William Blades, quien estudió por primera vez de manera sistemática los peligros a los que están expuestos los libros, sostuvo en 1881 que estos eran el fuego, el agua, el polvo, la negligencia, los insectos, los coleccionistas, los libreros y los niños. Algo más de cien años después, y aunque es evidente que cosas como el fuego y los libreros pueden todavía hacerle un daño considerable a un libro (y a su autor), los peligros a los que éstos están expuestos se han multiplicado en la misma medida en que aumentaban el número de títulos publicados cada mes y el de los autores.
En ese sentido, ¿qué determina, en el contexto de una oferta editorial superior a la demanda lectora, que un autor destaque y sea recordado, digamos, cinco semanas después de publicar su libro? Responder es una de las preocupaciones clave de aquellos editores que todavía tienen implicación emocional o intelectual con su trabajo, pero hacerlo en un momento histórico como el actual parece más dificultoso que en el pasado, cuando el público lector estaba restringido a una clase social (alta y media-alta), una raza (blanca) y un género (masculino). A esta diversificación del público y de los estímulos que recibe se deben atribuir algunas de las dificultades a las que se enfrentan autores y editores, pero también la recuperación de escritores y libros que, por estas u otras razones, no fueron comprendidos, no fueron apreciados, fueron dejados de lado por los lectores de su tiempo y los que vendrían.
Esto es lo que sucedió con Stefan Zweig, cuyo suicidio en Brasil en 1942 supuso el punto de partida para un lento pero persistente declive de su obra; también los del húngaro Sándor Márai y el alemán Hans Fallada. Antes de su recuperación (en español, gracias a Acantilado, Salamandra y Maeva, respectivamente), los tres autores permanecían en un cono de sombra del que ni su calidad literaria podía sacarlos; cuando fueron rescatados, la demanda de títulos por parte de los lectores los convirtió prácticamente en contemporáneos, como demuestra el caso de Fallada: hacía 36 años que no se publicaba un título suyo en español cuando Maeva editó Pequeño hombre, ¿y ahora qué? en 2009; desde entonces y hasta el 2015, han sido publicadas 12 obras suyas en español y catalán.
No es difícil comprender las razones por las que los tres autores regresaron del olvido en el que parecían definitivamente instalados: por una parte, sus libros narran el fin de un período, el de entreguerras, al que épocas posteriores y menos autorizadas para la ingenuidad como la nuestra tienden a añorar; por otra parte, sus obras pueden ser comercializadas como grand littérature europea en la línea de libros como La montaña mágica o La muerte de mi hermano Abel de Gregor von Rezzori sin que el lector se vea confrontado con las dificultades que entraña leer esa grand littérature. (En mayor o menor medida, los tres eran autores de literatura popular en su época, y su lectura no era mucho más ambiciosa que la de Gillian Flynn o Suzanne Collins en nuestros días).
Contra los prejuicios
La recuperación de autores olvidados parece más dificultosa si los prejuicios raciales, de clase o de género que los expulsaron del ámbito de lo que su época podía aceptar permanecen vigentes. Así, la recuperación por parte de Errata Naturae de la novela La muerte de la bien amada de Marc Bernard (de orígenes obreros, formación autodidacta y militancia antifascista durante la Guerra Civil, pero también Premio Goncourt en 1942) parece haber recibido una atención menor que la que obtuvo la de Jean Genet por parte de la misma editorial, en buena medida porque nuestra época parece más cómoda con las otras sexualidades que con el activismo político. Algo similar podría decirse de la recepción de Kallocaína, la novela distópica de Karin Boye rescatada por Gallo Nero, en oposición a las recuperaciones de Los amores de un bibliómano de Eugene Field y La librería encantada de Christopher Morley, más amables con el lector, por parte de la editorial Periférica.
Además de su ingreso al dominio público, que permite publicar una obra entre cincuenta y setenta años después de la muerte de su autor sin que sea necesario ningún desembolso en concepto de derechos (situación en la que están autores como Jane Austen, Charles Baudelaire, Vicente Blasco Ibáñez y Antón Chéjov), la recuperación de los escritores olvidados parece corresponderse, también, con la forma en que un puñado de actores relevantes del negocio editorial define el pasado literario, lo que implica una cierta idea de necesidad desvinculada de los méritos o reconocimientos del autor en cuestión. Piénsese por ejemplo en Frédéric Mistral, de quien no se publica una obra desde hace diez años, o en Rudolf Christof Eucken, de quien después de 1960 sólo se editaron una obra en 1985 y otra en 2002: ambos obtuvieron el Nobel de Literatura; el segundo, en reconocimiento a su “búsqueda fervorosa de la verdad, su poder penetrante de pensamiento, su amplio rango de visión y la calidez y la fuerza” de una obra que hoy en día está (como es evidente) olvidada, sin que insectos o niños tengan ninguna responsabilidad en ello.
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De EL PAÍS, 03/01/2016
De EL PAÍS, 03/01/2016
Imagen: Sándor Márai
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