Nueva Delhi, 15 de febrero
de 2006. Aunque, ahora que lo pienso, no sé si ocurrió en Jaisalmer. Pudo ser
en Jaipur. Sí, quizá en Jaipur. A Jaisalmer no llegué nunca, ya había visto
demasiados dromedarios en el Sahara, no era preciso devorar otros cientos de
kilómetros y horas para llegarse a Jaisalmer. Así que debió ser en Jaipur, o en
Nueva Delhi, maldita memoria, cualquiera confía en la fecha que he consignado
al inicio del párrafo, olvídenlo, déjenlo, lo mismo es todo mentira, aunque el
15 de febrero de 2006 me encontrase en un oscuro tugurio de Nueva Delhi
comprando güisqui indio de ínfima calidad para poder consumirme la memoria de
un infecto trago e intentar olvidar el masaje que me acababan de regalar manos
diestras y murmullos de silencio y sándalo, en la India… Nueva Delhi, Jaipur…
Jaisalmer seguro que no. El vello de mi piel, escaso en muchas zonas, extremo y
rebelde en otras, permaneció apelmazado en islotes que diversas oleadas de
aceite habían fermentado en determinados puntos de mi geografía corporal, hasta
que el tsunami insalubre de aquel güisqui fermentado con melazas y otros
productos cuya procedencia prefiero ignorar recorrió mi interior para agitarme
lo externo.
Consumimos la botella
completa, en compañía de Ravi, al calor de una hoguera, entre los escombros de
algún barrio del Nueva Delhi más depauperado. Imposible, mientras rondaba la
botella de mano en mano, imaginar que acabábamos de abandonar el jardín de las
delicias. Salvo que hubiésemos tomado conciencia de las figuras que el licor hacía
danzar en nuestros cerebros, tan semejantes a las que se retuercen en ese otro
jardín de las delicias, el de Hieronymus Bosch. Porque ahora comprendo que
tuvimos que comprar aquella botella para poder olvidar lo que nuestros cuerpos
habían experimentado. Vencer, con la mente, la batalla de la carne. Pura
metafísica, o sea. Transitar del goce de la piel a los tormentos de la razón.
Había escuchado en
numerosas ocasiones eso de los masajes ayurvédicos, pero nunca me había tomado
la molestia de indagar en su significado. Me sonaba a fraude occidental
disfrazado de espiritualismo asiático: abandono del discurrir cerebral,
sinfonía de la carne, éxtasis, nirvana y toda la charanga adjunta.
La masajista que me tocó
en suerte tomó su tiempo para explicar que mi cuerpo presentaba un evidente
desequilibrio de los doshas —algo así como principios
metabólicos— y que de entre los tres de estos con que se organiza y pone en pie
todo ser humano, el vata presentaba en mí evidentes signos de
superioridad sobre los dos restantes. Luego pude comprender que el vata se
identifica con lo sutil, lo frágil, todo aquello que puede perderse en un golpe
de viento o desbaratarse con la facilidad con que se reparte una baraja. Como
mi cuerpo: escueto y frágil… El hijo del viento, me apodaban algunos conocidos,
aún, por aquella época, en clara referencia a aquel mítico velocista de raza
negra que puede considerarse entre los últimos héroes del deporte no
balompédico: Carl Lewis. Y es que la complexión de un servidor, amén de
extremadamente delgada, se recubría de una piel decididamente oscura. Claro que
eso ocurría entonces. Que los años sólo oscurecen las mentes mientras van
aclarando el cutis.
El caso es que la
masajista se aplicó con denuedo, durante casi tres horas, a intentar restablecer
el equilibrio de mis doshas. Para ello recorrió con sabias manos y
sapientísimas esencias hasta el último rincón de mi cuerpo, aplicando presiones
inciertas y roces evidentes, para finalizar derrochando no poca cantidad de
untuoso y aromático aceite sobre mi frente. Tibio óleo que danzaba de un lado a
otro de mi rostro imponiéndome una sensación de abandono en que, al fin, mi
cerebro se licuaba, se derretía, se volatilizaba y desaparecía para ser yo, ya,
sólo cuerpo.
Después, tras unos minutos
de total abandono, solo en aquella sala en que el sándalo arrancaba lágrimas al
yeso de las paredes, desperté de nuevo a la vida. Me sentí ligero, casi rozando
la ingravidez, y pensé que la joven masajista hindú se había equivocado en sus
delicadas maestrías fulgor y humedad, acentuándome el vata. Por eso
cruzamos la calle como en estado de éxtasis, despreocupados de la infernal
jauría de vehículos que sorteaba nuestros cuerpos, para dirigirnos a un tugurio
de luces equívocas en que seguro vendían alcohol. Necesitaba corregir los
errores de la masajista, potenciar el dosha intermedio,
el pitta, e incluso exacerbar el kapha, el tercero en
discordia, que representa el barro, lo pesado, lo más excesivamente terrenal.
De la India conservo
muchos recuerdos, pero andan desordenados. Aquella noche no la olvido. Pero es
posible que todo lo que de ella recuerdo esté, igualmente, desordenado, y sea
erróneo… o peor aún, no sea.
Y ahora recuerdo que Ravi
respondió con el típico movimiento de cabeza indio que no quiere decir ni sí ni
no sino todo lo contrario cuando le preguntamos si era mejor quedarse en Jaipur
o ir hasta Jaisalmer. Nos quedamos en Jaipur, y Ravi, intuyo que temeroso de
que nos arrepintiésemos de la decisión y le pudiésemos reprochar su falta de
claridad, nos llevó hasta aquel local en que conocimos los goces del masaje
ayurvédico y, de paso, algo de filosofía hindú. Porque ahora me doy cuenta de
que todo ocurrió en Jaipur, aunque pudiese haber sucedido en nueva Delhi, pero
nunca en Jaisalmer, y lo importante de todo es que el lugar, al fin, no tiene
la menor importancia, porque es memoria, mente, interpretación e intelecto que
se diluyen en la vida como el aceite ayurveda se diluyó sobre mi rostro.
Deberíamos prestar más atención a la pura materia, ya que, al fin, sólo eso
somos.
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