De la
trampa y por la trampa, de contrabando y en la ilegalidad, así nació el fútbol
profesional en Colombia, y fue utilizado por los políticos, los directivos, los
empresarios, los contrabandistas y los mafiosos, los periodistas y los mismos
jugadores, para enriquecerse o para evadir verdades, para engañar o para
convertirlo en una bomba de humo. Nació de la mentira y por la mentira, y con los
años se transformó en una Mentira en mayúsculas. El concepto de que “el fútbol
es la patria”, con los años se afianzó más y más, promovido por aquellos mismos
a quienes beneficiaba. Que el fútbol fuera la patria significaba que había que
apoyarlo, y apoyarlo, morir por él si era necesario, quería decir comprar
fútbol. Comprar entradas al precio que fuera. Banderas, camisetas, siempre a la
última moda, gorros, álbumes, televisores y más banderas y más camisetas. Cada
año un modelo nuevo, cada año, un nuevo estandarte.
El fútbol
y la patria, unidos para que el negocio creciera, para que de ese
manantial bebieran los dueños de ese fútbol, que en ocasiones eran los mismos
dueños de la patria. El fútbol y la patria, unidos, para que aquel que se
atreviera a decir una verdad, fuera de inmediato señalado como apátrida o
antipatriota, desertor de quién sabe qué principios. El fútbol y la patria,
unidos para comprar a la opinión pública, para que nadie escarbara en sus entrañas,
para que nadie investigara, para que todos multiplicaran sus ganancias. Pasión,
pasión, fútbol y patria, ser hincha, fanático, educar a los hijos dentro de
esos mismos principios de fanatismo, los mismos colores, los mismos escudos.
“Puedes cambiar de esposa, de ciudad, de país, pero jamás, de equipo”, la frase
para mantener al hincha en las propias huestes, para que jamás se fuera, ni del
equipo ni del fútbol. Consumidor por el resto de sus días.
Lo
perverso, lo podrido, las muertes y sus responsables, los negocios
subterráneos, los nombres de quienes enlodaron lo que alguna vez fue un juego,
los periodistas que callaron y vivieron de ese negocio por años y años, los que
recibieron sus porcentajes, la compra de árbitros y los árbitros que se dejaban
comprar, los futbolistas que se vendieron “por un puñado de dólares”, como en
la película de Clint Eastwood, y los que negociaron resultados, incluso con la
camiseta de la selección. Los directivos que pactaban negocios de millones por
encima de la mesa, con una suma idéntica o mayor por debajo de ella, sin
papeles. “Firmamos por cuatro, pero lo hacemos por ocho y nos dividimos ese
excedente”. Los que tergiversaron documentos y falsificaron firmas. Los
testaferros, los intermediarios, y los intermediarios de ellos.
Los
buscadores de talentos que se traían cinco negros del Pacífico para probarlos
en un equipo de capital y se quedaban con el dinerillo de su permiso para jugar
y unos miles más de comisión, esos mismos scouts que luego, cuando tres o
cuatro eran rechazados, los dejaban a su suerte, en medio de una ciudad caótica
que los escupía en la cara sólo por ser negros, negros e ingenuos, ingenuos y
forasteros. Los entrenadores de esos equipos de capital, fuera la que fuera,
que desde las divisiones menores hasta la profesional recibían un porcentaje
por aceptar a éste o a aquél, y otro más, por ponerlos en la titular. Los otros
entrenadores con más nivel, o con más padrinos, o con mejor prensa, o con más
dinero para repartir, que hacían lo mismo, pero ya en la Selección, para que
los futbolistas de tal o cual grupo inversor se cotizaran.
Los
políticos que firmaban leyes a favor de los defensores de “la patria”, sin
importarles que esas leyes mantuvieran sin prestaciones sociales, sin educación
y sin pensión a los jugadores, a cambio de unas cuantas boletas, de viajes en
primera clase a una final, o de cupos para una copa del mundo. Los jueces que
por razones similares, o por miedo, o por todo eso junto, dictaminaban a favor
de los patronos, que imponían su ley a fuerza de billetes y a fuerza de armas,
y repetían “el fútbol es la patria”. Todos ellos y algunos más, y todo ello,
fue silenciado y omitido una y mil veces con el argumento de que el fútbol es
la patria, con el sofisma de que el pueblo necesita alegrías, con el pretexto
de que “si gana Colombia, ganamos todos”. Patria, alegrías y victorias,
la receta perfecta para multiplicar los millones y ocultar la podredumbre. La
combinación de la mentira y de la muerte.
Y todo
olvidado. Era preferible hablar y escribir y discutir de lo que ocurría sobre
“el verde césped”, únicamente ahí, como si lo que ocurría sobre “el verde
césped” no fuera consecuencia de lo anterior. Era preferible hablar y escribir
y exagerar los grandes logros, los triunfos con “ribetes de hazaña”, porque
detrás de esas proezas y de los ídolos llegaban los patrocinadores, los
contratos para todos, las ventas al exterior, millones de dólares. El producto
fútbol en todo su esplendor. Fiesta, derroche, pasión, triunfo, patria. Y del
otro lado, silencio. Y del otro lado, un incontrolable agujero en el que caían
los verdaderos dueños del fútbol, los jugadores y, en menor medida, los
árbitros. En ningún país hubo tantos asesinatos de futbolistas como en
Colombia. En ningún país el arbitraje fue tan intimidado.
El fútbol
profesional en Colombia nació de la mentira y por ella y jamás salió de ahí.
Cuando llegaron Adolfo Pedernera, Alfredo D´Stéfano, Julio Cozzi, Néstor Raúl
Rossi, José Manuel Moreno, Valeriano López y Manuel Drago, por citar a unos pocos,
la pasión explotó. Los periódicos de la época, finales de los años 40 e inicios
de los 50, anunciaban a las ocho columnas de sus primeras planas lo que hacían
y dejaban de hacer aquellas figuras de excepción, los mejores jugadores del
mundo, como los calificaban. Fotos, entrevistas, el público que les solicitaba
autógrafos y hacía filas de 24 horas para verlos, el voz a voz que se extendía
por todos los rincones del país. Alguien bautizó aquellos años como Eldorado,
en alusión a la leyenda del oro de los tiempos de la conquista.
Y fue
Eldorado, porque fue oro y brilló, pero también, como en las conquistas de los
españoles, cuando por el oro arrasaron con gran parte de los indígenas que
habitaban América, los sometieron y vejaron, porque la organización de aquel
fútbol, y los medios de los que se valió, fue oscura y estuvo signada por el
fraude. Hacia afuera, hacia la tribuna, Millonarios, decían y dijeron,
era el mejor equipo del mundo. Venció al Real Madrid 4-2 en el estadio de
Chamartín, en Madrid, y en el torneo colombiano era poco menos que invencible.
Tanto, que sus jugadores pactaban para no golear a los rivales. Era indecente,
humillante. Quien quebrara la norma con un gol que excediera las cuentas, o con
un lujo excesivo, pagaba un asado para el resto del plantel.
Quien,
halagado por los aplausos de las graderías, se dejaba llevar y olvidaba el
trato, en el siguiente partido era ignorado por sus compañeros. No le pasaban
la pelota, o por lo menos, no como él hubiera deseado. En ocasiones, como lo
había hecho el brasileño Leónidas en el Mundial del 38, y como lo harían
decenas de otros goleadores, tenía que pagar una suma para que le cedieran el
balón. Doscientos dólares por un pase de gol que finalizaba bien. Cien, por los
que entrañaban una opción. Por dentro, el equipo, o la institución, era un
maremágnum de papeles sin orden, de cuentas por pagar, de desfalcos y evasiones
y demandas. Pedernera, D´Stéfano y compañía habían arribado a Colombia
por fuera de las leyes del fútbol. Llegaron porque en Argentina los
profesionales habían entrado en una huelga para conseguir que les mejoraran
algunas condiciones laborales.
Entonces,
un buen día, don Alfonso Senior Quevedo, fundador de Millonarios y promotor del
fútbol en Colombia, le dio carta blanca al entrenador del equipo, Roberto Cacho
Aldabe, para que buscara futbolistas en medio del desorden. “Necesito que te
vayas a Buenos Aires y averigües qué jugador de categoría puede venir a Bogotá.
En un plazo máximo de 10 días me debes poner un telegrama”, le dijo, según
testimonio de José Cipriano Ramos en su libro Colombia versus Colombia
(Intermedio editores, 1998). Aldabe habló con Adolfo Pedernera, y Pedernera
exigió 5.000 dólares al año, de prima, y 500 mensuales. Un telegrama. Otro y
uno más. Senior se reunió con la junta directiva azul y refirió lo que había
ocurrido, con las exigencias de Pedernera.
Le
respondieron que estaba loco, que el club no tenía ese dinero, que las
taquillas eran muy bajas. Senior contestó que de todas maneras él asumiría la
responsabilidad, que el negocio se haría. Horas más tarde, Adolfo Pedernera era
contratado por Millonarios, que jamás canceló el monto de la transacción.
Lo trajeron por debajo de cuerda. Luego, él llamó al resto. La historia
se había iniciado a mediados del 48, pocos días después del asesinato de Jorge
Eliécer Gaitán, ocurrido en pleno centro de Bogotá el 9 de abril. La muerte del
caudillo liberal desató el terror. Incendios, asesinatos, robos, sangre y más
sangre. Ese día se partió la historia de Colombia.
Ese día,
como lo recordaría García Márquez, “se jodió este país”. “El viernes 9 de abril
-diría- Jorge Eliécer Gaitán era el hombre del día en las noticias, por lograr
la absolución del teniente Jesús María Cortés Poveda, acusado de dar muerte al
periodista Eudoro Galarza Ossa. Había llegado muy eufórico a su oficina de
abogado, en el cruce populoso de la carrera Séptima con la avenida Jiménez de
Quesada, poco antes de las ocho de la mañana, a pesar de que había estado en el
juicio hasta la madrugada. Tenía varias citas para las horas siguientes, pero
aceptó de inmediato cuando Plinio Mendoza lo invitó a almorzar, poco antes de
la una, con seis amigos personales y políticos (…) En ese ámbito intenso me
senté a almorzar en el comedor de la pensión donde vivía, a menos de tres
cuadras. No me habían servido la sopa cuando Wilfrido Mathieu se me plantó
espantado frente a la mesa.- Se jodió este país -me dijo-. Acaban de matar a
Gaitán frente a El Gato Negro”.
Por eso
era urgente apaciguar los ánimos, distraer a la gente. Darle algo distinto. El
fútbol fue lo distinto. El fútbol fue el distractor que Mariano Ospina Pérez,
el presidente, y las eternas aristocracias del país necesitaban. Así, para
tapar tanta sangre, para mitigar los odios que jamás desaparecerían, nació el
fútbol profesional. El 15 de agosto de 1948, Atlético Municipal y Universidad
jugaron el primer partido en el hipódromo de San Fernando, en Itagüí . Ganó
Municipal que luego sería Atlético Nacional, dos por cero. Don Alfonso Senior y
Alberto Salcedo Fernández habían sido los gestores desde las dos entidades que
manejaban el fútbol en Colombia, la Adefútbol, y la Dimayor.
Santa Fe
obtuvo aquel campeonato de 28 partidos. La orden impartida desde arriba era
darle fuerza al fútbol, que sólo se hablara de fútbol, que los periódicos sólo
publicaran fútbol. La ola llevó a los conflictos. Los dirigentes se
dividieron. La Adefútbol y la Dimayor estallaron en divergencias por un torneo
en Río de Janeiro. Discutían sobre cuál de las dos asociaciones debía poner el
dinero y cuánto, y cuál debía decidir qué entrenador y qué jugadores debían
conformar el equipo. Al mismo tiempo, Argentina reventó. Adolfo Pedernera
aterrizó en Bogotá por vez primera el 10 de junio de 1949. Hasta entonces, era
el estratega, el eje de River Plate, por aquellos años, el club más importante
de la Argentina. Fue el caudillo de ‘La máquina’ que ganó los títulos de 1941,
1942 y 1945.
Meses
después de su arribo a Millonarios, convenció a su compañero Alfredo D´Stéfano
de que firmara un contrato con el conjunto azul, de similares condiciones al
suyo. Los dos fueron borrados de los registros del fútbol profesional
argentino, que luego haría lo mismo con quienes siguieron aquella ruta hacia
Colombia: Néstor Raúl Rossi y Julio Cozzi. Todos y cada uno de ellos
formaron lo que la historia denominó Eldorado, que en realidad fue la
legalización del contrabando. Durante cinco años, Colombia se convirtió en el
paraíso de la ilegalidad.
Los
mejores jugadores del mundo actuaron en sus estadios, por varios puñados de
dólares y en equipos que no pagaban sus transferencias. Sin otra ley ni otro
dios que el dinero, jugaban y cobraban. Luego, en diversas entrevistas,
decían que “mi amor es este equipo” y bla bla bla. En 1954 se acabó la
primera época de los sin ley, con una reunión en Lima entre directivos
colombianos y dirigentes de otras federaciones de fútbol y de la FIFA, que
habían protestado por la situación. Luego de distintas sesiones, firmaron el
Pacto de Lima, en el que unos y otros se comprometieron a respetar las leyes
internacionales de las transacciones de futbolistas. Con el Pacto de Lima, el
fútbol colombiano volvió a ser el que era antes, un fútbol lento, sin muchas
estrellas, un fútbol sin brillo que atraía a unos cuantos nada más. Un fútbol
de antes de la guerra, salpicado en ocasiones por la llegada de alguna vieja
gloria como Amadeo Carrizo, Dragoslav Sekularac, Raúl Emilio Bernao u Oswaldo
Mura, jugadores-mercenarios que firmaban su último contrato para ganarse sus
últimos dólares, y que, como sus predecesores, también decían y dijeron que
amaban a sus equipos y a Colombia.
_____
De CROMOS Revista (EL ESPECTADOR)/Colombia)
Imagen: Alfredo Di Stéfano
Imagen: Alfredo Di Stéfano
No comments:
Post a Comment