y, por supuesto posee una importancia similar otro de los sostenes claves del aragonés: el escritor Tomás Salvador quien publicó su primera obra, El cazador (1967), en Ediciones Marte por él dirigida, insuflando el aliento necesario para continuar una trayectoria tan al margen, peculiar y poco atendida por críticos y lectores.

 

No obstante, pese a los apoyos citados, parece bastante lógico que, dada la temática utilizada por Tomeo, su carrera literaria se caracterizase en sus inicios por un caminar lento y casi guadianesco (a los 50 años había publicado sólo seis novelas). Pero también que, junto a esa lentitud y a la tardía aparición “real” en el panorama literario (con 36 años), es claro que Tomeo estaba en posesión de un rodaje y de un aprendizaje previo y muy variado que delinearon en gran medida su conseguida narrativa posterior. Antes de El cazador, Tomeo había transitado el territorio de la literatura más popular, puesto que, desde el fin de la década de los cincuenta, se dedicó a escribir, bajo seudónimos como Frank Keller, pequeñas novelas destinadas al gran público que se vendían en los quioscos. Sin olvidar tampoco que ejerció la traducción para la editorial Marte. Y que, asimismo de forma ocasional, también publicó en periódicos como lo atestiguan sus declaraciones (Antón Castro. El día de Aragón, Abril 1988) crónicas deportivas o de reportajes sentimentales enviadas al periódico La nueva España de Huesca, en su tierra natal. Pero sobre todo lo que parece más decisivo reside en la publicación de algún que otro ensayo divulgativo. En particular, La brujería y superstición en Cataluña (1963) junto a José María Estadella. Al menos por el interés que suscita la presencia temática en los bestiarios y su mixturas antropomorfas, y, también, en el conjunto de su trayectoria narrativa, tan propicia a la deformidad, la marginalia y la rareza, desempeñadas o portadas por sus personajes. Son estos elementos, sin duda aparentemente circunstanciales, mojones precisos para su formación como escritor. Mojones que, en parte, además, permiten atisbar alguno de los elementos esenciales del particular universo narrativo del oscense, a la vez que posibilitan por lo trabajado del lenguaje la aceptación definitiva por un público lector.  Aceptación, que se produce, no olvidarlo, en una época entregada a las prisas y a la brevedad, dos aspectos muy concordantes tanto con el espíritu del momento editor del último tercio del siglo XX, como con la extensión (o con la tendencia a la fragmentación) de bastantes de sus obras, pues los libros de relatos, de microrrelatos y bestiarios conforman casi el tercio de su producción creativa, algo que se une también a la brevedad de su novelas,

 

Por otra parte, ante la lenta y tardía incorporación de Tomeo al panorama literario español, también debe tenerse en cuenta que los años en los que intenta ser escritor (finales de los 60 y comienzos de los 70) no fueron tiempos de bonanza en España, ni desde la perspectiva literaria ni desde la social. En especial, para alguien que se alejaba de lo aconsejable y admitido, amaba el absurdo, tendía a la parábola (“si por parábola se entiende una alegoría prolongada para explicar la realidad” como confesó a Miguel Dalmau en ABC, octubre de 1987) y el símbolo o, entre otros aspectos más, se empecinaba en perseguir una especie de surrealismo buñueliano cuando la vida andaba muy revuelta y la acción primaba frente a cualquier otra posible vía de conocimiento de la vida a través del arte. La atención del parco público lector de la época ante tal situación era casi del todo imposible. Por eso El cazador apenas levantó un par de breves comentarios (Telexpress y Noticiero Universal, este último en la pluma de Manegat), circunstancia que se repitió con Ceguera al azul dos años después a pesar de ser acogida por revistas de peso como Ínsula o La Estafeta literaria y en algún periódico de alcance. El reconocimiento de Tomeo tuvo que esperar por tanto casi dos décadas a pesar de que sus apuestas literarias suponían con claridad una vía diferente y llena de posibilidades dentro del cansino panorama español de la época (lo apuntó Soldevilla Durante: “Una síntesis entre el expresionismo kafkiano y el hiperrealismo irónico del absurdo”. 1980. La novela desde 1936, 376-379). Tuvo que esperar porque eran obras a contracorriente en unos momentos de literatura comprometida y de superficie. Obras que, sin embargo, sí trataban problemas de calado y de fondo humanos como la soledad, la incomunicación o las dificultades para su ejercicio y determinadas circunstancias sociales o interpersonales (la sumisión, por ejemplo) e individuales  (deseos insatisfechos, taras, etc.), aunque todas estuvieran lejos del escaparate superficial del dominante realismo. E, incluso, lejos tanto de la digresión metaliteraria y del exhibicionismo cultural o experimental de principios de los años 70, como de la fantasía barroca latinoamericana que recaló en España en esa década.

 

Fue en 1979, en los primeros años del despertar de la democracia, cuando Tomeo, con cuatro novelas ya publicadas, tras itinerar con el manuscrito de El castillo de la carta cifrada bajo el brazo por varias editoriales como siempre había hecho hasta entonces, fue acogido por Jorge Herralde en la Editorial Anagrama y de rebote descubierto por la crítica para iniciar un normal matrimonio con el público (antes, sin éxito, Rafael Borrás con su buen olfato editor había acogido la cuarta novela de Tomeo, Los enemigos (1974), en la Editorial Planeta por si éste pudiera acabar siendo un autor de recorrido, tal como apunta en sus memorias La guerra de los planetas). Un matrimonio que Tomeo afianzó con la sexta entrega, Amado monstruo (1985), tras quedar finalista en el Premio Herralde, nada menos que tras el reconocido mejicano Sergio Pitol y, especialmente, tras ser adaptada esta novelita al teatro por J. Nichet y J.J. Préau en Francia (1989, Monstre aimé, Théâtre des Treize Vents. Montpelier, aunque la solicitud data de finales 1987).  Una adaptación clave que (entrevista en Babelia, El País, 1995) Tomeo admite como esencial para su trayectoria posterior: “Nada, sin embargo, ha sido igual desde el día en el que los dos personajes de Amado monstruo se hicieron no solo alma, que en cierto modo ya lo eran, sino también cuerpo”. Sin duda, porque al éxito de esta adaptación (que en 1990 fue llevada al cine, como TV movie, por Frederic Compain) siguieron bastantes más y con un ritmo frenético (El mayordomo miope, en 1990, El cazador de leones,en 1990, El gallitigre, en 1991, Historias mínimas, en 1992, El castillo de la carta cifrada, en 1993, Problemas oculares, en 1994, Diálogo en re mayor, en 1995, Los misterios de la ópera en 1999, La agonía de Proserpina en 2003,...) por Francia, Italia, Portugal, Alemania, Suiza, Bélgica... y, por supuesto, España en unos tiempos en los que primó en el teatro una necesaria economía con respecto a montaje y actores. Economía en la que cuadraban a la perfección las “novelas dialogadas o sucesión de fragmentos escénicos novelados” al decir del mismo Tomeo (El Periódico de Aragón, octubre 1990). Y adaptaciones todas en las que Tomeo colaboró y, en ocasiones, llevó a cabo, como paso previo a experimentar el género teatral con Los bosques de Nyx, la obra que, en 1994, abrió, nada menos, el festival de Mérida bajo la dirección de M. Bosé. Y, finalmente, adaptaciones en las que también estuvo presente la versión televisiva (TVE-Cataluña) de El hombre por dentro y otras catástrofes, en cinco capítulos, bajo la dirección de José Vila-San Juan a finales de 1987 rescatando cuentos inéditos de Tomeo.

 

A partir de Amado monstruo, la carrera de Tomeo fue fulgurante, apoyado en novelas esenciales como El cazador de leones o La ciudad de las palomas, sobre todo, antes de entrar en un ritmo editor de locura (3 o 4 obras al año, sin contar reediciones) no exento de vaivenes. Debe remarcarse también que, junto al apoyo favorable que conllevó la adaptación teatral de varias sus novelas, el jalear mercantilista de la época incidió en este ritmo editor, en ocasiones no favorecedor para la trayectoria del aragonés salvo, tal vez, en lo económico: la repetición de esquemas, latiguillos o comportamiento de personajes restaron parte del impacto, la fuerza y la sorpresa vitales obtenidos con sus primeras obras. Un ritmo donde cabe la más que posible recuperación de textos que antes no habían tenido hueco o que habían sido desechadas por el autor. En 1989, pongamos por caso, publica las novelas El discutido testamento de Gastón de Puyparlier, El Gallitigre, El mayordomo miope y el libro de relatos Problemas oculares. Se trata, pues, de un ritmo inusual con  dos o más entregas anuales que volverá a llegar a cuatro también en el 2000 con El canto de las tortugas, La patria de las hormigas, Patíbulo interior Bestiario.  Ante esta profusión, la realidad del reciclaje en Tomeo se impone, algo que el mismo admitió sin tapujos: “El Bestiario e Historias mínimas son cosas escritas hace por los menos treinta años. La verdad es que siento la literatura como entonces” (entrevista, Diario 16, Joaquín Arnáiz, 27/diciembre, 1989) o “El mayordomo miope... ha sido la única novela que escribí a lo largo de 1989. El discutido testamento de Gastón de Puyparlier estaba ya escrita desde hacía algún tiempo, esperando su oportunidad editorial. Problemas oculares, por su parte, es una colección de cuentos, algunos ya publicados en diversos diarios y revistas. No escribo, pues, más que antes. Escribo, tal vez, con más confianza en mi mismo...” (Retratos de escritorio. Entrevistas a autores españoles. Heyman Jochen, 1991). 

 

No obstante, lo esencial de Tomeo fue su tozudez.  Por eso, Tomeo sólo se parece a Tomeo. Y ésa es la clave. Pues, a pesar del nulo éxito de sus propuestas literarias a lo largo de dos décadas, el aragonés no cejó con supremo empecinamiento en su particular línea narrativa, en sus territorios cerrados, en sus asfixiantes temáticas cargadas de humor y propensas a la ironía y en su estilo. Empecinamiento que apoyado por las circunstancias exógenas citadas le llevaron al reconocimiento de un buen nutrido grupo de lectores en España y en los diversos países a los que fue traducido (y representado). Lectores de los que él, consciente, se hacía eco con mimo en casi todas sus manifestaciones y entrevistas (“Mis lectores son de primera calidad”. El ciervo, 2002).

 

La realidad final fue que Javier Tomeo, outsider, marginal, extraño, raro, insólito o inclasificable, sobrepasó todo lo previsible. En muy pocos años, tras su largo peregrinar de décadas, logró hacerse con un muy estimable hueco en territorios y culturas de matices diferentes. Puede servir el simple ojeo de su producción, pues de las  cinco obras publicadas a los 50 años pasó a las casi cincuenta en sólo tres décadas después. Y su aceptación y presencia se extendió por Alemania, Francia, Polonia, Suecia, Dinamarca, Finlandia, Italia, Portugal u Holanda, entre otros países. Una aceptación que parece lógica por proximidad cultural o por el contagio emanado de un espíritu común que habita, alberga y atesora en sus novelitas, pero otro tanto puede deducirse de la apreciada estela (como demuestran sus holgadas traducciones) que la narrativa de Tomeo posee en países lejanos o en culturas no tan afines como Estados Unidos, Brasil o, entre otros, Israel.

                                                       

2.- Las maneras, los seres, los espacios y las atmósferas de Tomeo.

En alguna ocasión anterior escribí que, a primera vista, la narrativa de Tomeo parece fácil de centrar y de definir. Casi con un simple plumazo. Sin embargo, tras la aparente llaneza de las obras y de las anécdotas que las sustentan habita la densidad, por lo que esa aparente sencillez, quintaesenciada, es igual de engañosa que su amenidad. Pues detrás de la amabilidad de los textos de Tomeo siempre habita un zarpazo cargado de escepticismo y proclive a la corrosión. Sobre todo porque la lectura de cualquiera de sus obras (que nunca alcanzan la barrera de doscientas páginas porque a las cien, confesaba Tomeo, sus personajes comenzaban a rebelarse), a pesar de que descansan sobre el argumento mínimo de la anécdota y son parcas en protagonistas, siempre exigen la exploración continua ante los sucesivos aditamentos, enroscados y superpuestos unos a otros, obligando a una morosa y paciente meditación. Una meditación  repleta continuamente de matizaciones.

 

La desenvoltura en la tramoya y de los temas ideados por el aragonés, su continuada reiteración de esquemas, temas, motivos, lances y técnicas o la sencillez expresiva de la que siempre hace gala, ni omiten ni esconden la profundidad que atesoran sus escritos, por lo que estos funcionan como una bomba de efecto retardado que, por lo general, acaba estallando (fragmentada en varias e insospechadas direcciones) ante los ojos del lector confiado en las apariencias. Sobre todo cuando éste descubre que en el fondo de todo cuanto se relata está la plural existencia humana. Una existencia, además, en perpetuo ramificarse caminando sobre las convenciones sociales, la ortodoxia, la incomunicación, la falta de solidaridad, la fuerza del poder, la estéril ficción entre lo legal y lo ilegal, la pujanza de la mediocridad social... de continuo puestas en entredicho.  En suma, el empleo del contraste como motor de conocimiento, sin olvidar otros elementos también vitales en el quehacer narrativo de Tomeo tales como la presencia de la anormalidad, la deformación, el reflejo en el “espejo” o la fuerza del mundo animal y vegetal, tan parabólicos para ampliar la visión única, unívoca y aparente que aportan los sentidos (“Todos lo animales tiene una lectura poética y metafórica. Los insectos dan muchas claves. Por ejemplo, las mariposa, que se camufla para pasar desapercibida. Su actitud es idéntica  a la de muchos hombres que se disfrazan para aparentar cosas que no son, para medrar, para ascender. En ese sentido soy un fabulista”.  Entrevista. Diario 16, marzo 1993Ana Rioja).

 

Todas las obras del aragonés permiten ese caminar a lomos de una lectura fácil por la espontaneidad y comodidad epidérmicas de la anécdota que las sustenta (desarrollada además en espiral permanente) y, por tanto, fascinan por su extrañeza y por su alud continuo de sorpresas. Pero abordarlas así supone quedarse sólo en la corteza, realizar una somera navegación de cabotaje o superficial y, en consecuencia, desechando los sabrosas borrascas de alta mar que contienen: la importancia del absurdo y la inclinación al esperpento que descoyuntan la realidad convencional; la función de los espacios cerrados por donde vagan unos personajes atrapados en unas circunstancias apenas visibles y asibles y, sin embargo, sentidas como posibles y reales; la soledad y la incomunicación que ahoga a esos personajes y a sus espacios; el constante delirio de los diálogos o de los monólogos mediante los que esos mismos personajes se expresan; la agobiante presencia del tiempo cronológico y, por supuesto, el tiempo vivido; el dramatismo subyacente que se destila del encontronazo que conlleva cualquier tipo de relación, preferentemente de dominio/sumisión... Sabrosas borrascas que hablan a fondo de esa necesidad de que cuando se vive en sociedad, uno debe hacerse a los demás. Simplemente porque vivimos en los demás. Pero, al mismo tiempo, contrastando que, pese a vivir en el bullicio y en el ruido con los demás y sintiendo su proximidad física, vivimos solos. Y sabrosas borrascas que, además, se asientan sobre un lenguaje sencillo, escueto (“si puedo decir algo en cuatro palabras no uso ocho”), de frase corta, muy trabajado que permite su pronta asimilación a pesar de que con él se recorra todo tipo de intencionalidades (parodia, sátira, crítica, ironía...) y de que esté dominado por el eclecticismo frente a la tradicional diferenciación de los géneros literarios.

 

Sucede así porque sobre la dulce superficie de la anécdota, plagada de derivaciones y digresiones, cabalga, con violencia y con fuerza, la cara ingrata y hasta obscena de la cruda realidad. Ésa que los seres humanos ni queremos ni deseamos ver: la dureza existencial y absurda. Por eso, los monólogos, diálogos sin respuesta o los simples diálogos de sus novelas, de continuo en un sin fin al bifurcarse una vez y otra, no hacen sino edificar para  sus personajes (¿también para el lector?) un muro de contención o una barrera frente a la crudeza, el sinsabor, el dolor y la ingratitud de la vida. Un muro con el que pretenden aplacar el intenso dolor de la existencia. Dolor que no lograrán aplacar los continuos ensayos terapéuticos que representan las ensoñaciones, delirios o mundos inventados a caballo de las palabras.  Los personajes de Tomeo se entregan de continuo a la pirotecnia verbal, buscan el artificio lingüístico y navegan en un océano de sílabas, palabras y frases  mientras porfían por salir de un tozudo circunvalar laberíntico. En definitiva, el uso de las palabras, en continuo torrente, para levantar un vida paralela a la real. De ahí que los personajes de Tomeo apenas actúen y que tan sólo hablen y hablen. De ahí, también, la escasez de argumento, la primacía del diálogo o monólogo, la fuerza de los incisos y las pausas, y, también, el aire de teatralidad tan propio que, por añadidura, acaba con un destino fatal, también teatral: la constatación de la soledad y del aislamiento. Una barrera, pues, que permite inocular profundidad a los planteamientos sobre la existencia, absurda e irónica, que nos envuelve. En resumidas cuentas, lo que siempre buscan los personajes de Tomeo con su aguda e irónica reflexión es una exploración de la conciencia y una explicación de la existencia, cuenten o no con un interlocutor.

 

En el modo de exposición de todo lo anterior, aunque variable según la novela, Tomeo camina por la conversación con interlocutor mudo, por el monólogo, por el diálogo… En todos ellos los personajes se lanzan a fondo para librase de su soledad (diáfano en El castillo de la carta cifrada), pero también para aplacar sus problemas. Son formas expositivas adecuadas a lo comunicado porque contienen siempre la pertinente carga dramática. El diálogo, el monólogo y sus variantes actúan como eje vertebral de las historias y se acompañan siempre en sus partes narrativas de elementos propios del teatro como las acotaciones para no agotar al lector con tanta presencia de diálogos o de monodiálogos (sin duda, aspectos básicos para la triunfante  adaptación teatral de sus novelas). Este modo de exposición es tan clave como la concepción de jerarquía escalonada a la que se ven abocados sus escasos personajes, quienes se mueven, para mayor tensión por espacios concentrados, cerrados (habitación, casa, castillo, sala  teatro...) e, incluso, por espacios reducidos aunque puedan parecer abiertos (caso de  La ciudad de las palomas, por ejemplo), mientras se ven empujados a una inevitable confrontación en un combate hasta el “Kao”. Sin duda, porque ese tipo de espacios cerrados, además de reflejar un realidad actual (vivimos en espacios así), también cuadran a la perfección con la tensión entre los personajes. Todo un aspecto narrativo vital en Tomeo, a quien le interesa en sus textos mantener y prolongar esa sensación agitada lo más posible a lo largo de sus obras para así abordar y profundizar en la soledad, aislamiento, incomunicación y demás ejes temáticos peculiares. El mismo Tomeo ha advertido que sus novelas descansan siempre en “una situación dramática prolongada. Una situación dramática apoyada en el flujo sencillo, directo y popular de la conversación más común o coloquial que, además, también acude al aliento de la sentencia o refrán matizando así los textos en dirección diversa, incluida la paródica. Las palabras, sin duda, como construcción paralela de vida, una vida más grata que la real. Es el eterno problema de todos los personajes de nuestro autor: “parecer”, aunque sepan que no es lo mismo que “ser”. Pero todo ello sin extenderse demasiado y sin excederse. Hay que evitar el rizo que pueda cansar al lector. La economía, lingüística y de extensión, son básicas  en un Tomeo que busca evitar el cansancio. Páginas y palabras –además de adecuadas a cada ocasión-- sólo las necesarias.

 

Un ejemplo claro del dramatismo prolongado y del valor de la confrontación: El diálogo de Amado monstruo, que, aparentemente como entrevista de trabajo, parece buscar el fin del empleo, pero que acaba revelando unos inconfesos y oscuros secretos. La confrontación, amable en apariencia dado que el entrevistador parece escuchar a su interlocutor, adquiere con el transcurrir de la misma tintes detectivescos porque lo que importa es la indagación del secreto (profundizar en el ello y sus raíces). De ahí, la observación continua, el valor de los silencios y de los ruidos, tan propensos en la novelas del aragonés y que acontecen siempre o casi siempre en el momento presente. Es decir, con los pertinentes tics al pasado, sin proyectarse hacia el futuro y, como mucho, caminando sólo por futuribles. Eso sí, son siempre confrontaciones rebajadas por el uso de la ironía y del humor, atemperados y muy medidos, casi hasta el detalle más nimio e insustancial. Por eso, en los textos de Javier Tomeo, lo intolerable se torna tolerable a lomos de la sonrisa (el humor, un sendero que nos conduce a la reflexión, ha matizado el autor en más de alguna ocasión). Y hasta la tragedia se endulza. De ahí que no haya obstáculo alguno para que salte la reflexión con la que afrontar la terrible realidad de lo cotidiano. Y que lo cotidiano se haga comunión.

 

Tomeo consiguió, pese a la permanente repetición de personajes arquetípicos, temas, métodos narrativos y cauces expresivos (evidentes en la interrelacionada cadena o intertextualidad que conforman la casi totalidad de sus sus novelas), levantar un edificio dotado de solidez y, ante todo, lleno de autenticidad y singularidad literarias. Pues, pese a la sensación de estar leyendo siempre una historia parecida (“uno escribe siempre el mismo libro”,  Encinar, Ángeles, El urogallo, 97, 1994), atrapó a lector con cada nueva novela, a pesar de sus reiteraciones archiconocidas, donde habitualmente un personaje o un par de personajes reprimidos, fantasiosos, solitarios, confusos, anormales o deformes y, por lo general, monstruosos hablan, sin apenas desarrollo de una acción, por un entorno cerrado y cotidiano. Personajes, atención, que pareciendo normales juegan a cazar leones, a cantar boleros, a sentirse licántropos, que son bicolores, polidáctilos, orejudos, desdentados, obesos, piernicortos, cojos, tuertos, daltónicos, míopes, bizcos, llevan ojos de cristal, tienen ojos asimétricos, presentan las nariz  partidas...  A la postre, todo un muestrario de deformidades y disfunciones que, físicamente, matizan a personajes solitarios, caóticos, maniáticos, obsesos del sexo, dementes... y que, incluso, interiormente, pueden impregnarse de tinturas literaturizadoras como el vampirismo y la licantropía (La noche del lobo). La exageración, la caricatura, la deformidad, lo monstruoso se convierten así en  espejos (o instrumentos) para intuir la verdad ahogada por la apariencia, la realidad sumergida en la costumbre y la autenticidad recubierta por lo cotidiano.

 

Es decir, que la anormalidad y la monstruosidad, recurrentes en Tomeo, no sólo conllevan la visión de quien se aparta del orden regular de la naturaleza y de la norma, sino que propician la observación concienzuda de las problemáticas que en nuestra sociedad son esenciales para el autor (sumisión, dominio, soledad, la incomunicación, falta de legalidad, insolidaridad...). Porque el deforme o el monstruo es vivo reflejo del desorden y, por tanto, no tiene hueco en un mundo que desprecia la imperfección y, en consecuencia, con motivo de tal estigma, su identidad queda deteriorada caminando directamente a la exclusión. Y, por tanto, a la marginalidad, a la soledad, al aislamiento, a la incomunicación. Además, el deforme y el monstruo también sirven en Tomeo para desarrollar su querencia por el ello freudiano. Es decir, como ya se ha apuntado, para expresar lo atávico, lo irracional, lo instintivo o el inconsciente que todo ser humano posee en su interior. Esa es la razón, aunque Tomeo, en declaraciones, abogue también por un camino de amor y perfección interior destinado al lector. Pues, cuando pretende convertir a sus personajes en arquetipos, tal vez busque posibilita andamiajes para el lector con los que adentrarse en la víctima y sus circunstancias. Otro tanto sucede con la presencia de psicópatas o portadores de disfunción psíquica (Amado monstruo a la postre esconde un secreto asesino común) porque igualmente presentan maneras de actuación al margen o alejadas de la convención social. Por si fuera poco a todo lo anterior, como explicación, Tomeo aún aporta otros matices: a él no le interesa la belleza exquisita, sino la extrañeza de la proporción. Y, por tanto, la deformidad, la disfunción, la anormalidad... forman parte del “sistema de espejos” para desentrañar la apariencia de la realidad. Son metáforas, símbolos de las diversas caras de la condición humana. Metáforas o símbolos que adquieren vital visibilidad mediante espacios oclusos, estructurados con habilidad en tres dimensiones.  Y que van desde el mundo exterior al espacio y al personaje mismo asentado en la alusión y que actúa en el lector como anclaje realista a la historia narrada, pasando por el mundo del espacio físico que aporta credibilidad y que se descuelga de los comentarios, descripciones y acotaciones, para finalizar en el mundo oculto al espacio narrado, un mundo ubicado en el interior del personaje (parlamentos entre personajes y descenso al yo).

 

En esta propensión a la metáfora y el símbolo debe ubicarse también el abundante uso del mundo animal (animales reales, inventados o mitológicos) en toda la obra de Tomeo. Su función es de tal magnitud que, además de encimarse en los títulos (La ciudad de las palomas, por ejemplo), llega incluso a constituir especificidad (Bestiario, Nuevo Bestiario, Zoopatías y zoofilias). Lo puntualizó muy bien Rafael Conte cuando advirtió que Tomeo va animalizando progresivamente a los personajes al tiempo que los animales de sus bestiarios y demás mistificaciones o mixturas se contaminan con lo peor de los humanos. El mundo animal (real o inverosímil) utilizado como  la proyección de los secretos y los sueños más ocultos de los humanos (en Zoopatías y zoofilias, pongamos por casose observan animales dubitativos, hipocondríacos,  envidiosos, perezosos, crueles... capaces de mostrar limitaciones, disfunciones, alteraciones y un sin fin de variables más) en un amplio espectro que abarca desde la enfermedad al amor.

 

En definitiva, lo señalado anteriormente conforma (como forma y como materia de fondo el mundo narrativo) en parte la personalísima rareza de Javier Tomeo, un autor que siempre resulta gustoso y denso, sugerente e intranquilizador, divertido y trágico... La extrañeza, lo raro, la anormalidad, la diferencia, lo marginal y demás aspectos practicados por él, en cohabitación con varios elementos más, permiten sobrepasar las tranquilas aguas de una lectura de superficie, apacible e, incluso, hasta risueña. Sin duda, por todo ello, el monstruo Tomeo ha saltado latitudes, idiomas y culturas. Y sus novelistas, cuentos y estampas breves se tornaron universales, además de servir a la vez como textos teatrales.

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De Revista TURIA

Monday, June 12, 2023

Echado de la historia


JORGE MUZAM

 

Faulkner no quería ser husmeado. Su vida privada debía cerrarse con un cerrojo inviolable tras su muerte. Sus cartas, su familia, sus amigos, sus asuntos, nadie tenía derecho a entrometerse. Ese era su deseo. La obra terminada debía bastar para admiradores y curiosos. La obra autonomizada de su autor. Un universo distinto y eternizable en la medida que el interés de los lectores lo dispusiera así. 

En cierta ocasión le escribió al escritor Malcolm Cowley: «Estoy chapado a la antigua y soy además un tanto lunático. No me gusta que mi vida y mis asuntos privados puedan ser utilizados por todos aquellos que puedan pagar el precio que está marcado en el libro, o porque tienen un amigo que lo compró y se lo va a prestar. Mi ambición, como persona reservada que soy, es que me borren y echen de la historia, sin dejar rastro, sin más restos que los libros publicados; ojalá hace treinta años hubiese tenido suficiente perspicacia para prever lo que iba a ocurrir como algunos isabelinos, y no los hubiese firmado. Es mi propósito que, vencidos todos los esfuerzos, la esencia y la historia de mi vida, que en la frase equivalen a mis exequias y mi epitafio, sean ambas: Compuso libros y murió».

Esta noche recordé esa determinación al abrir las Cartas escogidas de William Faulkner. Trabajo recopilatorio que realizó su también biógrafo Joseph Blotner. 

Jill Faulkner Summers, hija y albacea del gran escritor norteamericano, facilitó el camino para que el conjunto de huellas escritas de su padre fuesen divulgados. 

Es decir, ni su hija, ni su biógrafo, ni sus admiradores, ni estudiosos, ni yo mismo, en esta fría noche cordillerana de junio, hemos respetado la voluntad del escritor. 

Avanzo en ese trajinar cotidiano que expresan las cartas. Nada es intencionalmente literario y a la vez todo es literario. Paradoja irresoluble. Faulkner, hombre práctico al que poco le importaba filosofar sobre trascendencias, tenía perfecta conciencia de la calidad del universo literario que estaba construyendo. Y la tenía porque iba entrelazando un tejido complejo con meticulosidad de artesano. Por eso todo lo tangible, humano, posible e imaginable le concernía. Eran los insumos para su fábrica creativa. Y esa inmensa variedad de temas es lo que reflejan sus cartas.

Se acerca la medianoche. El toque de queda pandémico nos ha sobrecargado de silencio. Lo combato con Nulla in mundo pax sincera interpretado por Emma Kirkby. Algunos perros lejanos parecen mordisquear la baja niebla con ladridos monótonos.

Se suman cartas con pisco añejo y maní tostado mientras sigue bajando la temperatura en el valle de San Fabián de Alico. 

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De CUADERNOS DE LA IRA, blog del autor

Wednesday, June 7, 2023

HOSSANA, KARMA POLICE Y EL TEMBLOR


JULIA ROIG 


"nada hay fuera del texto"

Jacques Derrida


Suena Karma police en bucle mientras yo pretendo volar a la suprarrealidad deseada y forjar un poema que huela a tierra/hierba fresca y a noches de clarividencia y devoción, si es que eso es posible. Un poema que no se pretenda guante ni ofensa. Un poema forajido. Que me sea coartada para vestirme de luz e insistencia y rescatarme un poco, ahora que el aire está inmóvil, como escribió Rimbaud, y pergeñar en versos kilométricos una danza antigua que mezcle diabluras y vértigo. Me emborracho de soledad y juego con el sextante que dicta las distancias que nos separan, a ver si lo rompo. Después empiezo el poema en el que navego y naufrago al mismo tiempo y me pregunto: ¿por qué tiemblo? Porque la vida es un fiordo de fuego que se deshace en nuestro pecho y quiero abrir mis ojos inmensamente de aquí a Lima para no perder detalle de ese deshielo y de ese incendio, porque es mío y único.

Fuera un ejército inmenso manosea un nembutal de coltán como si fueran sus sexos, pero no lo son. Sedados, ofendidos y ofensivos. Ellos se quitan (y quitan) la vida a diario y no sé por qué, cantaría Krahe. Porque no lo saben, pienso o sí, y eso sería lo perverso. Hembra atávica aullando hossanas en este no-esplendor sobre el asfalto. Yo TIEMBLO en mayúsculas y el corazón me relincha dolorosamente en un lugar con mucho sol y sigo escribiendo como un río sin cauce porque no sé hacerlo de otro modo y porque elijo el poema para desmoronarme como elijo tu cuerpo. Elijo el atardecer de ceniza turneriano mientras hago taxidermia al recuerdo y deconstruyo el amor a lo Derrida y elijo la belleza del gesto y soy una mujer con el cabello lleno de corceles. Tiemblo cuando muerdo tus palabras en mi boca. Le vendo los ojos a Proserpina en el poema con un terciopelo rojo bermellón y le recito, que no receto, vida. Y tiemblo.

Elijo el enigma y el escombro de las horas felices. Elijo licorerías oscuras y exámenes de histeria. Allí donde se guarda el silencio y la calma a veces se pierde la cabeza y el control. Pero sigo temblando. Las cicatrices embellecen al guerrero, me repito en un delirio de metal. Porque somos un cúmulo de fragmentos que se desordenan después de tantas caídas, sin control remoto para la emoción, el cuerpo se improvisa, sin alzado previo, una vez más. Vitrinas y espejos, eso no es vida, es un eslogan de plástico, la medusa en la tráquea de un tenor. Mi corazón, una amanita muscaria que crece y se desborda en un bosque submarino lleno de caballos griegos que leen a Tristan Tzara y yo les observo, vestida con un péplum mientras vuelco una ánfora llena de vino sobre los demonios de la literatura y me condecoro con tu risa salvaje mientras ellos beben y se atreven a asomarse a sus adentros. Tiemblo porque albergo un ciclón en el pecho. Tiemblo mientras leo a Lorca, a Shepard, a Margarit y a Grande. Tiemblo en la anemia del poema que no llega a este corazón abierto. Tiemblo porque los niños ya no juegan, solo crecen rápido. Tiemblo ante el muestrario de caricias que reclaman las pieles.

Ninfa sabelotodo, sigue temblando y parte el cráneo de la palabra más hermosa, no la domestiques nunca, haz que muerda o devórala, consciente de tu temblor.

Elige el poema, elige tu cuerpo y desmorónate.

MDN

http://missdesastresnaturales.blogspot.com/.../hossana...

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Del blog de Julia Roig, MIS DESASTRES NATURALES, 07/06/2023

Tuesday, June 6, 2023

Desde el alma


ELIANA SUÁREZ

 

Alma, si tanto te han herido
¿Por qué te niegas al olvido?

Manzi, H.

Piuma Vélez. V.

 

Fines del Siglo XIX, principios del siglo pasado en Los Quirquinchos. Llegada de una generación en busca de la tierra prometida, hijos de inmigrantes italianos y españoles en su mayoría. Pero también de yugoslavos, polacos, húngaros… En algún otro lugar de la pampa, un grupo de familias suizas decide crear su propio refugio. La tierra, hembra fértil, invitaba a olvidar la miseria de una Europa que comenzaba a envejecer. Aún no era la guerra, pero se intuía.

En las regiones de la América india la sangre se mezcla, una vez más, para reírse de los purismos y, en esa amalgama, la nueva y miscelánica humanidad habita un territorio inhóspito y pródigo.

Los Quirquinchos… Pequeño pueblo donde la infancia significó el cariño de abuelos y tíos e ingresar, sin necesidad de entregar óbolos de plata, al oscuro mundo de las anécdotas familiares. Lugar donde, en los setenta, aún se escuchaba el silbido del tren y la tierra vibrando bajo el frío metal de las vías, en un constante y tenaz golpeteo que decía que había algo más allá, una estación lejana, otro caserío albergando sueños imposibles.

La siesta, las empanadas santiagueñas con té de boldo o té de poleo para contrarrestar los efectos de una merienda amorosamente elaborada por un abuelo, rey de las cuecas, para ofrecer a sus nietos. Masa casera y verduras de cosecha propia. El olor de la tierra húmeda del huerto y el “cotorrear” de las gallinas del vecindario. ¡Cuántas infidencias del gallo mayor rondando por el aire!

Poncho salteño, regalo adorado de los abuelos maternos y tortas fritas en días de lluvia… A veces, uno quisiera volver al privilegio de esa infancia en la que nada había sucedido y en la que todo era un mapa de intrincados y maravillosos caminos hacia la aventura.

Nobleza obliga volver a las primeras tres décadas del siglo XX, edad de la pavura. Los Quirquinchos crece partido en dos por el acero y la estación de tren. Calles de tierra, lluvias, campos arados a mano, vagonetas tiradas por caballos o brazos humanos. La postal se repite y multiplica a lo largo del país. La osadía de los primeros automóviles, el tendido del telégrafo y la incipiente electricidad. Costumbres, dialectos, objetos heredados. El hierro, cuando se funde, adopta todas las formas de la belleza.

Las esquinas, centro de reuniones y de discusiones filosófico-políticas. El girar de las cadenas a fuerza de pedaleo, ese que Saer “filmó” con palabras hasta estremecernos. El silbido de algún vago, las serenatas y los gritos de los vecinos. La vergüenza del amor oculto… Tanto se ha vivido desde entonces.

"Hace rato / que no miro / cómo una flor / tiembla / con sus pétalos bajo la brisa / de abril. / No sé cómo / pasó tanto tiempo / sin que sintiera / en la piel / ese sol agónico / perdiéndose / detrás de aquellas / casuarinas oscuras" (Isaías, 2006).

En uno de los clubes del pueblo, la pelota paleta se lucía como deporte preferido. El frontón, campo de duelo, fue el escenario en el que los hermanos Olaviaga despertaban pasiones y suspiros. Blancos, rubios, de ojos celestes y porte elegante a fuerza de compartir alimento entre once comensales, desafiaban a toda la región. Invictos durante los años jóvenes de su trayectoria, multiplicaban admiradoras a pesar de la pobreza.

El abuelo Pacheco, padre orgulloso y uno de los analfabetos más cultos de su época, se pavoneaba durante los campeonatos.  Solía pedir a hijos y nietos que le leyeran noticias, artículos de interés y, de algún modo, los recordaba y analizaba con una lucidez envidiable. Memoria privilegiada, hizo prometer a su familia, allá por los cuarenta, que nunca más lo llamarían Francisco. Llegaban noticias aberrantes de su España natal: “Españolito que vienes/al mundo te guarde Dios/ una de las dos Españas/ ha de helarte el corazón” (Machado, 1912).

Cuando los muchachos jugaban de locales, las apuestas del nono Pacheco estaban aseguradas. Estratega como pocos, picaba a la hinchada contraria: “Si hay tanto problema, jugamos con la izquierda y les damos diez tiros de ventaja.” Nunca peleó aunque muchas veces estuvo a punto de recibir el clásico cross a la mandíbula.

Era serio pero simpático. Tirando su carro se acercaba a la estación de ferrocarril y cargaba lo mejor de frutas y verduras. Nunca nadie quedó en deberle en su pintoresca verdulería. Recordaba a la perfección la cantidad de dinero que adeudaba cada vecino. Envidia de las culturas antiguas, inventó su propio sistema contable, basado en jeroglíficos. Los atributos físicos eran sumamente importantes a la hora de identificar a los deudores, el lector usará aquí su imaginación, y la cantidad de palotes dibujados al lado de la silueta, impedía alterar las cantidades. Palotes más grandes, para los pesos y más pequeños, para los centavos.

Se fue a los noventa y tantos años, rodeado por una familia numerosa y hoy vive en el recuerdo de los que aún recuerdan. Las calles acallaron las historias porque los pueblos han de progresar. Del olvido se alimentan culpas y pesares simplemente porque urge seguir. La pausa significa hoy, construir una imagen a modo de identikit, con los retazos de unos y otros. La boina volcada hacia la derecha, los chistes y las anécdotas de un viaje iniciático en barco, la pelea con el hermano mayor, el capitán del barco impidiendo que fuera arrojado al mar, el odio fraterno, un nunca más que probablemente marcase a las generaciones venideras.

Y el mar, separando y uniendo orillas, sangre y piel. El mar que suele ser recuerdo que desgarra o agua bendita que sana y salva. Y la tierra, vestigio de amores pasados, savia emergiendo en los poros de carne renacida. Nadie muere definitivamente. Fotogramas desgastados del presente, persisten en la mente de los que aún no han nacido. Te encuentro hoy, nono amado, en esta ochava que llaman tiempo y te rescato en este trozo de papel para que me dibujes en las manos, entre tanto infierno, el cielo.

06/06/2023

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Imagen: Archivo Histórico de Los Quirquinchos