ÁNGEL
FERNÁNDEZ-SANTOS
Marco
Bellocchio es aficionado a meterse en asuntos que le vienen grandes. Un ejemplo
en bandeja, para quien quiera verlo, está en la primera secuencia de El
diablo en el cuerpo. El arranque del filme quiere ser una de esas
escenas llamadas de choque que definen de un solo golpe el
ámbito dramático o poético del filme e imponen a la mirada del espectador las
reglas a que ha de atenerse en su seguimiento de las relaciones entre los
personajes. La escena inicial de El diablo en el cuerpo está
bien diseñada sobre el papel: una mujer, encaramada en un tejado, ofrece
síntomas de perturbación psíquica, de que se encuentra en el umbral del
suicidio. A un lado y a otro del tejado, los dos futuros protagonistas del
filme observan la inminente tragedia y en un instante fugaz cruzan sus miradas
a través del horror de su confluencia sobre la mujer suicida. He ahí el
eje teórico de la secuencia: esa mirada, que pretende a todas
luces decir que algo, demarcado por la irradiación de la
imagen de la mujer suicida, va a ocurrir entre quienes se miran, algo angosto y
terrible como esa médium, que conduce a sus contempladores a una situación limítrofe
con las pesadillas.
La escena,
en teoría, es perfecta. Pero, en cine, de la teoría a la práctica hay un
abismo. Entra en juego la cámara de Bellocchio, y la poderosa invención
dramática queda literalmente aplastada por mediocres, chatas y endebles
imágenes de tercera clase, de tal manera que su materialización es
ostentosamente inferior a su ideación. Una vez más, el cineasta Bellocchio se
muestra muy inferior al ideólogo Bellocchio, y el fabulador, muy por debajo del
analista. Ni el tiempo ni el espacio definido por los encuadres ni el contenido
-y menos aún el ritmo interior- de esos encuadres alcanza a dar prácticamente
ni la centésima parte de lo que la cámara busca teóricamente. A esto hay quien
lo llama con elogio desdramatización, cuando hay para radiografiarlo una palabra
más antigua y mucho más veraz: incapacidad.
Las
manos limpias
Todo el
filme es un alarde de pura y simple incapacidad, de un esforzado quiero y no
puedo, además de un batiburrillo entre petulantes intenciones, perfectamente
visibles, y esporádicos logros, casi invisibles de puro anémicos, todos ellos
en ayunas de esa indefinible energía moral que estalla en el interior de una
imagen cinematográfica genuina, cuando la ecuación entre su continente y su
contenido, entre el espacio sobre el que juega y la cadencia sobre la que se
mueve, entre el chorro de signos que emana del actor y el recipiente óptico que
los formaliza, conduce a los dominios de la extrañeza, al misterio de la
representación, y no -como es el caso de El diablo en el cuerpo- a
esa negación de la extrañeza y del misterio que es la enunciación meramente
conceptual, no incardinada en actos, en sucesos, en conductas, en relaciones
recíprocas entre materias visuales. La novela de Raymond Radiguet, que es una
joya de buena malicia y que derrocha al mismo tiempo candor y maña para el uso
corrosivo de lo indirecto, es degradada por Bellocchio a un vulgar y
esquemático soporte argumental para un tosco, en ocasiones casi penoso,
ejercicio de explicitud, es decir, de falta de sentido de lo indirecto. Pero
con un agravante: que Marco Bellocchio, queriéndonos ofrecer en su versión
de El diablo en el cuerpo la ilusión de que juega con el
riesgo del barro humano, atesta la pantalla de guiños ideológicos higiénicos,
sin otro destino que el de hacerle a él salir del asunto con las manos limpias.
No se sumerge en la dureza del infierno íntimo -el deslizante descubrimiento
del amor en el tejado de la locura- que pretende contarnos, porque no lo
cuenta, sino que finge con cuquería contarlo. Y la joya de la novela se
convierte en un diamante tallado por las manos de un bisutero. Un experto en
costurones de esparto no se puede meter impunemente a bordar sedas.
La
adaptación de El diablo en el cuerpo, que hace décadas realizó el
francés Autant-Lara, no era ni mucho menos perfecta, pero contaba con un
deslumbrante juego interpretativo del entonces muy joven Gerard Philippe, al
que el actor Federico Pitzakis no consigue otra cosa que elevar por contraste.
Para remediar el entuerto de éste y los demás actores, la parte más convincente
del pretencioso y frustrado filme se la lleva la presencia de la actriz
Maruschka Detmers, mujer muy bella y, aunque limitada a dos o tres intensos
gestos que prodiga con exceso -y de esa falta de medida es responsable su
director-, una más que aceptable actriz, que sabe mirar a la cámara, sostener
un primer plano y dar verdad a la mentira que protagoniza.
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De EL PAÍS,
20/12/1986
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