Descubrí por casualidad, mientras hojeaba en una
librería de viejo de Madrid las “Memorias de un cronista porteño”, de Ariel
Bernstein, periodista del Diario Clarín, la existencia de otro libro de su
autoría publicado en Argentina por una editorial independiente y titulado “Los
viajes de Jorge Luis Borges”. Una rareza que pude leer a la postre gracias a un
préstamo interbibliotecario y que me enganchó como si de una novela negra se
tratase. En uno de los capítulos del libro, Bernstein narra las andanzas de
Borges en España entre abril y mayo de 1980, año en el que recogería el Premio
Cervantes de manos del Rey don Juan Carlos en la Universidad de Alcalá de
Henares. Días después de recibir el premio, el poeta iniciaría, junto a su
exalumna, compañera y más tarde esposa, María Kodama, un viaje que le llevaría
a Palma de Mallorca, ciudad en la que había vivido en su juventud, Barcelona,
Córdoba y Salamanca, siendo la capital charra la última parada antes de
regresar a Madrid. Por entonces, Borges contaba con ochenta años y una
avanzadísima ceguera que le impedía leer. Cuenta Bernstein que «En parte debido
a la casualidad, Borges y Kodama recalaron una mañana de abril en la
ciudad de Zamora. Borges se había empeñado en visitar unos terrenos conocidos
como Lomas de Valparaíso, un bosque de bajo encinar y jarales a mitad de camino
entre Zamora y Salamanca, puesto que, según le había narrado su amigo Rafael
Cansinos-Assens, en él se encontraban los restos de la bodega de un extinto
monasterio del Císter, lugar en el que además había nacido Fernando III de
Castilla. Cansinos-Assens le había relatado a Borges la experiencia
extrasensorial que vivió al introducirse en el recinto donde supuestamente
había estado la bodega y su certeza sobre la existencia de un vórtice de
energía capaz de abrir puertas dimensionales». Poco más se sabe de la visita de
Borges al antiguo emplazamiento del Císter, aunque Bernstein completa la
información incluyendo algún detalle más sobre la breve estancia del escritor
en la capital zamorana, donde quiso pasar unas horas antes de regresar a
Salamanca para emprender el viaje de vuelta a Madrid. Relata Bernstein que
«Borges tenía interés en pasear por el casco antiguo de Zamora por ser éste un
vestigio medieval de piedra dorada y tejados bermellones, pero también por ser
una ciudad de esas que, de alguna manera, marcan la existencia de sus
habitantes, como había interpretado al leer unos versos del poeta local Claudio
Rodríguez.» No existen más menciones a Zamora en el libro de Bernstein, pero su
lectura avivó en mi cerebro las ascuas de un recuerdo apagado en los confines
de la memoria; un episodio acontecido a mediados de los años ochenta, cuando,
siendo un niño, acudí con mi padre a una barbería donde tanto él como mi madre
solían llevarme cada vez que necesitaba un corte de pelo. El negocio estaba
regentado por un anciano vivaracho y locuaz que gustaba de contar historias
insólitas y rocambolescas; andanzas en las que, supongo, mezclaba sus vivencias
personales con pinceladas de ficción y aventuras ajenas. Aquel día el hombre
nos contó que, tiempo atrás, una mañana de primavera, se había topado por las
calles de Zamora con el famoso poeta argentino que había sido galardonado con
el Premio Cervantes. Afirmaba el barbero haberlo visto caminar por la Rúa de
los Notarios del brazo de una mujer mucho más joven que él y detallaba el modo
en que lo había seguido, a hurtadillas, escondiéndose tras las esquinas a una
distancia prudencial, en su recorrido desde la iglesia de la Magdalena hasta la
Plaza Mayor, donde le esperaba un coche en el que se introdujo junto a su
compañera. Recuerdo que cuando el barbero llegó al final de su historia, mi
padre, haciendo gala de un racionalismo adulto y crepuscular, había puesto en
duda la veracidad del relato por medio de frases recurrentes como “eso no te lo
crees ni tú”. Por desgracia, mi recuerdo se atasca en los estratos más
profundos de la mente mientras se mezcla con otras memorias que modifican y
manipulan la esencia de los hechos y me impiden rescatar otros pormenores. Sea
como fuere, la remembranza de este episodio me condujo hasta el hallazgo
definitivo: una antología poética donde encontré un poema de Borges titulado “El
otro tigre”. En él el poeta crea la imagen de un tigre para plasmar las
diferencias entre la realidad y la ficción; entre el tigre real que camina por
la selva y el que él representa al escribir, que es distinto para cada lector
en función de cómo éste lo imagine. Lo que Borges pretendía al escribir esos
versos era mostrar el potencial de la literatura como universo paralelo, como
mundo onírico, como realidad existente durante el proceso de lectura. Y eso
mismo he pretendido mostrar yo con este texto que parte de dos libros que no
existen e inventa unos hechos que jamás sucedieron pero que sin embargo han
existido mientras tú, lector, los recreabas. Un juego de espejos borgeano que
tiene por objeto recordar la importancia de la fantasía en la educación y el
desarrollo mental, pues cuando intentamos entender el mundo solemos volvernos
demasiado racionales y nos olvidamos de que sin imaginación no hay posibilidad
de progreso.
Texto publicado el 17/01/16 en el suplemento
dominical de La Opinión de Zamora
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De EL VIENTO QUE AGITA
LA CEBADA (blog del autor), 18/01/2016
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