Friday, February 28, 2020

Bucarest: la ciudad perdida y reencontrada. Una nostalgia feliz


DIANA COFSINSKI

Cada tierra nativa forma una
geografía sagrada. Para quienes lo
abandonaron, la ciudad de la infancia y la
adolescencia siempre se convierte en una
ciudad mítica. Para mí, Bucarest es el centro
de una mitología inagotable. Debido a esta
mitología, logré conocer su verdadera
historia. Quizás la mía también.
                                                            Mircea Eliade


Los espacios nos hablan, nos muestran lo que esconden, nos cuentan sus historias. Historias que se revelan ante nosotros mediante las imágenes y los recuerdos que permanecen en la retina de nuestra memoria.

“Puedes reencontrar todo tu pasado en un espacio: una calle, una iglesia, un árbol…”, dice Eliadey “todo el tiempo es reencontrado”. Mediante un diálogo contigo mismo, con aquel que fuiste, volviendo a encontrar aquel momento histórico que viviste tiempo atrás. En ese reencuentro con tu tierra nativa hay algo nostálgico, emotivo, por aquella ciudad perdida de la infancia y algo misterioso, mágico, en su redescubrimiento.

Bucuresci, el primer nombre de la capital, denomina a los habitantes de las tierras de Bucur, el pastor. Bukureşti, nombre también obsoleto, escrito en un mapa de 1867, en el Museo Nacional de los Mapas y Libros Antiguos, nos da una muestra de las múltiples transformaciones que tuvieron tanto la ciudad como su nombre. En La historia de la fundación de la ciudad de Bucureşti su autor, Dimitirie Papazoglu, mencionaba que otrora, allá por 1828, era considerada “la ciudad de la alegría”, bañada por las aguas dulces del río Dîmboviţa.

Regresando a lo que antes se llamaba El pequeño París encuentro un Bucarest cambiado. Parece estar cubierto de un aire gris, flotando como una nube de aquí para allá. Cierta desesperación, inherente o no, de un lugar que sufrió un gran cambio desde el punto de vista arquitectónico, me recuerdan las palabras de Cioran, cuando tuvo que dar una definición a su pueblo, en una entrevista con Fernando Savater: “alegre y desesperado a la vez”. Quizá Cioran, a pesar de su propio pesimismo, se dio cuenta que lo que prevalecía era el espíritu alegre, positivo, con un gran sentido del humor del pueblo rumano, que siempre supo vencer la desesperación. Él mismo lo hizo escribiendo En las cimas de la desesperación, un libro para superar la depresión y sus pensamientos suicidas.

¿Qué es lo mejor de una ciudad? ¿Son acaso sus edificios, sus calles, sus jardines, sus museos, sus parques o sus monumentos? ¿O quizás todo esto junto, bañado por algo especial, único y propio de una ciudad, que hace que sea distinta a las demás?

Vagando por las calles, paseando, callejeando sin rumbo, intento buscar las huellas del pasado, la magia de las Mahalale del Bucarest de antaño, nombre que llevaba la urbanización de la periferia de la ciudad. Es la curiosidad que nos abre el camino para intentar descubrir y recomponer un pasado caminando y, al mismo tiempo, imaginando lo que un día caracterizaba la configuración de la geografía de los barrios del Bucarest de otrora.

El camino me llevó un día a lo que antes formaba Mahalaua Mântuleasa, constituida alrededor de la iglesia Mântuleasa, construida por la familia de un rico comerciante, en 1734. En el número 1 de la calle Melodiei, hoy Radu Cristian, vivió Mircea Eliade, en una casa con ático, y con un inmenso jardín que abarcaba casi tres calles: Melodiei, Domniţei y Călăraşi. El ático representaba el fascinante laboratorio del escritor, donde pasó la infancia y adolescencia gozando de lo que más le gustaba: leer y escribir. Allí nació La novela del adolescente miope, llena de reflexiones existenciales. La luz de su ático llenaba de misterio el ambiente y todo alrededor. El escritorio, la mesa de madera cubierta por un papel azul, la lámpara con el abat-jour blanco, su cama también de madera, teñida en rojo, y una pequeña biblioteca, hecha de tablas, por su padre. También se encuentra la escuela a la que asistía el pequeño Eliade, “un edificio grande y robusto, rodeado de castaños”.

Una ciudad es una mezcla de luces, colores, sabores, olores, aromas. Pero también tiene el color de un recuerdo. Para Eliade fue el color del salón de su casa, donde estaba prohibido entrar, y precisamente por eso, aquel niño dotado con una curiosidad innata, deseaba penetrar allí donde las puertas parecían estar cerradas para siempre.

“En otra ocasión, casi a la misma edad, pues recuerdo que todavía andaba a gatas, la cosa ocurrió en nuestra casa. Había en ella un salón al que no me estaba permitido entrar. Creo además que la puerta estaba siempre cerrada con llave. Un día, a la hora de la siesta, pues era verano, hacia las cuatro, mi familia estaba ausente, mi padre en el cuartel, mi madre en casa de una vecina… Me acerco, hago un intento y la puerta se abre. Me asomo, entro. Aquello fue para mí una experiencia extraordinaria: las ventanas tenían las persianas verdes, y como era verano, toda la habitación era de color verde. Es curioso, me sentí como dentro de un grano de uva. Estaba fascinado por el color verde, verde dorado, miraba en torno y era verdaderamente un espacio jamás conocido hasta entonces, un mundo completamente distinto. Aquella fue la única vez. Al día siguiente traté de abrir la puerta, pero ya estaba cerrada”. (La prueba del laberinto – Mircea Eliade, diálogo con Claude-Henri Rocquet, Ediciones Cristiandad, Madrid, 1980, trad. J. Valiente Malla).

Esa ventana, por donde el niño asombrado miraba cómo entraba la luz, representaba para el escritor mucho más, la frontera misma entre la realidad profana y la realidad sagrada, entre el mundo de aquí y él de allá, entre el mundo interior y el exterior:

“Lo que me impresionó fue la atmósfera, una atmósfera paradisiaca, aquel verde, aquel verde dorado. Y después, la calma, una calma absoluta. Y el penetrar en aquella zona, en aquel espacio sagrado. Digo «sagrado» porque aquel espacio era de una calidad completamente distinta; no era un ambiente profano, cotidiano. No era mi universo de todos los días, con mi padre, mi madre, mi hermano, el patio, la casa… No, era algo completamente distinto. Algo paradisiaco”. (La prueba del laberinto – Mircea Eliade, diálogo con Claude – Henri Rocquet).

El barrio Mântuleasa, la calle Melodiei, el parque Cişmigiu representó para él la ciudad entrañable y mágica, el centro de su universo, el laberinto:

“Un laberinto es muchas veces la defensa mágica de un centro, de un tesoro, de una significación. Penetrar en él puede ser un rito iniciático, una versión del mito de Teseo”. (El mito del eterno retorno, Mircea Eliade, Alianza Editorial, trad. Ricardo Anaya).

La ciudad es una prueba, y no una cualquiera sino una laberíntica que se renueva, llena de cosas por descubrir, mística y mítica. En el espacio recorrido no quedan solo las huellas que uno deja en el asfalto. El camino es también un espacio recorrido hacia dentro, hacia sí mismo. Cada camino recorrido tiene su propia historia convertida en recuerdos, colocados cada uno en algún lugar, llenando los espacios intersticiales de la memoria.

El parque Cişmigiu, ubicado en el centro, es considerado el jardín público más antiguo de la ciudad, diseñado al estilo de los jardines ingleses. Alberga conjuntos arquitectónicos y escultóricos, monumentos conmemorativos, arbustos, isletas e incluso las ruinas de un monasterio construido en 1756. Pero, sobre todo, un precioso jardín de flores concebido según el plan del jardinero paisajista vienés Wilhelm Mayer. Arboledas, fuentes, pequeños arroyos, zonas ajardinadas, un lago navegable, y espacios para dar largos paseos, que invitan a la reflexión. En el paseo de La Rotonda de los Escritores los transeúntes pueden admirar las esculturas en mármol, los bustos de los autores más renombrados del país.

El parque Cişmigiu fue siempre un lugar de encuentro para los amantesEl Paseo de los Tilos se llenaba de jóvenes enamorados, de estudiantes que huían de las clases para estar en compañía de alguna amiga especial, quienes descubrían quizás la emoción del primer amor. Mihail Sebastián recordaba, en su diario, uno de sus paseos por los jardines del parque, rebosante de felicidad, junto a Leni Caler, actriz muy conocida, orgulloso de poder estar junto a una “mujer tan bella”.

Conocí el parque de pequeña, cuando mis padres me llevaban allí, junto con mi hermano, para escuchar la banda de música militar que actuaba cada domingo, por la mañana, en un lugar llamado foişor, de madera, donde podíamos escuchar el célebre vals El Danubio azul, al aire libre. Después de dar largos paseos por el parque y de saborear el algodón de azúcar, nos refrescábamos bebiendo agua de la cişmea.

Recuerdo también los paseos por ese parque que teníamos que recorrer, yo y mi madre, para visitar al señor D. I. Suchianu, escritor, traductor, quizás el mejor crítico de cine del país, pero sobre todo una persona entrañable.

El cielo se llena de los colores del atardecer. Caminando llego al casco viejo de la ciudad, en la calle Lipscani, donde el tiempo parece haberse detenido. La calle debe su nombre a los lipscani, aquellos comerciantes que llenaban ese lugar abarrotado por los negustori, los que vendían sus mercancías, especialmente paños y telas, traídas desde Lipsca (de Leipzig).

Allí aún puedes sentir el perfume de antaño. Quedan algunas casas de ladrillo que se resisten al paso del tiempo y algunas tiendas viejas que me recuerdan los días en que pasaba por allí, para visitar la librería, situada en la misma calle, hoy desaparecida. Las pequeñas tiendas con tradición, como las sombrererías, las de marroquinería, las peleterías, las joyerías, o las tiendas de reparación de calzado han desaparecido con el paso del tiempo. Allí los espacios se han diversificado y han aparecido varias cafeterías, terrazas, y pequeños restaurantes.

En el número 55 de la misma calle abrió sus puertas una gran librería, como una casa llena de libros, en un edificio del siglo XIX, de seis plantas. El ambiente lleno de luz, pintando todo en blanco, invita al lector a vivir una nueva experiencia cultural, en el centro de la ciudad, con amplios espacios para la lectura. La librería Carusel-Cărtureşti representa en una nueva exploración artística que ofrece un cambio a una zona poco acostumbrada a los grandes edificios rehabilitados, contando una historia diferente del siglo XXI.

Los antiguos estudios de fotografía que existían en la vecindad se han modernizado, ya no preservan el aire del tiempo. Recuerdo que, cuando era pequeña, mi madre me llevaba allí, al estudio de fotografía de la calle Lipscani para que me tomasen fotos en blanco y negro.

El camino me lleva hacia Caru cu bere, donde la luz de las farolas se convierte en mi guía. Me invaden los recuerdos, me detengo un momento delante del edificio neogótico y, sin darme cuenta, me siento en otra época. Imagino a mi bisabuelo allí, en ese lugar al cual dio vida. Entro por la puerta giratoria, doy algunos pasos, me dirijo a la derecha, y subo la escalera con paso firme, hacia el lugar donde le gustaba sentarse. Allí hay una mesita aislada en un rincón, desde donde se puede ver mejor el interior del restaurante. El paso de la luz por los cristales de las vidrieras inunda el espacio, transfigurando las paredes. Por los vitrales el haz se transforma y se convierte en matices de amarillo, en tonos cálidos de beige y marrón, los enigmáticos colores del desierto.

No obstante, el encuentro nostálgico con la ciudad de mi infancia ocurrió cuando volví a ver la calle donde estaba la casa en que viví y donde pasé los mejores años: strada Mieilor, núm. 26 A. La calle formaba parte de lo que se llamaba antes Mahalaua Vergului, famosa por su Cine Vergu, donde mi padre solía llevarnos, a mí y a mi hermano, a ver las películas con Charlie Chaplin, unas joyas del cine mudo, que dejaron una huella indeleble en mi memoria.

Allí pasé los momentos más felices de mi vida, junto con mis primos. La casa tenía unas vallas de color verde oscuro y un jardín donde jugábamos, a la sombra de un membrillo que daba frutos cada año, situado al lado de una fuente. Era un jardín, construido según el plan de mi abuelo paterno, Eugenio, que estaba cubierto por una bóveda de vid, que ofrecía las mejores uvas y cobijo a la sombra en los días de calor. Debajo de la bóveda de vid pasé horas y horas mirando cómo entraban brillantes rayos de luz por entre las hojas frescas, de color verde claro, creando imágenes a medida que la luz de la tarde se iba extinguiendo. Los colores del viñedo cambiaban y se llenaban de distintos tonos que adquirían durante las estaciones del año. En otoño el color cambiaba de un verde rabioso a un tono más cálido y amable, casi amarillento, anaranjado. La casa tenía también una zona ajardinada, llena de flores, que esparcían su intenso perfume por toda la casa. Hortensias, jacintos, narcisos, boca de dragón, flores de damasquina, de rosa mística, iris, violas, lirios del valle (los preferidas de mi abuela Ana), y una gran bóveda de rosas rojas. Era un verdadero espectáculo convertido hoy en un recuerdo inolvidable de los días felices que pasé en el jardín de la infancia, el jardín de mi abuelo Eugenio. El color de las hojas de vid permaneció en mi memoria. Es quizá el color de los recuerdos de mi infancia.

Ese lugar se perdió para siempre. Unos años antes de la revolución del 98, el dictador Nicolae Ceauşescu decidió derribar las casas de la calle Mieilor para construir nuevos edificios que representasen la gloriosa época del comunismo. La casa de mis recuerdos, lo que un día representó mi universo, desapareció de la noche a la mañana y con ella cualquier huella de lo que fue mi paraíso. “Cualquier lugar que amemos es para nosotros el mundo”, decía Oscar Wilde. Y para mí la casa de la calle Mieilor era mi mundo, hoy un paraíso perdido, como diría Cioran.

A través de los años solo perduran aquellos recuerdos que significaron algo para cada uno de nosotros, y que atesoramos en la memoria como gemas de gran valor. “Puedes reencontrar todo tu pasado en un espacio: una calle, una iglesia, un árbol…”. En los recuerdos que vibran con fuerza en mi memoria perviven hasta hoy el recuerdo de la calle Mieilor, del imponente y majestuoso árbol de membrillo, de la iglesia del barrio, Santos Constantino y Helena, donde fui bautizada. También el pequeño viñedo y el jardín lleno de flores. Refugio y nostalgia. Una nostalgia dolorosa y “una nostalgia feliz”, como la llamaría Eliade, capaz de ayudarte a encontrar en tiempos pasados cosas valiosas, vividas con intensidad, sintiendo no haber perdido nada.

De vuelta a casa, sigo mi camino por el Bulevardul Victoriei, antiguamente llamado Uliţa Mare, hoy día el bulevar más famoso de la capital, como la Fifth Avenue de Nueva York o la calle Serrano de Madrid, donde conviven los edificios antiguos, con historia y los edificios modernos, que invaden el espacio creando, a veces, una grieta en la arquitectura del paisaje. Cerca del Ateneo, obra del arquitecto francés Albert Galleron, está el Museo Nacional de Arte de Rumania, antiguo Palacio Real que domina la Plaza de la Revolución. Junto a la Biblioteca Central Universitaria está la estatua ecuestre, de bronce, del Rey Carlos I, mirando de frente al Palacio Real, testigo de los cambios sufridos por la ciudad, desde los tiempos de la monarquía.

Antes de llegar a casa decido dar un paseo por el parque de mi adolescencia: el Rey Carlos I, proyectado según el plan del arquitecto paisajista francés Édouard Redont. El parque fue inaugurado en 1906 y su nombre se debe a la celebración de los cuarenta años del reinado del monarca Carlos I. También lleva el nombre de Parque de la Libertad. Un parque es siempre lugar de libertad, ocio, descanso, de largos paseos, de encuentro íntimo con la naturaleza, de refugio. Lugar para sentarse en un banco y leer o simplemente mirar.

Mas este parque con jardines y lago representa también un lugar de reflexión y contemplación, lugar de peregrinaje y recogida. Su monumento más imponente, que domina el recinto entero es El Mausoleo, un edificio de granito negro y rojo, donde antes, por el 1906, se encontraba El Palacio de las Artes que tenía en el centro el busto de Trajano y la Loba Capitolina.

Hoy día El Mausoleo está dedicado a la Tumba del Soldado Desconocido que fue erigido en memoria de los 225.000 rumanos que dieron su vida en la guerra, en la lucha para la unificación del país. El monumento, obra de Emil Wilhelm Becker, escultor de la Casa Real de Rumania, fue inaugurado en 1923. El actual mausoleo, obra de los arquitectos rumanos Horia Maicu y Nicolae Cucu, tiene 48 metros de altura, y fue inaugurado en 1963. No hay viajero que no quiera acercarse a conocer su historia y asistir al cambio de guardia, un ritual que se repite cada cuatro horas, por los soldados que aseguran la custodia de La Tumba del Soldado Desconocido. El interior del mausoleo se puede visitar solo un día al año, en el resto de los días reina el silencio.

En la parte alta del parque cualquier peregrino atento puede notar la presencia de un pequeño castillo, popularmente llamado el Castillo de Vlad Ţepes, dado que tiene el mismo estilo que la fortaleza de Poenari, donde vivió el voivoda. Con la Primera Guerra Mundial el pequeño castillo se convirtió en cuartel destinado al cuerpo de guardia de la Tumba del Soldado Desconocido, y actualmente es la sede de la Oficina Nacional para el culto de los Héroes.

Por el Parque Rey Carlos I, el de mi adolescencia, di muchos paseos y aunque conozco cada rincón todavía sigo descubriendo lugares distintos. Me detengo frente al lago para admirar los pequeños patos y captar esa imagen en una foto. En ese mismo parque solían darse cita los jóvenes estudiantes de secundaria, buscando lugares escondidos, recónditos, románticos, a media luz, a la sombra de un árbol.

En un banco del parque se sentó un día un joven adolescente miope junto a otros compañeros de clase. Un Eliade tímido y acomplejado por su mala vista, “sonrojado, confundido y humillado”, al que le incomodaban las miradas de extraños. Arenele Romane, un teatro de verano, donde se representaban espectáculos al aire libre, fue el escenario del encuentro con una joven morena, de ojos negros y sombrero blanco. Él se acercó, la besó y ella, asustada, se levantó casi llorando y se fue en busca de su hermana. La novela del adolescente miope, el diario de juventud del escritor, guarda ese recuerdo de una historia de amor fracasada.

Cada ciudad tiene una luz especial, que siempre entra por una claraboya, por un ventanal. Mirando desde el interior de la casa el mundo de fuera cambia, pero por dentro la historia permanece la misma. De regreso a casa contemplo con curiosidad cómo el haz de luz entra por la ventana, iluminando mi cuarto, las cortinas, abriendo espacio al reflejo sobre una pequeña carpeta beige, con flores grandes, de color marrón intenso. No es una luz cegadora, sino una amable, suave de la tarde. Atravesando los cristales y las persianas, la luz de varios matices se convierte en un precioso tono que siempre me acompañaría en los recuerdos. Mi habitación tenía el color del ámbar, entre amarillo y naranja, translúcido, cálido. Quizá el color de la luz de mi ciudad.

Bucarest es una ciudad de luz cambiante. La ciudadela tiene hoy otro aire, un estilo ecléctico, matices de gris y amarillo, aunque mantiene su espíritu monumental. Hay en el Bucarest perdido y reencontrado un lugar vibrante y cosmopolita, una ciudad de luces, sombras y reflejos. Un lugar con edificios que permanecen como reminiscencias de la época comunista, otros que resistieron desde los tiempos de la monarquía, y los nuevos, de vidrio y hormigón, como también las torres, sky towers, que ofrecen una vista panorámica, de un espacio único.

Cae la tarde sobre Bucarest, termina el día, pero la historia de la capital sigue y cada segundo que pasa ya es recuerdo. La vida frenética de noche, a la luz de los fanales, te invitan a detenerte, a descubrir su encanto, su historia, y su mitología. La de una “ciudad laberíntica” que es también la mía.

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De FRONTERA D, 21/02/2020

Imagen: Parque Carlos I


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