Saturday, February 29, 2020

When Langston Hughes Went to Report on the Spanish Civil War/A Poet Glimpses Franco's Spain


W. JASON MILLER

Canceling a 60-day tour through Russia that he was slated to lead, Langston Hughes left to cover the Spanish Civil War on June 30th, 1937. The Baltimore Afro-American newspaper sent him abroad to write “trench-coat prose” about black Americans volunteering in the International Brigades with articles being picked up by other news outlets such as Cleveland’s Call-post and Globe magazine.

Hughes’s 22 articles covered an angle no one else in the world was focused on as companies such as the Abraham Lincoln and Washington Brigades were not only integrated but featured Negro commanders leading white troops, “a policy then unheard of in the US Army.” Overcoming outright denials by the US State Department, Hughes struggled to enter Spain in early August, finally securing press credentials through French means.

In lighter moments, Hughes stood among black soldiers such as Thaddeus Battle and Bunny Rucker like a schoolboy hearing gossip about a girl he just met. In fact, his laugh often sounded as if he was being tickled. Staying for five months, housed mostly in the Alianza overlooking Madrid, Hughes took on the imagined voice of one of the international brigades’ black soldiers in two poems written as “Postcard from Spain” (1938) and “Letter from Spain” (1937).

Addressed to fictional family members back home in Alabama, the poems are dated and signed “Johnny.” The letter imagines befriending a “Moorish prisoner” who has been duped into fighting for Franco while the postcard exults a newfound feeling of companionship as “Folks over here don’t treat me/ Like white folks used to do.”

Hughes sent the nearly identical first draft of his “Postcard” as a literal postcard to Louise Thompson, writing it on the back of an image of Hans Beimler, a German Communist Party member who was killed leading forces against Spanish Nationalists in 1936, before Hughes arrived. Though the subject-matter was serious, his sense of humor could not be contained as he playfully signed off “Salud, Johnny,” dating the postcard “Sept. the who? 1937.”

Hughes had been drawn to Spain’s plight well before he left, and his poem “Song of Spain” (1937) was read at the combined National Negro Congress and American Committee to Aid Spanish Democracy. Arriving in Barcelona from Paris by train, Hughes and fellow correspondent the Cuban poet Nicholás Guillén arrived a day after a harrowing attack on the city that killed around 100 people. Headlines on his first day read Air Raid Over Barcelona, and this piece of press immediately made its way into the title of Hughes’s poem, where the “nightmare dream” comes in the form of “The siren/ Of the air raid sounds.”

Perhaps his most poignant poem from his time in Spain, most of which was written during his first few weeks in the country, “Moonlight in Valencia: Civil War,” personalized a death that was no longer heroic and idealized as civilians imagined: “An officer in a pretty uniform/ Or a nurse in a clean white dress.” Instead, night raids in the moonlight dropped bombs that left “steel in your brain.”

Wisely drafting a will before he left, Hughes faced dangers that were very real, and he “was lucky not to have been killed himself.” He missed being “blasted out of a Brigade battalion’s new field headquarters,” barely escaped a hand grenade that fell within “feet” of him, but in the end sustained only one minor wound. It occurred not when he “dodged the line of sniper fire,” but when a bullet nicked him in the elbow when he was in the streets of Madrid’s University City.

Riding in military convoys, Hughes befriended one of the drivers, and Bernard “Bunny” Rucker gave Hughes the best coat he had yet owned. Hughes was still wearing it to a poetry reading when the two met three years later in Columbus, Ohio.

Hughes joked that “During the months that I was in Spain I became acquainted with more white American writers than at any other time of my life.” Though John Dos Passos had left before Hughes arrived, he met Dorothy Parker, Stephen Spender and W. H. Auden. Hughes spent an entire day speaking privately with Ernest Hemingway, but quietly reserved the right to withhold exactly what formidable topics their intimate discussions covered.

Now turning his own wisp of a moustache into the full thickness of Papa’s, Hughes was clearly impressed by Hemingway saying: “I found him a big likeable fellow whom the men in the Brigades adored.” Hughes had lost over 14 pounds by the end of his six months in Spain. He was “hungry” but never “bored.” Hemingway threw a farewell party for Hughes in Madrid. It started only after one of the “heaviest shelling attacks on the city” finally ended, leaving a very drunk poet stumbling with Guillén to a bus that sped them to Valencia. 

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De LITERARY HUB, 24/02/2020


Friday, February 28, 2020

Bucarest: la ciudad perdida y reencontrada. Una nostalgia feliz


DIANA COFSINSKI

Cada tierra nativa forma una
geografía sagrada. Para quienes lo
abandonaron, la ciudad de la infancia y la
adolescencia siempre se convierte en una
ciudad mítica. Para mí, Bucarest es el centro
de una mitología inagotable. Debido a esta
mitología, logré conocer su verdadera
historia. Quizás la mía también.
                                                            Mircea Eliade


Los espacios nos hablan, nos muestran lo que esconden, nos cuentan sus historias. Historias que se revelan ante nosotros mediante las imágenes y los recuerdos que permanecen en la retina de nuestra memoria.

“Puedes reencontrar todo tu pasado en un espacio: una calle, una iglesia, un árbol…”, dice Eliadey “todo el tiempo es reencontrado”. Mediante un diálogo contigo mismo, con aquel que fuiste, volviendo a encontrar aquel momento histórico que viviste tiempo atrás. En ese reencuentro con tu tierra nativa hay algo nostálgico, emotivo, por aquella ciudad perdida de la infancia y algo misterioso, mágico, en su redescubrimiento.

Bucuresci, el primer nombre de la capital, denomina a los habitantes de las tierras de Bucur, el pastor. Bukureşti, nombre también obsoleto, escrito en un mapa de 1867, en el Museo Nacional de los Mapas y Libros Antiguos, nos da una muestra de las múltiples transformaciones que tuvieron tanto la ciudad como su nombre. En La historia de la fundación de la ciudad de Bucureşti su autor, Dimitirie Papazoglu, mencionaba que otrora, allá por 1828, era considerada “la ciudad de la alegría”, bañada por las aguas dulces del río Dîmboviţa.

Regresando a lo que antes se llamaba El pequeño París encuentro un Bucarest cambiado. Parece estar cubierto de un aire gris, flotando como una nube de aquí para allá. Cierta desesperación, inherente o no, de un lugar que sufrió un gran cambio desde el punto de vista arquitectónico, me recuerdan las palabras de Cioran, cuando tuvo que dar una definición a su pueblo, en una entrevista con Fernando Savater: “alegre y desesperado a la vez”. Quizá Cioran, a pesar de su propio pesimismo, se dio cuenta que lo que prevalecía era el espíritu alegre, positivo, con un gran sentido del humor del pueblo rumano, que siempre supo vencer la desesperación. Él mismo lo hizo escribiendo En las cimas de la desesperación, un libro para superar la depresión y sus pensamientos suicidas.

¿Qué es lo mejor de una ciudad? ¿Son acaso sus edificios, sus calles, sus jardines, sus museos, sus parques o sus monumentos? ¿O quizás todo esto junto, bañado por algo especial, único y propio de una ciudad, que hace que sea distinta a las demás?

Vagando por las calles, paseando, callejeando sin rumbo, intento buscar las huellas del pasado, la magia de las Mahalale del Bucarest de antaño, nombre que llevaba la urbanización de la periferia de la ciudad. Es la curiosidad que nos abre el camino para intentar descubrir y recomponer un pasado caminando y, al mismo tiempo, imaginando lo que un día caracterizaba la configuración de la geografía de los barrios del Bucarest de otrora.

El camino me llevó un día a lo que antes formaba Mahalaua Mântuleasa, constituida alrededor de la iglesia Mântuleasa, construida por la familia de un rico comerciante, en 1734. En el número 1 de la calle Melodiei, hoy Radu Cristian, vivió Mircea Eliade, en una casa con ático, y con un inmenso jardín que abarcaba casi tres calles: Melodiei, Domniţei y Călăraşi. El ático representaba el fascinante laboratorio del escritor, donde pasó la infancia y adolescencia gozando de lo que más le gustaba: leer y escribir. Allí nació La novela del adolescente miope, llena de reflexiones existenciales. La luz de su ático llenaba de misterio el ambiente y todo alrededor. El escritorio, la mesa de madera cubierta por un papel azul, la lámpara con el abat-jour blanco, su cama también de madera, teñida en rojo, y una pequeña biblioteca, hecha de tablas, por su padre. También se encuentra la escuela a la que asistía el pequeño Eliade, “un edificio grande y robusto, rodeado de castaños”.

Una ciudad es una mezcla de luces, colores, sabores, olores, aromas. Pero también tiene el color de un recuerdo. Para Eliade fue el color del salón de su casa, donde estaba prohibido entrar, y precisamente por eso, aquel niño dotado con una curiosidad innata, deseaba penetrar allí donde las puertas parecían estar cerradas para siempre.

“En otra ocasión, casi a la misma edad, pues recuerdo que todavía andaba a gatas, la cosa ocurrió en nuestra casa. Había en ella un salón al que no me estaba permitido entrar. Creo además que la puerta estaba siempre cerrada con llave. Un día, a la hora de la siesta, pues era verano, hacia las cuatro, mi familia estaba ausente, mi padre en el cuartel, mi madre en casa de una vecina… Me acerco, hago un intento y la puerta se abre. Me asomo, entro. Aquello fue para mí una experiencia extraordinaria: las ventanas tenían las persianas verdes, y como era verano, toda la habitación era de color verde. Es curioso, me sentí como dentro de un grano de uva. Estaba fascinado por el color verde, verde dorado, miraba en torno y era verdaderamente un espacio jamás conocido hasta entonces, un mundo completamente distinto. Aquella fue la única vez. Al día siguiente traté de abrir la puerta, pero ya estaba cerrada”. (La prueba del laberinto – Mircea Eliade, diálogo con Claude-Henri Rocquet, Ediciones Cristiandad, Madrid, 1980, trad. J. Valiente Malla).

Esa ventana, por donde el niño asombrado miraba cómo entraba la luz, representaba para el escritor mucho más, la frontera misma entre la realidad profana y la realidad sagrada, entre el mundo de aquí y él de allá, entre el mundo interior y el exterior:

“Lo que me impresionó fue la atmósfera, una atmósfera paradisiaca, aquel verde, aquel verde dorado. Y después, la calma, una calma absoluta. Y el penetrar en aquella zona, en aquel espacio sagrado. Digo «sagrado» porque aquel espacio era de una calidad completamente distinta; no era un ambiente profano, cotidiano. No era mi universo de todos los días, con mi padre, mi madre, mi hermano, el patio, la casa… No, era algo completamente distinto. Algo paradisiaco”. (La prueba del laberinto – Mircea Eliade, diálogo con Claude – Henri Rocquet).

El barrio Mântuleasa, la calle Melodiei, el parque Cişmigiu representó para él la ciudad entrañable y mágica, el centro de su universo, el laberinto:

“Un laberinto es muchas veces la defensa mágica de un centro, de un tesoro, de una significación. Penetrar en él puede ser un rito iniciático, una versión del mito de Teseo”. (El mito del eterno retorno, Mircea Eliade, Alianza Editorial, trad. Ricardo Anaya).

La ciudad es una prueba, y no una cualquiera sino una laberíntica que se renueva, llena de cosas por descubrir, mística y mítica. En el espacio recorrido no quedan solo las huellas que uno deja en el asfalto. El camino es también un espacio recorrido hacia dentro, hacia sí mismo. Cada camino recorrido tiene su propia historia convertida en recuerdos, colocados cada uno en algún lugar, llenando los espacios intersticiales de la memoria.

El parque Cişmigiu, ubicado en el centro, es considerado el jardín público más antiguo de la ciudad, diseñado al estilo de los jardines ingleses. Alberga conjuntos arquitectónicos y escultóricos, monumentos conmemorativos, arbustos, isletas e incluso las ruinas de un monasterio construido en 1756. Pero, sobre todo, un precioso jardín de flores concebido según el plan del jardinero paisajista vienés Wilhelm Mayer. Arboledas, fuentes, pequeños arroyos, zonas ajardinadas, un lago navegable, y espacios para dar largos paseos, que invitan a la reflexión. En el paseo de La Rotonda de los Escritores los transeúntes pueden admirar las esculturas en mármol, los bustos de los autores más renombrados del país.

El parque Cişmigiu fue siempre un lugar de encuentro para los amantesEl Paseo de los Tilos se llenaba de jóvenes enamorados, de estudiantes que huían de las clases para estar en compañía de alguna amiga especial, quienes descubrían quizás la emoción del primer amor. Mihail Sebastián recordaba, en su diario, uno de sus paseos por los jardines del parque, rebosante de felicidad, junto a Leni Caler, actriz muy conocida, orgulloso de poder estar junto a una “mujer tan bella”.

Conocí el parque de pequeña, cuando mis padres me llevaban allí, junto con mi hermano, para escuchar la banda de música militar que actuaba cada domingo, por la mañana, en un lugar llamado foişor, de madera, donde podíamos escuchar el célebre vals El Danubio azul, al aire libre. Después de dar largos paseos por el parque y de saborear el algodón de azúcar, nos refrescábamos bebiendo agua de la cişmea.

Recuerdo también los paseos por ese parque que teníamos que recorrer, yo y mi madre, para visitar al señor D. I. Suchianu, escritor, traductor, quizás el mejor crítico de cine del país, pero sobre todo una persona entrañable.

El cielo se llena de los colores del atardecer. Caminando llego al casco viejo de la ciudad, en la calle Lipscani, donde el tiempo parece haberse detenido. La calle debe su nombre a los lipscani, aquellos comerciantes que llenaban ese lugar abarrotado por los negustori, los que vendían sus mercancías, especialmente paños y telas, traídas desde Lipsca (de Leipzig).

Allí aún puedes sentir el perfume de antaño. Quedan algunas casas de ladrillo que se resisten al paso del tiempo y algunas tiendas viejas que me recuerdan los días en que pasaba por allí, para visitar la librería, situada en la misma calle, hoy desaparecida. Las pequeñas tiendas con tradición, como las sombrererías, las de marroquinería, las peleterías, las joyerías, o las tiendas de reparación de calzado han desaparecido con el paso del tiempo. Allí los espacios se han diversificado y han aparecido varias cafeterías, terrazas, y pequeños restaurantes.

En el número 55 de la misma calle abrió sus puertas una gran librería, como una casa llena de libros, en un edificio del siglo XIX, de seis plantas. El ambiente lleno de luz, pintando todo en blanco, invita al lector a vivir una nueva experiencia cultural, en el centro de la ciudad, con amplios espacios para la lectura. La librería Carusel-Cărtureşti representa en una nueva exploración artística que ofrece un cambio a una zona poco acostumbrada a los grandes edificios rehabilitados, contando una historia diferente del siglo XXI.

Los antiguos estudios de fotografía que existían en la vecindad se han modernizado, ya no preservan el aire del tiempo. Recuerdo que, cuando era pequeña, mi madre me llevaba allí, al estudio de fotografía de la calle Lipscani para que me tomasen fotos en blanco y negro.

El camino me lleva hacia Caru cu bere, donde la luz de las farolas se convierte en mi guía. Me invaden los recuerdos, me detengo un momento delante del edificio neogótico y, sin darme cuenta, me siento en otra época. Imagino a mi bisabuelo allí, en ese lugar al cual dio vida. Entro por la puerta giratoria, doy algunos pasos, me dirijo a la derecha, y subo la escalera con paso firme, hacia el lugar donde le gustaba sentarse. Allí hay una mesita aislada en un rincón, desde donde se puede ver mejor el interior del restaurante. El paso de la luz por los cristales de las vidrieras inunda el espacio, transfigurando las paredes. Por los vitrales el haz se transforma y se convierte en matices de amarillo, en tonos cálidos de beige y marrón, los enigmáticos colores del desierto.

No obstante, el encuentro nostálgico con la ciudad de mi infancia ocurrió cuando volví a ver la calle donde estaba la casa en que viví y donde pasé los mejores años: strada Mieilor, núm. 26 A. La calle formaba parte de lo que se llamaba antes Mahalaua Vergului, famosa por su Cine Vergu, donde mi padre solía llevarnos, a mí y a mi hermano, a ver las películas con Charlie Chaplin, unas joyas del cine mudo, que dejaron una huella indeleble en mi memoria.

Allí pasé los momentos más felices de mi vida, junto con mis primos. La casa tenía unas vallas de color verde oscuro y un jardín donde jugábamos, a la sombra de un membrillo que daba frutos cada año, situado al lado de una fuente. Era un jardín, construido según el plan de mi abuelo paterno, Eugenio, que estaba cubierto por una bóveda de vid, que ofrecía las mejores uvas y cobijo a la sombra en los días de calor. Debajo de la bóveda de vid pasé horas y horas mirando cómo entraban brillantes rayos de luz por entre las hojas frescas, de color verde claro, creando imágenes a medida que la luz de la tarde se iba extinguiendo. Los colores del viñedo cambiaban y se llenaban de distintos tonos que adquirían durante las estaciones del año. En otoño el color cambiaba de un verde rabioso a un tono más cálido y amable, casi amarillento, anaranjado. La casa tenía también una zona ajardinada, llena de flores, que esparcían su intenso perfume por toda la casa. Hortensias, jacintos, narcisos, boca de dragón, flores de damasquina, de rosa mística, iris, violas, lirios del valle (los preferidas de mi abuela Ana), y una gran bóveda de rosas rojas. Era un verdadero espectáculo convertido hoy en un recuerdo inolvidable de los días felices que pasé en el jardín de la infancia, el jardín de mi abuelo Eugenio. El color de las hojas de vid permaneció en mi memoria. Es quizá el color de los recuerdos de mi infancia.

Ese lugar se perdió para siempre. Unos años antes de la revolución del 98, el dictador Nicolae Ceauşescu decidió derribar las casas de la calle Mieilor para construir nuevos edificios que representasen la gloriosa época del comunismo. La casa de mis recuerdos, lo que un día representó mi universo, desapareció de la noche a la mañana y con ella cualquier huella de lo que fue mi paraíso. “Cualquier lugar que amemos es para nosotros el mundo”, decía Oscar Wilde. Y para mí la casa de la calle Mieilor era mi mundo, hoy un paraíso perdido, como diría Cioran.

A través de los años solo perduran aquellos recuerdos que significaron algo para cada uno de nosotros, y que atesoramos en la memoria como gemas de gran valor. “Puedes reencontrar todo tu pasado en un espacio: una calle, una iglesia, un árbol…”. En los recuerdos que vibran con fuerza en mi memoria perviven hasta hoy el recuerdo de la calle Mieilor, del imponente y majestuoso árbol de membrillo, de la iglesia del barrio, Santos Constantino y Helena, donde fui bautizada. También el pequeño viñedo y el jardín lleno de flores. Refugio y nostalgia. Una nostalgia dolorosa y “una nostalgia feliz”, como la llamaría Eliade, capaz de ayudarte a encontrar en tiempos pasados cosas valiosas, vividas con intensidad, sintiendo no haber perdido nada.

De vuelta a casa, sigo mi camino por el Bulevardul Victoriei, antiguamente llamado Uliţa Mare, hoy día el bulevar más famoso de la capital, como la Fifth Avenue de Nueva York o la calle Serrano de Madrid, donde conviven los edificios antiguos, con historia y los edificios modernos, que invaden el espacio creando, a veces, una grieta en la arquitectura del paisaje. Cerca del Ateneo, obra del arquitecto francés Albert Galleron, está el Museo Nacional de Arte de Rumania, antiguo Palacio Real que domina la Plaza de la Revolución. Junto a la Biblioteca Central Universitaria está la estatua ecuestre, de bronce, del Rey Carlos I, mirando de frente al Palacio Real, testigo de los cambios sufridos por la ciudad, desde los tiempos de la monarquía.

Antes de llegar a casa decido dar un paseo por el parque de mi adolescencia: el Rey Carlos I, proyectado según el plan del arquitecto paisajista francés Édouard Redont. El parque fue inaugurado en 1906 y su nombre se debe a la celebración de los cuarenta años del reinado del monarca Carlos I. También lleva el nombre de Parque de la Libertad. Un parque es siempre lugar de libertad, ocio, descanso, de largos paseos, de encuentro íntimo con la naturaleza, de refugio. Lugar para sentarse en un banco y leer o simplemente mirar.

Mas este parque con jardines y lago representa también un lugar de reflexión y contemplación, lugar de peregrinaje y recogida. Su monumento más imponente, que domina el recinto entero es El Mausoleo, un edificio de granito negro y rojo, donde antes, por el 1906, se encontraba El Palacio de las Artes que tenía en el centro el busto de Trajano y la Loba Capitolina.

Hoy día El Mausoleo está dedicado a la Tumba del Soldado Desconocido que fue erigido en memoria de los 225.000 rumanos que dieron su vida en la guerra, en la lucha para la unificación del país. El monumento, obra de Emil Wilhelm Becker, escultor de la Casa Real de Rumania, fue inaugurado en 1923. El actual mausoleo, obra de los arquitectos rumanos Horia Maicu y Nicolae Cucu, tiene 48 metros de altura, y fue inaugurado en 1963. No hay viajero que no quiera acercarse a conocer su historia y asistir al cambio de guardia, un ritual que se repite cada cuatro horas, por los soldados que aseguran la custodia de La Tumba del Soldado Desconocido. El interior del mausoleo se puede visitar solo un día al año, en el resto de los días reina el silencio.

En la parte alta del parque cualquier peregrino atento puede notar la presencia de un pequeño castillo, popularmente llamado el Castillo de Vlad Ţepes, dado que tiene el mismo estilo que la fortaleza de Poenari, donde vivió el voivoda. Con la Primera Guerra Mundial el pequeño castillo se convirtió en cuartel destinado al cuerpo de guardia de la Tumba del Soldado Desconocido, y actualmente es la sede de la Oficina Nacional para el culto de los Héroes.

Por el Parque Rey Carlos I, el de mi adolescencia, di muchos paseos y aunque conozco cada rincón todavía sigo descubriendo lugares distintos. Me detengo frente al lago para admirar los pequeños patos y captar esa imagen en una foto. En ese mismo parque solían darse cita los jóvenes estudiantes de secundaria, buscando lugares escondidos, recónditos, románticos, a media luz, a la sombra de un árbol.

En un banco del parque se sentó un día un joven adolescente miope junto a otros compañeros de clase. Un Eliade tímido y acomplejado por su mala vista, “sonrojado, confundido y humillado”, al que le incomodaban las miradas de extraños. Arenele Romane, un teatro de verano, donde se representaban espectáculos al aire libre, fue el escenario del encuentro con una joven morena, de ojos negros y sombrero blanco. Él se acercó, la besó y ella, asustada, se levantó casi llorando y se fue en busca de su hermana. La novela del adolescente miope, el diario de juventud del escritor, guarda ese recuerdo de una historia de amor fracasada.

Cada ciudad tiene una luz especial, que siempre entra por una claraboya, por un ventanal. Mirando desde el interior de la casa el mundo de fuera cambia, pero por dentro la historia permanece la misma. De regreso a casa contemplo con curiosidad cómo el haz de luz entra por la ventana, iluminando mi cuarto, las cortinas, abriendo espacio al reflejo sobre una pequeña carpeta beige, con flores grandes, de color marrón intenso. No es una luz cegadora, sino una amable, suave de la tarde. Atravesando los cristales y las persianas, la luz de varios matices se convierte en un precioso tono que siempre me acompañaría en los recuerdos. Mi habitación tenía el color del ámbar, entre amarillo y naranja, translúcido, cálido. Quizá el color de la luz de mi ciudad.

Bucarest es una ciudad de luz cambiante. La ciudadela tiene hoy otro aire, un estilo ecléctico, matices de gris y amarillo, aunque mantiene su espíritu monumental. Hay en el Bucarest perdido y reencontrado un lugar vibrante y cosmopolita, una ciudad de luces, sombras y reflejos. Un lugar con edificios que permanecen como reminiscencias de la época comunista, otros que resistieron desde los tiempos de la monarquía, y los nuevos, de vidrio y hormigón, como también las torres, sky towers, que ofrecen una vista panorámica, de un espacio único.

Cae la tarde sobre Bucarest, termina el día, pero la historia de la capital sigue y cada segundo que pasa ya es recuerdo. La vida frenética de noche, a la luz de los fanales, te invitan a detenerte, a descubrir su encanto, su historia, y su mitología. La de una “ciudad laberíntica” que es también la mía.

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De FRONTERA D, 21/02/2020

Imagen: Parque Carlos I


Friday, February 21, 2020

Querer y no poder


ÁNGEL FERNÁNDEZ-SANTOS

Marco Bellocchio es aficionado a meterse en asuntos que le vienen grandes. Un ejemplo en bandeja, para quien quiera verlo, está en la primera secuencia de El diablo en el cuerpo. El arranque del filme quiere ser una de esas escenas llamadas de choque que definen de un solo golpe el ámbito dramático o poético del filme e imponen a la mirada del espectador las reglas a que ha de atenerse en su seguimiento de las relaciones entre los personajes. La escena inicial de El diablo en el cuerpo está bien diseñada sobre el papel: una mujer, encaramada en un tejado, ofrece síntomas de perturbación psíquica, de que se encuentra en el umbral del suicidio. A un lado y a otro del tejado, los dos futuros protagonistas del filme observan la inminente tragedia y en un instante fugaz cruzan sus miradas a través del horror de su confluencia sobre la mujer suicida. He ahí el eje teórico de la secuencia: esa mirada, que pretende a todas luces decir que algo, demarcado por la irradiación de la imagen de la mujer suicida, va a ocurrir entre quienes se miran, algo angosto y terrible como esa médium, que conduce a sus contempladores a una situación limítrofe con las pesadillas.

La escena, en teoría, es perfecta. Pero, en cine, de la teoría a la práctica hay un abismo. Entra en juego la cámara de Bellocchio, y la poderosa invención dramática queda literalmente aplastada por mediocres, chatas y endebles imágenes de tercera clase, de tal manera que su materialización es ostentosamente inferior a su ideación. Una vez más, el cineasta Bellocchio se muestra muy inferior al ideólogo Bellocchio, y el fabulador, muy por debajo del analista. Ni el tiempo ni el espacio definido por los encuadres ni el contenido -y menos aún el ritmo interior- de esos encuadres alcanza a dar prácticamente ni la centésima parte de lo que la cámara busca teóricamente. A esto hay quien lo llama con elogio desdramatización, cuando hay para radiografiarlo una palabra más antigua y mucho más veraz: incapacidad.

Las manos limpias
Todo el filme es un alarde de pura y simple incapacidad, de un esforzado quiero y no puedo, además de un batiburrillo entre petulantes intenciones, perfectamente visibles, y esporádicos logros, casi invisibles de puro anémicos, todos ellos en ayunas de esa indefinible energía moral que estalla en el interior de una imagen cinematográfica genuina, cuando la ecuación entre su continente y su contenido, entre el espacio sobre el que juega y la cadencia sobre la que se mueve, entre el chorro de signos que emana del actor y el recipiente óptico que los formaliza, conduce a los dominios de la extrañeza, al misterio de la representación, y no -como es el caso de El diablo en el cuerpo- a esa negación de la extrañeza y del misterio que es la enunciación meramente conceptual, no incardinada en actos, en sucesos, en conductas, en relaciones recíprocas entre materias visuales. La novela de Raymond Radiguet, que es una joya de buena malicia y que derrocha al mismo tiempo candor y maña para el uso corrosivo de lo indirecto, es degradada por Bellocchio a un vulgar y esquemático soporte argumental para un tosco, en ocasiones casi penoso, ejercicio de explicitud, es decir, de falta de sentido de lo indirecto. Pero con un agravante: que Marco Bellocchio, queriéndonos ofrecer en su versión de El diablo en el cuerpo la ilusión de que juega con el riesgo del barro humano, atesta la pantalla de guiños ideológicos higiénicos, sin otro destino que el de hacerle a él salir del asunto con las manos limpias. No se sumerge en la dureza del infierno íntimo -el deslizante descubrimiento del amor en el tejado de la locura- que pretende contarnos, porque no lo cuenta, sino que finge con cuquería contarlo. Y la joya de la novela se convierte en un diamante tallado por las manos de un bisutero. Un experto en costurones de esparto no se puede meter impunemente a bordar sedas.

La adaptación de El diablo en el cuerpo, que hace décadas realizó el francés Autant-Lara, no era ni mucho menos perfecta, pero contaba con un deslumbrante juego interpretativo del entonces muy joven Gerard Philippe, al que el actor Federico Pitzakis no consigue otra cosa que elevar por contraste. Para remediar el entuerto de éste y los demás actores, la parte más convincente del pretencioso y frustrado filme se la lleva la presencia de la actriz Maruschka Detmers, mujer muy bella y, aunque limitada a dos o tres intensos gestos que prodiga con exceso -y de esa falta de medida es responsable su director-, una más que aceptable actriz, que sabe mirar a la cámara, sostener un primer plano y dar verdad a la mentira que protagoniza.

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De EL PAÍS, 20/12/1986


Friday, February 14, 2020

Días del hueso roto


Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Ni cuando murieron mis padres me llevaron apoyado en brazos. Ahora, con el roto peroné, me cuidan en el hielo, mi barba blanca se hace más. Ottis Redding suena en el tocadiscos. El piso de madera muestra migas de pan. Había, no hace mucho, un ratón y lo maté. Eliminé la única compañía del invierno y el hueso quebrado.

Laura preparó un caldo de pollo para mí. Hijas, hermanas, amigos, todos se desviven por comprar cosas, distraerme, acompañarme. Tatiana dice que cuando me cure podemos bailar. Si me atacan ahora, me matan. Por eso ni llave he puesto; la puerta dejo abierta pero tarda el tiempo de los asesinos.

Salí con mi hija menor, a ver su nueva casa en una colina de Denver desde la que se ve el centro. La vida pasó. Me llevaron una silla y me senté como abuelo a observar. Casi una canción de Cafrune: el tata está viejo. Presagios, todavía no realidades. Accidentes, no sentencias. Todavía.

La vida me obliga a distraer el tiempo con escritura. A continuar la novela que sucede en un río al sur, donde los hombres deambulan entre el hielo y el meco.

Bob Dylan canta a Ramona. And someday, maybe, Who knows, baby, I'll come and be cryin' to you. Esta nostalgia se arrastra igual al ron, con pendencia y con pena. Alma en pena. Fantasma, espectro. Las calaveras cargan niños a la pila del bautismo. Remueven la sábana que cubre el rostro: el niño de la calavera está muerto. Lloran las lloronas, plañen las plañideras. Canta Leonardo Favio, se burla Hans Holbein, se suicida Bosch. Who knows, baby. Anna, quién sabe, tal vez, quizá, si Sumy despierta luego de la explosión atómica, si por el camino rural corre el perro de tus padres y orina sobre un sucio cartel de Stalin.

El hielo cruje si lo ajustan los pasos. Parece diamante. Leo poemas de Agostinho Neto. Hay diamantes en Angola; hielo frente a mi casa. Los hombres trafican hielo en la frontera, cargan a los niños con bultos pesados de whisky Cutty Sark. Alma de los marineros. El pintor Turner frente al mar, pintando borrascas mientras fornica. El genio tiene verga y la verga lleva alma. Falta corazón. Corazón, corazón, dice Pedro Vargas en el bolero. Invade la música. Viene la tormenta del invierno con cánticos, suplicios medievales, el hueso al romperse suena como una nuez, similar a un huevo presto a ser mezclado con cecina. Hay seis sillas. Cinco vacías. Treinta vasos y veintinueve sin beber. Se rompe el vaso y sale la sangre color de carmenere, o más liviana, de pinot noir. Se escurren seis litros y traen palidez, la blanca sombra del mediodía, donde no se puede ver de frente al sol. Ceguera. Los políticos eructan. Caen aviones, vuelan misiles. Quiero estar desprotegido pero me da pereza remover el techo. Saldré al mundo destruido ya, con una pierna; entonces no necesitaré dos.

Podemos bailar. Claro que sí. Nunca dejé de bailar. Y nunca aprendí a bailar lento, uno dos, uno, dos. Apenas aprendo a caminar, balbucean los pies, extrañan las garras del antepasado, la cola del mono. Cuán pobres nos hemos vuelto, en qué nos convertimos. Recurro a mis gramos neandertales y llego arrastrado a la cama buscando unos pies, uñas pintadas de rojo, medias inglesas de lunares negros.

Suponen que Francine falleció. La vi saltar, treinta y tres años atrás por el balcón. No quedó rastro de su cuerpo. Algo de concreto roto y perfume. Voló. Los fascistas acicalaban los fusiles y caminé entre ellos casi ebrio. La baba producía humo, ácido de perro rabioso. Me frotaron con ramas de molle, como a perol de chicharrón, y disimulé que me había puesto feliz. Desaparecí en aviones, para siempre, nunca más vieron si sonreía o hacía muecas, si me había vestido de dandy o de arlequín.
14/02/20


Wednesday, February 5, 2020

K


GEORGE STEINER

Franz Kafka murió en 1924, después de haber publicado varios relatos y fragmentos. Para un círculo de amigos —Max Brod, Franz Werfel, Felix Weltsch, Gustav Janouch— fue un hecho profundamente sentido. Su tímida y acribillada ironía y la probada inocencia de su charla y modales habían edificado una imagen encantadora. Aunque, a fin de cuentas, la palabra kavka no significa nada más que grajo. Menos de veinte años después, cuando Kafka habría estado al final de la cincuentena, Auden escribiría, sin buscar la paradoja ni la perplejidad:

Si hubiera de citarse al autor que más se aproxima a nosotros con aquella misma relación que con sus contemporáneos tuvieron Dante, Shakespeare y Goethe, el primero en que se pensaría sería indudablemente Kafka.

Y desde la atalaya de su certidumbre dogmática y obra prodigiosa, Claudel pudo afirmar: «Aparte de Racine, que es para mí el escritor más grande, hay otro: Franz Kafka». Una inmensa montaña de literatura se ha levantado en torno de un hombre que durante toda su vida no publicó más que media docena de relatos y bocetos. A Franz Kafka: Eine Bibliographie, de Rudolf Hemmerle (Munich, 1958), que consigna unas 1.300 obras de crítica y exégesis, hay que añadir la valiosa lista de «Biografía y Crítica» de Franz Kafka Today (Madison, Universidad de Wisconsin, 1959) Die Kafka Literatur, de Harry Järv y la reseña de los artículos y estudios más recientes de Franz Kafka: Parable and Paradox, de Heinz Politzer. El catálogo de Järv llena cerca de 400 páginas y nos informa de que de Brasil a Japón difícilmente puede encontrarse un idioma de consistencia o cultura literaria sin sus correspondientes traducciones y comentarios de Kafka. La Unión Soviética ofrece una excepción significativa. De vuelta a la patria, procedente de la Europa occidental, Victor Nekrasov, una de las voces más maduras entre los jóvenes escritores rusos, afirmó que nada le había avergonzado más o revelado más claramente la parcialidad soviética que el hecho de no haber sabido de Kafka anteriormente. Su sólo nombre se ha convertido en un santo y seña para entrar en la casa de la educación.

Todo este tumulto de voces críticas produce cierto disgusto a algunos de sus tempranos admiradores. No miran con buenos ojos ese reparto dispar de un tesoro y un reconocimiento compartidos antes por unos cuantos. En su altivo ensayo La fama de Franz Kafka, Walter Muschg, un maestro de la retirada, lamenta: «Ni siquiera un poeta tan solitario como Kafka puede evitar la deformación de convertirse en una sombra proyectada sobre la muralla del tiempo». Gracias a la publicación póstuma que Max Brod hizo de sus tres novelas (dos de ellas incompletas), publicación llevada a cabo contra los deseos expresos del propio Kafka, los valores cabalísticos y las intimidades del arte kafkiano se han convertido en tierra de todos. Para aquellos que recuerdan la aureola reservada y extraña del hombre, la imagen actual debe de resultarles exagerada y minimizadora. La gloria arrastra consigo la tiniebla.

El mismo Kafka dio pie a los que ven en su obra un pergeño fragmentario y esencialmente privado:
Max Brod, Felix Weltsch, todos mis amigos, se apoderan de lo que he escrito y me sorprenden con un contrato editorial firmado y rubricado. No quiero causarles ningún embarazo, de modo que acaban publicándose cosas que no fueron al principio más que fragmentos privados o diversiones. Vestigios íntimos de mi fragilidad humana son impresos y hasta vendidos, porque mis amigos, y Max Brod sobre todo, están empeñados en hacer literatura de ellos, y también porque no soy bastante fuerte para destruir esos testimonios (Zeugnisse) de mi soledad.

Pero de pronto, con subversión y calificación características de su significado, añade: «Lo que he puesto aquí es, naturalmente, una exageración».

Hoy no podemos comportarnos como si el peso de Kafka estuviera respaldado sólo por sus relatos tempranos y botones de prosa expresionista. El proceso (1925), El castillo (1926), América (1927) y los cuentos publicados en 1931 han proporcionado a la imaginación moderna algunas de sus formas principales de percepción e identidad. Apelando a la terminología parabólica de Kafka, hemos de procurar que la muralla china de la crítica no aprisione la obra, que el mensajero pueda pasar por las puertas del comentario. Las intimidades prematuras y el sentido inicial de la posesión son irrecuperables. No debiera oscurecerse el hecho capital: Kafka produce una sombra tan grande y es objeto de una empresa crítica tan multitudinaria porque (y sólo porque) el laberinto de sus significados se abre, por sus esclusas secretas y difíciles, a las amplias vías de la sensibilidad moderna, a lo que en nuestra posición resulta más apremiante y de importancia. Absurdo sería negar la cualidad profundamente personal del laberinto kafkiano; aunque bajo aspectos maravillosos en su núcleo, promueve infinidad de enfoques, de procesos de penetración. Aquí radica la fuerza de lo que dijo Auden. El contraste entre la generalidad de exposición y forma clásica que advertimos en Dante y Goethe y el modo encubierto e idiosincrásico de Kafka denota el tenor de la época. Escuchamos un eco en formación en nuestro discurso modulado a la manera de código lleno de silencio y paradoja desesperada.
A menudo sus glosas políticas hechas a propósito son ingenuas; se vienen abajo cuando comienzan a distinguir entre lo partidista y lo profético. Sin embargo, con el tiempo ha resultado evidente que gran parte de su «trasrealismo» y su elusión de la realidad del enfoque, elusión paralela a su tendencia a una economía y una lógica de la alucinación, derivan de una observación precisa e irónica de las circunstancias históricas locales. Detrás de las exactitudes de pesadilla en que nos sumen los planteamientos kafkianos se encuentran la topografía de Praga y el imperio austrohúngaro en decadencia. Praga, con su pasado de prácticas cabalísticas y astrológicas, con su densidad de sombras y callejuelas laberínticas, es inseparable del paisaje de las parábolas y narraciones de Kafka. Poseía un agudo sentido de los recursos simbólicos acumulados y al alcance; durante el invierno de 1916-1917 vivió en la Zlatá ulička, el callejón dorado de los alquimistas del Emperador, y no hay necesidad de negar la asociación que puede establecerse entre el castillo de la colina Hradčany y el de la novela. Los fantasmas de Kafka tenían sólidas raíces locales.

Más aún, como ha argüido Georg Lukács, en las invenciones de Kafka hay retazos específicos de crítica social. Su visión radical de la esperanza es sombría; tras el avance del proletariado revolucionario advierte el medro inevitable de la tiranía y la demagogia. Pero su experiencia de las leyes y su relación profesional con los accidentes y remuneraciones industriales nutren su aguda visión de las relaciones de clase y de las realidades económicas. En última instancia, la representación gráfica de una burocracia malévola y no obstante impotente es el eje de El proceso. Con el intuitivo precedente de Bleak House de Dickens, la novela se convierte en un mito demoníaco del formulismo. El castillo es algo más que una amarga alegoría de la burocracia feudal austrohúngara; pero esa alegoría está implícita. Y como muestra Politzer, el sentido de la máquina industrial en tanto que fuerza destructora y abstractamente maligna perseguía a Kafka y encontró terrible realización en En la colonia penitenciaria. Kafka no sólo es heredero de la maestría en la distorsión figurativa propia de Dickens, sino también de su ira contra la anonimia sádica de lo oficinesco y asambleístico.

La auténtica política de Kafka, sin embargo, y su paso de lo real a lo hiperreal, se encuentran en lugar más profundo. Es, en un sentido literal, un profeta. Un caso al que el vocabulario de la crítica moderna, con su presunción profana y cautelosa, tiene difícil acceso. Pues el hecho clave al respecto es la posesión de una premonición espantosa, el hecho de haber visto hasta la meticulosidad la amalgama del horror. El proceso exhibe el modelo clásico del estado de terror. Prefigura el sadismo furtivo y la histeria que el totalitarismo desliza en la vida privada y sexual, el hastío sin rostro de los asesinos. Desde que Kafka se puso a escribir, la llamada nocturna ha sonado en puertas sin número y el nombre de aquellos que son arrastrados para morir «¡como un perro!»* es legión. Kafka profetiza la forma contemporánea de aquel desastre del humanismo occidental que Nietzsche y Kierkegaard habían contemplado como una incierta mancha negra en el horizonte.

Valiéndose de un presentimiento de las Memorias del subsuelo, de Dostoievski, Kafka dibuja la reducción del hombre al estado de sabandija atormentada. La metamorfosis de Gregorio Samsa, que fue considerada sueño monstruoso por aquellos que primero tuvieron conocimiento del cuento, había de ser el destino literal de millones de seres humanos. La palabra exacta para sabandija, Ungeziefer, es un latigazo de clarividencia; así designaban los nazis a los gaseados. En la colonia penitenciaria no sólo entrevé la tecnología de las fábricas de muerte, sino también esa paradoja especial del moderno régimen totalitario: la colaboración sutil y obscena de víctima y verdugo. Nada de cuanto se ha escrito acerca de las raíces internas del nazismo puede compararse, en lo relativo a la exactitud de percepción, con la imagen kafkiana del torturador que se introduce de manera suicida entre los engranajes del aparato de tortura.

La visión de pesadilla de Kafka puede haber derivado perfectamente de los escarnios privados y las neurosis. Pero eso no disminuye su importancia siniestra, la prueba que da de que el gran artista posee antenas que captan esencias que sobrepasan la orilla de lo presente y convierten lo oscuro en diáfano. La fantasía se convierte en hecho concreto. Algunos miembros de la familia de Kafka encontraron la muerte en los hornos crematorios; Milena y Greta B. (que pudieron haber tenido hijos de Kafka) murieron en campos de concentración.

El mundo del este y el judaísmo de la Europa central, en que el genio de Kafka se encontraba tan a sus anchas, quedó reducido a cenizas.

No menos que los profetas, que se quejaban del peso de la revelación, Kafka fue perseguido por las intimaciones específicas de lo inhumano. Observó en el hombre el nacimiento de lo bestial. Las murallas de la vieja ciudad del orden se habían erguido ominosas con la sombra de la ruina próxima. De manera críptica hizo notar a Gustav Janouch que «el marqués de Sade es el verdadero santo patrón de nuestro siglo». Kafka encontró Buchenwald en el hayedo. Y al otro lado no distinguió ninguna necesaria promesa de gracia. Politzer dice de En la colonia penitenciaria:

El verdadero héroe del relato, el «aparato singular», sobrevive a pesar de su destrucción, inconquistado e inconquistable. Kafka no encontró un final para las visiones de horror que le perseguían.

O, como el mismo Kafka escribió en un aforismo redactado en 1920: «Unos niegan el infortunio señalando el sol; él niega el sol al señalar el infortunio».

Esta negación del sol está implícita en la ambigua mirada que Kafka vierte sobre la literatura y sus propios escritos. Su deficiencia evoca el motivo del Antiguo Testamento de los tartamudos afligidos por el mensaje divino, de los videntes que quieren esconderse de la presencia y arrobo de la Palabra. En 1921 habló a Brod de la imposibilidad de no escribir, la imposibilidad de escribir en alemán, la imposibilidad de escribir de modo diferente. Se puede añadir una cuarta imposibilidad: la imposibilidad de escribir.

Esa cuarta imposibilidad era la tentación suprema. Politzer analiza con tacto magistral el intrincado juego a que recurría Kafka con su legado: «Todo esto sin excepción existe para ser quemado, y te ruego que lo hagas lo antes posible». Brod replicaría: «Permíteme decirte que no cumpliré tus deseos». Kafka nombró a Brod ejecutor de su voluntad y reiteró la súplica de que todo, salvo lo poco publicado que tenía, fuera destruido. Hasta las obras impresas quedaron ambiguamente condenadas: si desaparecieran todas se cumplirían mis verdaderos deseos. Sólo que, dado que existen públicamente, no quiero impedir que las conserve el que quiera hacerlo.

Politzer dice que el ideal kafkiano de la perfección formal y estilística era tan riguroso que no tenía en cuenta ningún compromiso. Las novelas e historias incompletas eran imperfectas y debían perecer por ello. Sin embargo, al mismo tiempo el acto de escribir había sido para Kafka la única vía de escape de la esterilidad y anquilosamiento que sufría en su vida personal. Luchaba, en una irreconciliable paradoja, por «una libertad que no tiene palabras, una liberación de las palabras» que sólo podía alcanzar por medio de la literatura. «Existe la meta, mas no el camino», escribió; «lo que llamamos camino es la duda». En una iluminadora lectura de Josefina la cantora o El pueblo de los ratones (una de las leyendas kafkianas más profundamente veladas), Politzer muestra la equivocación de Kafka respecto del necesario silencio del artista. El narrador está desconcertado: «¿Extasía su canto o se trata del solemne silencio que envuelve su débil vocecita?».

Pero podemos ir más allá. Kafka conocía la advertencia de Kierkegaard: «Un individuo no puede ayudar ni salvar una época: sólo puede decir que está perdida». Veía la inminencia de la época inhumana y trazó los rasgos de su rostro intolerable. Pero la tentación del silencio y la creencia de que en presencia de ciertas realidades resulta el arte trivial o impertinente tenían también su peso. El mundo de Auschwitz se encuentra fuera de la palabra y fuera de la razón. Hablar de lo inefable es arriesgar la supervivencia del lenguaje en tanto que creador y portador de verdades humanas y racionales. Las palabras saturadas de mentiras y atrocidades difícilmente pueden resumir la vida. Aprensión que no tenía solamente Kafka. El miedo a la erosión del logos, a la victoria de la letra sobre el espíritu se encuentra de manera incisiva en la Carta de lord Chandas, de Hofmannsthal, y en las polémicas de Karl Kraus. El Tractatus de Wittgenstein y La muerte de Virgilio, de Broch (que, en parte, pueden ser leídos como glosas del problema de Kafka) están atravesados por la autoridad del silencio.

La cuestión del silencio está expuesta en Kafka de manera más radical. Esto le da su lugar ejemplar en la literatura moderna. ¿Debería rendirse el poeta? ¿Es todavía posible la voz literaria, que entre todas las cosas es la más humana, en un tiempo en que los hombres son forzados a escarbar o chillar sus tormentos como escarabajos y ratones? Kafka sabía que en el principio era la Palabra; y nos pregunta: ¿y en el final?

En este lugar cobra importancia su judaísmo Muchos aspectos de ese judaísmo han sido explorados por críticos y biógrafos. Poco más podría decirse de la deuda que tenía con las tradiciones gnóstica y jasídica, de su vívido aunque caprichoso interés por el sionismo, de la inquieta nostalgia de la cohesión emocional de la comunidad judía oriental; nostalgia que le hizo decir a Janouch:

Me gustaría correr hasta los pobres judíos de la aljama, besar el borde de sus vestidos y no decir palabra. Sería completamente feliz si soportasen en silencio mi presencia.

El orgullo de Kafka y su profética afirmación de que quien «hiere a un judío mata al Hombre» (Man schlagt den Juden und erschlágt den Menschen) son bien conocidos. Pero queda por hacer lo más difícil: la ubicación de las obras y los silencios de Kafka en el contexto de las relaciones de la sensibilidad judía con la literatura y los idiomas europeos.

El estudio de Politzer es un prólogo indispensable. Aunque insuficiente en su tratamiento de las fuentes del estilo de Kafka (Robert Walser es mencionado una sola vez), va más allá que cualquier investigación anterior señalando su escrupulosa artesanía y medios técnicos. Ninguna lectura responsable que de él se haga podrá ignorar lo que dice su autor de la factura de las novelas, de las sucesivas etapas de composición, de las costumbres kafkianas en cuanto al trabajo. Este estudio paciente e inteligente ha realzado con justicia el métier de Kafka.

Pero los juicios de Politzer carecen de constancia crítica y filosófica; no hacen hincapié en el meollo exacto. La situación lingüística de Kafka era precaria. Las condiciones de la minoría judía germanohablante que vivía en Praga agudizaban la característica sensación de soledad y complejidad laberínticas. El alemán de Kafka era chirriante para los oídos checos; a menudo se sentía culpable de no utilizar sus fuerzas intelectuales en el renacimiento de la literatura checa y la conciencia nacional, culpa que descuella durante su encuentro con Milena. Y sin embargo, al mismo tiempo, su judaísmo encaraba la creciente pujanza del nacionalismo alemán. Kafka advertía con disgusto que el alemán hablado por los estudiantes y negociantes alemanes que visitaban Praga le resultaba extraño, que era, inevitablemente «el idioma de los enemigos». El judío de clase media, por haber renunciado al medio checo y haber adoptado el idioma alemán, mantenía la esperanza de su emancipación, de reincorporarse a los valores liberales de Europa. Kafka sabía que tal esperanza era vana.

Lo esencial está más allá de las circunstancias locales. El judío europeo llegó tarde a la literatura profana, a los predios de las «mentiras verdaderas» que son la poesía y la ficción. Por todas partes no había hecho sino encontrar idiomas emancipados de perspectivas y realidades históricas extrañas a él. Las palabras verdaderas pertenecían a la herencia de la cristiandad eslava o latina, convertida en columna del poder y la estima. Donde abandonaba lo hebreo y atravesaba el Jüdisch-Deutsch para desembocar en las lenguas vernáculas europeas, la sensibilidad de los judíos orientales tenía que acomodarse a las medidas de sus opresores. Los idiomas codifican inmemoriales reflejos y giros de sentimiento, remembranzas de actos que trascienden el recuerdo individual, cotas de experiencia común tan sutilmente decisiva como las cotas del cielo y la tierra en que una civilización madura. Un foráneo puede amaestrar un idioma como un jinete doma su montura; pero raramente iguala al poseído de ese movimiento indefinido y subterráneo. Schönberg desarrolló una nueva sintaxis, una convención de expresión inviolada por usos anteriores o extraños. Los escritores judíos del período romántico y los del siglo XX fueron menos radicales. Hicieron lo posible por soldar el genio de su legado y la propiedad de sus condiciones sociales e históricas con un idioma prestado.

La relación entre el escritor judío y el escritor alemán era peculiarmente tensa y problemática, como si contuviera presagios de la catástrofe última. Como dice Theodor Adorno de Heine:
La fluidez y claridad que Heine tomó del habla corriente constituyen el punto opuesto de la seguridad (Geborgenbeit) ante un idioma. Sólo el que no está familiarizado con un idioma lo utiliza como un instrumento.

En el diario de Kafka de 1911, bajo la fecha del 24 de octubre, se percibe la alienación que sentía respecto de su propio idioma:
Ayer se me ocurrió que tal vez yo no hubiera querido nunca a mi madre como se merecía, y como hubiera podido quererla, porque el idioma alemán me lo impedía. La madre judía no es una Mutter, llamarla Mutter le da un aire levemente cómico […] para los judíos Mutter es algo netamente alemán, inconscientemente encierra, junto con el esplendor cristiano, la frialdad cristiana; la mujer judía a quien se llama Mutter no nos parece por tanto solamente cómica, sino también fuera de lugar […]. Creo que sólo el recuerdo del gueto mantiene la instrucción de la familia judía porque también la palabra Vater está lejos de representar al padre judío.

Podemos leer el último relato de Kafka, «La construcción», como una parábola del extrañamiento, del artista afirmado en su idioma. Por mucho que anhele refugiarse en la domeñada intimidad de su arte, el constructor perseguido sabe que hay un agujero en la pared, que lo exterior está esperando para abocarse (geborgen y verborgen expresan la profunda relación lingüística entre estar a salvo en casa y estar a buen recaudo en un escondrijo). Kafka estaba dentro de la lengua alemana como un viajero en un hotel: una de sus imágenes clave. La casa de las palabras no era ciertamente la suya.

Ése era el impulso que se formaba detrás de su único estilo, detrás de la economía y desnudez fantástica de su literatura. Kafka desviste al alemán hasta los huesos de significado directo, desechando, siempre que puede, el envolvente contexto de resonancias histórica, local y metafórica. Del fondo del lenguaje, de sus depósitos de acumuladas superposiciones verbales, coge sólo lo que puede apropiarse estrictamente para su propio uso. Coloca retruécanos en lugares estratégicos, porque el retruécano, a diferencia de la metáfora, chisporrotea sólo hacia dentro, sólo hacia la estructura accidental del idioma mismo.

El lenguaje de En la colonia penitenciaria o de Un artista del hambre es milagrosamente translúcido, como si hubieran sido borradas la riqueza y matización de los precedentes históricos y literarios del alemán. Kafka pulía palabras como Spinoza pulía lentes; una luz exacta pasa por ellas sin distorsionarse. Aunque a menudo hay en el aire cierto enrarecimiento, cierta frialdad. Ciertamente, Kafka puede verse como una advertencia que se hace al genio judío de la probabilidad de que será en lo hebreo y no en la confusión de otras lenguas donde tendrá que echar raíces una literatura judía.

Lo extremo de la posición literaria de Kafka, junto con lo corto y tortuoso de su vida, hacen más notable la centralidad y estatura representativa de su acabado. Ninguna otra voz ha sido testigo más veraz de las tinieblas de nuestro tiempo. Kafka observó en 1914: «Encuentro ofensiva la letra K, casi nauseabunda, y sin embargo, la sigo utilizando, pues debe ser característica mía». En el alfabeto del sentimiento y la percepción humanos, ahora esa letra pertenece invariablemente a un solo hombre.

* En El Proceso, palabras finales de Joseph K. (N. del T.)
En Lenguaje y silencio

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De MAL SALVAJE, 04/02/2020


Sunday, February 2, 2020

GUILLERMO HOUSE - ese escritor que pocos conocen


CARLOS RAÚL RISSO

“El Último Perro” se titula una novela aparecida en septiembre de 1947 publicada por Emecé Editores S.A., que en el término de cuatro años produjo siete ediciones, y que recibió el Primer Premio Nacional de Literatura correspondiente al trienio 1945/47. A seis años de su aparición se decía sobre el particular: “El Último Perro constituye el máximo acontecimiento registrado en las letras argentinas durante los últimos tiempos, con sus ediciones sucesivas y el éxito de público sin precedente alcanzado, que le otorgan proporciones indiscutidas de indisputado best-seller”. Sí, leyeron bien, aunque la palabra no suene nuestra, hace ya sesenta años se la tildaba con un extranjerismo que remite a las más vendida, la más leída, la mejor. Curioso, ¿no? para una obra criolla.

Y por si esto fuera poco, su atrapante texto sirvió para que se transformara en película, siendo un éxito del cine argentino, en tiempos que nuestra cinematografía tenía un esplendor ponderado en esta parte de América. Le correspondió a Hugo del Carril encarnar al mayoral de diligencia -personaje central de la novela-, en el film que dirigió Lucas Demare.
Pero… ¿y su autor? ¿Qué sabemos de él? En realidad, poco, muy poco…

Su nombre: Guillermo House, así el que aparecía en las publicaciones, pero… era un seudónimo que camuflaba al verdadero Agustín Guillermo Casá, quien había nacido en Buenos Aires el 9/02/1884, en el hogar de Adela Nicholson y Agustín Casá.

Sabemos también que su profesión era la de militar, habiendo ostentado el grado de Teniente Coronel.

Casado con María Mercedes Mulleady, se prolongó en tres hijos: Teresa, Agustín y Guillermo, teniendo establecida su residencia sobre Avda. Santa Fe en la ciudad Capital.

Sus otros hijos, los literarios, fueron muchos, algunos son: “Del Llano y la Montaña” -cuadros, semblanzas y consejos de tierra adentro- (1922); “Alma Nativa” -ensayos, cuadros y evocaciones- (1923); “Cuentos Argentinos” (1935); “El Ocaso de los Gauchos” (1938);  “El Paisaje en la Sangre” -una edad novelada- (1938); “La Tierra de Todos” -novela- (1944); “El Último Perro” -novela- (1947); “La Sombra Aquella” -pequeña novela- (1949); “El Fortín de los Hombres sin Miedo” -cuentos- (1954); “Anselmo Coronel” -novela- (1955).

Hasta aquí diez obras; pero… Carlos Paz en su elogiable “Efemérides…”, le adjudica otros títulos, de los que desconocemos el contenido y la fecha de edición: “Romance de la lluvia mansa” y “Clotilde Gamarra”.

Su laureado “El Último Perro” está situado en tiempo de los malones, de campo abierto, de postas y galeras; de tiempos en que había que tener bien puesto el coraje para adentrarse en esa pampa que no nos pertenecía.

Si nos guiamos por el bosquejo editorial, el libro “describe la vida áspera, fatigosa, llena de peligros, de un núcleo reducido de hombres y mujeres, reunidos por la fatalidad en un lugar desolado, en la mitad de , la Posta de Lobatón. La diligencia es otro de los protagonistas de esta historia. Su llegada y su partida son como movimientos del secreto corazón de la Posta, cuya vida se renueva con su presencia. Pinta con hondura, y en su obra se trasluce el misterio la trascendente monotonía de la pampa, pocas veces tan penetrantemente captados por un libro”.

Por nuestra parte decimos que en todos sus libros House demuestra una pluma realista, veraz en sus relatos y descripciones, mostrándose como un hombre muy conocedor de la vida paisana y los sucesos históricos, porque si lo que cuenta es pura creación literaria, bien que como él dice puede ser la narración de un hecho histórico. La lectura de sus textos atrapa y mágicamente traslada al lector al tiempo y el lugar del suceso.

De lo que tenemos visto su último libro puede haber sido “Anselmo Coronel”, novela gaucha ambientada en circunstancias parecidas a las de “El Último Perro”.

A nuestro entender tiene una dedicatoria que juzgamos magistral; dice Envío En El Tiempo: A los “guasos” de caballería, siempre en la vanguardia. A los infantes, firmes, con las chuecas como loro… A los gauchos de mi tierra campa. A todos aquellos que hicieron la Patria, conquistando el desierto”.

Cierto que “con el diario del lunes” todos somos sabios, pero creo ver en lo transcripto, como una despedida, como una reverencia a los antecesores en la vida de armas, como un homenaje a los admirados gauchos que retrató en su pluma.

Fue un escritor “enamorado de las cosas nobles de su tierra a la que, desde la niñez, aprendió a querer entrañablemente”.

La lectura de su “Anselmo Coronel”, apasionante y atropellada, nos hizo pensar que estábamos viendo una película; así de patente su relato.

Llegará un día (¿llegará?), en que los editores (privados u oficiales), comiencen a reeditar éstas y tantas obras de otros autores que -a veces- solo conocemos los que estamos en esta materia, como una forma de revivir grandes autores sin tener que buscar buenas plumas allende los mares o cruzando fronteras; será también una forma de reafirmar nuestra identidad.

Pronto se cumplirán 50 años, de aquel 21/09/1962, en que a los 78 años, Don Guillermo House o Don Agustín Guillermo Casá, inició el viaje hacia el silencio.

Aventuramos que quizás su profesión militar fue un tanto incompatible con su actividad literaria, y de allí la falta de información, de notas, de artículos que de él hablen. 

Sea esta evocación nuestro agradecimiento y modesto homenaje a, “ese escritor que pocos conocen”.

La Plata, 30 de abril de 2012


(Publicado en Revista "De Mis Pagos" - digital - Nº  44)


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De ESCRITOR COSTUMBRISTA, blog del autor


Sergio Pitol y la nariz de la prosa rusa


JORGE BUSTAMANTE GARCÍA

Sin duda la lectura de Victor Shklovsky y Mijaíl Bajtín fue importante para el viraje que experimentó la escritura de Sergio Pitol en los años ochenta del siglo pasado, pero mucho más importante y decisivo fue lo que aprendió de Chéjov, Gogol y Tolstoi desde muchos años antes, factor que sólo vino a conjugarse de manera afortunada con las ideas que halló en los dos teóricos rusos. De esa confluencia feliz nació Domar a la divina garza, en donde la presencia de Bajtín y Gogol es prácticamente literal desde las primeras páginas.

Nikolai Gogol es el más bajtiniano de los escritores rusos. Suena extraño, pero así es. Miguel Triestes llegó a pensar que podría ser una soberana tontería semejante aseveración, porque sería como afirmar que alguien pueda estar impregnado del espíritu de otro que vivirá cien años después. Tal vez sonaría más aceptable proclamar que Bajtín es el más gogoliano de los teóricos rusos, ya que de hecho se fundamenta en muchos de los relatos de Gogol para ilustrar su teoría. Tal vez ambas aseveraciones tengan algo de verdad. Bajtín sabía que el humor corrosivo de Gogol, su veta satírica arraigada en lo más hondo de lo popular, produce la risa que degrada lo supuestamente elevado hasta convertirlo al plano terrenal. Y de ahí a lo carnavalesco de Rabelais no hay más que unos cuantos pasos. Y a Pitol, que desde sus años moscovitas se había convertido en un adicto de Gogol, que tomaba notas de todo lo que surgiera alrededor del autor de El abrigo, incluso con la secreta intención de escribir una novela policíaca en donde el ultra enigmático escritor de Soróchinetz podría ser la víctima, el investigador o el asesino, no podía pasársele la oportunidad de juntarlos en la historia que estaba urdiendo en esos años.

Miguel Triestes siempre se ha quejado de no haber tenido la oportunidad de preguntarle a Pitol si el proyecto de esa novela policíaca siguió su curso y si en ella Gogol es la víctima, el investigador o el criminal, o las tres cosas al mismo tiempo. Tal vez. Todo podría esperarse de un personaje como Gogol. De la atracción de Pitol por Gogol no hay la menor fisura, lo leyó casi a la par con Chéjov; con parecida predilección y arrebato, ha asistido a numerosas representaciones de sus piezas y ha mantenido su veneración, a través de los años, por el joven amigo de Pushkin: “Gogol es uno de mis gigantes, lo leo y releo con fruición. Soy consciente de que Tolstoi y Chéjov son más grandes que él, no los cambiaría por nadie, he encontrado en ellos caminos de salvación; en cambio, la pasión por Gogol tiene otra tesitura, un tanto enfermiza, más pegajosa y oscura; un excéntrico y genial escritor que en un momento determinado, a saber por qué y cuándo, se volvió o fingió loco.”

Gogol es uno de esos “raros” que le encantan a Pitol. ¡Gogol, Gogol, Gogol, cuántas cosas significa ese vocablo! Significa en ruso somormujo, nombre común de diversas especies de aves podicipediformes acuáticas de plumaje castaño y blanco según reza el diccionario, de pico muy puntiagudo y patas con dedos lobulados y adaptados al agua, que anidan en plataformas flotantes de embalses y lagos. Al nadar se asemejan a los patos, pero los podemos diferenciar porque aparentan no tener cola. La frase caminar como un gogol (xodit gógolem) denota pavonearse, engallarse. Existe también la voz cercana por su sonoridad gógot o gogotanie que unas veces puede ser graznido y otras carcajada y que puede convertirse en el verbo gógotat, graznar o carcajearse, algo que le puede pasar a cualquiera al leer El inspector general, o La nariz o El capote. Gogol, la nariz de la literatura rusa, por donde respiraron no sólo todos los grandes escritores de ese dominio extenso, desde el mismo Pushkin hasta Nabokov, sino también los de otras lenguas y países, entre ellos Pitol, uno de sus adictos mayores y más solventes, que ensayó su vida y su obra en una novela rara y singular de estirpe gogoliana.

Cada época ha leído a Gogol a su manera; hay diferencias en cómo se le ha leído a través de las décadas. Sus contemporáneos lo leyeron, tal vez, por “encima” de Sterne, de Scott, de Hoffman, de sus numerosos epígonos. Cuando Pushkin leyó Veladas cerca de Dikanka no pudo menos que expresar que había quedado asombrado, como lo escribió hacia 1832: “Hay aquí auténtica alegría, sincera y natural, sin afectación, sin florituras. Y en ciertos pasajes, ¡qué poesía! ¡Qué sensibilidad! Todo esto es tan insólito en nuestra literatura actual que aún no he vuelto en mí.” Luego se le percibía a través del prisma de las visiones críticas de Belinsky y, en menor grado, de los eslavófilos menores. Se convirtió en un clásico. En la época soviética se leyó a un Gogol adaptado y asimilado. Leemos y podemos leer a Gogol en el contexto de la literatura clásica rusa, en el de la obra de Bulgákov, de Zoschenko, de Andrei Bieli, de la tradición del absurdo ruso y occidental, de Kafka, del postmodernismo, del realismo mágico. De este último fue el precursor remoto, más de 120 años antes que el Boom latinoamericano.

La presencia de Gogol flota a través de todas las 194 páginas de Domar a la divina garza. En su visita a la URSSS en mayo de 1986 fue que nació la idea en Pitol de que la sombra de Gogol impregnara la novela que planeaba escribir. En sus apuntes de esos días, después metamorfoseados en El viaje, explica cómo se dio ese trasvase. Gogol salpica algunas páginas de ese diario. Pitol viaja, ve a sus amigos, frecuenta teatros, se interesa por las librerías de Moscú y Leningrado, asiste a comidas con escritores en Moscú y Tbilisi, observa con suspicacia los cambios que se experimentan con la glasnost y perestroika impulsadas por Gorbachov, conversa con la gente común en las calles, pero al mismo tiempo cose las ideas de su próxima novela, define personajes, afina situaciones, descubre vericuetos: “Hago lista de personajes de mi novela. Tres o cuatro grupos familiares. Todos tienen hermanos o hermanas, no me explico por qué, pero así lo requiere la trama”, escribe Pitol, y de pronto da un detalle revelador: “La lectura de Gogol es indispensable. Será la columna fuerte de la estructura de la novela. Gogol, sus biógrafos, sus personajes [...] Concibo como un homenaje al autor de La nariz y del Diario de un loco.”

Pitol aprecia muchos relatos y piezas de Gogol. En sus ensayos, prosas y entrevistas menciona reiteradamente obras como “Iván Sponka y su tía”, “Veladas en una finca cerca de Dikanka”, “El retrato”, “La avenida Nevski”, “El diario de un loco”, “La nariz”, “El capote” y, por supuesto, “Almas muertas”, pero misteriosamente escogió un relato poco conocido para contraponerlo con la trama de Domar a la divina garza. Se trata de “Terratenientes de antaño”, que por instantes se convierte en un relato dentro del relato. En el vaporoso rompecabezas de la novela los personajes de esta historia de Gogol, la pareja de ancianos terratenientes Afanasi Ivánovich y Puljeria Ivanovna, que se empecinan en vivir como sus predecesores, sirven incluso al narrador para compulsar en una suerte de metatexto interno a los personajes de Domar a la divina garza, Dante Ciriaco de la Estrella y su futura esposa María Inmaculada de la Concepción. En un determinado momento de la novela sucede, inclusive, una transmutación, cabría decir mejor una transmigración de los espíritus de Afanasi y Puljeria en Dante e Inmaculada.

Cada vez que Miguel Triestes vuelve a la lectura de Domar a la divina garza no deja de pensar en el metamorfoseo mimético, con todo y sus alteraciones, que ocurre por instantes, casi inesperado y hasta apaciblemente entre estos dos personajes de la novela de Pitol y los del relato gogoliano. Para él no hay mejor manera de imaginar la presencia subrepticia y la proyección misteriosa y continua, con las más inusitadas y sigilosas bifurcaciones de una obra en otra, de un autor en otro, de una literatura en otra.

Entre nosotros, en el ambiente de habla hispana y más precisamente en México, tal vez muchos autores han leído a Gogol, muchos han escrito sobre él y su obra, pero muy pocos han sentido y transmitido su influencia en su propia obra. Y uno de esos pocos es Sergio Pitol. Incluso su postura ante la literatura y la vida parecen venirle con intensidad del escritor ruso. Si Gogol creía que no poseía vida fuera de la literatura, Pitol ha matizado sólo muy levemente y ha afirmado con vehemencia que aquello que da unidad a su existencia es la literatura. En la mayor parte de los casos de otros escritores nuestros la resonancia gogoliana es remota, casi irreconocible, y sucede de manera fragmentaria. En algunos el acercamiento es más bien circunstancial, como en el caso de Carlos Fuentes, quien realizó un brillante y extenso prólogo (cuarenta páginas), un proemio que es casi un librito, a la edición mexicana de La creación de Nikolai Gogol, de Donald Fanger. Ahí, en algún momento, analiza a Gogol a través del prisma de Bajtín y afirma que la lección de Bajtín es la lección de Gogol: “Es la lección de la novela, de su apertura, de su novedad y de su libertad. O, más bien: de su novedad y su libertad como resultado de su apertura.” Seguramente, cuando Fuentes escribía ese prólogo sobre Gogol y traía a colación a Bajtín en 1983, Pitol leía en un sanatorio de Karlsbad el libro de Bajtín La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento,y extraía de esa lectura el espíritu que inocularía a la novela que lo estaba rondando desde hacía algún tiempo. Si Gogol, como dice Fuentes, “creó su propia vida como si ocurriese en un cuento de Gogol”, tal vez Pitol hizo algo parecido y creó cosas de su propia vida como si sucediesen en un libro de Pitol. Fuentes estudió a Gogol y a Bajtín, pero su acercamiento –a diferencia de Pitol– fue un tanto coyuntural, como mucho de lo de él, y por lo tanto su obra nunca se impregnó realmente del espíritu de esos rusos y escapó a su influencia prácticamente sin dejar rastro.

Pitol vuelve a Gogol una y otra vez, es una de sus obsesiones. No lo considera un escritor más grande que Chéjov o Tolstoi, pero sabe que es uno de esos imprescindibles que con su obra rayaron la genialidad. Y el espíritu de la obra gogoliana se expresa de muchas maneras en el trasfondo de las situaciones, las tramas, los personajes y la prosa misma del escritor mexicano. Entre los escritores rusos sólo Chéjov rebasa la importancia de Gogol para su propia obra, pero el primero es menos visible y explícito que el segundo. Una de esas situaciones, por ejemplo, sucede de repente en algunas páginas de El viaje, en donde el recuerdo de una visita a la pequeña casa museo del autor de Almas muertas, la casa donde murió torturado por los castigos de expiación a que lo sometía el endemoniado padre Matvéi, se convierte en un auténtico metarelato gogoliano, con sus perspicaces dosis de absurdo e insensatez.

En El viaje, publicado doce años después de Domar a la divina garza, se encuentran muchas de las pistas de cómo se escribió esta novela. Podríamos afirmar que ésta no sólo es una celebración de Gogol y una indagación en Bajtín, sino también que en Rusia misma fue donde Pitol encontró el tono, los dobleces, los pliegues recónditos, la solución a su novela. Mediante una suerte de juego de espejos, Pitol entreteje un furtivo mapa de lazos y vasos comunicantes que fortifican e iluminan simultánea y sorpresivamente tanto al libro que escribe, como a la novela mucho antes publicada. Es un caso de retroalimentación admirable que parece otorgarle una nueva y permanente dinámica a su narrativa. Todo está en todo, quisiera recordarnos; la literatura es algo vivo que se transforma ilimitadamente, se abastece de sí misma y rotura sus propios cauces. Es una cosa que se está moviendo todo el tiempo, sin un minuto de descanso, sin un intersticio de quietud. De un libro salen nuevos libros, una novela se ramifica en otras, y entre ellos siempre surge un diálogo, un intercambio constante, un flujo persistente, una conversación inaudita que se prolonga sin final y se recrea sin término, como sucede en la vida misma, como ocurre en los cuentos de Chéjov.

* Fragmento del libro inédito El viaje y los sueños: la literatura rusa en la obra de Sergio Pitol

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De LA JORNADA