Monday, July 31, 2017

Fatal persiste

CLAUDIO RODRÍGUEZ MORALES

Fatal, sí. Fatalista y fatalísima, también. Renovada, ni qué decir. En Tecnicolor, por lo bajo. Ya no requiere arma, puñal, vaso decorado con rouge y uña esmaltada dispuesta al arañazo (¿real o figurado? dependerá de la escena en cuestión). Tampoco vestido ceñido, hombros desnudos, lunar huérfano, taco alto, maquillaje de nena de callejón. Menos el mundo en perspectiva, en blanco y negro. Ni luz, sombras y matices. Adiós al detective privado, al caza recompensa, al policía corrupto, al ladrón piadoso, al dato escondido, al cigarro a mitad de su muerte, al café tibio y al testigo despistado. Se viene el turno de un escritorcillo sorprendido con la cuartilla sin terminar, en ejercicio de su medianía, de su filosofía de retrete, de talento cercenado, de miedo a sucumbir en la nada. También de aquello que carga consigo, aun sin saberlo, más allá del teclado, las ideas, la hoja arrugada, la frustración y el bolígrafo. Tal vez se trate de mi propia incoherencia, estupidez y bestialidad, propiedades que, de vez en cuando, me lanza a la cara (pantalla) despreciativa, soberbia, iracunda, frustrada, jamás resignada. No recurre a ningún aspaviento en su actuar, aunque en momentos puede desatar marejadas, tormentas solares, diluvios ruidosos y decenas de mutilados a orilla del camino. Suman y siguen los cargos que tiene en mi contra: palmoteo infantil entre pares, sobreproducción de semen, promesas incumplidas, vida regalada -sin merecerla o mereciéndola menos que ella-, códigos de gorila, sensibilidad cero.


Pervive, sí, contenida dentro de un envase pequeño. Más bien el justo, preciso. Hueso, fibras, nervio, saliva, piel cobriza, afiebrada, brillosa, motivante. Unas pupilas cegatonas, pestañosas, a veces ennegrecidas, casi siempre cerradas, le advierten, a pesar de este detalle, la marcha de eventuales presas que arrinconar. Femenina a su modo, la gula pantagruélica no le va. Más bien prefiere picotear, mordisquear y ronronear. Tomar una copa, besarla apenas y salir al mundo, nalguitas moldeadas, lo preciso para mantener vigente su mito. Regresa sobre sus pasos, sonriendo leve, para ocuparse de ella y de lo que considera más que suficiente en medio de lo vacuo. La voluptuosidad de su especie no deja de remecerla. Se ríe, estimula y colecciona. La cuida más que este mástil dolorosamente erguido, en soledad, que me provoca insomnio.


El azar me llevó a su corcoveo. Cierto quejido remolón, a nuestra coincidencia.  Desde entonces, la alimento con letra y carne, cada vez que puedo. Así, ya llevamos sus años. Ella descorre la ventana. Pide trato especial. Quiere delirar con sus inclinaciones, importándole poco y nada que se postergue mi llegada de macho sementero. Hablándole claro, prometo saciarla. Sabrá que una vez hirviente, será ella misma quien vuelva a su condición natural. Clamará por más y por fortuna contaré con mi propia alacena. Mantequilla espesa, rancia y pegote acumulándose por dentro. Me acometeré y dispararé feliz, una y otra vez, gracias a su bailoteo. Fatal, sí, por sobrellevar la ruina del que agoniza. Fatal, sí, contemplando la mueca idiota en mis labios. Fatal sí, en medio de pliegues de sábanas arrugadas por mi puño. Fatal, sí, en la más absoluta pequeñez, los dos. 

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De PLUMAS HISPANOAMERICANAS, 31/07/2017

Saturday, July 29, 2017

Osvaldo “Gitano” Rodríguez: los pájaros sin mar

FESAL CHAÍN

Escribir sobre Osvaldo Rodríguez, es escribir sobre la pérdida de la memoria de Chile. Es escribir sobre un Chile que ya no existe y que no existirá jamás. Pero no hablo del Chile anterior al Golpe, sino de uno profundo que fue nuestro territorio, nuestro lugar de constitución y que de modo abrupto, como en un cataclismo desapareció, coincidentemente en las décadas de la matanza. Al respecto es reveladora la reflexión del poeta porteño Juan Cameron:

“La figura del Gitano Rodríguez es un paradigma para nuestra conducta y nuestra práctica cultural. En el país, y en especial en este puerto, era un tipo querido por sus pares y por la juventud, a raíz de su famoso vals, ‘Valparaíso’. Al regresar a Chile las puertas le fueron cerradas. Es cierto que le ofrecieron y concedieron algunas pequeñas ayudantías y regalías, mas resultaron insuficientes para sobrevivir con su familia. Cuando pidió más se le trató de farsante, de poco realista, de querer mantener en Chile el status económico que tenía en el extranjero. Para muchos provincianos, el extranjero todavía significa riqueza y bienestar”. (1)

Todo lo que plantea Cameron es cierto, es la relación histórica de Chile y de sus creadores, especialmente con aquellos que han triunfado o han sido reconocidos en el extranjero. Pero la historia del Gitano en Chile, antes y después del golpe y en su periplo siempre obligatorio, fue mucho más que el vals Valparaíso, o la negación de su figura por parte de la mentalidad provinciana de los porteños en particular, y de los chilenos en general. Lo de Cameron es una consideración obligatoria, pero a mi juicio insuficiente.

Para mí la vida y obra de Osvaldo Rodríguez, fue y sigue siendo sobretodo la historia de la pérdida del lar, la del exilio interior, la del migrante y su nostalgia de pasado y de futuro, pero ya hablaremos de esto.

Recorridos
En 1972 edita su primer libro Estado de Emergencia, y a comienzos del 1973 graba su primer disco Tiempo de Vivir, que contiene su famoso tema Valparaíso, poema escrito en 1962 y musicalizado por sugerencia del poeta brasileño Thiago de Mello. En 1974 ya en el exilio, recibe la Insignia de Plata del Teatro Rostock de la República Democrática Alemana. En 1975 se integra a la Sociedad de Autores y Compositores de Música de Francia y en 1976 deja la RDA para estudiar en la Ecole des Hautes Etudes de París, donde realiza su tesis basada en la novela “Coronación” de José Donoso. También graba su segundo y último disco de estudio, Les Oiseaux sans Mer (Los pájaros sin mar). A partir de 1979 cursa la Licenciatura en Letras de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Carolina de Praga. En 1981 obtiene su título de Licenciado. El año 1984, en Francia, es galardonado con el premio “Charles Cross” por el mejor disco del año: La memoire Chantés de Regine Mellac, grabado en vivo en 1983. En 1986 escribe su tesis “La nueva canción chilena: continuidad y reflejo” obteniendo el título de Doctor en Letras por la misma Universidad de Praga. Por este ensayo, recibe el mismo año el premio en Musicología de la Casa de las Américas, en La Habana, Cuba. (2)

Viajó a Chile por primera vez en 1989 y para radicarse en 1993.Pero el regreso no tuvo nada que ver con el sueño romántico: en Chile Rodríguez no encontró el espacio suficiente para su trabajo artístico, a esas alturas, también diversificado a la pintura. Aunque su voluntad fue volcarse a la Universidad de Playa Ancha y hacer desde ahí su aporte a la cultura local, al cabo de un año, deprimido y enfermo, decidió volver a Italia. Allí, de nuevo en el exilio, el 18 de marzo de 1996 murió víctima de un cáncer al páncreas, a la edad de 53 años. (3)
Osvado Gitano Rodríguez. Fotografía inédita regalo de Jose Secall a Fesal Chain, colección privada 2

Más allá del vals, de las negaciones y de los exilios
Como ya lo había planteado, la historia de Osvaldo Rodríguez fue y sigue siendo la historia de la pérdida del lar, la del exilio interior, la del migrante y su nostalgia. En una extensa entrevista realizada por Gonzalo Ilabaca y por quien escribe a su viuda Silvia Rühl, lo que más me llamó la atención de la vida del cantor, fue la marginalidad o exclusión de su poesía respecto del exilio político y de lo que la izquierda consideraba debía ser el mensaje y el pueblo mismo. Si bien el Gitano fue un militante comunista y recorrió la canción comprometida en sus dos discos de estudio, siendo además parte de antologías musicales de la resistencia, su hablante no era el del cantor politizado.

Al respecto, siempre creí y porque conocía su trabajo desde niño en Villarrica y Temuco, escuchando sus canciones en cintas magnetofónicas durante la década de los ’70, que él era un hombre del sur y no de Valparaíso. Lo que puede ser una mera intuición poética, creo se refrenda en parte de sus canciones, como por ejemplo en Laura:

 “Qué quedará de mí
ese aire frio de los pájaros sin mar,
y ese clima sin fin (…)
la lluvia traerá, una pregunta que no puedo responder…
lejos (…) yo estaré lejos de mi pueblo una vez más
o tal vez no, o tal vez no…”

Si uno recorre las plazas de Concepción que es sólo el centro sur de Chile, están atiborradas de gaviotas, pero no hay mar, de hecho la misma ciudad da la espalda al río. No sé si en el pasado llovía mucho en el puerto, o si el cambio climático lo ha transformado, pero lo que sí sé que existe como un hecho insoslayable y en especial en el cerro Playa Ancha donde nació y vivió el Gitano, es el viento implacable, que como dice el poeta Moro, define y redefine a Valparaíso en su ser más íntimo, no así la lluvia, hoy al menos eventual.

Rodríguez además se caracteriza a sí mismo como alguien a quien el pueblo no comprende. Pueblo en su doble acepción, de lugar, de territorio familiar y vecinal, pero también de lo popular. En el fondo se define como un incomprendido de los populares. Ya lo decía en su célebre alocución en el Concierto en vivo en el Café del Cerro en 1989, al contar la historia de su canción Valparaíso en un diálogo con Nelson Osorio Tejeda, amigo del gitano y actual profesor de la USACH. Rodríguez había escrito “es que yo nací pobre y siempre tuve un miedo inconcebible a la pobreza”, a lo que Osorio le contesta al escuchar su interpretación “no seas mentiroso Gitano, tu nunca fuiste pobre y si hay algo que los pobres no tienen, es miedo a la pobreza, sino rabia”. Ahí le cambió la letra a ese “es que yo no nací pobre y siempre tuve un miedo inconcebible a la pobreza”. Pero seguía teniendo la esperanza de que ese pueblo lo terminaría escuchando (“o tal vez no, o tal vez no…”) Al menos le abrió la puerta de su cosmovisión con su “yo no he sabido nunca de su historia (…) el viejo puerto vigiló mi infancia, con rostro de fría indiferencia”.

El mismo se caricaturiza como un pequeño burgués educado en colegio inglés. No se victimiza. Pero a mi juicio su explicación tenía más ironía que nada, y por cierto era esclava de la ideologización de la época. No en vano Violeta Parra, la más popular de nuestras populares cantoras, lo eligió a él para interpretar su canción La Pericona ha muerto en el Cuarto Festival de la Canción Universitaria, realizado por la Universidad Católica de Chile en 1965, donde obtuvo el segundo lugar. Pero bueno para eso estamos lo que aún vivimos, para interpretar y reinterpretar la historia y a sus protagonistas, aunque sepamos que ya no volverán. Así termina diciendo en la misma canción:

 “…ya no te contaré mi itinerario de viajero sin final
y para siempre así
aunque la piel de la memoria siga igual…”

Es decir un viajero infinito, no el que vive un exilio político permanente, sino aquel que donde esté y con quien esté, aún entre los que cree propios, no pertenecerá y huirá siempre hacia adelante, en busca de lugar perdido de ayer, para lanzarlo como utopía. De esta manera la figura del Gitano se asemeja más a la del relegado.

Siguiendo en este periplo imaginado, he elegido una canción poema para mi notable: El espejo de los dioses. Quien haya leído a Jorge Teillier, nuestro más insigne poeta del lar, del lugar perdido, de la casa con los leños crepitando en la vieja cocina a leña de la abuela o de la madrina, no puede sino identificarse con esa misma poesía y esa atmosfera de fin de mundo cuando el Gitano nos dice:

“…yo andaba enamorando el aire,
trazando un mapa de pájaros y arañas.
En esa tierra donde se pierde el ojo
en horizonte como un abismo de agua”.

Porque pájaros y arañas se esconden en los árboles añosos y en los rincones húmedos y sombríos, y no en la ciudad del viento y del mar. En el sur de Chile la pupila no se pierde en la lejanía, pero si se entremezcla en los saltos de agua que caen en vertical desde las cúspides negras de las cordilleras.

O cuando nos canta:

 “…yo aprendía el canto de la tórtola,
la voz del ave oculta en zarzamora,
gritaba en un idioma de indios”.

Díganme si no es La Frontera esa de Neruda y sus trenes, entre las murras, los bueyes en yunta, y bajo el murmullo del mapuche cabizbajo.

Para terminar: El duende, que no sólo nos remite al canto mágico de Knut Hamsun o a los nórdicos, sino también y por lo mismo, al poeta lautarino y su Jinete nocturno en el paisaje:

“Hay un duende que camina por tus calles,
un travieso caballero transparente.
Mira el paisaje y la gente
y se duerme dulcemente
arrullado por un bote y su remar”.

Mi ojo sobre el ojo del Gitano
Se podrá afirmar que estas interpretaciones son demasiado libres y que en realidad al estar en exilio, el poeta transformaba sus palabras en un lánguido lamento de imágenes dolorosas de una Europa impuesta y distante, que con sus versos reafirmaba la pena y la mera nostalgia de Valparaíso. Sin embargo podría haberse remitido, como tantos músicos y poetas lo hicieron, sólo a la Patria y a la derrota casi reciente de las fuerzas populares, y desde allí, a la reafirmación de la lucha y reconstrucción de la utopía perdida. Pero no lo hizo, y si buscó y logró reconstruir desde su mirada fenómenos que aparentemente externos, siempre estuvieron en su imaginario, en su conformación interna, y que como un todo evocan ya como sufrimiento, ya como un ser en el mundo, la provincia, el espacio del silencio y de la magia.

Mi mirada no puede ser definitiva, ni con pretensión de verdad alguna, pues no es sino el gesto sin descanso de la ronda barrosa de los niños del sur, antes de la matanza y de la diáspora. Es que tomando en su conjunto estos trozos de canciones poemas y parte de la biografía del Gitano, uno puede ver, casi sin lugar a dudas y a la vez lleno de intuición, que este hombre muerto joven y en pleno exilio ya llegada la coja democracia, siempre fue un migrante que rescataba del Chile pre moderno los elementos animados e inanimados, los paisajes, las palabras y los espíritus, a las personas invisibilizadas: (los pájaros, la lluvia, la tierra, los abismos de agua, la zarzamora, los indios, los duendes, los seres transparentes) que él suponía, y que en realidad sabía, eran los únicos que podrían habernos salvado del marasmo, no sólo de la barbarie del militarismo y de la economía, sino también de la barbarie de las masas convertidas en urbe. Masas que, como alguien dijo hace algún tiempo, en su mayoría no son más que campesinos que han tenido que migrar a la  ciudad y que sembraron hijos y nietos que viven el exilio eterno de una metrópolis que no les pertenece, que no los comprende, que no los entiende y que nunca los acogerá. Pues los chilenos y chilenas de hoy, consumistas, ávidos y angustiados, no somos más que los eternos relegados del campo a la ciudad, o lo que es lo mismo, de la muda provincia  a la urbe antropófaga y ciega.

Acaso en el sentido de lo anterior, no fue entonces el provincianismo quien negó y ha negado la delicada poesía y el legado del Gitano Rodríguez, sino todo lo contrario, han sido los citadinos, burgueses o proletarios, los hijos y nietos de la modernización y de la máquina, y de pasada, al decir de Edwards Bello, los siúticos, que siempre han preferido la voluptuosa presencia de las fachadas a las humildes y pequeñas presencias y a los fantasmas de cada día y de cada noche que enarbolan nuestro ser, a aquellos que a riesgo de enfermarse y de perder la vida física, preservarán por siempre nuestra alma. El alma de Chile, la voz del ave oculta en zarzamora, el paisaje y la gente, arrullada por un bote y su remar.

(1)   Sitio Música Popular.cl Sitio: www.latinoamericano.cl/osvaldogitanorodriguez.htm
(2)   Michal Zourek, OSVALDO “GITANO“ RODRÍGUEZ Y LA NUEVA CANCIÓN CHILENA Reflexiones del exilio; Universidad Carolina de Praga, Facultad de Filosofía y Letras, 2008
(3)   Ibíd. 1 y 2.

(Artículo escrito para la Revista digital LAKÚMA-PUSÁKI N°48, Invierno del 2015, Especial dedicado a Osvaldo “Gitano” Rodríguez)

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De SITIOCERO, 07/10/2015

Lo que el Perro nos dejó

RICARDO GARCÍA CAMACHO

«Una vez, antes de acomodar los cartones y sentarnos en las gradas cubiertas de grasa de la calle Baltasar Alquiza (un lujito que a veces el Vico financiaba) nos percatamos de la presencia de un hombre, recostado en la acera y sin la pierna derecha. Se había quedado tieso, ni su torpe ayudante de madera se animaba a despertarlo. Lo dejamos así y le echamos un kajj y a seguir charlando, al rato llegaron los aya kathatis (Unidad de la policía que levanta cadáveres). Un varita y los vecinos ya habían denunciado antes al charquesito. Se llevaron todo menos un palo de sombrilla que le servía de muleta. Víctor me dijo asustado “Yo no quiero morir así”, y los dioses le dieron gusto: se murió en una cama del Hospital Arco Iris de La Paz.

«Lo conocí al empezar la década de los ochenta, entonces un poeta y novelista, René Bascopé, dirigía el periódico de izquierda AQUÍ. Este victucho colaboraba en la edición del periódico. Un día su sed de alcohol lo llevó a menoscabar el poder de la prensa revolucionaria, burló la vigilancia de los periodistas y se llevó varias resmas de papel. Como pesaba demasiado, vendió la futura edición a un vendedor de hot dogs, a una cuadra del órgano escrito. Los rojos se enojaron y a la cárcel fue a parar. Después de unos días lo liberaron. René me consultó acerca de lo que la ley nos permitía en este caso. Por toda respuesta lo acompañé a una ferretería a comprar un candado; luego el Yale se reía comentando lo sucedido.

“Nos farreamos por aquí y allá y más acullá. En su memoria nombro algunos lugares: La Guerra, La Curvita, El Pezón de la Mariposa, La Thujsa Culo, El Averno o La Marujita. Escribió varios libros hermosos, crónicas de su andar. El que le trajo más problemas fue su “Diccionario de Coba”. Un oficial de policía, al parecer único propietario de todo germanismo, lunfardo o lenguaje marginal, amenazaba con iniciarle un proceso por plagio. El “Tanta escritor” me pidió asesoramiento. Lo tranquilicé diciéndole que si había algún derecho conculcado era el de los choros y nunca del tombo.

“Le metimos unos tragos meses antes de su muerte. Las malas lenguas dicen que el Omar (otro borracho) y este locuaz penitente interrumpimos su tratamiento, aventándolo al abismo de esta forma. No hay tal. El Perro ya venía en picada y ese apodo al que hago alusión era el más querido por el finado, decía. La última vez que nos cañamos me pidió a gritos que una vez muerto, yo, su apóstol fulero, estableciera una verdad meridiana acerca de su triste final: que no lo mató la madre al quemarle el cuerpo a sus seis años por haber traído a la casa alcohol de menos octanaje (claro él se bebía la mitad de la botella y la rellenaba con agua); que no lo mató la deslealtad e ingratitud de sus compañeros de asalto, ni que se iba por padecer de tuberculosis y cirrosis hasta en las uñas; que murió a causa de las palizas, abusos de toda índole, semanas o meses de encierro en celdas húmedas a las que se añadía baldazos de excrementos como principal alimento ofrecidos a cuenta de la policía nacional.”

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Del libro CHUQUIAGO, DERIVA DE LA PAZ, de Miguel Sánchez-Ostiz, de próxima aparición en Editorial 3600.

Imagénes:
1 Detalle del mural de Diego Morales en el Bocaisapo, La Paz.
2 El autor.

Casas Viejas

ANA RODRÍGUEZ FISCHER

Apenas habría reparado en el dato (la efeméride: de enero de 1933 a este enero de 2013), de no haber sido por una entrada en el blog "Papeles perdidos"  (el pasado 10 de enero), firmada por Julián Casanova. Y eso que estos días pasados releí (para un proyecto no novelesco) el impar Viaje a la aldea del crimen, el conjunto de crónicas que Ramón Sender publicó a raíz de los trágicos sucesos que tuvieron lugar en ese pueblo gaditano, el 10, 11 y 12 de enero de 1933, cuando un grupo de campesinos proclamó el comunismo libertario.

(La recuperación más reciente de las crónicas del escritor aragonés, que yo sepa, está en la madrileña Ediciones Vosa, 2000, con introducción de J. M. Salguero Rodríguez).

Viaje a la aldea del crimen es un  reportaje de estilo casi catastral (lo cual transforma notablemente la crónica y el relato, potenciando mucho más su eficacia que si Sender se hubiese acogido a un registro más sentimental), muy en la línea del que Azorín escribiera pocos años antes, en 1905, cuando desde La Mancha y tras la ruta quijotesca se acercó a ver qué pasaba en la "Andalucía trágica".

Los sucesos son conocidos, y han quedado imágenes.

Yo sólo quiero recordar las crónicas de Ramón J. Sender citando un par de párrafos: La casa del "Seisdedos", el patriarca o jefe de clan familiar conocido como "Los libertarios", y donde fueron masacrados (quemados vivos):


La casa la formaba una sola habitación con el piso de tierra. La techumbre, de paja y ramas secas, caía en forma cónica y la sostenían dos maderos en aspa y algunos listones, reforzando otros podridos por la lluvia. Por fuera tenía el techo un remiendo de lata y otro de hule, procedente, quizá, de la cuna de alguna casa y recogido en los vertederos... No se veía salida de humos. Luego vimos que no hacía falta. Dentro, la choza medía hasta cuatro metros de lado, y era cuadrada. Aunque parezca que no puede quedar espacio para dos habitaciones, lo cierto es que un pedazo de arpillera remendado con tela que un día pudo ser blanca y clavado en un larguero separaba un rincón donde había una cama de hierro. Era el lujo de la vivienda... El recinto estrecho donde aparece el túmulo de dos jergones de paja está comenzado a encalar. Hay paja también, amarilla y obscura a trozos, en el suelo.  (págs. 77-78 y 79.)

Luego, tras los sucesos, con los cadáveres aún humeantes, cuando poco a poco regresaban al pueblo los que lo habían abandonado para refugiarse donde pudieran y seguían las detenciones, las mujeres no lloraban:


Con los ojos hundidos y secosel oído atento, pasaban las horas sin que se moviera nadie.... En aquellos momentos eran "dolientes" todos. Las mujeres no lloraban. Los chicos miraban espantados a los guardias. No hubo una sola de esas crisis de nervios con mujeres desmelenadas y frenéticas. Callaban y esperaban. Sólo una mujer salió de su casa y se dirigió a la plaza, a la Guardia civil:

-Me han matao al hombre -dijo secamente.

Luego añadió.

-Vengo a pedí permiso pa que le hagan la caja.  (pág. 149)

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Del blog del autor, 13/01/2013

La huella del jabalí

JORGE MUZAM

El rumor de los árboles mecidos por el viento es un primo hermano del silencio. Creo que hoy muy pocos reparan en esa delicia anexa del vivir. Cuesta oírlo. Cuesta reparar en las notas de su mímica. El expansionismo del progreso arribó al valle de San Fabián para quedarse. La estridencia de botoneras, motosierras, grandes camiones y cortadoras de pasto pulverizan el valor agregado de esta tierra. Sólo queda usar audífonos para reencontrarse con La Flauta Mágica o alejarnos sobre huellas desgastadas de jabalíes libertos que terminan en cualquier avellano.

Fotografía: Lorena Romina Ledesma.

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De CUADERNOS DE LA IRA (BLOG DEL AUTOR)


Friday, July 28, 2017

Melville el vikingo moderno

D.H. LAWRENCE

Para mí el gran visionario y poeta del mar es Melville. Su visión es más real que la de Swinburne, al no atribuir personalidad al mar, y mucho más sólida que la de Joseph Conrad porque Melville no adscribe al océano sentimentalismo alguno ni tampoco a los desdichados que sobreviven por esos mares.  Gimoteando sobre un pañuelo empapado como Lord Jim.

Melville tiene la magia misteriosa y extraña de las criaturas marinas y algo de su repugnancia. No es del todo un animal terrestre. Tiene algo de escurridizo. Siempre hay algo marino en él. En vida dijeron que estaba loco –o perturbado. No estaba ni loco ni perturbado. Pero estaba al borde de serlo. Una de sus mitades era un animal marino, como aquellos terribles vikingos de barba rubia que rompían las olas con sus afilados barcos.

Era un vikingo moderno. Sucede algo curioso con quienes tienen los ojos realmente azules. No son nunca completamente humanos, en el buen sentido clásico, humanos como lo son quienes tienen los ojos castaños: lo humano del humus de la vida. En las personas de auténticos ojos azules normalmente hay algo abstracto, elemental. Las personas de ojos castaños son, por así decirlo, como la tierra, que es un tejido de vida pasada, orgánica, compuesta. En los ojos azules hay sol y lluvia y un elemento abstracto, no creado, agua, hielo, aire, espacio, pero no hay humanidad. Las personas de ojos castaños son personas del viejo, viejísimo mundo: Allzu menschlich*. Las personas de ojos azules tienden a ser demasiado sutiles y abstractas.

Melville es como un vikingo rumbo a su morada, el mar, demorado por la edad y los recuerdos, y, por una especie de insuperable desesperación, casi delirante. Porque no puede aceptar la humanidad. No puede pertenecer a la humanidad. No puede.

* Demasiado humanos

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De Estudios sobre literatura clásica norteamericana, publicado en el blog CALLE DEL ORCO, 09/09/2013

Thursday, July 27, 2017

Naked Truths. Who are we without our clothes?

JAMIE LAUREN KEILES

By the time I went home, I’d seen a hundred soft dicks, hanging from men taking walks in the woods, hanging from men eating chocolate éclairs, resting like thumbs upon beanbag chairs, and hanging from grandpas and 11-year-old boys. By then I could say I’d grown bored of all the breasts — the mosquito-bite boobs and the honkin’ big naturals, the mastectomy scars and the ingenious bolt-on racks. My only real shock was how fast I inured to the sight of an ass that hung elegant like drapes. As it turns out, anything beautiful or grotesque can become boring with enough exposure. I saw zero public boners, and heard two public farts. If I had not been there, naked myself, I might now say that nudity is not a big deal.

I traveled to the Eastern Naturist Gathering in June, clothed and nervous, by way of rented Hyundai. I was sent there not to leer at naked bodies, but to see if I could prove, by way of contradiction, what we accomplish when we choose to wear clothes. The festival was hosted by the Naturist Society, a club for family-friendly nude recreation. I was allowed to attend as a writer so long as I agreed not to name where it was held: at a rented overnight camp, out of sight from any highway.

I hadn’t planned on being nervous. I have enough invested in the idea of myself as a “laid-back person” to want to enjoy a week of nude recreation. If I have the standard amount of body anxiety for a 25-year-old white woman in America, then I have always been able to set it aside for at least as long as the time limit in a sauna. My hang-ups have always seemed more theoretical than practical.

Even so, in the week before I left, I was haunted by a nightmare of arriving at the camp only to be summoned as the first to undress. As I parked my car by a man-made pond, I worried that maybe I should have done more research. Who goes to a weeklong clothing-optional retreat: Burning Men? Doulas? Buyers of those shrink-wrapped bricks of German rye bread? In the catalog of libertines, some types are more tolerable than others. If I wasn’t going to struggle with nudity, then I was definitely going to struggle with organized nudity. I might be a nudist, but I’ve never been a joiner.

Inside the camp, there were no nudists to be seen. I wheeled my suitcase along an asphalt path and called out “hello” up the stairs of a bunkhouse. A woman appeared in a T-shirt and shorts.

“I’m here for the thing,” I said, uncertain whether she might be too.

Before she could answer, a man turned the corner, wearing a suit of the emperor’s new clothes. His unsheathed penis nodded along as he told me that check-in was just up the hill.

The check-in nudist wore mirrored shades and a supernatural, contiguous tan. He handed me a folder with the schedule of events, then pulled on his shorts, I guess for my comfort. We got in his golf cart and he drove me to my cabin. Dinner would start at 5:30 in the mess hall. He told me to wear whatever I wanted and to take as much time as I needed warming up.

Back home, I’d struggled to pack for the trip. The packing list suggested sunscreen, as well as three separate towels for “beach, butt, and shower.” It did not list any clothing. It seemed absurd — and maybe even terroristically-suspicious — to board a cross-country flight without any luggage. I ended up packing for a normal, clothed vacation. What kind of shoe goes best with stark naked? I didn’t know. I brought four pairs. To dinner, I wore Birkenstocks and nothing but a T-shirt.

The mess hall was a long wooden bunkhouse, furnished cafeteria-style. The meal was tofu and brown rice, served by non-nude chefs in white jackets. Hungry nudists swarmed the buffet line, bracing sagging plates of vegetarian food. Without the signifying benefit of clothes, it was hard to guess what kind of people they were. They were nearly all white and middle-aged or older. Every weight class was well-represented.

I sat with the check-in nudist and his wife, plus a friendly older woman with leatherette skin. Other nudists stopped by throughout the meal; it seemed they’d all been told in advance that I was coming. I was visible as a newcomer by the fact that I was at least 20 years younger than any other guest.

They told me that the young folks would come closer to the weekend. (I can’t say this proved true in any statistically significant way.) As I stress-ate my plate of vegetarian food, I tried my best to answer their questions: How did you find this event? Why are you interested in learning about naturism? It was hard to feel professional with my bare ass on a chair. In my best journalist voice, I told them I wanted to learn why they got naked. This wasn’t really true, but it sounded okay. The leather-skinned woman turned in my direction.

“Well,” she asked, exasperated. “Have you ever been completely nude in the sun?”

I had not, but I didn’t want to say so. It felt like the kind of situation where it’s good to lie and say that of course you lost your virginity to a boy who goes to another school really far away.

After dinner, I walked to the lake, down an isolated trail in a thicket of trees. The sun was not scheduled to set for two more hours. The light came green and filtered through the leaves as I stopped midway to pull off my shirt, then continued down the trail, fully nude except my shoes. A breeze off the lake took stock of every fine mammalian hair on my body. Walking naked in the woods makes you feel like a real goddamn Homo sapiens. My posture looked stupid, like it had been formed in a time before women were dainty. My brain was a mass of electrical signals; I wanted to kill an animal, or maybe be killed by one.

Waving my arms in the heavy June air, my body felt too weightless, the same pang as realizing you’ve forgotten your purse in a taxi. I imagined, with some practice, that I might convert this lightness to the freedom of leaving home without a bag on purpose. I wondered if men could relate to this sensation. I’m not sure to what extent their bodies feel like luggage.

Down by the lake, I laid on the dock and let my ass cheeks cook in the sun. I flipped over and rolled around a few times, like an all-beef frank at 7-Eleven. The dock rocked left and right in the water. It was great. If this is all it is, I can go home tomorrow. One doesn’t need a week to learn why ice cream is good, or why a massage chair feels better than moving furniture. Naked in the sun! I twisted my arm to rub sunscreen on my back. I lay on the dock until the sun hung low, then picked up my towel and headed back toward camp.

Alone on the trail, I was barely aware of myself. My thoughts shuffled like flashcards: tree, bird, leaf, bird. The woods gave way to civilization and soon I was walking past red-roofed bunks and rock-climbing walls and prefab gazebos. A golf cart of nudists careened over the the hill, lending momentum to a reflex inside of me. I looked around, like I had just come to. Why am I naked?This was what happened when Eve ate the apple. I did not want to make small talk with four nude strangers. I ducked off the path to cut across the grass and hid inside my cabin for the rest of the night.

I awoke the next day, sweaty and confused, and tossed in the sheets for a few fitful minutes before I remembered I’d enlisted as a nudist. I got out of bed, brushed my teeth, and found myself wanting for more ways to get ready. There is a jarring cold-pool feeling that comes with just getting up and walking out the door.

At breakfast I sat outside at a picnic table, eating oatmeal and studying the schedule for the week. “Nude” is only half of nude recreation. The activity booklet listed morning qi gong and capture the flag and square-dancing lessons. There would be a screening of Manchester by the Sea and a pubic hair roundtable called “Smoothies — Hair or Nair?” On Thursday, there’d be a talk on Parkinson’s disease, and on Friday, an all-camp talent show. I circled two-dozen events with my pen.

Across the grove of picnic tables, I noticed a man with a long, gray ponytail. I steeled myself for nude interaction and asked if he planned on attending any events. He said he was hosting three: a discussion about community, a lecture on the commons, and a screening of a documentary about the Colorado River. I flipped to the listing for his lecture in the booklet: “Can we restore the commons and our environment before it’s too late? We are the 99%.”
Photo: Spencer Grant/Getty Images

The talk was one of few political events on the schedule. I asked to what extent his politics informed his nudism, and he launched into a spiel about nudists versus naturists, a subject that would come up often throughout the week. As is the case with most sectarian schisms, terms can be muddy and are often debated, but a nudist is someone who likes to get naked, while a naturist gets naked to achieve a natural state. (A naturalist, unrelated, studies plants and animals.) As far as I can tell, the groups mingle freely, sharing the same circuit of beaches and festivals. Internecine drama is a luxury for the clothed.

Organized social nudity first came to United States in the 1930s, an outgrowth of the Nacktkultur clubs of German immigrants. According to historian Brian Hoffman, early nudists stripped down for their health, meeting at gymnasiums to toss medicine balls and engage in rigorous group calisthenics. Periods of technological change have often inspired frantic returns to nature. Nudism was said to cure the woes of the industrialized city. At the very least, it served to satisfy a wholesome curiosity about the body.

Such satisfaction was not well-received by anti-vice groups, which took it upon themselves to assimilate new immigrants. Birth control and burlesque were on the rise, along with the requisite panics over expanding sexual liberalism. In order for organized nudity to survive, it distanced itself from deviant bodies. By the postwar era, nudists had fled the gymnasiums of the city for private, rural nudists camps. Exclusively white and professedly straight, these camps put out glossy nudist magazines to court returning GIs and their families. The wholesome rags proved popular on newsstands, attracting the interest of horny young men. Nudists groups that wanted to expand faced the new issue of the “single man problem.” Unmarried men were feared as pedos, perverts, and homos. Some camps banned them outright, or demanded they recruit an unmarried woman — no easy feat in the prim 1950s. Many rebranded as “sunbathing” or “naturist” clubs, rejecting the lascivious connotation of “nudist.” For as long as Americans have wanted to get naked, they’ve faced a fraught negotiation with sex.

The modern naked realm is a multiform scene. The clothing-optional convert has options: family resorts, youthful naked bike rides, steamy couples clubs, clothing-optional beaches. I met retirees who lived full-time on nudist compounds. I met a housewife who ditched her husband to live in a converted van full of gongs. At its edges, the pastime touches kink groups, fairy cosplayers, crystal-healing fanatics, and even milquetoast Midwesterners.

The Naturist Society was shaped in the ’70s as a loose association of nude beach enthusiasts. Today, in name, the group is open to all, but its demographics are still a product of history (mostly couples, mostly white, mostly straight). The nudists at the gathering made their livings as public-school teachers, lactation consultants, and electrical engineers. Some had endured unthinkable trauma; many just wanted to be naked in the sun. My ponytailed friend told me the camp had one naturist for Trump. I failed to track him down, but I did find his car in the parking lot — an old shit box held together with a confused pastiche of bumper stickers. (He allegedly went Trump because Hillary was crooked.) By the end of the week, I’d meet naturists and nudists, Bernie what-iffers and New Hampshire libertarians. There seemed to be a circular relationship between taking off your clothes and freeing yourself from preordained political alignments.

After breakfast I sought refuge from conversation in a class called “Active Stretching for EveryBODY.” The teacher was a small-framed man named Barry with the magnanimous demeanor of someone who volunteers to collect carts in the parking lot of a food co-op. Barry had developed his Active Stretching as a riff on Active Isolated Stretching, a briefly-popular yoga alternative from the ’70s. He sat atop a stack of gymnastics mats and used his nude body to model the technique.

Muscles, he explained, work in antagonistic pairs. To stretch one, you simply contract its opposite.

He squeezed his biceps in a muscle-man pose and turned to show us how his triceps grew slack. The class played along, following Barry through a series of contortions that would have been illegal in a strip club down the road. As I lay on the floor and lengthened my hamstring by pulling my quadriceps up by my ear, I felt more at ease than I’d expect, exposing my vagina to a group of middle-aged strangers. There was something comforting about following Barry’s directions, about giving my body over to a script. This was not the improvised nudism of small talk over tofu; it had more in common with a doctor’s office checkup, or the structured routine of heterosexual sex. Moreover, we all had a practical reason to be naked. It made sense, in this case, to see one another’s muscles.

Barry led the group in a move called the “da Vinci.” We stood, arms up, in a jumping-jack pose and tried to inscribe our bodies in circles. As we moved our arms in 360-degree arcs, certain stiff angles won groans from the class. Barry came through with modifications. We stretched to prevent carpal tunnel and neck pain. It was rare to hear someone speak with such frankness about the fact that our bodies would eventually fail.

I looked around the group and watched the other people stretch. An eightysomething man and wife reached for their toes on towels in the corner. The room was a showcase of strange and gnarled postures. Spines curved over in improbable ways. Everyone else had at least a few liver spots. In your 20s, there’s a cognitive fail-safe that makes it impossible to imagine your body becoming an old person’s body. Our access to the symptoms of aging seems to be meted out according to market potential. (I know about wrinkles, only because I know I should buy a cream to prevent them.) Prior to nudist camp, the only naked old person I’d ever seen was a flailing, dying man at my hospital volunteer job in high school. I remember recoiling less at the sight of death than the sight of a naked octogenarian. It seemed to me like the most forbidden thing. There is a false, mortality-denying logic that polices crop tops and bikinis as the province of the young.

But here, in stretching class, naked old people weren’t a secret. Aging bodies were taken on their own terms — not feared, but accommodated. Without the tell of age-betraying clothes (Costco sneakers, Reagan-era windbreakers), it felt easier to believe that their bodies could be mine. As I watched a woman lift her leg over her head, I wondered if I ever knew anything about time.

The following morning was cold and rainy. Most people at breakfast were wearing at least one article of clothing — a silk kimono or a terry-cloth bathrobe or a souvenir sweatshirt from a regional nude beach. One couple stepped out in matching tie-dye Snuggies. Only two well-insulated men remained nude, one very hairy and one very fat. The scene felt like the relief effort following a tragic YMCA locker room fire. In this state of collective dishabille, it was hard to say what the group had in common. Yesterday we were naturists; today, just a bunch of people in incoherent outfits. Everyone looked dispirited, watching the rain, drinking their coffee from Styrofoam cups. I felt glad to have the weight of a sweatshirt on my shoulders. It was nice to be naked while stretching or sleeping, but I couldn’t adjust to parading my naked body past the buffet line. I imagined myself as a giant pair of breasts, loading a plate with MorningStar sausage. It was hard to do anything without thinking about my boobs.

In my normal life, I’m a bad dresser, maybe by choice. I wear a lot of men’s shirts and practical shoes because I hope this rejection of fashion might be read as a sign of my politics or intelligence. Of course, such deliberate choice-making is exactly what fashion is, but that’s the joy. It feels good to make a context for my own body. If I can’t control how people will treat me, then at least I can suggest how I want to be seen.
Photo: Imagno/Getty Images

When you are naked, you only have one outfit. If you want to be seen differently, you have to change your situation. A naked woman in a doctor’s office means something different from a naked woman in the upstairs bedroom of a frat house. Perhaps in a post-everything world, our bodies wouldn’t matter; naturism comes pretty close to that ideal. At camp, I barely heard anyone talk about his or her body. The ethos was more body-neutral than body-posi, but I still missed clothes. Without their powers, my personality and body language had to pick up a lot of slack. Every interaction felt tiring.

I spent the rest of the morning asleep in my cabin. My ass was badly sunburned and it hurt to wear clothes. It stopped raining after lunch and I dragged myself to an outdoor discussion about the biggest issues facing naturism. The talk seemed rigged to favor the opinions of the moderator. A few vocal men discussed hostile lawmakers, the graying of the population, and the apathy of naturists themselves. No one seemed to enjoy this event, except for a woman asleep on her towel.

At night I walked to the canteen for a square-dancing lesson. I had never square danced before, but I was looking forward to learning something I could take with me out into the clothing-mandatory world. The canteen was a big, open rec room with old arcade games and bad fluorescent lighting. At the center of the floor, the rough shape of a square had already begun to form — three women, four men. It turned out that everyone else already knew how to square dance, with some having square danced their way into adulthood all the way from elementary-school gym class. They forged on with the lesson for my sake only. I felt the familiar flush of gym-class humiliation, except now I was also naked.

The first thing I learned was that square dancing is not the same as line dancing. Line dancing is a synchronized group dance where everyone faces in the same direction and nobody touches. Square dancing is an elaborate coupled dance with lots of touching and changing of partners. My partner was a shy man in black tube socks and a Casio watch. I did not feel eager to have him hold my naked body, but soon he proved a dependable dancer. Our first song was a wife-swapping routine called “Push Ol’ Pa, Push Ol’ Ma.” It opened with a jaunty fiddle and a move called “grand left and right” that involved shaking hands with different partners around a circle. As the ladies traveled clockwise and the men counterclockwise, I took extreme care to connect with each outstretched hand. I shook the hand of a 7-foot-tall man with back hair. I shook the hand of a gay man in pearls. When the song was over, everyone agreed that I was a really good square dancer. It is easy to learn quickly when the risk of failure is grabbing a stranger’s penis.

Square dancing is easy so long as your partner knows what he is doing. I felt like a widget on a production line, being spun and tipped and sent forward by conveyor. The next song we danced to was heavy on a move called the “right-hand star.” The four naked men stepped into the center and walked in a circle with their right arms outstretched. The ladies stepped forward to catch their left palms, and soon the whole group was revolving on an axis. Sometimes the dance would encounter a bug and I’d find myself caught in a remedial do-si-do. In these moments, as I dodged hairy chests, I wished for some clothes to divide me from the world. The boundaries of my body felt blurry.

Outside the window, the sun began to set. Now we ladies made the right-hand star. As the room spun around me, I felt the very specific solidarity of four women square dancing naked in the canteen of a children’s sleepaway camp. Everything about humans seemed so arbitrary. This week I was here. Next week I might be putting on mascara, or decorating a Christmas tree, or watching a man on TV dunk a ball through a hoop. Nothing seemed stranger than anything else.

On my final night at camp, the nudists held a Star Search on an old wooden stage in the multipurpose field house. The room had that special big-night feel, like a local high school Christmas concert, with everyone saying hi and tuning up and rushing around for last-minute adjustments. The weather was still bad and we all were half-dressed, a state that felt either too much or not enough for the occasion. A man with Coke-bottle lenses assembled a clarinet. Another walked around distributing song sheets, and soon I looked up and the show had begun with a rousing group-sing of several naturist anthems. Someone strummed a thin ukulele chord: “It’s fun to be na-tu-ral, it’s fun to be free.” We all sang along with surprising good tune, hitting the high notes on “Nudity! Nudity!” Now the tone for the night had been set.

The curtain went down and the curtain came up, revealing a woman in a puddle of blue light. Looking plain like a ’70s health class textbook, she sang a beautiful and talentless rendition of a ballad. The act had the feel of a cinematic climax, but the action of the night had only just begun. The curtain went down and the curtain came up. A woman spread her body on a rubber yoga mat. Her pecs strained in tug of war with her lats as she rolled up from cobra into down dog into plank. As the chorus swelled, she kicked into half-moon, exposing the eye of her vagina to the crowd. We all clapped politely. A teen boy took the stage and played a trumpet cover of a Selena Gomez song.
Photo: Robert Altman/Getty Images

Next we all did a Graham Parker singalong. When an act called for participation, we participated. When an act called for laughs, we all laughed. A woman told some jokes about sex after 60, where “the only things that get stiff are your hips and knees.” We sat rapt like we were watching our own children perform. With each new dawn of the curtain, I felt stunned by the sight of yet another naked body. I guess it takes more than a week in the woods to shirk that most common stage fright nightmare.

Curtain down, curtain up: A woman played a beat on a gong and a drum as her pendulous breasts hit the twos and fours. A man with a 12-gauge ring through his dick read an original poem about his sisters. Three singers and a harpist covered Leonard Cohen’s “Hallelujah” and I cried. Between acts, the light leaked blue beneath the curtain. I wondered, if we married at 15 and died at 40, we’d really even need to do this sort of thing. If you imagine a ukulele is a full-sized guitar, then the penis of its player looks enormous.

For the final act, the house lights came up and someone came by with the song sheets again. We all looked around in new appraisal of our peers. Here we were, half-dressed, far away from any highway. A man took a seat at the out-of-tune piano. He struck a few chords from Monty Python’s Life of Brian:

For life is quite absurd
And death’s the final word
You must always face the curtain with a bow.
Forget about your sin — give the audience a grin
Enjoy it, it’s your last chance anyhow.

Tomorrow I’d go home and put on my clothes. Together, as the key climbed higher and higher, I joined in singing final reprise:

Always look on the bright side of life…
Always look on the bright side of life…
Always look on the bright side of life… 

Jamie Lauren Keiles is a writer in Los Angeles.

Editor: Julia Rubin
Copy editor: Heather Schwedel


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De RACKED, 25/07/2017

Ilustraciones de Kalee Klinger   

ESTA PESADILLA: LA HISTORIA (4)

ROBERTO BURGOS CANTOR

Noviembre.

Y el reducto de preservada alegría de las noches y los amaneceres de los ángeles que piden limosnas para ellos mismos; la cercanía de las vacaciones; las fiestas de la independencia con piratas, capuchones, bailarinas, clérigos sin tonsura, chinos de ojos orientales con bata de papel de seda y sombrero de pagoda. Y los buscapiés.

Como castillo de roca que se lleva el huracán, el noviembre de tragedia se sobrepuso a los talismanes de inocente dicha que alguna vez mostraron el rostro alegre de la vida posible.

La radio vociferaba, antes del mediodía de luz reposada, que un grupo de la guerrilla, M-19, había ingresado al recinto de la Corte Suprema de Justicia y del Consejo de Estado. Autoridades de la rama judicial.

Fueron horas de inciertas y dolorosas incertidumbres. Voces de magistrados, eran nuestros maestros, que pedían un alto al fuego, inventarios de personas que lograban salir de esa trampa de disparos, explosiones, informes de la fuerza pública, un gobierno sin voz, sin iniciativas de respuesta. Apenas, el desmadre de plomo por todos lados, explosiones, y después de los helicópteros que dejaban soldados en la azotea del palacio, un tanque cascabel rompiendo la puerta principal para entrar. Todos sin memoriales de demandas, recursos, audiencias. La muerte en su enloquecida danza sin disfraz.

En un momento la radio fue controlada y el silencio volvió la incertidumbre angustia.

Quienes no sabíamos qué hacer, bendito Lenin que lo sabía, nos acercamos hasta donde el cerco del ejército lo permitía. Mi amigo, el poeta y compañero de estudios, Santiago Aristizábal, una vez se casó, abandonó su vivienda de frontera con el memorable Goce Pagano donde se oía jazz de 6p.m. a 7:30pm y después se presentaban libros y después se oía y se bailaba échale tierrita y tápalo. Allí se editó la primera novela de Tomás González, y se lanzó el libro de cuentos de Eduardo Márceles Daoconte. Se mudó, Santiago, al hermoso edificio Sabana, que era más hermoso cuando la avenida 19 de la capital, preservaba sus árboles. No era la primera vez que las tribulaciones me condujeron al asilo de mi amigo. Con él fui confesor en la ermita de Mariquita. Esta vez el ascensor subió al piso alto de su casa. Una llovizna de desgracia caía silenciosa sobre la ciudad y la arropaba. Salimos al balcón y a pocos metros la plaza de Bolívar era una espantosa danza de llamas ambiciosas de cielo, humo espeso, estallidos, cenizas como mariposas de mal agüero, y nosotros, allí, sin palabras y sin lágrimas, conociendo un suplicio sin consuelo.

Cuando volví a casa no supe qué quedaba de mí. En la máquina del contestador telefónico me recordaban lo imperioso de viajar a Medellín para otorgar unas becas de creación literaria.
Autómata de responsabilidades, sin dormir, fui al aeropuerto. Allí estaba, desolado y con voz apagada, Arturo Alape.

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De BAÚL DE MAGO (columna del autor en EL UNIVERSAL), 27/07/2017

Mitología de cuchillos: el tango y la poesía

EDUARDO DE LOS SANTOS MOLINA

El maestro Discépolo le dio a Ernesto Sábato, sin darse cuenta, la más celebrada definición de tango cuando afirmó que solo es «un pensamiento triste que se puede bailar». El libro en el que aparece la cita está dedicado a Borges, y Borges protestó por la dedicatoria y por la cita: a su juicio, los tangos ni son pensamientos (podrían ser, como mucho, emociones), ni son tristes, sino que, por el contrario, hablan de la felicidad y del coraje de sus muertos. Allí están para probarlo las canciones de la Guardia Vieja y las primitivas melodías de violín que se improvisaban en las “casas malas” a finales del XIX, donde los hombres bailaban con hombres un baile «demasiado indecente para la mujer». Hoy, y desde el éxito alcanzado por el Libertango de Piazzola, parece estar recuperando su carácter instrumental originario, pero ya unido para siempre a la nostalgia, a la melancolía que lo ha hecho famoso y de la que el propio Borges es involuntario cómplice en su poema El tango, donde acaba añorando ese «pasado irreal que de algún modo es cierto, / el recuerdo imposible de haber muerto / peleando en una esquina del suburbio».

En cualquier caso, triste o alegre, sentido o pensado (esta sería una definición exacta de la variedad europea), Borges, Sábato, los cantores de la epopeya o de la versión más dolida, cronistas más o menos eruditos como Lastra o Vicente Rossi, todos coinciden en que el tango es, fundamentalmente, una música y un baile violentos. Su origen, como el del jazz, es salvaje: la milonga rural, los patios de los barrios pobres, la música de los negros. Sus pasos se llaman cortes y quebraduras. El violín tanguero “llora”. El bandoneón “se queja” y “gime”. Sus personajes son arquetipos literarios: la prostituta, valesca o criolla; el niño bien, pijo rebelde que busca riña en los lupanares orilleros; el compadrito bebedor que observa receloso desde el fondo de la barra al niño bien; y el malevo, descarado y pendenciero, el puñal en la cintura, la boca fruncida en torno al cigarro consumido. Son los gauchos de la urbe, gauchos contemporáneos que se enamoran y se desgracian en los bajos fondos de la ciudad. Y eso es el asesinato en el tango: una desgracia que acaece a asesino y a asesinado, simple cuestión de suerte o destino ineludible de tragedia griega, lo mismo que el amor, siempre incendiario, de macho dominante y altanero como lo es el mismo baile. La víctima de una y otra cosa a menudo es la mujer.

Como muestra el reciente ensayo The tango Machine, de M. J. Lurker, en torno al tango se ha levantado (no sin esfuerzos institucionales) un imaginario que hoy se identifica con el alma argentina, sin importar que algunos de los tangos más hermosos hayan sido compuestos en Montevideo y sus orillas se disputen la paternidad del baile; sin importar, tampoco, que otras latitudes hayan sabido apropiarse de él (Japón, por ejemplo, o Finlandia, que merece toda la atención por ser un caso de excepcional idoneidad que ya ha sido comentado por Antonio Costa en esta revista, porque ¿qué otra cosa podría bailarse en la larga noche finlandesa? ¿qué escuchar, si no, para vencer la melancolía nacional, esa saudade ártica que llaman kaijo?). Sin importar, en fin, que su realidad sea que cada vez son menos (y más viejos) los que se interesan por él. Se trata de una mitología violenta como toda mitología, ligada a esas coordenadas australes que suenan a frontera y fin del mundo, Palermo, Corrales, San Telmo, Balvanera; a esos nombres de reminiscencias mediterráneas que han ido dando estatura al «reptil de lupanar» de Leopoldo Lugones: son Carlos GardelLe PeraSosaManziCanaroRinaldiCorsiniLamarque, los De CaroTita Merello, Flores, Contursi y Maizani, en fin, el maestro Aníbal Troilo, el gran Astor Piazzola.

El tango es, entonces, un pensamiento o un sentir violento que se puede bailar. Es también nostálgico, precisamente por lo feliz (yo no sé cómo a Borges se le pudo escapar esto), y antes que violento se han utilizado tradicionalmente los adjetivos pasional o arrebatado. Ricardo Güirales, con unos versos desgarradores, lo califica además de severo y triste, amenazador, bestial, fatal y bruto, hostil y despechado, «aliento de prostíbulo», «mancha roja» coagulada en negro, lento «baile de amor y de muerte». De amor y de muerte. Añade en otro lado que a través del tango uno puede experimentar la dureza del arrabal como a través de la tela de la empuñadura se siente el frío del acero.

Y eso que Güirales, según todos los testimonios, era un bailarín elegante, de suavidad felina, ejemplo de esa ternura inherente a la violencia tanguera (de oxímoron está el mundo lleno) que encuentra su mejor reflejo en la estrechez de los cuerpos, en la pareja que baila contra el mundo en la rueda, alejándose, juntándose de nuevo, dos rostros que se rozan en la penumbra mientras suena la música, ojos que se desafían y se buscan, piernas que se enlazan, y otra vez el silencio. El tango es en este sentido como El Jaguar, el personaje de La ciudad y los perros de Vargas Llosa que nos es descrito a través de los otros chicos como un joven temible e implacable, pero que, ulteriormente, con lentitud y en la intimidad, demuestra ser capaz de una dulzura y de un amor conmovedores.

Güirales era, como Discépolo, un bailarín. Pero en lo que no se insiste lo suficiente es en que los tangos no solo se pueden bailar, sino que pueden también ser leídos. Sus letras son la expresión, en su origen, del encuentro crepuscular del siglo XIX con el amanecer del XX, y de una forma de sufrir y de amar que es universal.

Más acá de la música, reparar en la letra de un tango supone reconstruir un pasado de vigencia actual, ficticio y poético. Hay letras de tango sangrientas (Te llaman malevoLos jazmines de San Ignacio) y lloronas (SoledadMi noche tristeTu pálida voz); las hay amargas (MalevajeViejo smokingCambalache) y dulces (Te quieroEl día que me quieras). Se escribe al tango mismo (El chocloApología tanguera) y a la ciudad añorada o perdida (Mi Buenos Aires queridoVolverMelodía de arrabal). Se escribe a esos amigos que desaparecieron o que se dejaron atrás (Cafetín de Buenos AiresTres amigos). Se escribe, sobre todo, a la mujer (MargotMalenaGricel, las profesionales de Corsini), en algunas ocasiones con un sadismo machista que ha sido estudiado recientemente por el profesor Martín Kohan en Ojos brujos y que se explicita, por ejemplo, en el recurrente asesinato de la mujer traidora o en el regreso arrepentido con su hombre, al barrio, a la vida que dejó por codicia o por lujuria (Volverás, golondrinaNoche de Reyes, o Dicen que dicen, cuyo compositor, Enrique Delfino, pidió al letrista que se dejara de recuerdos: que no dijera que la mató, sino que la matara ahí mismo). Un ejemplo de la inversión de los papeles, en el que el hombre es el miserable traidor y el desenlace no se salda con un feminicidio, lo encontramos en los tangos de Agustín Magaldi.

Son, en cualquier caso, versos populares «de amor y de muerte». Los hay que darían para un seminario de metafísica. No pasaron desapercibidos a los poetas, como los poetas no pasaron desapercibidos a sus protagonistas. Borges, en sus conferencias, sugiere que alguien debiera juntar un día todas las letras de tango, comparándolas con el romancero castellano, y escribir con ellos la canción de gesta argentina que sucedería al Martín FierroJulio Cortázar declaró que el tango resulta pobre comparado con el jazz (añoraba la improvisación), pero de una pobreza hermosa, y sabemos que uno de sus poemas favoritos era el Mano a mano de Celedonio Flores, un tango que cantaba Gardel. Del otro lado del mar, Lorca relacionó la sentimentalidad del cante jondo y la sentimentalidad del jazz y, según Gibson, ensayó el tango tras su visita a Buenos Aires a finales de 1933, «abanico de lágrimas» cuyo sentimentalismo nada tenía que envidiar ni al jazz ni al cante jondo; allí trabó amistad, en el café Tortoni, con Carlos Gardel y con Enrique Santos Discépolo, que a su vez compartían mesa con escritores de la talla de Victoria Ocampo u Oliveiro Girondo, encuentros que recordaría con cariño Tania “La Lucianito”. «El tango, Federico, hoy es tu tango», dice Gloria Marcó en el que le dedicó a su muerte. No este tango, sino El Tango, que es desde entonces propiedad del poeta granaíno.

Los escritores regalaban sus letras a los compositores; los compositores se regalaban los tangos entre sí, o se los vendían. Alguno fue robado. Había quien no daba importancia a la letra, generosamente, y quien se demandaba hasta la censura y la ruina por mantener su firma en la cuartilla. Se dice que en 1934 Gardel y Le Pera pasaron cuatro semanas de insomnio encerrados en un piso de París, el primero a las teclas del piano, el segundo a las teclas de la máquina de escribir, trabajando en los tangos de la película Cuesta abajo. Ese era el ambiente en el que se escribían, se tocaban y se bailaban los tangos. Del prostíbulo pasó a los salones de las casas, a los teatros y a los cines (como el jazz, otra vez). Del gaucho urbanita a la masa de inmigrantes desarraigados que dieron identidad a los barrios del Río de la Plata. Las mujeres empezaron a cantarlo, y hoy, en las ruedas cotidianas, no es extraño que sea ella quien lidere el baile, como no lo es que bailen mujer con mujer y hombre con hombre (otra vez). El tango ha cambiado, pero quien lo escucha en 2017 no puede sino sentirse hermanado con los hombres y mujeres que a lo largo de más de cien años han sido heridos por los cortes de sus pasos, por los quejidos del bandoneón.

La metáfora física del baile es de una sugestión exacta: el bailarín tanguero se entrega al desconocido, lo abraza, confía en el otro. Se sienten el cuerpo propio y el cuerpo ajeno con intensidad, su tacto, su olor, la profunda emoción de la música deviene en profunda intimidad. Acabada la canción, los bailarines se separan, vuelven a estar solos. Se han encontrado en la música y en el baile, pero también en la poesía. La nostalgia que evocan los versos de Corsini y de Expósito, la sencillez de los tangos de Flores, la afilada precisión de las letras de Héctor Blomberg, la sonoridad incomparable de Le Pera, son también un vínculo. El que nos queda a quienes no sabemos bailar.

Federico, que se sentía «inclinado a la comprensión de los perseguidos» (por eso su interés en el cante de los gitanos, en el jazz de los negros), pensaba que la poesía era sencillamente «una palabra a tiempo» fundada en el amor, el esfuerzo y la renuncia: palabra de marginados para marginados, única palabra que importa. Esta «mitología de cuchillos» que, según Borges, constituiría la porvenir recopilación de todos los tangos escritos, no habla (como se ha pregonado) de la naturaleza del alma argentina; su lírica es la de todo corazón humano, herido pero entero, eternamente perseguidor y perseguido. Podríamos decir (Güirales nos perdone) que a través de las letras del tango uno puede sentir la dureza de la vida igual que a través de la empuñadura se sienten el frío del acero o el calor de la sangre en la hoja del puñal, y que puede hacerlo, como escribió el poeta Raúl Zurita en la carne viva de Chile, «sin pena ni miedo», con el coraje de la grela porteña que es su heroína, con la sonrisa resignada y melancólica de un cantor de café.

Pocas cosas hay en el mundo más poderosas que el olvido, dice Antonio Pau en Música y poesía del tango. «Una de ellas es la voz de Carlos Gardel». Las palabras a tiempo de Federico son otra. Y hay tres o cuatro más en las letras de los mejores tangos, para quien quiera escuchar y esté dispuesto a recibir los cuchillos del recuerdo, a morir peleando con Borges (ciego y letal como un samurái de Kurosawa) en una esquina del suburbio, por un pensamiento triste que se puede bailar.


[Foto: Isabel Muñoz - fuente: www.drugstoremag.es]

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De SEPHATRAD (blog de Isac Nunes), 26/07/2017 

Wednesday, July 26, 2017

El alfabeto de Maduro está cosido con pólvora

GLORIA M. BASTIDAS

Xiomara Scott era enfermera jubilada. Había trabajado durante 35 años en terapia intensiva del Hospital Miguel Pérez Carreño: un monstruo del aparato sanitario. Allí se realizó el primer trasplante de corazón en Venezuela. El domingo 16 de julio, cuando la oposición celebraba un plebiscito contra Nicolás Maduro y su propuesta de Asamblea Constituyente, Xiomara cayó sobre el pavimento. Se hallaba en las adyacencias de un centro de votación ubicado en la avenida Sucre de Catia (oeste de Caracas) cuando bandas armadas amparadas por el régimen tomaron por asalto el lugar. Un proyectil perforó la vena femoral de Xiomara. En medio de la fiesta ciudadana en que se había convertido la consulta popular, organizada en escasas dos semanas por la sociedad civil, el asesinato de la enfermera se convirtió en la nota luctuosa. La bala discordante portaba un metamensaje: si disientes del gobierno, puedes ser fusilado. No importa que sea en medio de una cola para votar. Los paramilitares escogieron como blanco la vena republicana de Xiomara. Su femoral democrática.

La trayectoria de la bala que liquidó a Xiomara no se inicia en el momento en que los motorizados que la acosaron apretaron el gatillo. Va más atrás. Al menos metafóricamente. El 28 de junio pasado, Nicolás Maduro pronunció unas palabras con sazón bélica. Dijo que lo que no se lograra por la vía de los votos (quizás aludía, sin quererlo, al escaso respaldo con que cuenta su gobierno), se lograría con las armas. No es Bolívar en la Guerra de Independencia. No es Alejandro Magno. No es Napoleón Bonaparte. Es Maduro en pleno siglo XXI. Un Maduro que hace apología de la pólvora. La consecuencia: Xiomara en el pavimento. Las palabras en boca de un presidente son órdenes. No son órdenes para el grueso de los venezolanos que llevan más de cien días plantados en las calles, pero sí constituyen un edicto para las bandas parapoliciales encargadas de defender la revolución. Antes que el gatillo, fue el verbo. Primero fue el verbo.

Maduro no ha sido el único. Francisco Arias Cárdenas ha hecho de su alfabeto una Kalashnikov. El actual gobernador del estado Zulia, y uno de los comandantes del intento de golpe del 4 de febrero de 1992, conminó a la oposición, hace poco, a que agarrara los fusiles. Fue una invitación a un cuerpo a cuerpo. Después hizo un mea culpa. Declaró a la BBC que la afirmación la formuló en un momento de molestia e incomodidad. Pero las palabras pesan. Soltar la lengua es como apretar el gatillo. Ahora que la revolución no tiene votos (o tiene muy pocos) su leitmotiv es el culto a las armas. Helos allí: empezaron pregonando el evangelio de la democracia protagónica y ahora que el pueblo quiere expresarse en las urnas electorales (Xiomara en la cola) terminan convertidos en gánsters.  En esa religión bélica también opera como sacerdote Adán Chávez. El hermano de El Comandante llamó a cerrar filas con Maduro: armas incluidas.

Y no son sólo palabras. Hay todo un tinglado montado alrededor de lo bélico. El régimen no ha escatimado a la hora de apertrecharse. Las estadísticas hablan claramente del culto que la revolución profesa a las armas. Un reporte publicado por el diario El Nacional, que toma como base los datos suministrados por el Instituto Internacional de Estocolmo para la Investigación de la Paz, señala que durante 17 años el chavismo ha gastado 5 mil 657 millones de dólares en armamentos y equipos militares. Venezuela ocupa el primer lugar en el ranking de América Latina en este tipo de adquisiciones en casi dos décadas: ha gastado más que Colombia (que enfrentaba a las FARC) y más que Brasil, que es un gigante.  La revolución necesita blindarse con balas ahora que los votos le resultan esquivos.

El chavismo escala en el ranking de la pólvora. Pero ocupa un lugar dramático en el de indicadores sanitarios.  En 2016 fallecieron en Venezuela 11 mil 466 menores de un año. La cifra supone un incremento de 30 por ciento con respecto a la registrada en 2015: 8 mil 812 decesos. La mortalidad materna muestra otro signo alarmante: 756 embarazadas fallecieron en 2016 contra 456 decesos reportados en 2015. El aumento fue de 65 por ciento. No importa: la revolución está primero. No hay gasas ni inyectadoras en los hospitales. Los bebés prematuros mueren porque no hay surfactante pulmonar. Las madres llegan desnutridas a las salas de parto. Los hospitales parecen morgues. El paisaje necrológico resulta secundario para la élite chavista. Un fusil es más importante que un antibiótico. Por eso Nicolás Maduro, Francisco Arias Cárdenas y Adán Chávez entonan su himno guerrero. Lo civil es herejía.  Las balas son la consigna. Allá quedó Xiomara: en el pavimento.

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De LETRAS LIBRES, 24/07/2017



La invención del espacio: Melies-Kubrick-Cuarón

PABLO MARTÍNEZ  ZÁRATE

La invención del espacio cinematográfico se debe en gran medida a películas siderales. Tres de ellas, entre otras, han marcado la historia de cine: El viaje a la Luna, 2001: Odisea en el espacio y, recientemente, Gravedad.

Las aportaciones de la película de Georges Melies van más allá de los valores intrínsecos a toda su producción. Esto es, no radican únicamente en el fantástico diseño escenográfico, sino también en artefactos narrativos que nos permiten desplazarnos por el espacio exterior y que nos cautivan incluso a más de un siglo de su realización. Podríamos decir que fue el primer ser humano capaz de hacer visible la superficie lunar gracias a su magia óptica y su tan audaz creación de personajes.

Por otro lado, Stanley Kubrick tuvo una ventaja considerable en los casi setenta años que separan a las dos películas tanto en la evolución de la industria del cine, como en los avances científicos que acompañaron dicho periodo. En ambos casos, pero bajo premisas distintas, los directores partieron de textos literarios para desarrollar su ciencia-ficción. La diferencia es quizás la profundidad científica con la cual Kubrick preparó su película (vale mucho la pena ver el detrás de cámaras para entender la complejidad del proyecto).

Del mismo modo que Melies inventó técnicas narrativas, Kubrick hizo historia al desplazar la cámara en entornos sometidos a gravedad cero. La combinación de las composiciones de Strauss (Richard y Johann) y Ligeti, con las secuencias labradas por Kubrick, John Hoesli (director de arte), Geoffrey Unsworth (cinematografía) y el resto del equipo de producción, concibieron una fórmula nunca antes vista de trayectoria fílmica en el espacio exterior y, ultimadamente, en el espacio mismo visto a través del ojo mecánico del cine; la cámara, como supuestamente las naves donde se mueven los personajes, parece estar suspendida en el espacio, flotando a miles de kilómetros de la Tierra.


Y entonces llegamos a nuestros días, con una ya “vieja” historia de exploración espacial, y la cinematografía de Lubezki combinada con las ocurrencias de los Cuarón. Fueron cuatro años para diseñar una tecnología capaz de transmitir la sensación de gravedad cero sin sacrificar la vida de los actores (que hubiera sido sin duda un sacrificio costosísimo). Así, cinematográficamente, continúa la vanguardia impuesta por los dos ejemplos citados anteriormente, regalando al espectador secuencias caracterizadas por un dominio de lenguaje inigualable. El plano secuencia inicial es prueba de ello: la cámara inventando el espacio, casi con inteligencia propia, al seguirle la pista al trabajo en suspensión de los astronautas. Pero después de verla a profundidad, compararla con la destreza ya manifiesta en los otros títulos de Cuarón, nos encontramos ante una disyuntiva.

A diferencia de las dos películas citadas con anterioridad, Gravedad no habla en momento alguno de una inteligencia extraterrestre. Ni irrisoriamente antropomórfica ni geométricamente imponente. La amenaza de padre e hijo Cuarón da vueltas alrededor de la tierra dos veces en hora y media, multiplicando su potencial destructivo. Esa es quizás la única fuerza narrativa, más allá de los guiños, símbolos y chistoretes que sueltan a lo largo de la historia. Pero esa fortaleza es también su condena. Mientras la amenaza viaja a cientos de kilómetros por hora, sin ayuda de nadie la heroína y el héroe caído (hasta su caída) se mueven alrededor de la órbita terrestre  detrás de lo imposible y, por supuesto, alcanzando ese imposible espectacularmente, al puro estilo de Hollywood. Entonces, tal parece que el logro de Cuarón y compañía es meramente técnico, de lenguaje cinematográfico, mas no de diseño narrativo. Esto implica que la obra se resuelve en lo que solamente es verosímil para un espectador no científico. Y funciona muy bien, como muchas películas de Hollywood. Pero tal funcionamiento se sostiene únicamente en su dimensión cinematográfica, pues en el eje narrativo no hay una exigencia mayor por parte de los creadores.  Lo anterior no se debe solamente a la inverosimilitud, que siempre puede excusarse mientras las reglas mismas que sostienen la historia se integren a un mismo universo, a un mismo orden de las cosas. He ahí el problema de Hollywood en muchas ocasiones, y el de Cuarón en relación a Melies y Kubrick. En Gravedad, los realizadores no diseñan un mundo nuevo, pero tampoco respetan las reglas del mundo al que han sometido a sus personajes. El colmo llega en el momento de la agnición y todo se reduce a un problema de inconsistencia. Inconsistencia magistralmente realizada (se gana un 10 redondo), pero inconsistencia a final de cuentas. ¡Vaya! El ser humano no es perfecto.


Cuarón, en una visita reciente a México, confesó ser “esclavo de la narrativa”. Qué pena, pero en esta película lo comprueba. Éste, uno de los pocos títulos del director que no parten de textos literarios, confirma el irremediable destino de Alfonso: México ha perdido a su mejor director de cine, quien hoy se ha convertido ya, innegablemente, en un gringazo. Lo extrañaremos. Ojalá regrese algún día.

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De ARQUINE, 01/11/2013