Jorge Muzam
Pensaba que Cyrano de Bergerac había sido el primer hombre en alunizar, pero me he dado cuenta que otros llegaron antes que él, o al menos elucubraron en torno al tema.
En el siglo II, Luciano de Samosata, irreverente sofista sirio, propone enHistoria Verdadera un viaje al mundo de los selenitas, quienes, entre otras maravillas, hilan los metales y el vidrio y se quitan y se ponen los ojos.
Ludovico Ariosto nos cuenta cómo Astolfo, duque de Inglaterra y personaje de Orlando furioso (1516), descubre en la Luna todo lo que se pierde en la Tierra: los suspiros de los amantes, los proyectos inútiles o los no saciados anhelos.
En El hombre en la Luna, de Francis Godwin (1562-1633), el náufrago Domingo González, abandonado en una isla, construye una nave que impulsada por gansos salvajes llega hasta la luna.
Tommaso Campanella, hereje y filósofo pre-comunista italiano, narra en Civitas Solis(1602) los pormenores de una sociedad comunista. En ese lugar gobiernan los sabios y sacerdotes y está prohibida la propiedad privada por considerarse la engendradora de todos los males humanos.
Johannes Kepler en Somnium sive Astronomia lunaris Joannis Kepleri (1623),
narra la historia de Duracotus, un joven islandés que, gracias a un conjuro mágico de su madre, Fiolxhilda, viajará oníricamente a la Luna durante un eclipse solar. Años más tarde, dado que el personaje de Duracotus tiene ciertos tintes autobiográficos, el argumento de la novela será usado para acusar a la madre de Kepler de brujería.
John Wilkins, obispo de Chester y miembro fundador de la Royal Society, escribió dos libros donde analizaba las probabilidades de realizar un viaje de exploración a la Luna:The Discovery of a World in the Moone (1638), y A Discourse Concerning a New Planet (1640) La finalidad que plantea Wilkins es establecer contacto con los selenitas e incluso iniciar relaciones comerciales con ellos, tal como ocurría con los habitantes de otros continentes.
Wilkins pensaba construir un barco espacial equipado con un gran resorte, engranajes similares a los de un reloj y un par de alas que habrían de ser cubiertas con plumas de grandes aves. Además, la pólvora podría usarse a manera de un primitivo motor de explosión. La falta de aire no sería problema, según su pronóstico, pues aún cuando se sabía que los alpinistas experimentaban dificultades para respirar a grandes alturas, Wilkins tenía la idea de que esto era debido a que el hombre no estaba acostumbrado a la pureza del aire respirado habitualmente sólo por los ángeles. En cuanto a la comida, tampoco haría falta, pues estaba bien documentado el hecho de que el hombre podía pasar varios días sin necesidad de comer, además de que al librarse del magnetismo terrestre no habría ninguna fuerza presionando los órganos digestivos y provocando la sensación de hambre.
No podemos dejar de considerar el viaje interplanetario de Athanasius Kircher publicado en 1656 con un título Itinerarium extaticum s. opificium coeleste.
Rudolf Erich Raspe, científico y escritor alemán, condujo al Barón de Munchausen a la Luna en 1785, añadiéndole nuevos ingredientes extravagantes a la vida del verdadero Barón de Munchausen, que aún vivía.
En 1765, Marie-Anne de Roumier, puso en órbita a una mujer, la protagonista de susViajes de milord Céton a los siete planetas.
Posteriormente, en 1835, John Herschel, astrónomo británico, aseguró haber descubierto vida en la luna. Según sus teorías, difundidas por The New York Sun, en la luna había flora y fauna, caudalosos ríos, portentosos océanos, hombres murciélagos y mujeres con alas de mariposa. Herschel proponía una expedición a la luna usando un barco apoyado sobre globos de hidrógeno.
Julio Verne continúa el relevo lunar en De la Tierra a la Luna (1865) y Alrededor de la Luna (1870)
Herbert George Wells relata en Los primeros hombres en la Luna (1901), el viaje a la luna del empobrecido empresario Bedford y el científico Cavor, creador de una sustancia antigravitatoria (obtenida a base de Helio y metales fundidos) a la que bautiza como cavorita. Con ella recubren una tosca nave espacial que asciende en dirección a la luna. Al llegar descubren que está habitada por una civilización extraterrestre que vive en las cavernas del subsuelo. Deciden llamarles selenitas.
Juan Pérez Zúñiga, escritor satírico español, compuso su propia parodia lunar en enSeis días fuera del mundo. Viaje involuntario (1905)
Posteriormente, encontramos un viajero nihilista en la novela La luna era mi tierra(1948), del escritor chileno Enrique Araya.
Luego del aparente alunizaje de Neil Armstrong y Buzz Aldrin en 1969, el resto de los viajeros extravagantes no detendrá su labor. Sólo recordemos la prolífica labor de Stanislaw Lem, dilucidando las posibilidades que le aguardan en el espacio a los seres humanos. O las obras de Aldous Huxley, Isaac Asimov, Ray Bradbury, Arthur C. Clarke, Doris Lessing, Frederik Pohl, Kingsley Amis, Larry Niven y Paul Auster.
Jorge Luis Borges no quiso ser menos y dedicó un poema lunar a María Kodama:
Hay tanta soledad en ese oro.
La luna de las noches no es la luna
que vio el primer Adán. Los largos siglos
de la vigilia humana la han colmado
de antiguo llanto. Mírala. Es tu espejo.
Pero volvamos al viaje de Cyrano de Bergerac, titulado El otro mundo, y subdividido enEstados e imperios de la Luna (1657) e Historia cómica de los estados del Sol(1662).
En su primer intento por ascender a la luna se amarró unas botellas con rocío al cuerpo, pero el sol las atrajo con tanta fuerza que el viajero pasó de largo, dio una órbita y regresó a la tierra.
Vuelve a intentarlo a través de un poderoso imán que lanza al espacio a través de un artefacto de hierro. El imán atrae a la nave y la hace despegar. Cada vez que la nave alcanza el imán, el viajero debe volver a lanzarlo lejos para que la nave siga avanzando tras él. Así llega finalmente a la luna.
Una vez que aterriza, el viajero se sorprende con las peculiaridades de la vida lunar. Los animales andan sobre dos patas, por eso lo confunden con un avestruz. Los habitantes lunares se desplazan sobre cuatro extremidades. De esa forma miran al suelo con orgullo contemplando sus bienes. La cabeza erguida de las bestias muestra, en cambio, una actitud suplicante ante el cielo por depender de los cuadrúpedos.
Existen dos idiomas: el que habla el pueblo y el de la grandeza. Este último es melódico y, en caso de afonía, la entonación puede suplirse con instrumentos musicales. El pueblo se expresa mediante gestos y convulsiones. Unos y otros se alimentan del olor y, para que el cuerpo pueda absorber mejor los nutritivos vapores, es habitual desnudarse antes de comer.
La moneda de cambio son los versos. El poeta-consumidor lleva sus poemas a la Casa de la Moneda, donde un jurado tasa su valor según el mérito literario que aprecie. Los libros se leen con las orejas, y el mayor delito es cortar una col. Los médicos sólo cuidan a los sanos y los padres obedecen a sus hijos. La petición de suicidio se somete a votación.
En las guerras lunares hay árbitros que comprueban la igualdad previa a la batalla. Los ejércitos deben tener el mismo número de soldados y sólo se permite la lucha entre iguales: lisiados contra lisiados, fuertes contra fuertes. Al final, se cuentan los heridos, muertos y prisioneros y, en caso de empate, la victoria de la contienda se resuelve a cara o cruz. Pero aún queda el enfrentamiento intelectual de los sabios, que vale el triple que el militar.
Nuestro viajero espacial renueva su asombro cuando contempla a un aborigen que camina tan tranquilo luciendo un enorme pene ceñido a la cintura como adorno. Le explican que es símbolo de caballerosidad y nobleza, al igual que la espada en la Tierra. Y se compadecen del terrícola porque se avergüenza de exhibir sus genitales, que dan la vida, prefiriendo lucir un instrumento de la muerte.
Nuestro viajero espacial renueva su asombro cuando contempla a un aborigen que camina tan tranquilo luciendo un enorme pene ceñido a la cintura como adorno. Le explican que es símbolo de caballerosidad y nobleza, al igual que la espada en la Tierra. Y se compadecen del terrícola porque se avergüenza de exhibir sus genitales, que dan la vida, prefiriendo lucir un instrumento de la muerte.
Tras vivir innumerables experiencias, el viajero empieza a sentir nostalgia de su mundo y pide permiso para volver. El Consejo lo autoriza, preguntándole adonde quiere aterrizar. El viajero les dice que en Roma:
"Finalmente, al comenzar nuestra segunda jornada me di cuenta de que me acercaba a nuestro mundo. Ya iba yo distinguiendo Europa de África y éstas de Asia, cuando sentí el vaho del azufre que veía salir de una muy alta montaña: esto me espantó tanto que me desvanecí. Yo no puedo contaros lo que luego me pasó; pero cuando recobré el sentido me encontré envuelto entre nieblas sobre la pendiente de una colina, entre varios pastores que hablaban el italiano. Yo no sabía qué había sido de mi Demonio y pregunté a los pastores si acaso le habían visto. Me contestaron haciendo la señal de la cruz y me miraron aterrados como si fuese yo el mismísimo demonio. Pero como yo les dijese que era cristiano y les rogase por caridad que me condujesen a algún sitio donde pudiese descansar, me acompañaron hasta un pueblecito que distaba de allí una milla, en el cual, y apenas hube llegado, todos los perros, desde los más pequeños lanuditos hasta los mastines, se tiraron sobre mí, y me hubiesen devorado si no tuviese yo la fortuna de encontrar una casa donde me recogí. Pero esto no impidió que los perros prosiguiesen en su alboroto, de suerte que el dueño de la casa ya me miraba con malos ojos; y creo que, dado el escrúpulo con que la gente del pueblo considera estos accidentes como malos augurios, este hombre me hubiese abandonado como presa de aquellos animales si yo no hubiese advertido que la razón que los perros tenían para encarnizarse de tal modo contra mí era la de venir de donde venía, pues como ellos tenían la costumbre de ladrar a la Luna, notaban que yo venía de allí y que olía todavía a Luna, como los que luego que salen del mar todavía conservan algún tiempo el olor de la sal y el aire marinos. Para librarme de este mal aire me puse en una terraza y me sometí a la acción del Sol durante tres o cuatro horas; pasadas las cuales bajé, y los perros, como ya no sintiesen en mí el olor que los había hecho mis enemigos, no me ladraron más y se volvieron cada uno a su casa. Al día siguiente salí para Roma..."
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De Cuadernos de la ira, blog del autor, 13/04/2013
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