Tuesday, April 30, 2013

Robespierre, revisado


publicado por Rebeca Viguri
“Esta novela fue redactada a la manera manuscrita y usanza antigua, es decir, a mano. Pluma estilográfica de tinta azul y rotulador rojo de punta fina”, explica Javier García Sánchez al final de un volumen inmenso en calado y eslora, que lleva por título Robespierre. Catalogado como novela, incluye un minucioso análisis histórico y una reivindicación de una figura que ha llegado hasta hoy como tenebrosa y que García Sánchez, sin embargo, ha decidido dibujar bajo la luz que irradió la Ilustración. Robespierre, pintado siniestro, apodado El incorruptible, protagonista y víctima de la época del Terror, es presentado como un hombre metódico, enemigo de la violencia, asqueado con el derramamiento de sangre, mucho más reflexivo que visceral, quizá apocado por retraído, poco astuto para las leyes predatorias no escritas del poder, y víctima de una espiral de ambición y violencia a la que contribuyó menos de lo difundido, pero de la que no pudo sustraerse, hasta pagar con su vida.
“El narrador se fue dejándote en las manos un libro de quinientas noventa y tres mil ochocientas treinta y tres palabras, un arriba, una abajo. A partir de aquí, lo restante habría de quedar también por siempre silenciado, pues está más allá del lenguaje”, cincela el escritor como corolario. Hasta llegar aquí, García Sánchez ha pintado un fresco de los años más duros de una Francia postrevolucionaria, en el que uno de sus máximos exponentes —en mayor medida que protagonista— fue vilipendiado y así quedó para el retrato de la historia posterior. “Porque la cizaña sembrada perduró largo, largo tiempo”, afirma en su Post Scriptum el autor.
En él también se sincera y expone que su obra es un juicio moral. “En absoluto me importa admitirlo abiertamente aquí, pues este es el momento de hacerlo, mi libro constituye en sí mismo un juicio moral, y el lector no debe llamarse a engaño por sus conclusiones, igualmente morales. Porque de alguna forma pretendí que en Robespierre hubiese una investigación moral, un juicio moral y una reparación moral”, escribe. Y que vaya por delante, para que nadie espere una novela descafeinada de pensamiento o ideología. Por si a alguien no le resultara palmario, poco después, cita a Wittgenstein a propósito de su sentencia: “Dejémonos de pijadas intelectuales, cuando todo está tan claro como un puñetazo en la mandíbula”.
Y es que García Sánchez ha desgranado una sociedad aplicándole una lupa y una circunferencia completa: 360 grados, casi 1200 páginas, que no dejan apenas nada en la zona de sombra.
Vayamos por partes.
Los especuladores
Como en toda sociedad sumida en una crisis —salpicada además por la desgarradora agravante de la violencia—, durante el Terror, la especulación creció a sus anchas. Así lo puso de manifiesto un correligionario de Robespierre, más justiciero y bravo de carácter que él, que pagó igualmente cara la dignidad de la denuncia social. Así describe García Sánchez a Saint-Just: un hombre de palabra directa, poco amigo de la retórica política acostumbrada a torear con la izquierda en sus discursos. Y será él quien, en palabras del autor, ponga el dedo en la llaga: “Saint-Just denunció a una nueva clase social de especuladores que existían amparados por otra clase política, la de los moderados”.
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En el saco de la especulación caben destacadas figuras de las finanzas públicas de la época, como Pierre-Joseph Cambon, responsable económico en el Comité de Salud Pública y rival de Robespierre. Una figura inquietante que arrastró o se sumó —es difícil saber quién lleva delantera en un cauce tan turbulento— a un grupo de personas con relevancia financiera, entre los que García Sánchez nombra a Fabre d’Églantine y Hérault de Séchelles, quienes “por un curioso e inexplicable azar, se habían hecho literalmente ricos en la Revolución, beneficiándose de eso sus amistades, sobre todo Danton”. Sobre los dos primeros, el autor, a través de su personaje-narrador, Sebastien-François Précy de Landrieux, se extiende y explica que De Séchelles fue un fundador de instituciones republicanas, que nunca “se privó de hacer ostentación de su proclividad al lujo y a quien podía vérsele frecuentemente rodeado de señoritas de Bellegarde, a caballo entre viajes y fiestas (…). En cuanto a Fabre d’Églantine, el suyo fue el caso más sórdido y a la vez más evidente, incluso más que el de Hérault de Séchelles. Había sido uno de los más estrechos colaboradores de Danton desde 1790. Durante el periodo que aquel ejerció en el Ministerio, Fabre se enriquecería considerablemente, no pudiendo demostrar tampoco durante su proceso de ninguna de las maneras cómo logró amasar tamaña fortuna. Si bien, lo que le hundiría definitivamente fue la falsificación en el proyecto, más bien negocio, de la famosa Compañía de Indias”.
Nada nuevo bajo el sol, pero merece la pena leerlo en García Sánchez a propósito de entonces, de esa revolución francesa en la que el autor se ha sumergido para rescatar pecios de verdad subsumidos en el fondo abisal y oscuro de la historia hasta el momento y con contadas excepciones.
La aristocracia
Señalada con nombres y apellidos, no resulta la víctima más indefensa ni sobre la que más se cernió el Terror. Los datos avalan la hipótesis del autor, que señala: “De 400.000 nobles que había en 1789, sólo se ejecutó a 1.158, mientras que 16.431 huyeron. Hasta 400.000 faltaban aún 382.411, ¿dónde estaban? ¿Dónde permanecieron durante toda la revolución? O más correctamente, ¿por qué el Terror los eludió? Sólo el 8,5% de los ejecutados perteneció a la nobleza, y el 6,5% al clero. El 85% restante lo compusieron desde delincuentes habituales a pequeños comerciantes, trabajadores diversos, campesinos y sans-culottes. También gentes que no eran absolutamente nada de los anteriores, sino simples ciudadanos. Más aún: el 70% de ajusticiados lo fue por motivos de rebelión o traición, el 29% a causa de delitos comunes, como robo en tiempos de guerra o asesinato, y únicamente el 1% por delitos económicos graves, como fabricación de falsos asignados, concusión, etc. Y todavía otra pincelada ilustrativa de la aparente incoherencia del Terror: de 38 ducs o pairs que había en Francia en 1789, dos murieron en las matanzas de septiembre de 1792 en las cárceles y cinco fueron guillotinados. ¿Qué ocurrió entonces con el resto, muchos de los cuales siguieron intrigando desde las entrañas de la patria?”.
García Sánchez desmonta, dato a dato, palabra a palabra, algunos de los tópicos sobre la revolución. Y pone de manifiesto, una y otra vez, que la revolución y el periodo posterior de Terror, paradójicamente, se ensañaron con el pueblo llano más que con cualquier otra clase social. Por si no estábamos al tanto, la reivindicación sobre las miserables condiciones de una mayoría, abocada a lo que hoy sería el umbral de la pobreza, está presente en todas las páginas porque no cambió con la revolución. Varió la concepción del poder, desde luego; la historia de las ideas, quizá; la titularidad de los bienes, muy poco; y el papel de la institución monárquica, para siempre. Pero, para quien relata esta narración, “el pueblo siempre vivió en el infierno”.
París se volvió alegre, afirmaría Michelet. “Mentira descomunal, afirmación más cuestionable aún que ofensiva. Nunca se tergiversó la verdad tan impunemente. No hubo escasez sino hambre. París no se volvió alegre, sólo una determinada y reducida clase”, escribirá el protagonista de la novela al respecto. Para, más adelante, explicar las buenas relaciones que se fraguaron entre cierta burguesía jacobina y los sans-culottes que terminaron cuando entró en escena uno de los mayores fantasmas de cualquier economía: una inflación desbocada, que sumiría de nuevo al pueblo en otra espiral de pobreza. Y en medio de este caos, el protagonista reflexiona sobre si Robespierre debió haber sido más expeditivo en sus actuaciones. Porque el personaje de carne y sangre que aquí se da a conocer es un hombre más dado al árbol de la ciencia barojiano que al árbol de la vida, y al que parece que le faltó determinación para controlar las facciones de los comités revolucionarios, que actuarían como resorte de varias capas sociales. Cuestión que le costó su propia vida.
Si Robespierre hubiera sido tan fiero como fue descrito posteriormente, es probable que su final hubiera sido otro, tal vez como dictador. Así lo reflexiona el protagonista: “Quizá, pensó con frecuencia Sebastien, fue ese el instante el que debió mostrarse expeditivo y tomar las medidas necesarias para variar el rumbo de las cosas, o sea, aliarse con Danton jugándose el todo por el todo, pero eso hubiera supuesto enfrentarse de modo abierto a los dos Comités y, una vez más, ser acusado de aspirar a la dictadura, cosa que le encolerizaba hasta el extremo de hacerle enfermar. Un nuevo dilema, o si se prefiere, el dilema de siempre”.
Sin embargo, Robespierre no pudo o supo hacer frente a tan numerosos enemigos del espíritu revolucionario y acabó fagocitado por la dinámica de lucha continua del poder. En el último tercio de la novela, García Sánchez apura, depura y apunta: “Cierto que la lógica no existía en aquel ritual de sangre y venganza, pues se movieron casi todos bajo los efectos de una mentira colectivamente asumida que en el fondo les hacía cómplices. (…) De súbito se encontraban frente a hombres salvajes que sólo reaccionaron contra ellos cuando Robespierre les denunció en su discurso de la tarde-noche del ocho de Termidor. Aquella fue su auténtica sentencia de muerte: denunciar a los asesinos. Fue el primer, único y último político que lo hizo en la Asamblea Nacional a lo largo de toda la historia de la revolución francesa”.
Una vez más a lo largo del libro, la figura singular de Robespierre es desmitificada y desenvuelta de las capas de barbarie sanguinolenta con las que numerosos historiadores la cubrieron a partir del mismo momento en que la guillotina terminó con su vida, o incluso antes. García Sánchez escribe para conocimiento de quien quiera sumergirse en un relato complejo, urdido de bajas pasiones, intereses y dinero, más que de altos ideales. Un relato que también tuvo sus propios contadores de historias: políticos y periodistas.
La prensa
Y es que en este marasmo de conveniencias, surge también una protagonista moderna nada desdeñable: la prensa, o más exactamente los empresarios de la misma. Una de las figuras que se dibuja como más traidora a Robespierre y más pagada de sí misma es Camille Desmoulins. Abogado mediocre, se señala abiertamente en los momentos previos a la revolución como un republicano. Pero su trayectoria —más literaria que pegada al Derecho y abiertamente contraria a la monarquía— termina con la creación de un diario, Le Vieux Cordelier, que lo enfrentará para siempre a Robespierre y lo acercará a Danton.
Saint-Just englobará a Desmoulins entre “los buitres” durante una de sus intervenciones en la Convención: “Existe un sector político en Francia que juega con todas las partes. Avanza a pasos lentos. Si se os habla de Terror, él os habla de clemencia. Si os convertís en clementes, abogan por el Terror”. Pero jugar con diferentes barajas no evitará que los terribles tentáculos de la violencia lo conduzcan hasta el cadalso. El relato de su trayectoria y su baremo moral están soberbiamente narrados por el protagonista que ha creado Sánchez García para desentrañar las entrañas de Francia y, más concretamente de París, la ciudad que albergaba 150.000 mendigos, 70.000 prostitutas y 4000 casas de juego en 1795.
Junto con la prensa, aparece otra baza que protagonizará la esfera pública para siempre en la sociedad moderna: la pequeña burguesía, que se convertirá en alta esfera de las finanzas cuando prospere. Bien retratada, puntillosamente juzgada, García Sánchez la disecciona junto al resto de elementos de una época que hizo historia y que en su intrahistoria bien podría asemejarse a la nuestra.
Pero no sólo la aristocracia, la prensa, las altas finanzas o el pueblo llano son sometidos a escrutinio. Asuntos como la nacionalización de los bienes, la guillotina como modo de ejecución sumarísima, la evolución jacobina o los balbuceos democráticos se imbrican en este tapiz, del que hemos mostrado algunas figuras, pero que merece mirarse de frente y en totalidad.
Eso sí, antes de finalizar, cabe señalar una decepción explícita en las páginas. O quizá, la decepción. Con la izquierda. Con una izquierda fantasmal e incorpórea, incapaz de deberse respeto a sí misma y a su ideología. Desilusión con los políticos revolucionarios que, hueros de criterios, en cuanto se vieron en lo alto de la pirámide de la toma de decisiones, ambicionaron convertirse en derecha, a veces aún sin saberlo, pero queriéndolo con todas sus fuerzas. “Ellos, los vencedores, ya contaban con el poder de la economía de mercado o sus instituciones financieras en la política estatal, y también dentro de la Asamblea. Ahora se trataba de dominar la calle, que había sido y era el pueblo. Ebrio, antropófago o manso, pero pueblo al fin, como bien dirían Madame de Stäel, Constant y los demás. Y eso sólo podía hacerse de una manera: darle un soberano escarmiento. No había que cejar estrechando el nudo de la argolla hasta que ese pueblo se volviese dócil, sumiso, como antes de Robespierre, Danton y Marat”, así lo explica el protagonista de la novela.
Pero aunque Robespierre, Danton y Marat fueran a ser obviados, hay rescates de última hora de naufragios colectivos. García Sánchez ha realizado esa proeza en un esfuerzo hercúleo de 1200 páginas, que dan para mucho. Y merecen.
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De JOT DOWN Cultural Magazine

Maestros del humor macabro: Gorey – 2



OSCAR PALMER



A pesar de su ya considerable producción como autor y de haber prestado su sello inconfundible como ilustrador a varias obras de Chesterton, Henry James, W. H. Auden, Kafka, Beckett, Pushkin, Bradbury, Yourcenar, Simenon, Saki, Kierkegaard o Poe, Gorey no consiguió acceder al gran público hasta que en 1972 la editorial Putnam publicó la antología Amphigorey, cuyo enorme éxito propició la aparición posterior de otros dos excelentes recopilatorios:Amphigorey también (Amphigorey Too, 1974; edición española en Valdemar, 2003) y Amphigorey además (Amphigorey Also, 1983; edición española en Valdemar, 2005). La popularidad de Gorey recibió un nuevo empujón gracias a sus innovadores diseños de vestuario y a su escenografía para la versión teatral de Drácula en Broadway protagonizada por Frank Langella (el actor repetiría papel en la versión cinematográfica de 1979 dirigida por John Badham).
Dos de los carteles teatrales de Edward Gorey. Pincha para ampliar.

Gorey, que recibió la oferta de hacerse cargo de los diseños de la obra tan sólo dos semanas antes de que ésta fuera a estrenarse, anunció que sería un milagro que consiguieran acabar a tiempo, pero ideó unos ingeniosos sets en blanco y negro con ocasionales manchas de rojo y murciélagos de trapo cosidos a los muros, cortinas y camas del atrezzo, que no sólo resultaron ser tremendamente eficaces sino que además le dejaron tiempo suficiente como para encargarse también de la cartelería y los programas de la obra, que permanecería en escena del 20 de octubre de 1977 al 6 de enero de 1980, o lo que es lo mismo: durante 925 representaciones.
Su labor creativa en Drácula le procuró un premio Tony y, lógicamente, decenas de nuevos encargos, como trabajos de ilustración para revistas como Squire, Harper’s, TV Guide, Sports Illustrated, Vogue, National Lampoon, The New York Review of Books, The New Yorker y Playboy, entre muchas otras, y una cortinilla animada de presentación para la serie Mystery!, del canal PBS, que permanecería en antena veinte años y en la que pudo reflejar su fascinación por la obra de Agatha Christie. Derek Lamb, responsable de animar los dibujos de Gorey, comentaría años después: «Su trabajo parece inspirado por lo peor de la naturaleza humana y las formas más elevadas del arte. Ésa es la contradicción que creo que Gorey presentaba en su trabajo, y lo hizo una y otra vez. En palabras de Edmund Wilson: “Es poesía y veneno”. Nos sentimos fascinados y repelidos».


Sin embargo, el recién adquirido éxito hizo escasa mella en el autor, quien siguió haciendo gala de su extravagante comportamiento y su no menos extravagante apariencia (solía pasear por Manhattan vestido con unos sencillos vaqueros y una camisa blanca, si bien abrigado con pieles de astracán y habitualmente tocado con un sombrero de mapache; además, se llenaba las manos de anillos y solía adornar sus lóbulos con pendientes de pirata), reservando su pasión incondicional únicamente para las bailarinas de ballet, a las que adoraba. Hasta tal extremo llegaba su amor por la danza, que durante muchos años mantuvo simultáneamente un apartamento en Manhattan y una casa en Cape Cod, a la que se retiraba en cuanto acababa la temporada de ballet. Cuando el coreógrafo Georges Balanchine murió en 1983, Gorey afirmó que ya no había nada que le retuviera en Nueva York y abandonó definitivamente la gran ciudad para instalarse en una casa bicentenaria en Yarmouth Port. Libros como El murciélago dorado (The Gilded Bat, 1967) y El leotardo lavanda (The Lavender Leotard, publicado originalmente en tres entregas de la revista Ballet Review entre 1966 y 1967) reflejan perfectamente su fascinación.
El ballet fue una de las grandes pasiones de Gorey

Unamos a todo esto los motivos principalmente macabros de la mayor parte de su obra, su modo grandilocuente y deliberadamente arcaico de hablar (trufado habitualmente de galicismos) y su actitud no arisca pero sí desde luego huidiza (disfrutaba de la soledad y no acudía casi nunca a abrir la puerta, a no ser que el visitante diera unos golpecitos con los nudillos en alguna ventana), y entenderemos el por qué de su fama de huraño. Sin embargo, según sus allegados, este retrato no hacía justicia al Gorey real, un hombre que, efectivamente, vivía completamente feliz sin tener demasiado contacto con la gente, pero que por otra parte participaba de un modo más o menos activo en la vida de su comunidad, que siempre recibía con amabilidad a los entrevistadores (aunque prefiriese hablar de cine antes que de su propia obra*) y que todos los años producía obras de marionetas en Cape Cod, interpretadas por su pequeña troupe teatral de cuatro personas: Le Théâtricule Stöic. Generalmente, adaptaba su propias obras, porque «si escribes un libro y lo ilustras, ahí acaba todo. Todas las posibilidades de la obra, salvo las que has escogido, quedan automaticamente canceladas. Pero con el teatro puedes hacer una y otra vez la misma obra y nunca es igual dos noches seguidas». Aunque las representaciones de marionetas estuvieran enmarcadas dentro de una serie de actividades culturales para los niños organizadas por la comunidad, Gorey defendía la pluralidad de su público: «Hay desde niños muy pequeños hasta gente de casi cien años con un pie en la tumba. Me niego a pensar en el público. Creo firmemente en no escribir para ningún público determinado».
Una de las características más llamativas de Edward Gorey como autor es su absoluta falta de parangón con cualquier otro artista del siglo XX. Todavía hoy, cuando su obra empieza a ser mundialmente reconocida y tras décadas de exposición comercial, resulta difícil no asombrarse ante el hecho de que un autor cuyas referencias más cercanas se encontraban en el siglo XIX y cuyo sentido del humor seco y violento anticipaba en cuarenta años el cínico postmodernismo de los noventa, encontrara trabajo en algunas de las más importantes editoriales norteamericanas y acabara consiguiendo para sus obras, decididamente minoritarias tanto en espíritu como apariencia, una distribución poco menos que masiva. Choca igualmente la aceptación conseguida por su particular uso del lenguaje**, su amor por los arcaísmos, su manera de jugar con los vocablos, con sus significados, con las imágenes que puedan conjurar, así como el modo completamente personal de escribir buscando el sentido humorístico no en el sentido de las palabras sino en las palabras mismas, aún a riesgo de diluir la inteligibilidad del texto, algo que en ocasiones incluso buscaba premeditadamente.
Antes hemos mencionado a escritores como W. F. Harvey, W. W. Jacobs o Charles Dickens, a los que ahora habría que añadir otros como E. F. Benson o, sobre todo, Jane Austen, de la cual llegó a decir que, si su estilo de dibujo lo había adquirido admirando a ilustradores como E. H. Shepard, Sir John Tenniel o Gustavo Doré, su sensibilidad surgía directamente de los libros de esta autora. Tampoco es muy de extrañar que su pintor favorito fuera Goya, teniendo en cuenta la temática macabra de muchas de sus obras y sus también numerosos grabados, un estilo que tuvo una influencia decisiva en el inconfundible rayado de Gorey. Por otra parte, es dudoso que pudiera haber llegado a existir un Edward Gorey tal y como hoy lo conocemos de no ser por la poderosa influencia de la primera revista satírica de la historia: el semanario británico Punch. Tal y como el mismo Gorey afirmaba: «Por supuesto, todo esto se remonta a Thomas Hood, que escribió algunos [poemas muy inteligentes] bastante violentos, no necesariamente para niños —no sé si aparecieron en Punch o no—. No sé quién sería la primera persona en hacer esto, pero sospecho que va mucho más atrás de lo que pensamos».
Las tremebundas historias de El desván del listado

La referencia a Thomas Hood dista mucho de ser gratuita. Hood (1799 – 1845) nació en Londres, hijo de un librero escocés, y aunque empezó trabajando como grabador, acabó siendo subdirector del London Magazine y editor de la revista literaria The Gem, en la que publicó obras de Tennyson. Aunque en la actualidad está considerado un poeta menor de la era victoriana, en su día fue bastante conocido por sus versos satíricos —muchos de ellos autopublicados— y llegó a gozar de cierta repercusión a nivel europeo gracias a un largo poema llamado The Song of the Shirt [La canción de la camisa], publicado de manera anónima en Punch en 1843, en el que atacaba la explotación laboral. Sus versos no sólo fueron imediatamente reimpresos por el London Times y alabados por varios de los escritores más importantes de la época —incluido Dickens—, sino que además anticipan y conjuran a la perfección el ambiente y el tono que Gorey recrearía luego en obras como La niña desdichada o El rombo fatal:
With fingers weary and worn,
With eyelids heavy and red,
A woman sat, in unwomanly rags,
Plying her needle and thread–
Stitch! stitch! stitch!
In poverty, hunger, and dirt,
And still with a voice of dolorous pitch
She sang the “Song of the Shirt”

La muerte monta en bicicleta. Otro de los “cromos” de El radio roto.

Otro autor contemporáneo de Hood, más decisivo si cabe para la formación de Gorey, fue sin duda Edward Lear (1812 – 1888), el autor de A Book of Nonsense[El libro de los disparates] una colección de limericks o quintillas humorísticas ilustradas por él mismo y publicadas en 1846 que tendrían un peso determinante en las primeras obras de Gorey, especialmente en El desván del listado, que sigue al pie de la letra la estructura de las cancioncillas de Lear:
There was a Young Lady whose chin,
Resembled the point of a pin;
So she had it made sharp,
And purchased a harp,
And played several tunes with her chin.

There was an Old Man on some rocks,
Who shut his wife up in a box;
When she said, “Let me out!”
He exclaimed, “’Without doubt,
You will pass all your life in that box”

Otra de las viñetas de El desván del listado, con un claro influjo de Edward Lear.

El éxito de esta obra, reimpresa repetidas veces, llevó a Lear a expandir el concepto y a escribir diversas novelitas —también ilustradas por él—, agrupadas bajo el nombre de Nonsense Stories [Historias disparatadas], entre las que habría que destacar, por su parentesco con obras de Gorey como La dresina de Willowdale (The Willowdale Handcar, 1962), El undécimo episodio (The Eleventh Episode, 1971) o La bicicleta epiléptica, The Story of the Four Little Children Who Went Round the World [La historia de los cuatro niñitos que dieron la vuelta al mundo], el relato de cuatro niños que se hacen a la mar en compañía de un gato para visitar tierras lejanas y absurdas en las que encuentran animales fantásticos. Por si eso fuera poco, Lear publicó también varios otros libros “disparatados” en los que reunió canciones, un tratado de botánica imaginaria e incluso una colección de alfabetos, no muy alejados en concepto (aunque sí en tono) de los que habría de crear Gorey un siglo más tarde. En todo caso, la mayor contribución de Lear a nuestro autor ha de ser sin duda su espíritu desprejuiciado y libre, que le llevó a abordar cualquier tema por disparatado que pareciese y que Gorey supo llevar más lejos que nadie, dándole a la vez a sus versos un sentido ulterior del que en general siempre carecieron los de Lear, mucho más livianos y exclusivamente humorísticos.
El diablo de Las conjuraciones irrespetuosas.

Gráficamente, sin embargo, Gorey no podía ser más diferente de Lear, artista de trazo suelto e incluso desgarbado, de línea escasa y tendencia a la caricatura gruesa. Para encontrar precedentes inmediatos de su estilo hay que remitirse, una vez más, a la revista Punch, en la que colaboraron regularmente tanto Shepard como Tenniel —a los que antes hacíamos referencia— así como el extraordinario John Leech (1817 – 1864), hoy recordado principalmente por haber sido el ilustrador de la primera edición de Un cuento de Navidad, de Charles Dickens, y en su día uno de los más activos colaboradores del semanario, en el que trabajó desde 1841 hasta 1864 y para el que realizó unos 3.000 dibujos, la mayoría de ellos retratos costumbristas, escenas familiares y, sobre todo, callejeras. Sus retratos de viandantes, prostitutas, huérfanos, borrachos y miserables forman una perfecta galería de personajes “goreyana”.
Por último, no habría que descartar la más que probable influencia de grabadores medievales como Hans Holbein, cuyo Alfabeto de la Muerte podría considerarse un claro precedente de Los pequeñines macabros, de igual modo que resulta difícil no acordarse de Gorey al ver las estampas de libros como elDas Buch Belial (1473) de Jacobus de Teramo, cuya línea sencilla, composición plana y abundante fondo blanco a la hora de retratar las andanzas del diablo parecen sacados de Las conjuraciones irrespetuosas. No hay que olvidar, en fin, que una de las constantes de Gorey es prescindir por completo de los primeros planos y componer sus viñetas prácticamente como si fueran retablos, algo tan atribuible al influjo del medievo como a su pasión por Oriente en general y el ukiyo-e en particular. Son muchas y muy variadas influencias. Casi demasiadas, se diría, como para que pudieran llegar a cuajar de modo coherente en el pincel de un solo autor. ¿Pero qué podría esperarse, después de todo, de un hombre que leía prácticamente un libro al día, componía obras mezclando los argumentos de Hamlet y Madame Butterfly para su teatrillo de marionetas, bautizaba a sus gatos con nombres sacados de ignotas novelas japonesas, era adicto a los culebrones y coleccionaba grabaciones de El Mesías de Händel?
Viñeta de inspiración oriental para La gelatina azul.

Aunque, como solía decir él no sin cierta ironía, Gorey siga siendo en la actualidad «la perfecta pequeña figura de culto», lo cierto es que el interés por sus obras ha ido creciendo exponencialmente hasta convertirle en todo un fenómeno. «Ahora me llegan más cartas que antes», reconocía sonriente. Desde su fallecimiento el 15 de abril de 2000, cualquier objeto relacionado con Gorey acaba siendo pasto de los ávidos coleccionistas. Teniendo en cuenta que desde 1960 publicó al año un mínimo de uno o dos libros, más otra veintena de proyectos entre ilustaciones, portadas, producciones teatrales, cuadernos de muñecas de papel, recortables, series de postales, portadas para discos e incluso tarjetas de visita, no es de extrañar que sitios como e-bay se hayan convertido en punto de encuentro de los “goreyófilos” y que libros como elGoreyography de Henry Toledano (Word Play, 1996), en el que se recogen todas las obras, contribuciones, ilustraciones y merchandising de Gorey, se hayan convertido en obligatorios para los fans. En la actualidad, editoriales como Harcourt Brace reeditan lujosas ediciones facsímiles de sus primeros libros y los estudios empiezan a llegar desde lugares tan insospechados como Japón, donde en 2002 se publicó el volumen Edward Gorey No Sakai [El maravilloso mundo de Edward Gorey, Toshinobu Hamanaka]. La librería Gotham Book Mart de Manhattan, convertida en lugar de peregrinaje obligado para los aficionados de todo el mundo, mantiene toda una segunda planta dedicada a exhibir permanentemente originales y memorablia de Gorey. Incluso Kronos Quartet ha grabado un disco con versiones musicales de algunos textos escogidos de Gorey (Jacques: The Gorey End, Emi Classics, 2003). Como suele suceder en estos casos, también han empezado a salir a la luz obras póstumas. La primera de ellas, Cautionary Tales For Children, una colección de 7 relatos morales en verso escritos en 1907 por Hilaire Belloc, contiene nada menos que 61 ilustraciones nuevas del autor que llevaban casi dos décadas en un cajón.

Izquierda, programa de mano de 
Drácula. Derecha, Gorey frente al cartel de la obra.
Pincha para ampliar.

La repercusión real de la obra de Edward Gorey en el actual panorama global y multimediático es difícil de calibrar, pero hay una cosa que desde luego sí podemos atribuirle, y es el haber combinado con éxito por primera vez en la historia de la narrativa gráfica una visión clínica y nada romantizada de la infancia con una utilización completamente amoral del concepto de la muerte. Por supuesto que los niños llevaban ya varios siglos muriendo en las narraciones populares antes de que llegara Gorey, pero sus muertes venían casi siempre marcadas por una causalidad moral. En el caso de los niños goreyanos, las muertes son completamente aleatorias y no obedecen a ningún plan de castigo; nada han hecho para merecer semejante destino. Un destino que ni siquiera los “niños buenos” pueden eludir. Por eso, leer a Gorey es ser consciente de la propia mortalidad y de su naturaleza caprichosa e impredecible. Leer a Gorey es aprender a reír frente al precipicio.
Notas
* Tal era su pasión por el cine que, de hecho, llegó a escribir críticas semanales en el Soho Weekly con uno de sus múltiples seudónimos anagramáticos, Wardore Edgy, y viajó a Escocia en 1975 (el único viaje que hizo en su vida) con el único objetivo de ver los paisajes de una de sus películas favoritas: I Know Where I’m Going (Michael Powell y Emeric Pressburger, 1945).
** Comenta Theroux en 
The Strange Case of Edward Gorey (Fantagraphics Books, 2000) que una de las actividades favoritas de Gorey era crear o descubrir nombres que tuvieran sonoridad, sugerencia, gracia. No es de extrañar, pues, que fuera un enamorado de los seudónimos, generalmente anagramas de su propio nombre, de los cuales llegó a usar más de una veintena: Ogdred Weary, Mrs. Regera Dowdy, Eduard Blutig, Edward Pig, Raddory Gewe, Dogear Wryde…
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De CULTURA IMPOPULAR, 30/01/2010