Sunday, January 31, 2016

ROBERT WALSER POR ENRIQUE VILA-MATAS

LCM ¿Qué quiere contarnos?


EVM/ Enrique Vila-Matas:


Intento retratar a un personaje representativo de nuestro tiempo, alguien que desea retirarse del mundo y vivir apartado. Como vivió apartado Robert Walser, que es el héroe moral de Doctor Pasavento. Vivió apartado 23 años en el manicomio de Herisau, en la Suiza Oriental. El lugar que, como escritor de esta novela, visité el año pasado con la intención de ver dónde estuvo Robert Walser apartado del mundo. Es un héroe –o un antihéroe- actual: primero, porque busca apartarse; después porque, cuando se aparta del mundo, cree que lo van a buscar y no es buscado por nadie y descubre que está solo y que nadie piensa en él; y, en tercer lugar, porque la soledad le conduce a profundizar en el mundo de su héroe en la vida y en la literatura, Robert Walser, y a visitar el manicomio de Herisau con la intención de esconderse allí. Algo que es inútil porque nadie le ha buscado ni le va a buscar.

LCM: ¿Qué impresiones tuvo cuando visitó el manicomio?

EVM: Había leído tanto sobre los paseos de Robert Walser los sábados y domingos, caminando por ese lugar nevado que, para mí, ese lugar y esa palabra pertenecía a un mundo de ficción. No había caído en la cuenta de que había un lugar real en Suiza en el que estaba todo mi mundo de admiración literaria hacia este personaje. Y surgió a través de una invitación. En un viaje anterior a la Suiza alemana conocí a Yvette Sánchez, catedrática de Literatura Española, que se ofreció medio año después a llevarme a ver el paisaje que rodea el manicomio de Herisau. Como yo no sé alemán, ella me acompañó y quedé bastante impresionado con el lugar. Es como una pequeña montaña mágica donde está el viejo manicomio, hoy llamado Centro Psiquiátrico. Es un lugar muy bello. Luego fuimos a ver el cementerio donde está la tumba de Walser. Nos costó mucho encontrarla porque no estaba donde las demás tumbas, donde le habría gustado a Walser, que quería perderse en el anonimato de la historia mundial, sino que estaba apartada. Como él se había apartado del mundo, le apartaron luego a él. La tumba está a la entrada del cementerio, en un lugar muy visible, pero tardamos mucho en encontrarla. Después Yvette Sánchez me sorprendió diciéndome que había concertado una cita con el director del centro psiquiátrico y fuimos recibidos por él. Ahí comenzó una escena que he trasladado a la novela.


LCM: Nos ha dicho que en la novela se acerca al dificilísimo ejercicio de convertirse en nada, algo en lo que Robert Walser fue un maestro o pretendió serlo, al menos. ¿Cree que se puede desaparecer hoy y ahora?



EVM: Yo siempre digo que, para que uno desaparezca, alguien ha de percibirlo, deben darse cuenta, si no, no hay desaparición. En el caso de Pasavento nadie se da cuenta ni nadie se interesa y no puede completar la desaparición hasta que alguien note que ha desaparecido. Es una especie de paradoja. Por otra parte, tampoco es tan sencillo desaparecer: no basta con encontrar un lugar donde no sea fácil que a uno le encuentren.

      LCM: En ese desapego a la fama que tenía Walser ¿hay un reflejo también del escritor?¿de     verdad no le gusta que le reconozcan y le admiren?

        EVM: Hay un momento en que el Doctor Pasavento dice que no escribe para ser fotografiado y  eso coincide bastante con mi idea de que, a la larga, resulta muy pesado tener que responder a toda la cuestión del circo mediático actual y creo que esto es algo que les pasa a muchos escritores. La paradoja se da cuando presento el libro y el que está ahí para ser fotografiado soy yo y el doctor Pasavento está “missing”. Así que ahora me toca a mí ser fotografiado y que Pasavento pueda vivir su vida apartado de todo.

       LCM: En sus últimos años, antes de recluirse en el manicomio, la letra de Robert Walser fue   haciéndose cada vez más pequeña. Llegó incluso a sustituir el trazo de la pluma por el del lápiz  porque entendía que el lápiz se encontraba más cerca de la desaparición. Esto, que es tan sólo un detalle, supone todo un símbolo del fin de la existencia de Walser. ¿Son esos detalles los que nos definen, los que nos hacen grandes o pequeños?


EVM: Yo creo en los pequeños detalles. Lo pequeño puede ser muy grande y, de hecho, en cosas pequeñas se encuentra resumida la historia de la humanidad. Y, respecto a la letra de Walser, los llamados microgramas, habría mucho que decir. Durante mucho tiempo se creyó que, por estar medio loco Walser, resultaban incomprensibles. El asunto era que había que saber leer la letra tan pequeña y ahora se están analizando y son historias y novelas. Es curioso que ha habido un error en la crítica de El País cuando se dice que estos papelitos estaban escritos dentro del manicomio de Herisau y lo cierto es que, mientras estuvo en el manicomio, no escribió nada. De hecho, cuando sus amigos le visitaban y le preguntaban por qué no escribía él les contestaba que no estaba allí para escribir sino para enloquecer. Y lo que más me llamó la atención de estos papelitos era que podían estar escritos en la servilleta de un papel o en cualquier cosa que encontrara apta para la escritura. Empezaba una historia que terminaba cuando acababa el tamaño del soporte. Es un tipo de escritura muy fragmentaria hasta el punto de que el final de lo escrito viene marcado por el papel.

LCM: ¿Y el principio de una novela?¿Tiene que ver con la nieve, con esa metáfora sobre la página en blanco?


EVM: No sé explicar la página en blanco, pero sí me siento próximo a la nieve. Me fascina la muerte de Robert Walser. Ocurrió un día de Navidad que salió a caminar por los alrededores del sanatorio y murió sobre la nieve. No puede ser una muerte más metafórica sobre la pureza de su estilo y de su vida. Fue encontrado por dos niñas que pasaban por allí ese día de Navidad y colocaron una flor al lado del cadáver

LCM: ¿Y Doctor Pasavento es Alonso Quijano o Don Quijote?


EVM: Doctor Pasavento se parece más a Robert Walser, que es quien inaugura de alguna manera la literatura contemporánea del siglo XX. Y es el anti-Thomas Mann, el que puede abarcar todo el mundo y se compara con el mismísimo Dios. La tradición que inaugura Walser enlaza con lo mínimo, lo minúsculo y fragmentario y es luego recogida por algunos grandes como Kafka, que era cinco años menor que él, y que incorporó el sentido del humor a este tipo de prosa walseriana. De hecho, cuando apareció Kafka en Alemania se dijo que había aparecido una variación de la prosa de Walser. Hay que recordar que Robert Walser fue muy conocido en los años veinte en los ámbitos de la literatura alemana y suizo-alemana, pero después su confinamiento en el sanatorio y la guerra hicieron que desapareciera completamente su recuerdo hasta que comienza a ser republicado en los años sesenta.

"Me gustaba la ironía secreta de su estilo y su premonitoria intuición de que la estupidez iba a    avanzar ya imparable en el mundo occidental. Me intrigaba la gran originalidad de sus relaciones con el mundo de la conciencia. Y siempre había encontrado infelices pero muy bellos sus melancólicos paseos alrededor del manicomio de Herisau, donde, remedando el destino de Hölderlin, estuvo internado durante veintitrés años, hasta el final de sus días. Desde que entrara en el manicomio de Herisau hasta que murió, no había escrito una sola línea, se había apartado radicalmente de la literatura. Murió en la nieve, un día de Navidad, mientras caminaba por los alrededores de aquel sanatorio mental. Se ha dicho de él que es el poeta más secreto de todos, y seguramente esto se aproxima a la verdad, pues para Walser todo se convertía por entero en el exterior de la naturaleza y lo que le era propio, más íntimo, lo estuvo negando a lo largo de toda su vida. Negaba lo esencial, lo más hondo: su angustia. Tal como él mismo decía en su novela Jakob von Gunten, disimulaba su desasosiego «en lo más profundo de las tinieblas ínfimas e insignificantes».

 En Walser, el discreto príncipe de la sección angélica de los escritores, pensaba yo a menudo. Y hacía ya años que era mi héroe moral. Admiraba de él la extrema repugnancia que le producía todo tipo de poder y su temprana renuncia a toda esperanza de éxito, de grandeza. Admiraba su extraña decisión de querer ser como todo el mundo cuando en realidad no podía ser igual a nadie, porque no deseaba ser nadie, y eso era algo que sin duda le dificultaba aún más querer ser como todo el mundo. Admiraba y envidiaba esa caligrafía suya que, en el último periodo de su actividad literaria (cuando se volcó en esos textos de letra minúscula conocidos como microgramas), se había ido haciendo cada vez más pequeña y le había llevado a sustituir el trazo de la pluma por el del lápiz, porque sentía que éste se encontraba «más cerca de la desaparición, del eclipse». Admiraba y envidiaba su lento pero firme deslizamiento hacia el silencio".


WALSER HABLA DE WALSER

Ustedes van a poder oír hablar de escritor Walser. ¡Al señor Walser, escritor!
Así comienzan las cartas que recibo, como si algunas personas preocupadas por mi quisieran recordarme mi oficio de escritor.

¿Dormirá en mí la capacidad de escribir?
¿Personas bien intencionadas quizá quieran hacerme reaccionar?

Desde que un día comencé a llevar una vida de dependiente, el escritor Walser se durmió ya en mí. De otra forma no habría podido ser un auténtico dependiente.
Para escribir “Los hermanos Tanner”, tuve que esperar largo tiempo, y eso se produjo de manera espontánea e inconsciente. Y recordaría más bien a un escritor que antes que escritor es hombre. La escritura emana también de la esfera de lo humano.

Conozco personas que piensan que se escribe muchísimo. De la misma manera que se pinta demasiado.

Comparto esta opinión y por lo tanto no me inquieta en absoluto que el escritor Walser esté aparentemente dormido. Al contrario su comportamiento me hace feliz.

¿Cuándo desempeñaba realmente las tareas de “criado” presentía que de esta parcela de la experiencia saldría una “novela de lo real”, y que, en consecuencia, de un acto real emanaría una obra literaria? No, no, ¡por nada del mundo!

Walser, ya entonces, también vivía, dormía y escribía demasiado poco, es verdad. Pero es porque se consagraba a lo vivido sin interesarse por ello, es decir sin soñar con escribir, o digamos, sin escribir nada entonces, así años más tarde escribió su Der Geülfe ["El Ayudante"], es decir después de la crisis.
He ahí por qué no sucumbió al deseo insatisfecho de publicar.
En definitiva, todo lo que el escritor ha escrito “después de la crisis”, debió vivirlo “antes”.
¿Un hombre que no trata de escribir algo sólo puede tomar un café por la mañana?




¡Un hombre así apenas puede respirar!
Y, con todo, Walser da cada día un paseo de una horita, en lugar de escribir hasta hartarse. En su espontaneidad natural, encuentra incluso pretextos para ayudar a las sirvientas a poner la mesa. ¿Por qué Walser ha vivido en el pasado toda suerte de aventuras?
Porque el escritor dormía en él indolente y no le impedía, pues, vivir. Por esta razón, piensa que sería bueno dejarlo en un profundo olvido, y ruega a los que se preocupen por ello que esperen pacientemente una decena de años, deseando a sus colegas todo el éxito posible. ¿Por qué la gloria de Walser deja a cualquier otro individuo menos frío que a él?
Cuando escribía "Los hermanos [Tanner]", por ejemplo, ¡qué poco me preocupaba de la celebridad! Si hubiera sido ya famoso, el libro no hubiera visto jamás la luz.
Deseo, pues, permanecer ignorado. Y si algunos, a pesar de todo, quieren preocuparse por mí, pues bien, yo no prestaré atención alguna a estas preocupantes personas. Hasta aquí nunca he escrito mis libros por obligación. Quiero decir que el hecho de escribir mucho no garantiza sin embargo que una obra sea buena. ¡Qué no venga nadie a hablarme de mis libros “anteriores”! Que no los sobrevaloren, y que se esfuercen en tomar a Walser tal cual es.

_____
De CENTRO DE ESTUDIOS ROBERT WALSER, 30/07/2012

Friday, January 29, 2016

Tsar wars

SIMON SCHAMA

How should we live? That’s the not unimportant question posed by Leo Tolstoy’s masterpiece, and it makes War and Peace-niks terrible bores. But we can't help it: we need to evangelise, spread the word that there is no book quite like it; no book that encompasses almost the whole of humanity, and which collapses the space between ink and paper and flesh and blood so completely that you seem to be living it rather than reading it.  

You emerge from this total immersion with your emotions deepened, vision clarified, exposure to the casual cruelty of the powerful sharpened. Which is not to say that the book is therapy for anything. In its pages the historical cavalcade looks like an unavoidable bad joke, while the search for a happy and meaningful life, embarked on by the clumsy hero Pierre Bezukhov, invites one torment after another. Only when he hits rock-bottom does a tantalising glimpse of light appear. And yet when Pierre backs into love, so do we, and the experience is overwhelming.

My first reading was a half-century ago. Weary of being told by a Cambridge friend that it was the best book ever written, that everything men and women do to each other was its subject, I gave in. I was stuck in a dull vacation job, the only straight in the village that was the soft furnishings department of a big West End department store. Every so often I would emerge from the back office cubbyhole to flog a thousand feet of plush curtaining to interior decorators for third-world dictators. But where I wanted to be was Bald Hills, Moscow, St Petersburg, the sanguinary, smoke-choked fields of battle.

Around the corner from the store was a salad-and-brown-rice lunch bar where you sat at tables of scrubbed pine and toyed with vinegary mounds of alfalfa sprouts. “Excuse me young man,” said someone parked opposite. The voice came from an elderly gent, salt-and-pepper whiskers, country-pub suit, regimental tie; not the brown rice type at all unless retired brigadiers were going vegetarian in 1965. I put the book down, trying not to seem put out by the interruption. “I hope you don’t mind,” said the brigadier, adopting the courtly tone of Count Rostov transplanted to Tunbridge Wells. “But I see you are setting off on the Long March.” (I was perhaps on page 100.) “Would this, by any chance, be your First Time?” Indeed it would. “Ah, so fortunate to have all that ahead of you.” His eyes shone with the benevolence of a gratified apostle. “Do you know, I myself will be setting off for the 12th time this summer?” Sure, I thought, not believing him for a second. Now I do; the next time will be my ninth.

So if the BBC’s new dramatisation sends millions to the book, we must rejoice and try not to wince when Andrew Davies’s script Improves on Tolstoy. Early in the second episode the newly married Pierre trawls his hand through the conjugal bedsheets. “What are you looking at?” Hélène asks, as though baffled by a peculiar hobby. “My lovely wife,” he whispers breathily, spectacles fogging with passion, “you are an inexhaustible treasure full of wonderful, wonderful secrets and delights. The more I discover, the more it seems is left to discover, more secrets, more delights.” “Actually,” says Hélène, glued-on smile going with the Notting Hill diction, “one can get a bit tired of having one’s secrets and delights discovered all the time over and over.”

This 50-shots-of-vodka approach manages to miss the one passage of high erotic voltage that Tolstoy wrote describing the exact moment of Pierre’s entrapment. At a dinner organised to get him to pop the question, an *“aunt handed him the snuffbox right over Hélène, behind her back. Hélène leaned forward so as to make room and smiling glanced round. As always at soirées she was wearing a gown in the fashion of the time, quite open in front and back. Her bust, which had always looked like marble to Pierre, was now such a short distance from him that he could involuntarily make out with his nearsighted eyes the living loveliness of her shoulders and neck, and so close to his lips that he had only to lean forward a little to touch her. He sensed the warmth of her body, the smell of her perfume, and the creaking of her corset as she breathed.” And that’s how to script a sexual ambush.

But much of the essence of War and Peace is there in the new BBC adaptation, thanks to deeply thought-through performances by Brian Cox (Kutuzov), Jim Broadbent (Prince Bolkonsky), Stephen Rea (Kuragin) and brilliant Jessie Buckley in the thankless part of Marya Bolkonsky — all of whom give unmistakable signs of having read the book, as does the perfectly pained Pierre (Paul Dano), whose every blink is a sonata of bewilderment. And if the casting director decided that the most frightening thing that could be done with Napoleon was to make him the spitting image of Malcolm Tucker, then that certainly works for me.

Never mind that adapting the “monster”, as Henry James lovingly called War and Peace, is an invitation to hubris; every generation must have a go and sometimes it costs them dearly. The Russian director Sergei Bondarchuk, who cast himself as Pierre in the seven-hour epic he made in the 1960s, survived two massive heart attacks towards the end of filming, during one of which he was pronounced clinically dead for four minutes. Touch War and Peace and you play with fire.

When he composed his War and Peace opera in the 1940s, Sergei Prokofiev knew he had to appease Stalin’s taste for patriotic bombast but somehow managed to smuggle in the exquisitely poignant waltz so that the endurance of tenderness registers amidst the dull boom of autocratic cannon. At the other end of the musical scale, the immersive “electro-pop opera” Natasha, Pierre and the Great Comet of 1812, which I saw performed in a tent two years ago (with an on-cue snowstorm falling on Manhattan), hits everything important about the Andrei-Anatole-Natasha triangle with manic brilliance. Did we well up at the crucial moment of Pierre’s speech to Natasha? You bet we did and it was nothing to do with the thin vodka and cardboardpirogis that come with the show.

Film and television versions of War and Peacehave to steer a tricky course between romance and reverence. The 20-part BBC dramatisation in 1972 may have been a bit too much, beginning ominously with three minutes of a footman setting dinner plates on Count Rostov’s table, though Anthony Hopkins inhabited Pierre’s fumbling big-heartedness as though born for it, which is more than can be said for Henry Fonda in the 1956 King Vidor picture, basically Gone with the Balalaika. Bondarchuk’s stupendous movie has been the most faithful to the book and, with 13,000 Soviet soldiers and a budget of at least $70m in today’s money, you certainly knew you were in a war zone. I first saw it in Paris in 1966 in two parts; the first ending with the battle of Borodino, after which the audience exited ashen-faced, not unlike the remnant of the Grande Armée departing Moscow. Later, it was hideously dubbed and butchered for anglophone audiences. But I screened a sumptuously restored, uncut print at my local indie movie house on a hot July day a few years back, with only a 15-minute intermission for a compassionate dose of Stoli. Not a soul departed before the end. Bondarchuk used breathtaking helicopter photography and dizzy crane shots. His cameramen roller-skated through the dancers in the ball scene, synchronising their movements with the lilt of the waltz. The battle sequences, in their chaotic din and hacking slaughter, are the most historically credible ever filmed and the Borodino sequence, nearly 20 minutes long, ends with one of the most astonishing aerial shots in all of cinema: cavalry charges performing an endlessly looping ballet of carnage, while fire blooms from the cannon and infantry stagger back and forth in blind futility. That Olympian top-shot, both omniscient and despairing, exactly translates into film Prince Andrei’s brutal eve-of-battle exclamation to his ingenuous friend Pierre (come to see the battle dressed in a white topper). “War”, says Andrei, “is the vilest thing in the world...[men] come together to kill each other, they slaughter and maim tens of thousands...and then they say prayers of thanksgiving for having slaughtered so many people...how does God look down and listen to them?”

Bondarchuk was also brilliant at the intimate moments and understood how important soundscape was to Tolstoy. We are first introduced to Andrei’s father, the martinet Prince Nikolai Bolkonsky, as he walks through the autumnal woods of his estate. A Haydn minuet plays over the action; all very pretty. But then the camera tracks back to reveal an actual quartet playing for the prince beneath the trees, which is precisely what a serf orchestra used to do every time Tolstoy’s maternal grandfather chose to go for a stroll. When the walk was over, as Rosamund Bartlett’s fine biography of Tolstoy tells us, the serf violinists went back to feeding the pigs.

The uncanny physical immediacy of War and Peace is the result of Tolstoy bringing together personal memory, family history and dense archival research into the making of his narrative. His hero, he said, was truth. Before writing the Borodino chapters he walked the battlefield in the company of a 12-year-old boy for several days. But other kinds of memory-archive came into play, too. His presence at the siege of Sevastopol in the Crimean war, both as soldier and war reporter, gave Tolstoy first-hand knowledge of what it felt and sounded like when shells landed and bullets came flying like “flocks of birds”. The figure of his rustic “Uncle”’s Tatar mistress is drawn from Tolstoy’s earlier service in the Caucasus, plus his own affair with the wife of one of his serfs, who bore him a child. Earthiness was everything. Where sensation was most intense in his memory, as in the book’s wolf hunt or the Christmas Eve sleigh ride, fake moustaches applied with burnt cork, his prose takes wing.

With typical preference for honesty over kindness, Tolstoy insisted that he and his wife Sophia, not long after their marriage, read each other’s diaries; his, of course, full of his sex escapades recorded in hurtful detail. And yet the early years of that marriage — he began War and Peace in 1863, just a year after their wedding — he believed to be his happiest. Tucked away in Yasnaya Polyana, the estate he inherited from his mother’s family, he was, with Sophia’s crucial help as amanuensis (for his handwriting was so illegible he could hardly read it himself), at liberty to create a masterwork. Six years on, the 5,000 pages of manuscript, 600 characters, three changes of title and a complete alteration of plot (1805 was originally the back-story to a tale of the doomed Decembrist uprising of 1825) were delivered to the world. By this time Tolstoy was already a successful writer and had committed himself to changing Russia, freeing and educating the serfs, rather than indulging himself in further fiction. So the moral zeal bled into the pages of the book. In fact, he indignantly refused to call it a novel at all, “still less a poem and even less a historical chronicle”, but what the author wanted and was able to express in the form in which it was expressed. Stylistically, it was also unlike anything anyone else had written before: raw, richly inelegant, sometimes directionless, bursting through the confines of good literary form yet stained on every page with the juice of life.

Strenuous physical immediacy is but half of the book; its deep core is concerned with the rest of us, the inner life, especially of the passions and what happens to them when abraded by the force of ambition, cupidity, vanity and violence. Accordingly, the most radically exhilarating passages document the workings of that inner life in broken diction, interior monologues (you even get inside the wolf’s head) and the repetitions and linguistic contortions that form and unform in our minds. One such passage has the young hussar Nikolai Rostov, on the eve of the impending disaster of Austerlitz, fighting off sleep while still mounted on his horse, peering dimly at some sort of white spot in the darkness — a tache.

Tache or no tache......‘Nat-asha, my sister, dark eyes. Na...tashka...(she’ll be so surprised when I tell her how I saw the sovereign!) Natashka...take the tashka...Na-tashka, at-tack a...yes, yes, yes. That’s good.’ And again his head dropped to his horse’s neck. Suddenly it seemed to him that he was being shot at. ‘What? What?...Cut them down! What?...’ said Rostov, coming to his senses. The moment he opened his eyes, Rostov heard ahead of him, where the enemy was, the drawn-out cries of thousands of voices...

All he can make out, however, is “aaaa! And rrrr!”

‘What is it? What do you think?’ Rostov turned to the hussar standing beside him. ‘Is it from the enemy?’

Eventually, Nikolai realises he is listening to the full-throated acclaim of the enemy soldiers — “Vive l’empereur” — as Napoleon rides through the French camp. But Tolstoy has us hear the overture to calamity through Rostov’s drowsy senses, as an obscure, distant hum and roar, the shapeless aaaa and rrrr of life into which we are inexorably pulled and through which we struggle, as best we can, to find a place of safety.

*Quotes are from the Pevear-Volokhonsky translation of ‘War and Peace’ (Knopf/Vintage 2007)

Simon Schama is an FT contributing editor

__
De FINANCIAL TIMES, 09-10/01/2016

Imagen: Escena del filme de Sergei Bondarchuk

Carta número 2 de Pablo Cingolani a Sánchez Ostiz (a propósito de Punta Arenas y de Chatwin)

La carta salió en diciembre pasado pero recién llegó estos días.


Querido Miguel:

Hay un dicho que dice más o menos esto: si uno viaja triste a Bulgaria, al volver de allí, no hay derecho para decir que Bulgaria es triste. Quien dice Bulgaria dice Punta Arenas.
Recuerdo Punta Arenas, una ciudad absurda, como todas las que el capitalismo ha forjado en el siglo XX.
Ciudades de extremos, ciudades inverosímiles, allí donde antes no pudieron ser fundadas y levantadas y sostenidas como tales, como ciudades, digo.
Ciudad del Rey Felipe, tú lo sabes mejor que yo: así se llamó la segunda ciudad, in extremis, que el más lúcido de todos, el más erudito de todos, el más noble de todos los españoles de su época –me refiero a Sarmiento, a Sarmiento de Gamboa- quiso fundar a pocos kilómetros del actual emplazamiento de Punta Arenas.
La historia no hace falta que la cuente: para eso está internet. Lo único que tengo el deber de anotar es que al puñado de ciudades que, como tales, el bueno de Sarmiento quiso fundar en el estrecho que inmortaliza a Magallanes, a ésta, a la segunda, la historia la terminó conociendo como Puerto Hambre, Puerto del Hambre.
Era imposible fundar un asentamiento humano perdurable en esos sitios en el siglo XVI. Y eso fue así por tres siglos más.
En el siglo XX, al calor de lo que el señor Lenin llamó la etapa superior del capitalismo, éste, de la manera más miserable y triste de todas, llega hasta el último confín de la Tierra, o a casi todos. Y con ese ímpetu por saquearlo todo, devorarlo todo, marcarlo todo con su huella de sangre y destrucción, deja ciudades que hasta hoy perviven, como Punta Arenas. O como Manaus o Riberalta o Ushuaia o Leticia o Puerto Maldonado o tantas otras en otros confines de los otros continentes.
Dime que no.
Dime que no es eso lo que otro señor, en este caso uno que pasó a la leyenda como Joseph Conrad, quiso retratar en su más celebrada y, a la vez, la más incomprendida de sus novelas. Dime si don Vargas Llosa no quiso lo mismo cuando escribió El sueño  del celta, por cierto, un libro valioso.
Ciudades que no son ciudades, ciudades que han nacido como factorías, como puertos de embarque de mercancías, como burdeles y como cantinas, donde los que bebían y fornicaban eran –en su inmensa mayoría- nuestras propias versiones  de Kurtz: los Braun Menéndez, los Suarez, los Arana, los Fitzcarrald, los Popper, los que la historia oficial considera héroes, pioneros de la nacionalidad, defensores de esa mañuda “soberanía” a costa de la perra vida y la peor muerte de los indios que habitaban esos confines del occidente, esos extremos donde el capitalismo sólo pudo establecerse tras su tarea de zapa, de masacre, de genocidio. Tras que ellos llegaron y arrasaron con todo y luego dejaron como herencia, como triste herencia, la bandera de Chile o la de Argentina o la de Brasil. Las banderas, manchadas de sangre.
La culpa no la tiene Punta Arenas en sí, la culpa de esa pesadumbre que tu viviste cuando fuiste a Punta Arenas, la carga la memoria de los muertos, de la matanza, de la orgía de sangre que parió estas ciudades-enclave, estas ciudades- fantasmas, estas ciudades que son no-ciudades, porque en esos sitios, deberían seguir estando ellos, y no nosotros, ellos –los alacalufes, los yámanas, los onas, los huitotos, los boras, los ese ejja, los harakbut- y no nosotros, menos que menos Pantaleón y sus visitadoras.
Te cuento todo esto, a propósito de tu texto pero también porque me recuerdo bien de Punta Arenas, la ciudad no-ciudad, a la cual llegamos con Carolina y una niña de nueve años, Juliana, nuestra hija, a la cual arrastrábamos junto con nuestras mochilas, hace quince años atrás.
Hicimos un viaje también absurdo: partimos desde La Paz, antes de que se cumpla el paso de un milenio a otro, con el peregrino propósito de llegar hasta Lapataia, el lugar donde culminan todos los caminos de América. Después de Lapataia, están el rosario de islas que terminan en el Cabo de Hornos y luego, ya sabés: después del Cabo de Hornos, están los dominios de Arthur Gordon Pym y de nadie más.
Recuerdo que celebramos la navidad de 1999 en Calama, otra ciudad absurda, otra ciudad no-ciudad, en el medio del desierto, el más desierto de todos: el de Atacama. Y nos agarró el nuevo milenio, y no su euforia, en La Serena, en la casa de unos amigos chilenos. Desde allí, fuimos saltando de casa en casa hasta Puerto Montt, la “iracunda” Puerto Montt, y luego el destino nos cruzó a Chiloé, donde empezó algo que aún no termino de digerir, ni menos de escribir, sino que son fragmentos de algo demasiado fuerte, algo que está más allá de la muerte, más allá incluso del recuerdo de la muerte como diría Quevedo: algo que tiene que ver con la vida de los que murieron pero que todavía resiste, allí, en esos lugares, donde vivieron, y que no es ni magia ni es museo, es otra cosa, que te insisto, no sé cómo se compone, cómo se narra, cómo te la digo: sólo sé que me sigue provocando atracción y respeto, entusiasmo y respeto, algún tipo nómade de celebración y respeto.
Eso sentí en Punta Arenas. Ya era el año 2000 y terminamos recalando en un alojamiento, regenteado por un par de lésbicas. Ahora está de moda, por estos lados del mundo, aprobar mediante leyes –otra cuestión bien absurda- los llamados matrimonios igualitarios y esas vainas. Esos años de fin de milenio, la morada de estas mujeres era un extraño fin del mundo sociocultural dentro del fin del mundo geográfico donde sucedía: daba gusto compartir con ellas. Recuerdo los piscos que nos tomamos todos juntos –no, la niña-, recuerdo cómo nos reímos todos juntos del absurdo más grande de todos –del mundo, su capitalismo- y hasta conservamos un recuerdo visible de ellas –no hubo fotos, menos que menos “selfis” entre nosotros- que son unas medias térmicas que ellas le regalaron a Carolina y que mi mujer, todavía conserva, y yo usé en alguno de mis viajes a la cordillera de Apolobamba. Llegábamos como gitanos desde los Andes tropicales, arrastrando mochilas, arrastrando una niña, y nos faltaba logística: ellas, las muchachas de Punta Arenas, nos lo brindaron, como obsequio, como amparo.
Por todo ello, te imaginaras, me es imposible decir que en Punta Arenas, no celebramos la vida, no la honramos, como debe ser.  Llegamos felices a Punta Arenas, nos fuimos más felices aún. No puedo decir que Punta Arenas sea como Bulgaria. Me entiendes, ¿sí? Historias del fin del mundo, nada más que eso.
El fin del mundo, la Patagonia: la primera vez que leí el libro de Chatwin, apenas lo publicó Sudamericana en español, el 85, lo detesté. Cuando vengas a mi casa, un día vendrás, yo lo sé, te voy a mostrar, lo que escribí, en el propio libro. Chatwin, Bruce Chatwin, el inglés Chatwin –(casi) todos tenemos motivos para odiar a los británicos, a la Union Jack, no a los Beatles, a la Reina Victoria, no a los Rolling Stones, a Margaret Thatcher, no a Eliot o a Coleridge o a William Shakespeare. Pero después lo aprendí a querer a Chatwin, al so british de Chatwin, lo mismo que me pasó con Soriano, hasta con Borges, o con el ya citado Mario Vargas. Chatwin, un gran fingidor como diría Pessoa, no tiene la culpa de la babosada que lo ha rodeado, como tu bien dices. Uno que tuvo esa culpa fue Sepúlveda. Fue su Patagonia Express. Pero, con el tiempo, también lo he perdonado a Lucho Sepúlveda: carga esa amabilidad mestiza que nos caracteriza, y un exilio sin fin porque un cabrón, pro británico, como Pinochet, lo arrojó lejos de Chile, de su Chile, el de Allende, que es el de todos nosotros. Queríamos tanto al Chicho, como a Glenda, diremos parafraseando a Cortázar, alguien que, hasta hoy, me sigue costando querer, pero igual lo quiero. Al fin y al cabo, de esa arcilla somos, de esa madera y ese vino estamos hechos, sino yo no escribiría en el mismo idioma en que tú escribes, y no pudiésemos compartir, así como compartimos.
Como compartimos con las chicas de Punta Arenas, a las cuales, desde ya, dedico estas palabras que te envío a vos, con un abrazo en el alma, hasta allí donde te encuentren, hasta Navarra, hasta tu propio confín, y tu propia Bulgaria (y la mía también!).
Fraternalmente, y con un abrazo
Pablo Cingolani
Río Abajo, 5 de diciembre de 2015

_____
De VIVIRDEBUENAGANA (blog del autor), 29/01/2016 

El corazón de las tinieblas


por LEOPOLDO BRIZUELA

A casi diez años de su aparición, Nueve noches, novela de Bernardo Carvalho, ya es considerada un clásico contemporáneo de Brasil. Traducida a más de veinte idiomas, con su asombrosa destreza para entretejer autobiografía y ficción, lirismo y aventura, sin perder jamás el pathos trágico y un suspenso de thriller. El libro gira en torno a la figura real de Buell Quain, un brillante antropólogo estadounidense que a los veintiséis años, en agosto de 1939, en medio de la selva brasileña y de los indios que había elegido estudiar, terminó por suicidarse. Leída por casualidad en un artículo de periódico en el año 2001, la tragedia apasionó a Carvalho impulsando a una aventura riesgosa y alucinada que constituye el espinazo de la novela.
Ciertas circunstancias biográficas ayudan a comprender esa pasión: el bisabuelo materno de Bernardo Carvalho fue el Mariscal Rondón, prócer brasileño admirado entre otras cosas por su sus ideas de avanzada en torno de la cuestión indígena. El padre de Carvalho, en cambio, tal como aparece en la novela, fue una especie de playboy megalómano, uno de aquellos “fazendeiros” a quienes, en los años setenta, la dictadura militar concedió vastos territorios de la selva al precio de la devastación de la floresta. A aquellas aventuras fracasadas del padre de Bernardo Carvalho, de chico, “se figurara el infierno bajo la forma xingú”, como él mismo dice parafraseando a Borges.
Pero para comprender todo lo que él supuso que el pobre Quain tenía para decirle, no queda otro camino que acompañarlo a ese otro “corazón de las tinieblas”, a una tierra donde “la verdad y la mentira no tienen los sentidos que lo han traído hasta aquí”. Donde, de pronto, en el terror de los indios, reconocemos nuestro propio terror a la ausencia de un sentido.

-La crítica ha señalado que Nueve noches parece escrita “en estado de gracia”. Usted declaró que la gran energía creativa que exuda la novela provino de un largo período de bloqueo.
-Bueno, no sólo de un bloqueo. Mis tres libros anteriores, alguno de los cuales ya fueron publicados en la Argentina, correspondían a la misma estructura narrativa. Para romper con aquel vicio, que me asfixiaba, resolví volver al cuento, un género que yo no abordaba desde mi primer libro, Aberración (1993). Entregué el libro, y al mes el editor me llamó para decirme no sólo que los cuentos eran pésimos sino que seguían repitiendo lo que había hecho hasta entonces, sólo que peor. Fue lógico que perdiera la chaveta. Quedé en un estado de hipersensibilidad, un estado límite, como si hubiera fracasado para siempre como escritor y nunca más fuera a escribir nada, enfermizamente atento a todo lo que pudiera traerme de vuelta a la literatura. Hasta que, tal como se narra en la novela, leí en el periódico Folha de Sao Paulo el artículo que hacía mención al suicidio de Buell Quain. Fue una centella.

-Quizá lo que resulte hipnótico de la novela sea el truco del “cazador cazado”. La figura del antropólogo, dedicado a observar indios krahó, sus redes de parentesco, es observada cuidadosamente por el autor en el marco de su tiempo –las vísperas de la Segunda Guerra y el apogeo del Estado Novo brasileño– y su propia familia de elección –los verdaderos caciques de la antropología como Lévi Strauss, Margaret Mead y Ruth Benedict, maestra de Quain. Su fracaso es el fracaso de toda una cultura; y en más de un sentido evoca el destino del poeta.
-Para mí, la seducción del personaje de Buell Quain, la belleza trágica de ese sujeto, más que en ninguna virtud suya o en nada que haya hecho, reside en haberse dejado contaminar por el objeto. Es un sujeto que parte de un lugar seguro –una familia de la alta burguesía, de profesionales americanos–, un lugar de conocimiento la Universidad de Columbia, donde era el niño mimado de la eminente antropóloga Ruth Benedict, para enredarse de tal modo con lo desconocido, que termina por perderse. Completamente. Hasta la muerte. Quain pasa a vivir el mismo terror que viven los indios. Es el sujeto que se confunde con el objeto, la imagen de la locura. Me interesa mucho lo que usted me decía sobre la identidad del itinerario de Quain con el trabajo de la literatura. Pero no estoy muy seguro de ver una identidad entre el suicidio de Quain y el fracaso del poeta, que en el fondo nunca es un fracaso, porque si no dejaríamos de escribir. Lo que sí puedo decir con certeza es que esa contaminación se dio en el mismo proceso de escritura de Nueve noches: yo mismo me contaminé de la locura de Quain. Hice esas entrevistas, investigaciones; pero también, como se cuenta en la novela, llegué a enviar cartas a todos los Quain que encontré en las guías telefónicas de tres estados norteamericanos, poco antes de la avalancha de cartas letales con ántrax. Me fueron devueltas por cientos, la mayoría sin abrir, y algunas abiertas, supongo, por los servicios de información. En mi caso, inversamente, fue esa contaminación lo que me salvó.

Nueve Noches reconoce deudas con las novelas de Joseph Conrad, sobre todo de El cómplice secreto –como si Quain fuera su propio doble escondido en el camarote; o de Juan José Saer, de quien Carvalho tradujo Nadie nada nunca “por pura devoción”, en los años noventa. Sin embargo, lo más notorio es su ruptura con la tradición de la narrativa de tema indígena: la selva que pinta Nueve noches, por ejemplo, no es ya ningún Edén, sino el último sitio en donde los indios lograron refugiarse, sólo para morir más lenta y patéticamente.

-La excursión a los indios trumai, que usted acomete para comprender que los secretos de Quain se le revelen por la experiencia, resulta en una desopilante parodia de sus propias fobias, que demuelen toda posibilidad de acumulación verdadera.  
-Pero no hubo ningún tipo de toma de posición respecto del tema indígena. Lo que sí hubo en mí, desde el principio, fue una especie de espíritu de contradicción frente a cierta tradición reciente de la literatura mundial. Sobre todo la anglosajona, de reducir todo a la expresión de la experiencia y de la identidad del autor. Es la base del multiculturalismo: lo que interesa al multiculturalismo literario en primer lugar es si usted es negro o gay o mujer o indio o lo que sea. La identidad del autor ha pasado a tener valor literario. Eso que para mucha gente puede ser liberador, no lo niego, para mí es una prisión. La obligación de expresar mi experiencia y mi identidad de autor (brasileño, gay, etc.) reduce la literatura a límites insoportables. Yo quise hacer una provocación, jugar con esa percepción hegemónica, crear una “autobiografía” fundada sobre terreno movedizo, donde no se consigue distinguir hecho y ficción.

Nueve noches está protagonizada casi exclusivamente por varones. En muchas páginas no sólo presenta situaciones de rupturas entre padre e hijo, sino que llegan a cuestionar el fracaso de la institución misma de la paternidad.

-Sus personajes en el fondo no son más que huérfanos desesperados, ansiosos de inventar lazos de parentesco sustituto con otros varones, y quizá sea esa la única razón de empatía con los indios: la sensación de que ellos son los “huérfanos” que intentan labrar con la civilización que apenas si consiguen entender.
-Sí, claro. Pero esto ya está en la idea misma de la antropología moderna. De hecho, algo que me interesaba muchísimo es que la antropología estructural de Levi Strauss surge justamente con la noción de parentesco, con su comprensión genial de sistemas muy complejos de lazos de parentesco entre los indios. Como bien dice, toda la novela está asentada sobre la figura del padre y su falta. Creo que en todos mis libros, y no solamente en “Nueve noches” hay un cierto encanto por la idea del ser humano como un callejón sin salida, una contradicción en los términos, una especie suicida. Y es eso lo que da sentido a la literatura.

____
De Ñ Literatura, 15/06/2011

Imagen: Bernardo Carvalho a los 8 años con un miembro de la tribu xingú

Wednesday, January 27, 2016

El querido diario de Jack Kerouac y otros escritos

NICOLÁS GARCÍA RECOARO  

No podían faltarle jamás un cuaderno de espiral, un manual de guardavías de tren o un anotador contable. Cualquiera servía. Por dondequiera que vagase, Jack Kerouac siempre tenía a mano algo de papel y una lapicera para tatuar una idea, componer un haiku o simplemente retratar su deriva existencial. Este no era un rasgo anómalo en un escritor de estirpe vitalista como Kerouac. "La noche de ayer fue triste y lluviosa. Mi madre me planchó la ropa; comimos algo, charlamos; ocasionalmente nos miramos con furtiva tristeza. Quizás escribo esto para prevenir a todos los viajeros –la noche antes del viaje es como la noche antes de la muerte. Así me sentía. ¿Adónde voy realmente, y para qué? ¿Por qué siempre debo viajar de aquí para allá, como si no me importara dónde uno está?", se pregunta Kerouac en una entrada de su diario fechada el 30 de agosto de 1949. Ir a la vida para volver y escribirla. Con su mochila al hombro, Kerouac salía a la ruta para encontrar una nueva forma de hacer literatura, una nueva manera de narrar la experiencia. Haciendo dedo en el camino. 
Diarios (1947-1954). Mundo soplado por el viento (Editores Argentinos, traducción de Martín Abadía) es la flamante edición en castellano de los alucinantes diarios que escribió Kerouac entre junio de 1947 y febrero de 1954. El agitado período en el que creó sus dos primeras novelas publicadas: El pueblo y la ciudad y En el camino. En la portada del libro, una instantánea tomada por el poeta Allen Ginsberg en 1953, Kerouac fuma un cigarrillo frente a una escalera de emergencia del East Village neoyorquino. El escritor mira el océano de rascacielos que emergen en Manhattan y parece meditar con su facha a mitad de camino entre James Dean y Jack London. Una imagen posada que inmortalizó al Kerouac "icónico": el escritor que cambiaría la literatura del siglo XX. Pero a diferencia de esta fotografía, no hay nada que sea pose en los diarios. “Rebosante de inocencia juvenil y de tenacidad en su madurez para encontrarle sentido a un mundo pecaminoso, estas páginas revelan a un artista serio tratando de descubrir su voz verdadera. Llámenle 'la educación de Jack Kerouac' si así lo desean", advierte en la Introducción del volumen el historiador Douglas Brinkley, hombre a cargo de la edición final de los diarios. 
Mundo soplado por el viento contiene las reflexiones de un lector incansable y su educación sentimental, sus iluminaciones y meditaciones religiosas, y retratos de sus agitadas derivas urbanas por Nueva York y San Francisco. Además de los mapas del gran país del Norte dibujados a mano alzada y aun las decenas de crónicas de viaje de ese correcaminos incansable que fue Kerouac, durante este período de su vida de “estilo idealista de Nueva Inglaterra, místico y nebuloso”.
Hit The Road Jack
Los diarios pueden ser leídos como un libro, o mejor dos. Bien distintos en formas, tonos y estructura. Uno apegado a la escritura y el círculo familiar y social de los meses de creación de su opera prima El pueblo y la ciudad, su visión de Lowell, el lugar donde pasó su infancia y buena parte de su adolescencia. Y el otro, integrado por los cuadernos "Diarios 1949", "Lluvias y ríos" y "Diarios durante las primeras etapas de En el camino", que nos dejan asomarnos a la "cocina" de la escritura de la biblia beat, una obra que le cambió la vida a Kerouac y a toda una generación.  
Luego de la publicación de En el camino en 1957, Kerouac entra en un período de extremo reconocimiento y de fama súbita. "Cuya administración (la administración de su brillo y de su decadencia) lo ocuparía casi hasta su muerte", explica Pablo Gianera, traductor de los artículos que integran La filosofía de la Generación Beat y otros escritos (Caja Negra), el elegante libro que compila buena parte de la producción de ensayos, crónicas periodísticas y ficciones breves que Kerouac publicó en muy diversos medios estadounidenses como Esquire, Playboy y Escapade. 
En los 28 artículos, con una sostenida entonación programática, Kerouac se sumerge en diversos tópicos: desde el nacimiento del bop hasta las obras de Céline y Shakespeare, pasando por las fotografías de Robert Frank y un ajuste de cuentas con la Generación Beat. Sin olvidar sus columnas deportivas sobre dos pasiones bien norteamericanas: el béisbol y el boxeo. En el artículo "¿En qué pienso en estos días?", publicado poco antes de su muerte en 1969, Kerouac se despide: "Yo abandono, me retiro –Me refiero a la Gran Tradición Americana– Dan’l Boone, U.S. Grant, Mark Twain– Quiero dormir y despertarme de pronto en la pesadilla más profunda y ver el mundo como un huérfano sin consuelo y llorar y gritar y tratar de vivir pero la vida está maculada y ensombrecida, pobre cuerpo y pobre alma, apenas un don fortuito y pura soledad." «

_____
De TIEMPO ARGENTINO, 17/01/2016
Foto: Jack Kerouac

Tuesday, January 26, 2016

Di Stéfano, Pedernera, y el contrabando del fútbol


FERNANDO ARAÚJO VÉLEZ

De la trampa y por la trampa, de contrabando y en la ilegalidad, así nació el fútbol profesional en Colombia, y fue utilizado por los políticos, los directivos, los empresarios, los contrabandistas y los mafiosos, los periodistas y los mismos jugadores, para enriquecerse o para evadir verdades, para engañar o para convertirlo en una bomba de humo. Nació de la mentira y por la mentira, y con los años se transformó en una Mentira en mayúsculas. El concepto de que “el fútbol es la patria”, con los años se afianzó más y más, promovido por aquellos mismos a quienes beneficiaba. Que el fútbol fuera la patria significaba que había que apoyarlo, y apoyarlo, morir por él si era necesario, quería decir comprar fútbol. Comprar entradas al precio que fuera. Banderas, camisetas, siempre a la última moda, gorros, álbumes, televisores y más banderas y más camisetas. Cada año un modelo nuevo, cada año, un nuevo estandarte.
El fútbol y la patria,  unidos para que el negocio creciera, para que de ese manantial bebieran los dueños de ese fútbol, que en ocasiones eran los mismos dueños de la patria. El fútbol y la patria, unidos, para que aquel que se atreviera a decir una verdad, fuera de inmediato señalado como apátrida o antipatriota, desertor de quién sabe qué principios. El fútbol y la patria, unidos para comprar a la opinión pública, para que nadie escarbara en sus entrañas, para que nadie investigara, para que todos multiplicaran sus ganancias. Pasión, pasión, fútbol y patria, ser hincha, fanático, educar a los hijos dentro de esos mismos principios de fanatismo, los mismos colores, los mismos escudos. “Puedes cambiar de esposa, de ciudad, de país, pero jamás, de equipo”, la frase para mantener al hincha en las propias huestes, para que jamás se fuera, ni del equipo ni del fútbol. Consumidor por el resto de sus días.
Lo perverso, lo podrido, las muertes y sus responsables, los negocios subterráneos, los nombres de quienes enlodaron lo que alguna vez fue un juego, los periodistas que callaron y vivieron de ese negocio por años y años, los que recibieron sus porcentajes, la compra de árbitros y los árbitros que se dejaban comprar, los futbolistas que se vendieron “por un puñado de dólares”, como en la película de Clint Eastwood, y los que negociaron resultados, incluso con la camiseta de la selección. Los directivos que pactaban negocios de millones por encima de la mesa, con una suma idéntica o mayor por debajo de ella, sin papeles. “Firmamos por cuatro, pero lo hacemos por ocho y nos dividimos ese excedente”.  Los que tergiversaron documentos y falsificaron firmas. Los testaferros, los intermediarios, y los intermediarios de ellos.
Los buscadores de talentos que se traían cinco negros del Pacífico para probarlos en un equipo de capital y se quedaban con el dinerillo de su permiso para jugar y unos miles más de comisión, esos mismos scouts que luego, cuando tres o cuatro eran rechazados, los dejaban a su suerte, en medio de una ciudad caótica que los escupía en la cara sólo por ser negros, negros e ingenuos, ingenuos y forasteros. Los entrenadores de esos equipos de capital, fuera la que fuera, que desde las divisiones menores hasta la profesional recibían un porcentaje por aceptar a éste o a aquél, y otro más, por ponerlos en la titular. Los otros entrenadores con más nivel, o con más padrinos, o con mejor prensa, o con más dinero para repartir, que hacían lo mismo, pero ya en la Selección, para que los futbolistas de tal o cual grupo inversor se cotizaran.
Los políticos que firmaban leyes a favor de los defensores de “la patria”, sin importarles que esas leyes mantuvieran sin prestaciones sociales, sin educación y sin pensión a los jugadores, a cambio de unas cuantas boletas, de viajes en primera clase a una final, o de cupos para una copa del mundo. Los jueces que por razones similares, o por miedo, o por todo eso junto, dictaminaban a favor de los patronos, que imponían su ley a fuerza de billetes y a fuerza de armas, y repetían “el fútbol es la patria”. Todos ellos y algunos más, y todo ello, fue silenciado y omitido una y mil veces con el argumento de que el fútbol es la patria, con el sofisma de que el pueblo necesita alegrías, con el pretexto de que “si gana Colombia, ganamos todos”.  Patria, alegrías y victorias, la receta perfecta para multiplicar los millones y ocultar la podredumbre. La combinación de la mentira y de la muerte.
Y todo olvidado. Era preferible hablar y escribir y discutir de lo que ocurría sobre “el verde césped”, únicamente ahí, como si lo que ocurría sobre “el verde césped” no fuera consecuencia de lo anterior. Era preferible hablar y escribir y exagerar los grandes logros, los triunfos con “ribetes de hazaña”, porque detrás de esas proezas y de los ídolos llegaban los patrocinadores, los contratos para todos, las ventas al exterior, millones de dólares. El producto fútbol en todo su esplendor. Fiesta, derroche, pasión, triunfo, patria. Y del otro lado, silencio. Y del otro lado, un incontrolable agujero en el que caían los verdaderos dueños del fútbol, los jugadores y, en menor medida, los árbitros. En ningún país hubo tantos asesinatos de futbolistas como en Colombia. En ningún país el arbitraje fue tan intimidado.
El fútbol profesional en Colombia nació de la mentira y por ella y jamás salió de ahí. Cuando llegaron Adolfo Pedernera, Alfredo D´Stéfano, Julio Cozzi, Néstor Raúl Rossi, José Manuel Moreno, Valeriano López y Manuel Drago, por citar a unos pocos, la pasión explotó. Los periódicos de la época, finales de los años 40 e inicios de los 50, anunciaban a las ocho columnas de sus primeras planas lo que hacían y dejaban de hacer aquellas figuras de excepción, los mejores jugadores del mundo, como los calificaban. Fotos, entrevistas, el público que les solicitaba autógrafos y hacía filas de 24 horas para verlos, el voz a voz que se extendía por todos los rincones del país. Alguien bautizó aquellos años como Eldorado, en alusión a la leyenda del oro de los tiempos de la conquista.
Y fue Eldorado, porque fue oro y brilló, pero también, como en las conquistas de los españoles, cuando por el oro arrasaron con gran parte de los indígenas que habitaban América, los sometieron y vejaron, porque la organización de aquel fútbol, y los medios de los que se valió, fue oscura y estuvo signada por el fraude.  Hacia afuera, hacia la tribuna, Millonarios, decían y dijeron, era el mejor equipo del mundo. Venció al Real Madrid 4-2 en el estadio de Chamartín, en Madrid, y en el torneo colombiano era poco menos que invencible. Tanto, que sus jugadores pactaban para no golear a los rivales. Era indecente, humillante. Quien quebrara la norma con un gol que excediera las cuentas, o con un lujo excesivo, pagaba un asado para el resto del plantel.
Quien, halagado por los aplausos de las graderías, se dejaba llevar y olvidaba el trato, en el siguiente partido era ignorado por sus compañeros. No le pasaban la pelota, o por lo menos, no como él hubiera deseado. En ocasiones, como lo había hecho el brasileño Leónidas en el Mundial del 38, y como lo harían decenas de otros goleadores, tenía que pagar una suma para que le cedieran el balón. Doscientos dólares por un pase de gol que finalizaba bien. Cien, por los que entrañaban una opción. Por dentro, el equipo, o la institución, era un maremágnum de papeles sin orden, de cuentas por pagar, de desfalcos y evasiones y demandas.  Pedernera, D´Stéfano y compañía habían arribado a Colombia por fuera de las leyes del fútbol. Llegaron porque en Argentina los profesionales habían entrado en una huelga para conseguir que les mejoraran algunas condiciones laborales.
Entonces, un buen día, don Alfonso Senior Quevedo, fundador de Millonarios y promotor del fútbol en Colombia, le dio carta blanca al entrenador del equipo, Roberto Cacho Aldabe, para que buscara futbolistas en medio del desorden. “Necesito que te vayas a Buenos Aires y averigües qué jugador de categoría puede venir a Bogotá. En un plazo máximo de 10 días me debes poner un telegrama”, le dijo, según testimonio de José Cipriano Ramos en su libro Colombia versus Colombia (Intermedio editores, 1998). Aldabe habló con Adolfo Pedernera, y Pedernera exigió 5.000 dólares al año, de prima, y 500 mensuales. Un telegrama. Otro y uno más. Senior se reunió con la junta directiva azul y refirió lo que había ocurrido, con las exigencias de Pedernera.
Le respondieron que estaba loco, que el club no tenía ese dinero, que las taquillas eran muy bajas. Senior contestó que de todas maneras él asumiría la responsabilidad, que el negocio se haría. Horas más tarde, Adolfo Pedernera era contratado por Millonarios, que jamás canceló el monto de la transacción.  Lo trajeron por debajo de cuerda. Luego, él llamó al resto. La historia se había iniciado a mediados del 48, pocos días después del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, ocurrido en pleno centro de Bogotá el 9 de abril. La muerte del caudillo liberal desató el terror. Incendios, asesinatos, robos, sangre y más sangre. Ese día se partió la historia de Colombia.
Ese día, como lo recordaría García Márquez, “se jodió este país”. “El viernes 9 de abril -diría- Jorge Eliécer Gaitán era el hombre del día en las noticias, por lograr la absolución del teniente Jesús María Cortés Poveda, acusado de dar muerte al periodista Eudoro Galarza Ossa. Había llegado muy eufórico a su oficina de abogado, en el cruce populoso de la carrera Séptima con la avenida Jiménez de Quesada, poco antes de las ocho de la mañana, a pesar de que había estado en el juicio hasta la madrugada. Tenía varias citas para las horas siguientes, pero aceptó de inmediato cuando Plinio Mendoza lo invitó a almorzar, poco antes de la una, con seis amigos personales y políticos (…) En ese ámbito intenso me senté a almorzar en el comedor de la pensión donde vivía, a menos de tres cuadras. No me habían servido la sopa cuando Wilfrido Mathieu se me plantó espantado frente a la mesa.- Se jodió este país -me dijo-. Acaban de matar a Gaitán frente a El Gato Negro”.
Por eso era urgente apaciguar los ánimos, distraer a la gente. Darle algo distinto. El fútbol fue lo distinto. El fútbol fue el distractor que Mariano Ospina Pérez, el presidente, y las eternas aristocracias del país necesitaban. Así, para tapar tanta sangre, para mitigar los odios que jamás desaparecerían, nació el fútbol profesional. El 15 de agosto de 1948, Atlético Municipal y Universidad jugaron el primer partido en el hipódromo de San Fernando, en Itagüí . Ganó Municipal que luego sería Atlético Nacional, dos por cero. Don Alfonso Senior y Alberto Salcedo Fernández habían sido los gestores desde las dos entidades que manejaban el fútbol en Colombia, la Adefútbol, y la Dimayor.
Santa Fe obtuvo aquel campeonato de 28 partidos. La orden impartida desde arriba era darle fuerza al fútbol, que sólo se hablara de fútbol, que los periódicos sólo publicaran fútbol.  La ola llevó a los conflictos. Los dirigentes se dividieron. La Adefútbol y la Dimayor estallaron en divergencias por un torneo en Río de Janeiro. Discutían sobre cuál de las dos asociaciones debía poner el dinero y cuánto, y cuál debía decidir qué entrenador y qué jugadores debían conformar el equipo.  Al mismo tiempo, Argentina reventó. Adolfo Pedernera aterrizó en Bogotá por vez primera el 10 de junio de 1949. Hasta entonces, era el estratega, el eje de River Plate, por aquellos años, el club más importante de la Argentina. Fue el caudillo de ‘La máquina’ que ganó los títulos de 1941, 1942 y 1945.
Meses después de su arribo a Millonarios, convenció a su compañero Alfredo D´Stéfano de que firmara un contrato con el conjunto azul, de similares condiciones al suyo. Los dos fueron borrados de los registros del fútbol profesional argentino, que luego haría lo mismo con quienes siguieron aquella ruta hacia Colombia: Néstor Raúl Rossi y Julio Cozzi.  Todos y cada uno de ellos formaron lo que la historia denominó Eldorado, que en realidad fue la legalización del contrabando. Durante cinco años, Colombia se convirtió en el paraíso de la ilegalidad.
Los mejores jugadores del mundo actuaron en sus estadios, por varios puñados de dólares y en equipos que no pagaban sus transferencias. Sin otra ley ni otro dios que el dinero,  jugaban y cobraban. Luego, en diversas entrevistas, decían que “mi amor es este equipo” y  bla bla bla. En 1954 se acabó la primera época de los sin ley, con una reunión en Lima entre directivos colombianos y dirigentes de otras federaciones de fútbol y de la FIFA, que habían protestado por la situación. Luego de distintas sesiones, firmaron el Pacto de Lima, en el que unos y otros se comprometieron a respetar las leyes internacionales de las transacciones de futbolistas. Con el Pacto de Lima, el fútbol colombiano volvió a ser el que era antes, un fútbol lento, sin muchas estrellas, un fútbol sin brillo que atraía a unos cuantos nada más. Un fútbol de antes de la guerra, salpicado en ocasiones por la llegada de alguna vieja gloria como Amadeo Carrizo, Dragoslav Sekularac, Raúl Emilio Bernao u Oswaldo Mura, jugadores-mercenarios que firmaban su último contrato para ganarse sus últimos dólares, y que, como sus predecesores, también decían y dijeron que amaban a sus equipos y a Colombia.
_____
De CROMOS Revista (EL ESPECTADOR)/Colombia) 

Imagen: Alfredo Di Stéfano

Monday, January 25, 2016

El hombre que nos enseñó a tener frío

JUAN FORN

Horacio Quiroga adoraba a Martínez Estrada como a un hermano menor y le regaló una hectárea de su propia tierra en Misiones, para tentarlo de que fuera su vecino. La desmontó él mismo a machete limpio, le mandó por correo el título de propiedad y los planos de la casita de madera que podía construirle con sus manos. Hasta los muebles le ofrecía hacer (y eran famosamente cómodos los muebles que hacía Quiroga, con ayuda del mensú devenido carpintero Jacinto Escalera). Martínez Estrada tenía un trabajo de cuarta en el Correo Central y detestaba el ambiente literario de Buenos Aires, pero no se decidía a partir a Misiones, así que Quiroga apeló a un último recurso para convencer a su melómano amigo: le mandó un violín hecho en madera de timbó. “Era tan chato de pecho y espalda como el propio Quiroga, tenía un clavijero prehistórico, las efes labradas torpemente a gubia y emitía un sonido de gato en celo, mitad hipnótico y mitad horripilante.” Martínez Estrada entendió con el corazón estremecido que así sería la vida como vecino de Quiroga en Misiones, pero se libró de escribir esa carta cruel porque su amigo apareció por Buenos Aires.

Venía a hacerse ver por los médicos una molestia que no lo abandonaba. Era un cáncer terminal, pero no se animaban a decírselo. Lo tenían de residente en el Hospital de Clínicas con permiso ambulatorio, mientras le hacían creer que lo sometían a estudios y lo preparaban para una operación. Un día vagando por el sótano del hospital encontró un paciente llamado Batistessa. Lo tenían ahí escondido por su aspecto físico, causado por una neurofibromatosis conocida como elefantiasis. Quiroga exigió que Batistessa fuera sacado del sótano y trasladado a su habitación, y en las horas muertas le contaba historias de la selva. Un día Batistessa oyó hablar a los médicos y fue a decirle a Quiroga que la operación proyectada era una simple y dolorosa postergación de la muerte. Quiroga avisó que salía a caminar, fue a una ferretería a comprar cianuro, regresó al hospital, mezcló el polvo en un vaso con whisky y se lo tomó. “Se mató como una sirvienta”, dijo Lugones, que un año después se suicidaría de igual forma en el Tigre. “No se vive en la selva impunemente”, escribió Alfonsina Storni en un poema que le dedicó antes de suicidarse ella también, en los acantilados de Mar del Plata.

Ni Lugones, que había sido su maestro y protector, ni Alfonsina, que había sido su amante, acompañaron las cenizas del difunto al Uruguay. Borges, en cambio, que había dicho que Quiroga era “una superstición uruguaya, que escribía mal lo que Kipling escribió bien”, sí fue de la comitiva. Eran fechas de Carnaval y contó que el corso se interrumpía al paso del cortejo y que los niños pedían tocar la urna de madera de algarrobo en donde el escultor ruso Stepan Erzia había tallado la cara del difunto. A veces los opuestos coinciden: a Arlt le pasó algo parecido con Quiroga; él también lo había escarnecido; en una aguafuerte sobre la fundación de la SADE, creada para defender los derechos de los escritores, escribió: “La idea debe ser de Quiroga, hombre que gasta barba sefaradí y una catadura de falsificador de moneda que espanta”. Pero cuenta Onetti que, el día en que murió Quiroga, Arlt estaba sentado al fondo de una larga mesa, ignorando con fiereza los comentarios sobre el muerto, hasta que llegó su amigo Kostia y contó que tres días antes se había cruzado con Quiroga por la calle. Iba vestido como un clochard, la barba le devoraba más de la mitad de la cara, venía siguiendo desde el Parque Japonés a la última mujer que siguió por la calle, una beldad que cortaba la respiración. Era la famosa viuda de Gómez Carrillo, que por entonces noviaba con Saint-Exupéry. Kostia se lo estaba diciendo cuando el francés salió del Hotel Plaza al encuentro de su dama y la abrazó. Quiroga, contemplando la escena, murmuró: “Me hubiera gustado ser aviador”, y se fue, envuelto en su sobretodo con el pijama abajo en pleno enero, rumbo a su cama en el Hospital de Clínicas. Desde el fondo de la mesa, detrás del humo de su cigarrillo, se oyó la voz de Arlt: “He cambiado mi opinión de Quiroga”. No podía ser de otra manera. Quiroga había dicho: “Soy el primer infectado por Dostoievski en América del Sur”. Arlt fue el siguiente.

Como Arlt, Quiroga carecía de lo que algunos llaman tacto, otros hipocresía y otros relaciones públicas. A los veinte años partió de Montevideo a París vestido como un dandy, en camarote propio. Volvió tres meses después, en tercera clase, con los pantalones raídos y las solapas levantadas para que no se viera que no tenía cuello en la camisa. “¿Por qué escriben como españoles si son argentinos?”, le dijo en la cara a Larreta cuando llegó a Buenos Aires. “No soporto los gauchos de Carnaval”, le dijo a Lugones. Escandalizó a Manuel Gálvez con su Historia de un amor turbio, basada en su relación con Ana María Cires, la muchacha que se llevó a vivir a Misiones y le dio dos hijos y después se suicidó de manera atroz. A esos hijos los crió en el amor a la selva, dejándolos dormir solos arriba de un árbol o sentarse durante horas al borde de un precipicio, para horror de su madre. Cuando ella murió, volvió con esos hijos a Buenos Aires, vivió primero en un sótano de la calle Canning y después en un caserón en Vicente López, donde tenía un coatí llamado Tutankamón, un búho llamado Pitágoras y el yacaré Cleopatra, además de una enorme canoa aerodinámica que calafateaba infinitamente y que no parecía una embarcación, sino una criatura de las aguas.

Lo acusaban de escribir para asustar a la gente, de traer la selva a la ciudad, de arrimar la barbarie a la civilización. Cuando publicó su famoso decálogo del perfecto cuentista, Nalé Roxlo dijo que parecía el manual del maestro ciruela escrito por el Viejo Vizcacha. “Es un anarcoindividualista que se conforma con su propia libertad. No le importa que todos los hombres sean libres”, dijo Alvaro Yunque cuando lo invitó a la URSS y Quiroga le contestó que prefería volverse a la selva. Y eso hizo, con una segunda esposa treinta años más joven que él, que prefirió abandonarlo antes de enloquecer. Tampoco en la selva lo entendían: se burlaban del hermoso laberinto de bambúes que había hecho para su segunda esposa, con un jardín de orquídeas en el medio. Las cuadrillas que pasaban y lo veían deslomándose al sol le gritaban: “¿No tiene personal, patrón? ¡No le robe trabajo a los peones!”.

Supo adorar por igual a Tolstoi y a Dostoievski, a Jack London y a Thoreau, a Maupassant y a Baudelaire (“ebanistas capaces de sacar de un solo golpe de garlopa trece rizos de viruta”). Hablaba como si siempre tuviera fiebre y padeció frío hasta en la selva misionera. En la última carta a sus hijos les dijo: “Busco lo que casi nunca se encuentra. Soy capaz de romper un corazón por ver lo que tiene adentro, a trueque de matarme yo mismo sobre los restos de ese corazón”. Martínez Estrada escribió después de su muerte: “Con él aprendimos a contar en serio”, y si miramos la literatura argentina desde acá, no hay manera de no estar de acuerdo.

_____
De PUÑO Y LETRA (Correo del Sur/Chuquisaca. Inicialmente PÁGINA 12), 28/12/2015