Sunday, January 28, 2024

Donostiarra


DANIEL MOCHER

 

Desde la avenida de Zumalacárregui se llega en un santiamén a la playa de Ondarreta. Allí, apoyado en la baranda, tras años sin venir por San Sebastián, vuelvo a extasiarme con la belleza de su bahía como si fuera la primera vez. Llegué de madrugada, cruzando las sábanas blancas de una niebla fantasma, la lluvia fina en monótonas e hipnóticas punzadas, los largos túneles porosos que serpean por las montañas pesadas del cansancio. Sin premeditación, por pura necesidad, he venido a pasear una y otra vez por la playa de La Concha, a hermanarme con la isla de Santa Clara. Sin descanso, por despejarme, para pensar en qué es lo que debo hacer con mi vida o para no pensar en nada en absoluto. Hasta que me duelan las piernas, caminar junto al mar, pues tengo que sobrevivirme. Desde la parte más meditativa del Peine de los Vientos de Eduardo Chillida hasta el Aquarium y el Museo Marítimo Vasco, y pasar con respeto ante la estatua de aquel marinero que salvó a tantos de morir ahogados tras el naufragio de sus naves, tantas veces que al final, no podía ser de otra manera, encontró su destino definitivo, tras un naufragio, en el fondo del mar. O seguir un poco más allá, donde la Construcción Vacía de Jorge Oteiza y poco después, bordeando la costa, llegar hasta la desembocadura del río Urumea.

El sirimiri arrecia, voy por el casco antiguo, toca comprar un paraguas en una tienda de suvenires, también algo para Elena y los niños. Encuentro refugio en la iglesia de Santa María, donde hay una preciosa cruz de alabastro esculpida por Chillida a mediados de los setenta y un imponente órgano Cavaille Coll que en ese momento sonaba a ensayo de misterios graves de fantasmagoría y levitación. Almuerzo cerca del hotel, en un bar de menús para currantes: alubias rojas, chicharro con refrito de ajos, cuajada de postre. Todo muy bueno y bien regado con sidra del lugar. El café llega acompañado por una copa de pacharán y retales de conversaciones de las mesas vecinas. Se puede apreciar, a poco que uno mire, algo del costumbrismo donostiarra, esas cosas distintas que tanto me interesan, también lo que a todos nos asemeja, tan parecidos al fin. Descanso un poco en el hotel y retomo las caminatas por La Concha. Palacio de Miramar, la noria, el hotel Inglés, La Perla, la elegancia de los grises, ese toque afrancesado que tienen algunos edificios en San Sebastián, las farolas dignas de museo, los tejados, las azoteas oscuras, la noche que desciende cadenciosa, las luces de la ciudad temblando en la lámina negra de las aguas, el puerto, las traineras, los perfiles intuidos, suena una tamborada en la distancia, sigue lloviendo, pintxos y txakoli en el Bare Bare, regreso al hotel donde me esperan los cuentos de Isaak Bábel, un peso en los párpados, queman, olvido el reloj, queda a un lado el cuerpo, me arrastra hacia sus profundidades el simulacro de una muerte perfecta, la luz de lectura ha quedado encendida.

 

A la mañana siguiente paso por Errenteria para saludar a la gente de la librería Noski!, Sihara Nuño y Juan Manuel Uría, poetas, pintores y aforistas. Allí presenté Los propios pasos hace poco más de un año y no puedo olvidar, ni sé cómo agradecer, la acogida tan cálida que me brindaron. No hay doblez en los abrazos. Hablamos sobre proyectos, de la vida, de la familia y la crianza. Compro una antología de aforismos, Diario de Corea de Pablo Cerezal y El porvenir no llega, el pasado no importa de Diego Vasallo. Juan Manuel, siempre generoso, me regala La tertulia errante. Ya en Valencia descubro en este libro a Rafael Berrio, cantautor que murió en los inicios de la pandemia. Llevo dos semanas con sus canciones como banda sonora de mis días, de mi reincorporación al trabajo tras casi seis meses en casa cuidando a Claudia. Estoy como un niño que ve el mar o la nieve por primera vez, así con la música de Berrio. Simulacro, Dadme la vida que amo, Niño futuro: obras maestras. Y se tejen nuevas conexiones inesperadas: Lou Reed, Jacques Brel, aparece también Pío Baroja y no sé cómo la negra luz de Pierre Soulages.

 

Y así voy, viviendo del viaje exprés y sus dádivas innumerables, de los recodos inesperados del camino, de la tregua que brindan los miradores, del cansancio lenitivo, del horizonte siempre cambiante, del peso de un alma hambrienta, de la sed que no cesa, de lo nuevo, lo siempre nuevo, del recuerdo de lo grato y bondadoso sin sorpresas agrias ni decepcionantes, de las segundas y terceras oportunidades. De lo que pinta Uría, de la unión que Nuño siempre encuentra entre ciencia y poesía, de lo que cantaba Berrio: El signo variable de las intemperies. El vagar errante y solitario. El alma elevada en los alcoholes fuertes. La fiereza en los ojos deslumbrados. El pasar con nada, el mendrugo de pan. La indolencia a orillas del río. Dadme al clarear lo que es mío: La hermosa vida que amo

en enero 27, 2024  

Thursday, January 11, 2024

Los viajeros y los mentirosos


MAURIZIO BAGATIN

 

La vida es como un viaje. Fuga o retorno, canta el poeta “por la misma razón del viaje, viajar”, es andar, exagerar, inventarse, retornar y mentir. Y “la mentira es consustancial al libro de viaje”, frente a una fogata durante las largas noches los primeros homo sapiens empezaron a contarse, a través de gruñidos y gestos, aventuras maravillosas, mentiras que les permitió avanzar en la gran aventura, abandonando las grandes sabanas y descubriendo el resto de la tierra. En las mentiras hemos vivido literariamente durante milenios. Y a medida que la ignorancia del mundo disminuye, aumenta la dificultad de contarlo en un libro. Nace la poesía.

Con Ulises buscamos el atajo que nunca fue. Van aedos y trovadores, nosotros seguimos la ruta de la seda que será de Marco Polo, el caminante veneciano, inventándonos palabras y burdeles, ampliando horizontes en los cuentos que se creerán solamente él y el Gengis Kan. Hay una vida adelante y mil murallas, el cambio climático y millones de turistas en la ciudad donde siguen cantando las sirenas. Ciudades en busca de visibilidad, de otros viajes, de viajeros y de mentirosos. Dudaron de Isherwood en Berlín, de Elsa Morante que atraviesa la Historia, de Bruce Chatwin sentado en una vieja cabaña mientras miraba en un mapa el viaje de Caboto, el de Magallanes, el verdadero reino de Orélie-Antoine de Tournes. Ahora estará leyendo en la bitácora de Antonio Pigafetta sobre los grandes pies de los patagones.

Arthur Rimbaud era mentiroso y alguien dado a exagerar la verdad. Viajaba con el viento día y noche para encontrar las flores de Alcide Bava. Cruzando el Gran San Bernardo y en las noches estrelladas de Java, la oscuridad y el libro abierto de Asia. Antes de los grandes negocios, de la riqueza y del cansancio hubo glamour. Fue la alquimia del verbo que sembraron Racine y luego, en el asfalto, Baudelaire; no hubo una escritura sobre la condición humana, nada de eso en sus exageraciones, fue siempre la aspiración a una condición humana. En las cartas videntes, en la negra enorme como un hospital, en todos los lugares desconocidos adonde alucinados deberíamos llegar.

Todos los libros mienten, las novelas por encima de todos. El Napoleón de Ridley Scott, el primer beso y ella, la amada, que entraba en un cuadro de Gauguin. Son las desfiguradas imágenes de la historia, la miel de la mentira. Soñar como Kafka o como Faulkner, entregarse como el Marqués de Sade. Será que el lenguaje también miente y que solo la literatura puede permitirnos este otro viaje: destilar palabras que desnuden “la verdad escondida en el corazón de las mentiras humanas”.

Dante en los tres reinos amó siempre solo a Beatrice. Cuentan que cuando dos mentirosos se juntan, la verdad sale a la luz. El poeta finge, falsea de alguna manera lo que no es realmente, su voluntad se vuelve nuestra necesidad, y viceversa también, nuestra voluntad se vuelve su necesidad. Las mentiras son importantes, el mundo no existiría sin las mentiras. El arte de contar mentiras, o de fingir y de exagerar, es un arte antiguo, tal vez el más antiguo arte de sobrevivencia del hombre. En la verdad de las mentiras hay el secreto de la mentira de las verdades. En el arte hay mentiras, inútiles mentiras y las más útiles. Es la fantasía, será la imaginación, si existiera la verdad y fuera una mentira la realidad. Camino solo para los curiosos, al final será toda una ilusión.

Enero 2024

Imagen: Ulises y las sirenas

 

Thursday, January 4, 2024

El parisién


DANIEL MOCHER

 

París también es llegar y ver los suburbios desde el RER B, notar en el paisaje un predominio del gris que nos reestructura, gris en el cielo y en los edificios, en las nubes sucias, en las palomas, las azoteas y en el rictus defensivo de la gente baldada. París también es ese tipo que desde su ventana, en un cuarto piso del bulevar de Belleville, alimenta con parsimonia a unos cuervos grandes como halcones. Los mendigos que vivían literalmente en el McDonald’s de la esquina, resguardados del frío, bebiéndose a sorbos un café interminable y desdichado. La anciana pálida que hablaba sola, alucinada, y tenía junto a ella una maleta pequeña y un bolso medio roto del que iba sacando pedazos de comida que aderezaba con un tubo de mayonesa extraído del bolsillo de su abrigo ajado.

Teseo, en mármol, humilla al Minotauro y los estorninos que, con su belleza humilde, picoteando por los jardines de las Tullerías, permanecen impasibles ante semejante derroche de épica. No son de grandes batallas estos pájaros, son más bien de agradecer el poco pan y el mucho espacio recibido. En la distancia, la noria y el Louvre. El frío, omnipresente, se hace más llevadero por el vino caliente y las salchichas alsacianas. El paseo en barco por el Sena no es solo ver desde las aguas el Museo de Orsay o el Gran Palais, también es tener la sensibilidad de advertir las tiendas de campaña debajo de los puentes, poder leer lo triste entre el lujo y la opulencia y que no nos domine el veneno fuerte de la indiferencia. 

El kebab berlinés regentado por el chico simpático de origen tunecino, la calle Oberkampf con el despliegue multiétnico de sus bares y restaurantes, los salones de té y las tiendas de dulces árabes, el local de comidas para llevar especializado en cocina antillana. París no es solo la torre Eiffel iluminada en la noche, es también la foto rodeada de flores del turista asesinado por un islamista radical cerca del puente Bir-Hakeim. El agradable dependiente marroquí del Carrefour city que me cuenta su verano en casa de unos familiares residentes en Mataró mientras hace reír a mi hija Claudia, París es recordar también que no todos son iguales, y no caer en el prejuicio fácil ni en el barro injusto y asqueroso de la intolerancia.

París es callejear sin rumbo, entrar por casualidad en Saint-Étienne-du-Mont y descubrir que allí están las tumbas de Jean Racine y Blaise Pascal. Comer mexicano por el Barrio Latino, babear ante alguna librería mítica, atiborrar la nevera del apartamento de cerveza Kronenbourg y quesos franceses. El spleen, Baudelaire y sus albatros, los castañeros apostados junto a las galerías Lafayette, el Arco del Triunfo, el Obelisco de Luxor, el metropolitano, los bazares, los ahorcados de François Villon, los parques, los aguaceros, las sombras alcohólicas, los callejones sin salida, y a pesar de todo, Carla Bruni cantándole al amor.

París es partir distinto de París, dejarse un motivo para volver a Notre Dame, regresar a casa con algo nuevo en los bolsillos, algo que brilla en la oscuridad como los adoquines bajo las farolas finiseculares, como los ojos de las gárgolas, como un gesto de cariño en la terraza de algún café, como la sangre, las miradas y los filos, el deseo, como el sexo atropellado cuando los niños duermen, y que todo vuelva a latir después, en calma, pleno de significados, como la basílica del Sacré Coeur desde la ventana de nuestra habitación, su nimbo cálido quebrando las tinieblas en la colina de Montmartre, refugio en la distancia, algo de faro y algo de rompiente, y nosotros la espuma en danza, el corcoveo de caballos heridos, el último instante, la última oportunidad, y saber que no hay perdición sin esperanza, como presentimos en los hoteles del extrarradio o en los aeropuertos, en los centros comerciales, en las salas de espera, en el trabajo y en todos los lugares donde morimos sin remedio, intuir que hay cosas que podrían ser diferentes, mientras regresan de la mano, inseparables, la dicha y la melancolía, como en los cielos estrellados y en las sillas sin nadie de Vincent van Gogh.

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De LOS PROPIOS PASOS, blog del autor, 31/12/2023