Raúl Tola
La Lima de los años ochenta no fue el mejor lugar para vivir, en especial para un niño. La ciudad donde crecí era aún más hostil que hoy, y estaba sumida en el caos, la pobreza y la desesperanza. A la catástrofe económica se sumaba otra más siniestra: el terrorismo, que desangraba el país y empezaba a cercar la ciudad con apagones, coches-bomba y atentados.
Para buena parte de mi generación, las noches de aquel entonces fueron de encierro. Nada de salir al cine o a pasear los domingos, o a nuestras primeras fiestas los viernes y sábados: era demasiado peligroso y además −desde que se decretó el toque de queda− estaba prohibido.
¿Cómo pasábamos el tiempo entonces? ¿Qué nos quedaba por hacer en aquellas largas veladas metidos en casa? Al menos a mí y a mis amigos del colegio una única cosa: ver televisión. Solos la mayoría de veces, con las sábanas hasta el cuello y los ojos inyectados, devorábamos las malas películas de cowboys, karatekas o gángsters que los canales nacionales proyectaban, luchando contra el sueño y siempre con la secreta esperanza de que algún filme erótico se colara en la programación.
Recordé esta época hace muy poco en la penumbra de un cine cuando fui a ver Django desencadenado, la última película de Quentin Tarantino y de pronto, con el rostro cascado por los años, vi aparecer a Franco Nero, el primer Django, aquel pistolero infalible y velocísimo de mi infancia, que venció a sus enemigos después que le despachurraron las manos.
Tarantino ha construido una filmografía fascinante con una materia prima que siempre se menospreció: aquellas películas de «Serie B». Como ocurre con Django desencadenado y los rudos vaqueros italianos del spaghetti western, sus títulos son una brillante reinvención, un homenaje y una parodia de los subgéneros de ese cine de bajo presupuesto y mala calidad fílmica y estética que devoró desde la niñez, como me ocurrió a mí y al resto de mi generación.
Ver Kill Bill es remontarse a las ridículas historias de artes marciales, con sus peleadores saltimbanquis de melenas y bigotes larguísimos, y al kung-fu de Bruce Lee. Con sus diálogos fresquísimos, su violentísima trama y su sorprendente juego de tiempos, Pulp Fiction es una obra maestra que hereda la estética, la línea argumental y el cinismo del film noir. Lo mismo hace Jackie Brown con el blaxploitation, el cine afroamericano urbano de los setenta. Y Bastardos sin gloria se burla del cine bélico inspirado por la Segunda Guerra Mundial, y es incruento con las malas películas de propaganda nazi puestas por Joseph Goebbels al servicio de su Führer.
Sin aquel arte tentativo, precario e involuntariamente gracioso y hasta genial que es el cine de «Serie B», Quentin Tarantino no habría encontrado el punto de partida para convertirse en uno de los cineastas más revolucionarios, agresivos y fascinantes de todos los tiempos. Tampoco −como yo, y muchos como yo− habría sido tan feliz en aquellas tardes y noches perdidas de su juventud y su infancia, cuando empezó a criarse en el arte de la imagen, o simplemente quiso divertirse o no estar tan solo.
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De La República.pe, Perú, 23/02/2013
Foto: Afiche de Django (Sergio Corbucci/Italia, 1966)
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