Wednesday, January 29, 2014

El príncipe Kropotkin: padre del anarquismo en Rusia


Como muchos de los revolucionarios rusos del siglo XIX, Kropotkin nació en el seno de una familia rica perteneciente a la nobleza; formaba parte de la élite. Su padre tenía más de mil siervos y tres grandes fincas. Kropotkin se graduó en el Cuerpo de Pajes, la academia militar más exclusiva de la época en Rusia. Llegó a ser incluso paje de cámara del emperador Alejandro II. Ante él se abría un futuro brillante: podría haberse convertido en general o en ministro.
Sin embargo, el príncipe desestimó todo esto y se entregó a la revolución. Habiéndose empapado de literatura clandestina, renunció al prestigioso servicio en la guardia y se marchó a Siberia.
Durante este acercamiento al pueblo, Kropotkin se convenció definitivamente de que todos los males provenían del Estado. Allí adonde no llegaba la mano del Estado, a pesar de la pobreza, la gente era feliz. Los pueblos que conoció se organizaban en comunas y se las arreglaban perfectamente sin impuestos ni funcionarios.
Durante su estancia en Suiza, se dedicó a observar cómo estaba organizada la cooperativa de los relojeros. Estos no estaban sometidos a ninguna jefatura y, sin embargo, la cooperativa funcionaba a la perfección. Se trataba de una auténtica comuna anarquista, tal como lo entendía Kropotkin. Una comunidad de personas libres, que no trabajaban bajo presión, sino de forma voluntaria. Allí mismo, en Suiza, Kropotkin se unió a la Primera Internacional, la misma en la que ingresó Karl Marx.
Kropotkin regresó del extranjero transformado en un revolucionario convencido y comenzó a redactar propaganda revolucionaria. Demostró bastante destreza en el arte de la conspiración, pues durante mucho tiempo, aunque la policía estaba al tanto de sus actividades, no pudieron arrestarlo. Se disfrazaba constantemente de estudiante o de campesino y cambiaba con frecuencia de piso franco. Si en el edificio entraba un elegante joven con gafas, después salía un campesino vestido con una vieja camisa de algodón y unas botas baratas. La transformación era absoluta. No obstante, al final fue arrestado. Lo enviaron a la Fortaleza de Pedro y Pablo en San Petersburgo, una de las cárceles más lúgubres de Rusia. Kropotkin pasó dos años allí para después fugarse. Fue un caso único. Solo una persona realmente desesperada podía tomar la decisión de fugarse de la Fortaleza de Pedro y Pablo.
Se marchó al extranjero, donde prosiguió con su actividad antigubernamental —y es que la anarquía se basa en la negación del Estado, de la gran máquina estatal—; allí encontró muchos partidarios, entre otros, los editores de un periódico con un nombre bastante sugerente, El Insurrecto, que se dedicaban a publicar propaganda e incluso llegaron a organizar algunos ataques terroristas.
Kropotkin no guardaba ninguna relación con estos sucesos, pero debido a su exposición al público se convirtió en una figura muy impopular. Esto le valió la expulsión de todos los países europeos; en Francia incluso fue condenado a cinco años de cárcel, de los que finalmente solo tuvo que cumplir tres, gracias a la intervención de Victor Hugo y de otras celebridades, que acudieron en su defensa.
Ningún Estado —ni los capitalistas ni los socialistas— acepta la anarquía. Cuando Kropotkin regresó a Rusia durante la revolución, enseguida se produjo el roce con los bolcheviques. Al viejo anarquista le horrorizaba la crueldad de estos. Era una persona gentil y bondadosa por naturaleza, por lo que no podía aprobar el terror rojo bajo ningún concepto. Ante todo, él interpretaba el anarquismo como un sistema basado en la ayuda mutua y en la solidaridad. Y lo que se encontró allí fue una guerra de todos contra todos.
“¡Para esto he trabajado toda mi vida en la teoría de la anarquía!”, se quejaba a Plejánov, un viejo compañero marxista. A lo que este le contestó: “Piotr Alexéevich, también yo me encuentro en esa situación. Si hubiera sabido que mis enseñanzas sobre el socialismo científico desembocarían en esta pesadilla...”
Tras la muerte de Kropotkin, las autoridades rusas lo conmemoraron por su lucha contra el ‘perverso’ sistema zarista. En su honor se bautizaron varias calles e incluso ciudades de todo el país. En el centro de Moscú hay una parada de metro que se llama Kropótkinskaya y durante un tiempo también existió el museo de Kropotkin, pero a finales de los años 30 lo cerraron por lo que pudiera pasar. Para entonces, el Estado soviético ya se había puesto en pie y había ganado poder; las ideas anarquistas le eran completamente ajenas.
Pero el anarquismo resultó ser una corriente sorprendentemente vivaz. Mientras exista un Estado, siempre habrá alguien que quiera luchar contra su opresión. El famoso lema ‘la anarquía es la madre del orden’ no resulta tan absurdo si se entiende este movimiento como lo planteaba el propio Kropotkin.
Como una espléndida utopía; una disposición perfecta de la sociedad, en la que ciudadanos conscientes trabajan por el bien común, sin capataces ni supervisores, por el simple hecho de que son personas conscientes y benévolas. Una imagen hermosa, aunque completamente inverosímil. Pero el gran soñador Kropotkin creía que algún día las cosas serían así.

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De RUSIA HOY, 13/01/2014
Imagen: Kropotkin, dibujo de Natalia Mijáilenko

El country de los críticos chilenos

Gonzalo León


Wiltold Gombrowicz en Diario (1953-1969) se refería a la crítica polaca y a lo que él llamaba Artículos: “Todo en general se reduce a cuestiones personales, a una táctica estúpida y a una estrategia igualmente estúpida. Además, los Artículos tendrían que empezar por conocer más a fondo mi literatura y por reflexionar sobre ella, de lo cual no son capaces, porque únicamente son capaces de alusiones, muecas, chistes, puntapiés y otras piruetas”. Parece que los polacos ensayaban el tipo de crítica que hoy, sesenta años después, se hace en mi país. Y es que desde hace un tiempo los críticos chilenos se esfuerzan por señalar lo que merece ser leído, bajo una óptica tan estrecha que da la sensación de que sólo pueden ingresar ellos, sancionando de este modo un territorio muy parecido al de un country.

A este country todos mis colegas escritores quieren entrar, porque creen que ahí hay piscina, bebidas, en fin un paraíso del reconocimiento. Hay algunos que han sacrificado incluso sus creencias y han terminado escribiendo libros para poder acceder a él, adecuándose al gusto imperante, en cualquiera de las variantes de novela política: modelo 70, 80 o 90. Este tipo de narrativa mira más para atrás que para adelante, opera como un repaso de historia, como si en la narrativa chilena no hubiera futuro, no porque no hayan escritores buenos, sino porque a los críticos no les interesa el futuro, o se quedaron atrás, varados en el camino. Y en esta trampa han caído varios de mis colegas.

Estos escritores les han concedido poder a los críticos, cuando en el mundo la crítica no es tan importante; importan las ventas, y no sólo la de los bestsellers, sino también la de escritores serios como Roberto Bolaño o Mario Vargas Llosa. La crítica ha quedado relegada al mundo de la academia, que es donde puede hacerse un verdadero ejercicio crítico. El resto, como decía Gombrowicz, son “alusiones, muecas, chistes, puntapiés y otras piruetas”. En una entrevista reciente, Beatriz Sarlo contó que a principios de los 90 hubo una transformación fuerte en el campo cultural argentino: las tradicionales revistas especializadas, en donde los críticos ejercían su labor, quedaron apresadas “en un mercado que ya no es receptivo”, y fueron reemplazadas por los nuevos suplementos de cultura (Ñ, ADN), que se llevaron a los escritores que trabajaban ahí. La crítica, salvo contadas excepciones, la comenzaron a ejercer escritores.

Esta crisis de la crítica, sin embargo, no llegó a nuestro país. Se lee menos, hay menos comprensión de lo que se lee, hay menos escritores buenos que en los 60 o en los 70, pero hay más críticos. Cualquiera que le dedique su tiempo a leer puede convertirse en uno. Esto no es todo, porque de llegar al edén donde se sanciona lo bueno y lo malo, el crítico obtiene impunidad para decir lo que le plazca, aduciendo libertad de expresión o punto de vista. Hace un año el escritor y economista chileno Sebastián Edwards escribió una columna en donde señalaba que la mayoría de los críticos chilenos eran perezosos, escribían mal y odiaban a los escritores con éxito: “Si algún escritor tiene la temeridad de decir que los críticos son ensimismados o mediocres y saben poco de literatura, es atacado con furia hasta ser silenciado”. Edwards no sólo fue silenciado, sino que además uno de los críticos escribió una columna, en donde señalaba que “la victimización de Edwards (claramente ataviado con la camiseta del team de los escritores mancillados), bordea lo lastimero, y desafortunadamente, no es una actitud extraña en los escritores de la plaza”. Para este reseñista que usa la sagacidad como bufanda, la motivación de Edwards era la victimización y echaba al mismo saco a todos los escritores que alguna vez hemos recibido una mala crítica.

Este planteamiento ha pasado a ser un lugar común, esto es, si como escritor recibes una mala crítica y luego criticas a quien te la hizo, lo haces por venganza. ¡Vaya profundidad de criterio! Alejandro Zambra escribió en Facebook que mi animadversión hacia su obra era producto de una mala reseña que él me había hecho hace diez años. No sé cómo un escritor como él, comentado en muchas partes del mundo, es incapaz de tolerar que no me guste su obra. El lugar común de la cuestión personal es usado para rechazar cualquier posibilidad de equívoco; es decir uno cuando escribe sabe que en una de ésas está mal, pero el crítico sabe que siempre está en lo correcto. Reitero: quienes pusieron en este lugar a los críticos fueron mis colegas, porque tienen hambre de reconocimiento inmediato. De esta patética inseguridad se basa la seguridad de los reseñistas.

De vez en cuando doy un vistazo a los comentarios que escriben Camilo Marks, Pedro Gandolfo, Patricia Espinosa, si se me escapa uno, por favor perdónenme. Marks a su edad hace todo lo posible, en un geriátrico sería un genio, lástima que no existan revistas literarias para la tercera edad; Gandolfo se comporta como un principiante cuando escribe “en todos los aspectos importantes, Bahía Blanca confirma el talento de Martín Kohan y lo ubica entre los narradores más sólidos del siempre exigente panorama literario argentino” (por favor, avísenle que el panorama argentino no es tan exigente); las reseñas de Espinosa configuran un mundo tan personal que se vuelve difícil hacerse una idea de lo que se está publicando; Pedro Pablo Guerrero, a quien conozco desde la universidad, comentó La supremacía de Tolstoi, de Fabián Casas, sindicando al autor como el mejor de su generación, aquí cabe la pregunta de cuál generación, ¿la de los poetas de los 90, es decir mejor que Rubio, Laguna, Cucurto; o de la generación de narradores, es decir mejor que Fresán, Feiling, García Lao? La falta de rigor con lo que trabajan nuestros críticos es abismal. Más encima no hay derecho a réplica. Así cualquiera, muchachos.


Publicado en Revista Punto Final y en el blog del autor

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De PLUMAS HISPANOAMERICANAS, 29/01/2014

Fotografía: El sacerdote José Miguel Ibáñez Langlois o, como se hacía llamar, Ignacio Valente, tal vez el último crítico literario chileno de medios de importancia.

David Lynch: miradas hacia el abismo

Pablo García Guerrero
Películas hace pocas, pero David Lynch no para. Ya ha publicado dos discos (el último, The big dream, en julio), pulula de vez en cuando por la publicidad, diseña interiores, dibuja y hace fotografías, además de dirigir una escuela de meditación trascendental con la que quizá quiere limpiar su mente de las tinieblas que lo acechan…
La exposición que ahora presenta en París, en dos salas de la Casa Europea de la Fotografía (ocho euros la entrada, cerrado lunes y martes), consta de unas cincuenta fotografías en blanco y negro de formato medio, agrupadas bajo el título Small stories, específicamente creadas para la ocasión. Como él mismo declara, todas las imágenes son, así, pequeñas historias, esbozos de narraciones, la primera frase de un nuevo guión: niños desnudos corriendo hacia no se sabe dónde, cabezas deformes, insectos gigantes, manchas borrosas, plantas amenazantes o coches solitarios en medio de ninguna parte. Una vuelta estética y temática al salvaje onirismo de Cabeza borradora. En todos los casos se trata de composiciones hechas a base de fotomontajes o collages digitales, con fondos a base de fotogramas desenfocados, de textura gelatinosa, grasienta.
Interiores
Las fotografías se agrupan en las series Window, Interior, Heads o Still life. En las dos primeras tenemos el viaje al interior de la mente marca de la casa, un interior poblado de habitaciones desoladas donde a veces hay una mujer desnuda o una araña gigante a lomos de una niña con tutú, entre paredes con manchas oscuras, como restos de sangre antigua.
Woman with gun
Woman with a gun
Las Ventanas son el contrapunto de aquellas por las que nos hacía ojear Edward Hopper: la incertidumbre y el tedio de la vida cotidiana, sí, pero ahora en el interior de nuestra oscura imaginación, de nuestros miedos, de nuestros turbios y también cotidianos deseos. Pero no del sueño, porque, cuando sueña (en «cuadros» comoSleeping o Dreams), David Lynch abandona los interiores y siempre ve espacios abiertos, lugares extraños donde siete velas gigantes impiden o invitan a acercarse al mar, donde una tormenta amenaza una gran casa de madera rodeada de pastos entre los que se difumina el ganado inmóvil o donde un coche yace a la espera de alguien que quizá nunca vendrá. Sus sueños son también los recuerdos de infancia, un enorme caballito de madera al que dirige su mirada deforme un niño-muñeco vestido de vaquero…
Las naturalezas muertas son abstracción, manchas, líneas, borrones o sombras. Y en las Cabezas recupera la figuración para hacer quince piezas que son quizá lo mejor de la exposición. Colocadas en dos hileras de doce y tres fotografías cada una, son otras tantas declinaciones de un rostro humano sin atributos, con incipientes orejas pero sin ojos, boca o nariz, sólo una mancha grisácea, un Slender Man que parece a punto de aullarnos que se ha acabado la partida. Por esas cabezas pasan a veces sombras o manos, otras veces se les abre una herida de la que caen lágrimas plateadas o se les saltan injertos metálicos como los ojos de una mosca. Cosas así. Aterradoras y hermosas.
Hello, my name is Fred
Hello, my name is Fred
Hola, mi nombre es Fred o Mujer con arma son buenos ejemplos del propósito de Lynch en esta exposición, contar a través de las imágenes fijas «pequeñas historias, que a veces son las más interesantes»: «Las pequeñas historias se desarrollan en un periodo de tiempo muy corto. Sin embargo, cuando miramos una imagen fija pueden estar implicados el pensamiento y las emociones, y las historias pequeñas pueden desarrollarse hasta convertirse en grandes historias. Todo eso depende, desde luego, del espectador. Es casi imposible no ver una especie de historia emerger de una imagen fija. Y eso a mí me parece que es un fenómeno mágico». La historia comienza entonces al preguntarnos ¿quién es Fred?, ¿por qué la mujer del arma no tiene ojos? Son preguntas que servirían para iniciar una nueva película o una nueva serie (aunque ha desmentido el rumor de que estuviera rodando una continuación de Twin Peaks), pero con David Lynch sabemos que no tienen la respuesta que esperamos, o que las preguntas llevan a otras preguntas, más inquietantes.
Otro espacio
Todas esas preguntas y todas esas pequeñas historias piden un espacio diferente del que las acoge. Las salas dieciochescas y la luz lluviosa que entra por los ventanales del hôtel de la Maison Européenne de la Photographie no encajan con el ambiente tenebroso de las obras, con la necesidad que tienen las fotografías-historias de contarse en un entorno más sombrío, menos amplio y señorial: cuartos oscuros y abandonados formarían un lugar más apropiado para la exposición de lo que podrían ser, entonces, no «fotografías», sino «instalaciones», acompañadas quizá por esos sonidos molestos de sus canciones, el payaso loco de su primer disco bailando con el enano de Twin Peaks ante cortinajes rojos, y hasta el propio David encendiendo y apagando compulsivamente una tenue bombilla.
Quizá entonces podríamos descubrir por qué corre el niño desnudo, qué planean los insectos gigantes o quién le robó la cara a Fred. Al pobre Fred.
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De NEVILLE, 28/01/2014

Monday, January 27, 2014

La mirada de Goya

Miguel Sánchez-Ostiz

Si algo me sorprendió ayer en El Prado fue esa mirada de Goya en el autorretrato de 1815... Fui a hacerle una visita a Los brujos, un pequeño cuadro que para mí tiene su importancia porque sirvió para ilustrar la cubierta de la primera edición de Las pirañas, en 1992. El autorretrato está enfrente, por casualidad. La mirada... tristeza, melancolía, como en muchos de sus retratos por otra parte, vejez anunciada, cansancio, exilio, país perdido antes de tener que abandonarlo, miedo también, vivir y pensar de tapadillo, Inquisición, persecución de liberales y afrancesados... vivir y pensar de tapadillo antes de escoger la expatriación. Había visto ya mucho, había puesto en escena lo que solo él veía o quería ver... no era adivinador del porvenir, no podía, ¿o sí? adivinar que le iban a aplaudir y celebrar los mismos que él retrataba en sus traseros desnudos y en su crueldad. Entonces y ahora.

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De vivirdebuenagana, blog del autor, 27/01/2014

Intelectuales engullidos por la extrema derecha


JORGE MUZAM

Gabriel Salazar tiene razón en ciertas apreciaciones. A los buenos líderes sociales se los ha engullido baratamente el mismo sistema político que decían combatir. Por ejemplo, al historiador le dolió particularmente que a un líder que prometía tanto, como Iván Fuentes, se lo haya acaparado la Democracia Cristiana. De esa forma, desde dentro, se transformará en otro burgués inoperante con un suculento sueldo de 25 mil dólares mensuales.

Salazar tiene, además, asuntos personales pendientes con el Partido Comunista chileno. No es mi intención entrometerme en ese tormentoso idilio, sino sólo aportar por qué nunca fui comunista. Y la razón de fondo es la misma de Salazar. Los comunistas, tal como el resto de los grupos políticos, no escuchan, carecen de autocrítica, sólo se oyen a sí mismos, su letanía estática, obcecada en el tiempo. También quiero igualdad, fraternidad, justicia, pero creo que mi mente logra captar mejor la dinámica social, sus matices, adaptarse a las coyunturas y proponer mejores alternativas en la marcha.
Sin embargo, creo que el Partido Comunista chileno es fundamental para llevar adelante los cambios estructurales profundos que necesita tan urgentemente nuestra sociedad. Reconozco su contribución, conozco su historia, sólo creo que debiera avivar el seso y abrir la mirada a estos tiempos tan distintos de aquellos otros.

Un punto que se le escapa al historiador, y es el motivo por el cual desparramo estas palabras, es la forma como nuestros intelectuales son fagocitados con la velocidad de un rayo por un sistema controlado desde una ínfima oligarquía propietaria. El lameculismo intelectual en Chile es de los más vergonzosos de América Latina. Salvo dos o tres escritores, el resto le sigue haciendo odas amariconadas a la luna, o quejándose del martirio interno que le provoca una existencia tan vacía, mientras afuera, al otro lado de sus ventanas, el país se está quemando.

Da la impresión que hasta los artistas de la izquierda más recalcitrante darían la vida por aparecer siquiera mencionados en la sección de artes y letras de El Mercurio, que es el principal pasquín oligarca.

Y qué decir de los columnistas de El Mostrador, de La Tercera, de LUN, sólo les falta la sotana, porque escriben como si tuvieran una cruz atorada en la raja.

Así no vamos a ningún lado, no al menos con ellos.

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De Chile literario, 26/01/2014

Don Nicanor Parra


por RAFAEL GUMUCIO

Señor 
Nicanor Parra Sandoval 
Calle Lincoln ·# 10 
Las Cruces, San Antonio 
Chile 

Don Nicanor:

Habría querido ir a visitarlo en mi último viaje a Chile pero fui víctima de una serie de bodas y no pude ni por un minuto dejar de abrazar gente en Santiago. No sé manejar y no sé si me habría atrevido a ir solo a Las Cruces, en bus, como un fan cualquiera. Podría haber usado a Ignacio Echevarría y pasar por su acompañante, pero tengo entendido que juntos completaban su proyecto de Obras completas y esas cosas serias a mí me espantan.
Si he de ser sincero, no sólo no lo visité por razones logísticas. En mi lucha sin cuartel contra la timidez, sólo en dos campos de batalla pierdo, todavía, sin remisión: con las mujeres y con la literatura. Mis libros y los de otros me hacen sonrojar de deseo y de vergüenza. En cuanto a los escritores, juego a ser uno de esos relajados y despreciativos hombres de letras que detestan a los de su especie. Con orgullo repito que he sido un maestro en esto de evitar conocer a escritores, más aún a escritores famosos, y más todavía a escritores famosos que me gustan. Pero es cada vez menos cierto. De hecho, la primera vez que lo visité fui con Germán Marín, quien, a pesar de ser uno de mis escritores favoritos, no me hace tartamudear. Y así hay otros.
Sin embargo, sigue repugnándome y fascinándome al mismo tiempo la corte literaria. Más aún la suya, la de Las Cruces, donde bajo su sarcástica paciencia se mezcla tanto pelotudo gringo, tantos curas Valente, tantas licenciadas de la Católica y tantos hippies que de pronto descubren cómo está hecho el mundo. Creo que conocer a un escritor que uno admira es como conocer a los padres de tu novia. Si resultan ser feos y tontos, ya no podrás dejar de pensar en el momento en que tu amada se parezca fatalmente a ellos. Si son interesantes —o, peor, fascinantes—, entonces terminas por dejar a tu novia y frecuentar sólo a los padres. Es lo que me pasó con usted. Su poesía sigue gustándome, claro, y sigue corriendo por mis venas (como le sucede a casi todo el mundo en Chile; sobre todo a quienes no la han leído ni en pelea de perros). Pero ahora me fascina mucho más su lógica que su poética. Lo que no deja de ser normal, siendo usted un matemático de profesión.
Don Nicanor, a usted le gusta ser el toqui, la machi o el werkén de su tribu. Pero también es —y eso me interesa mucho más— ese ecologismo de chaleco vuelto con el que seduce a las damiselas; el profesor de Ingeniería que sabe de política, plata y farándula. La radiocasete que toca a Cole Porter, al ritmo del cual usted baila para demostrar su estado físico; la bandeja llena de tazas con las que les sirvió el té a mis hermanos, su implacable necesidad de seducir en todo momento, su incapacidad para decir tonteras y su gusto por que alguna rebote para hacer piruetas con ella, sin caerse. La conversación, aunque en apariencia delirante, fue siempre tan civil. Me impresionó conocer al poeta y al mito, y todas esas huevadas. Pero sobre todo me gustó estar con un chileno universalmente chilensis.
No le escribo, don Nicanor, sólo como chupamedias literario que quiere encomendar su obra a la sombra de una sombra mayor. En aquella visita a su casa no sólo me di cuenta de que, al revés de lo que piensan los huevones, usted no ha pasado de ser ingeniero a ser ingenioso, sino que del chiste extrae la precisión y deja el humor como una esquirla. Todo eso —los objetos, los dibujos, las traducciones de Shakespeare— es muy interesante, pero no tiene nada que ver conmigo. En cambio sí me concierne (y me duele y me gusta) que lo hiciera el primer chileno completo que he conocido. Porque, a diferencia de mí, usted no vive en Chile, sino que Chile vive en usted.
Sin drama y sin gritos, sin explicaciones, sin lamentos y sin himnos. Su obra es universal y nada criollista. Expone en Nueva York pero es de Chillán, esa ciudad que yo he buscado dos o tres veces en la carretera sin encontrar más rastros que dos carteles: uno que dice “Bienvenido a Chillán”, y otro que dice “Gracias por su visita”. Eso es Chillán para mí. Para usted, es un universo del que me toca ser el arqueólogo sin ruinas que desenterrar.
Hablamos, a la salida de ese boliche costero en el que almorzamos, de Neruda (“Pablito”, lo llamaba usted) y después pelamos a De Rokha. Ya en su casa, sobre el sofá había una foto de Violeta Parra con un señor que parecía su papá y que era usted hacía más de treinta años. Puros símbolos patrios de feria artesanal que para usted eran recuerdos vivos, bromas, ideas para ponerle etiquetas a sillas rotas. Usted, como quien no quiere la cosa, ha sido parte de todas las instituciones patrias. El Barros Arana, donde estudió e hizo clases. La Universidad de Chile, donde ídem. Las editoriales Nascimento y Universitaria, en las que publicó. La poesía chilena —esa institución entre todas nuestras instituciones—, en la que usted se ha sentido tan cómodo que hasta ha podido, como un niño, rayar con caca las paredes del panteón.
Todo eso que para usted es biografía, para mí es cadáver. Soy de una generación de chilenos que no tuvo derecho a la parodia sangrante ni a rastros de esos símbolos o instituciones: colegios intervenidos por milicos, universidades arruinadas en las que no iban a clases ni las ratas, editoriales miedosas, diarios de mierda, poetas que se quemaban la cara o se abrían las venas por temor a que los escuchasen, escritores que no se atrevían ni a pronunciar frases completas, para no molestar… Por eso puedo escribir esta historia de Chile. Porque ese Chile que usted aún habita, del cual es no sólo el sobreviviente sino el único viviente, ese Chile a mí me tocó muerto. Déjeme, a mí, que no lo conocí, escribir su epitafio.
Ya no hay Chile, su Chile, pero hay mitos chilenos. Fantasmas sin cuerpo que vienen a molestar a los guardias en los muros del castillo, hasta hablar con un hijo que se llama como ellos. El rey Chile le cuenta su propia muerte al príncipe Chile. ¿No le parece un comienzo ideal para una historia, don Nica? Hay una leyenda que contar, una mentira que desmontar para montarla de nuevo. Hay una forma de hablar y no hablar, que en su casa, sobre los sillones cubiertos de sábanas húmedas, descubrí que quería escribir. En su casa, en invierno, se me ocurrió escribir esta historia. Esta carta es para responsabilizarlo por los daños.
Uno, o al menos yo, siempre escribe para alguien. La última vez que lo vi usted elogió el Manual de historia de Chile de Frías Valenzuela. Este libro quiere ser su contrapeso y su ilustración. La juventud de un escritor se malgasta en la búsqueda de ancestros que le gusten más que los que le tocaron al nacer. Después uno sabe que los de uno son también los otros, y que la Historia de Chile es sólo una historia, y al mismo tiempo toda la historia, de cualquier provincia cagona y muerta de miedo (y todos los países, hasta los imperios, son provincias cagonas y muertas de miedo). Esta explicación de por qué y cómo soy chileno la escribo para usted, un chileno sin explicaciones.
Espero que le guste.
Rafael Gumucio
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De Revista Ñ, 08/01/2014 
Fotografía: Rafael Gumucio 

Friday, January 24, 2014

Prólogo a Presentación de Sacher–Masoch. Lo frío y lo cruel


Gilles Deleuze

Los principales datos sobre la vida de Sacher–Masoch provienen de su secretario, Schlichtegroll (Sacher–Masoch und der Masochismus), y de su primera mujer, quien adoptó el nombre de Wanda, heroína de La Venus de las pieles (Wanda von Sacher–Masoch, Confession de ma vie, traducción francesa publicada por Mercure de France). El libro de Wanda es muy bello. Los biógrafos ulteriores lo juzgaron con severidad, aunque a menudo se contentaran con plagiarlo. Wanda presenta una imagen demasiado inocente de sí misma y, como Masoch fue masoquista, se pretendió que ella fue sádica. Pero quizás el problema no esté bien planteado así.
Leopold von Sacher–Masoch nació en Lemberg, Galitzia, en 1835. Sus ascendencias fueron eslavas, españolas y bohemias. Sus abuelos eran funcionarios del imperio austrohúngaro. Su padre, jefe de policía de Lemberg. Las escenas de amotinamiento y cárcel que presenció de niño dejaron en él marcas muy profundas. Influye en toda su obra el problema de las minorías, las nacionalidades y los movimientos revolucionarios en el imperio: cuentos galitzianos, judíos, húngaros, prusianos...1 Son frecuentes las descripciones de la comuna agrícola y su organización y de la doble lucha de los campesinos: contra la administración austríaca pero sobre todo contra los propietarios locales. Es un paneslavista deslumbrado. Sus grandes hombres son Pushkin y Lermontov, además de Goethe. A él mismo lo llaman «el Turgueniev de la Pequeña Rusia».
Se desempeña primero como profesor de historia en Graz, y comienza su carrera literaria escribiendo novelas históricas con las que obtiene un éxito inmediato. La mujer divorciada (1870), una de sus primeras novelas de género, alcanzó vasta repercusión, América incluida. En Francia, las editoriales Hachette, Calmann–Lévy y Flammarion publicarán traducciones de sus novelas y cuentos. Una de sus traductoras llegó a presentarlo como un moralista severo, autor de novelas folclóricas e históricas, sin aludir en lo más mínimo a la entraña erótica de su obra. Es evidente que, atribuidos al alma eslava, sus fantasmas ya no incomodaban tanto. Y aun es preciso tomar en cuenta una razón más general: por entonces, las condiciones de «censura» y tolerancia eran muy diferentes de las que imperaban en el siglo XIX entre nosotros; la sexualidad indefinida, poco detallista en lo orgánico y lo psíquico, era más aceptada. Masoch habla un lenguaje en el que lo folclórico, lo histórico, lo político, lo místico y lo erótico, lo nacional y lo perverso se mezclan íntimamente, formando una nebulosa para los azotes. No le agrada, pues, ver a Krafft–Ebing servirse de su nombre para designar una perversión. Masoch fue un autor célebre y respetado. Hizo un viaje triunfal a París en 1886, donde se lo condecoró y recibió la entusiasta acogida de Le Figaro y de La Revue de Deux Mondes.
Son célebres los gustos eróticos de Masoch: jugar al oso o al bandido; hacerse cazar, atar, hacerse infligir castigos, humillaciones e incluso intensos dolores físicos por parte de una mujer opulenta envuelta en pieles y empuñando un látigo; vestirse de criada, multiplicar fetiches y disfraces; publicar avisos clasificados, firmar «contrato» con la mujer amada y, de ser necesario, prostituirla. Una primera aventura con Anna von Kottowitz inspira La mujer divorciada; otra con Fanny von Pistor, La Venus de las pieles. Luego, una tal señorita Aurore Rümelin se dirige a él en condiciones epistolares ambiguas, adopta el seudónimo de Wanda y se casa con Masoch en 1873. Será su compañera, a la vez dócil, exigente y desbordada. La suerte de Masoch es la decepción, como si el poder del disfraz fuese también el del malentendido: intenta permanentemente introducir un tercero en su matrimonio, a quien llama «el Griego». Pero, ya con Anna von Kottowitz, un supuesto conde polaco resultó ser ayudante de farmacia, buscado por robo y peligrosamente enfermo. Con Aurore–Wanda, una curiosa aventura parece tener por protagonista a Luis II de Baviera; podrá leerse el relato al final de este libro. Una vez más, los desdoblamientos de persona, las máscaras, las trapisondas de un bando al otro montan un ballet extraordinario que acaba en decepción. Por último, la aventura con Armand, del Figaro —muy bien narrada por Wanda pese a lo que el propio lector tenga que corregir—, episodio que determina el viaje de 1886 a París pero que sella también el fin de su unión con Wanda. En 1887, Sacher–Masoch se casa con la institutriz de sus hijos. Una novela de Myriam Harry, Sonia en Berlín, hace un interesante retrato de Masoch en su retirada final. Muere en 1895, víctima del olvido en el que ya ha caído su obra.
Esta obra sin embargo es importante e insólita. Él la concibe como un ciclo o, mejor dicho, como una serie de ciclos. El principal se titula El legado de Caín e iba a tratar seis temas: el amor, la propiedad, el dinero, el Estado, la guerra y la muerte (sólo las dos primeras partes se terminaron, pero los otros temas están ya presentes en ellas). Los cuentos folclóricos o nacionales constituyen los ciclos secundarios. En particular, dos novelas negras que se cuentan entre las mejores de Masoch tratan de sectas místicas de Galitzia y alcanzan un nivel de tensión y angustia rara vez igualado: Pecadora de almas y La Madre de Dios. ¿Qué significa la expresión «legado de Caín»? En primer lugar, pretende resumir la herencia de crímenes y sufrimientos que agobia a la humanidad. Pero la crueldad es tan sólo una apariencia sobre un fondo más secreto: la frialdad de la Naturaleza, la estepa, la imagen helada de la Madre en la que Caín descubre su propio destino. Y el frío de esta madre severa es, en rigor, una suerte de transmutación de la crueldad de la que surgirá el hombre nuevo. Hay, pues, un «signo» de Caín que muestra cómo se debe utilizar el «legado». De Caín a Cristo, el mismo signo desemboca en el Hombre en la cruz, «sin amor sexual, sin propiedad, sin patria, sin disputa, sin trabajo, que muere voluntariamente, personificando la idea de la humanidad». La obra de Masoch condensa los recursos del romanticismo alemán. A nuestro entender, jamás otro escritor aprovechó así las potencialidades del fantasma y del suspenso. Masoch tiene una manera muy particular, a la vez de «desexualizar» el amor y de sexualizar toda la historia de la humanidad.
La Venus de las pieles, Venus im Pelz (1870), es una de las novelas más célebres de Masoch. Integra el primer volumen de El legado de Caín, acerca del amor. Una traducción debida al economista R. Ledos de Beaufort se publicó simultáneamente en francés y en inglés (1902), pero es extremadamente inexacta. Nosotros preferimos la nueva traducción francesa a cargo de Aude Willm (Esta edición en castellano no incluye el texto La Venus de las pieles en la citada traducción de Aude Willm, pero reproduce los tres Apéndices de Deleuze que completaban la edición original. N. de la T). Completan este volumen tres Apéndices: uno en el que Masoch expone su concepción general de la novela y refiere un singular recuerdo de infancia; el segundo reproduce dos «contratos» amorosos personales de Masoch con Fanny von Pistory Wanda; en el tercero, Wanda Sacher–Masoch narra la aventura con Luis IL
El destino de Masoch es doblemente injusto. No porque su nombre haya servido para designar el masoquismo, al contrario; sino ante todo porque, a la par que ese nombre entraba en la circulación corriente, su obra iba cayendo en el olvido. Es indudable que sobre el sadismo se publican libros que no revelan ningún conocimiento de la obra de Sade. Pero esto es cada vez menos frecuente. Sade es cada vez más profundamente conocido, y la reflexión clínica sobre el sadismo se beneficia singularmente de la reflexión literaria sobre Sade; lo inverso también es verdad. En cuanto a Masoch, la ignorancia de su obra resulta sorprendente, aun en los mejores libros sobre el masoquismo. Sin embargo, ¿no ha de pensarse que Masoch y Sade son algo más que simples casos entre otros, y que ambos tienen algo esencial que enseñarnos, uno sobre el masoquismo tanto como el otro sobre el sadismo? Una segunda razón redobla la injusticia de la suerte de Masoch. La de que, clínicamente, sirve de complemento a Sade. ¿No es este el motivo por el que quienes se interesan por Sade no manifestaron interés especial por Masoch? Demasiado de prisa se entiende que basta trocar los signos, invertir las pulsiones y figurarse la gran unidad de los contrarios para obtener Masoch a partir de Sade. El tema de una unidad sadomasoquista, de una entidad sadomasoquista, fue muy perjudicial para Masoch. Este no sólo padeció un olvido injusto sino también una injusta complementariedad, una injusta unidad dialéctica.
Porque, en cuanto lee uno a Masoch, siente cabalmente que su universo no tiene nada que ver con el universo de Sade. No se trata sólo de técnicas, sino de problemas, inquietudes y proyectos en extremo diferentes. No vale objetar que el psicoanálisis mostró hace tiempo la posibilidad y la realidad de las transformaciones sadismo–masoquismo. Lo que está en cuestión es la unidad misma de lo que se da en llamar sadomasoquismo. La medicina distingue entre síndromes y síntomas: los síntomas son signos específicos de una enfermedad, mientras que los síndromes son unidades de coincidencia o de cruce que remiten a genealogías causales muy diferentes, a contextos variables. No estamos seguros de que la propia entidad sadomasoquista no sea un síndrome que deba ser disociado en dos genealogías irreductibles. Tanto se nos dijo que era sádico y masoquista, que al final nos lo creímos.
Hay que volver a empezar de cero, y hacerlo por la lectura de Sade y de Masoch. Puesto que el juicio clínico está repleto de prejuicios, hay que volver a empezar todo por un punto situado fuera de la clínica, el punto literario, desde donde fueron nombradas las perversiones. No es casual que el nombre de dos escritores sirva aquí de designador; es posible que la crítica (en el sentido literario) y la clínica (en el sentido médico) estén decididas a entablar nuevas relaciones donde la una enseñe a la otra, y recíprocamente. La sintomatología es siempre cuestión de arte. Las especificidades clínicas del sadismo y del masoquismo no son independientes de los valores literarios de Sade y de Masoch. Y, en lugar de una dialéctica que corra a reunir contrarios, deben intentarse una crítica y una clínica capaces de despejar tanto los mecanismos verdaderamente diferenciales como las respectivas originalidades artísticas.

1
 Una parte de los Contes galiciens fue reeditada por el Club Fran-
cés del Libro (1963).

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Traducido por Irene Agoff. Amorrortu, Buenos Aires, 2001.
Título original: Présentation de Sacher–Masoch. Le froid et le cruel. Editions de Minuit, París, 1967




Thursday, January 23, 2014

El club de los poetas suicidas: Sylvia Plath


Jenn Díaz
Nunca volveré a hablar con Dios. Esa es la respuesta que Sylvia Plath le da a su madre cuando esta le comunica que su padre ha muerto. La infancia de la poeta, hasta que su padre muere, es bastante común en la medida que las familias felices son comunes. Los padres eran personas inteligentes: Otto, un erudito bastante más preocupado por su carrera y sus publicaciones que de su familia; Aurelia, capaz de renunciar a su carrera y su intelecto, quedar en un segundo plano para tener lo que ella entiende por hogar feliz. La madre, que ayudaba en las divulgaciones científicas a su marido y se hacía cargo de la pequeña Plath, hablaba así de su primer año de matrimonio, muy diferente de lo que fue el primer año del matrimonio Hughes-Plath: Comprendí que si quería un hogar tranquilo (y así era) tendría que hacerme a la idea de ser más sumisa, aunque no iba con mi carácter. Así, el hogar Plath era tranquilo gracias a la renuncia de la madre. Otto, en cambio, se encerraba en su estudio a trabajar, con un rol mucho más autoritario y respetuoso, pero también distante: él era el centro de la familia y los miembros de esta debían adaptarse a su condición de hombre culto y académico. El primer problema con el que se enfrenta Sylvia Plath, con dos años, es que ha nacido su hermano Warren. Un bebé. Odio a los bebés. Yo, que durante dos años y medio había sido el centro de un tierno universo, sentí que el eje se torcía y que un frío polar me paralizaba los huesos. Ese tierno universo se lo debía, en parte, a sus abuelos maternos, a los que convirtió en refugio y en recuerdo perfecto a lo largo de los años. Además de que el abuelo la tenía endiosada —una diosa y una mujer en miniatura—, con las recurrentes enfermedades del hermano y, más tarde, del padre, Sylvia Plath se vio agradablemente obligada a pasar más tiempo con ellos. Entonces, Aurelia le mandaba cartas a su hija, a la casa junto al mar en la que se había instalado: Estoy muy orgullosa de lo bien que coloreas los dibujos. Procura escribir tan bien como coloreas. Procura escribir las palabras en vez de imprimirlas.
De aquellas cartas y de la importancia que le daba su madre a la perfección, Sylvia Plath dedujo que la exigencia con la que creció era materna, sobre todo porque la muerte del padre borró aquellas escenas en las que, ya muy enfermo, su hermano Warren y ella acudían una vez al día al estudio de Otto, en el que se exhibían porque el resto del día el padre no podía atenderlos. Aquellas visitas poco comunes en un ambiente familiar como el que vivía con sus abuelos, hizo que la figura del padre se convirtiera, de algún modo, en la medida de las cosas, como un juez: los hermanos mostraban sus habilidades, recitaban poemas, daban cuenta de lo que sabían. Sin embargo, la muerte de Otto a los 55 años (tras una diabetes que no quiso tratarse, la convalecencia, la amputación de la pierna y una fulminante embolia pulmonar) hizo que en su frágil memoria la perfeccionista fuera la madre, que mandaba aquellas cartas con dibujos para colorear, pidiéndole que no se saliera del contorno. La muerte del padre no solo alteró los roles, sino que produjo una inestabilidad económica y emocional. Aurelia, que quedó conmocionada cuando era pequeña al ver llorar a su madre, evitó hundirse en el duelo ante sus hijos, para ahorrarles lo que ella vivió, de modo que los niños no pudieron vivir de forma natural la desgracia y la tristeza de una pérdida tan importante, cosa que Sylvia Plath después le recriminaría a su madre. Además, tuvo que ponerse a trabajar dando clases y renunciar, en una nota que Sylvia le hizo firmar, a volverse a casar. La muerte del padre irrumpió en la vida de dos niños que, de pronto, se sintieron profundamente dependientes de Aurelia; ya habían perdido a uno. Warren, al recibir la noticia, se alegró de que su madre fuera veinte años más joven que el padre y todavía estuviera sana, pero Sylvia lo único que quería era: que su madre llorara, que no se volviera a casar, que Dios no la volviera a decepcionar de aquel modo. Ese hueco que dejó Otto fue el mismo que usó Plath para escribirle un poema a su hijo hablando de su marido, que ya no viviría con ellos: Serás consciente de una ausencia, ahora. Aun así, la paz volvió al hogar Plath: los abuelos se mudaron a su casa y, poco después, por un curso que impartiría Aurelia en la universidad, se marcharon los cinco al interior (con mejor clima para las enfermedades de todos), en el que Sylvia volvió a reconducir su pequeño mundo hacia una estabilidad. Escribía, pintaba, sacaba matrículas de honor, tocaba el piano. La mayor diferencia con respecto a la vida que habían llevado con su padre era que, de pronto, el poder estaba repartido en tres personas distintas y, sobre todo, que se estableció una especie de matriarcado al que ni Sylvia ni Warren estaban acostumbrados cuando su padre vivía. Aurelia, en unas memorias inéditas, habla del poco dinero que tenían, pero de todos modos tenía un fondo destinado a libros y teatro, a los que les daba carácter de imprescindible. En ese ambiente renovado y sano, creció una Sylvia Plath aplicada, inteligente y sensible.
La chica que quería ser Dios
Sylvia PlathEn cuanto ingresa en el colegio de bachillerato superior, Sylvia Plath se divide en dos: la que escribe compulsivamente en su diario, anotándolo todo, y la que se preocupa de salir con el mayor número de chicos posible (hasta el punto de apuntar cuántas veces le habían pedido cita, cuántas veces la había pedido ella, sus correspondientes rechazos y citas en total). Se propone cambiar de actitud, no ser tan restrictiva consigo misma, y se busca un diminutivo para esa nueva Sylvia: Sherry. Aun así, la señorita Plath se abre paso entre las murallas de la enfermedad llamada adolescencia y empieza a formar parte de un grupo selecto de estudiantes del profesor Crockett. En el programa especial, estudian y leen a Hemingway, Eliot, Frost, Dickinson, Faulkner, Lawrence, Yeats, Joyce, Woolf, Dylan Thomas, Shakespeare, Platón, Dostoievski… La Sylvia Plath, bajo el estímulo del profesor y el grupo, vuelve a mostrar su lado más vital y entusiasta, y aunque en ningún momento el objetivo del profesor Crockett era volverlos competitivos, Sylvia no se relaja y acaba siendo la mejor en todo; Crockett, que la recordó años más tarde diciendo que le debía mucho, se preguntaba si se relajaría alguna vez. La respuesta era no. En aquel curso, Sylvia anotó en su diario: Nunca jamás conseguiré la perfección que anhelo con toda mi alma… mis pinturas, mis poemas, mis cuentos.
Entre artículos, diarios, cuentos y poemas, Sylvia empieza a coquetear con la literatura, que ya iba un poco más allá de la propia escritura, y se da cuenta de que todo lo que vive lo justifica, de algún modo, convirtiéndolo en ficción, reciclando todo cuanto le pasa. En casa, sobre mi escritorio, está el mejor relato que he escrito. ¿Cómo puedo decirle a Bob [Riedeman, su novio] que mi dicha se debe a haber arrancado un trozo de mi vida, un trozo de dolor y belleza, y haberlo transformado en palabras mecanografiadas sobre un papel? ¿Cómo puede saber él que justifico mi vida, mi emoción intensa, mi sentimiento, convirtiéndolos en letra impresa? Sylvia, que ha dejado atrás a Sherry y la ligereza, ingresa en la Universidad, en Smith, y eso la hace profundamente feliz. Va a convivir en una residencia femenina de estudiantes con otras (casi 50) chicas, y no hay nada que le agrade tanto como ser la protagonista del momento dulce que está viviendo. Además, procura desvincularse de la mujer común y se niega a cocinar tres veces al día, a la jaula, a la rutina, a la costumbre; La chica que quería ser Dios es lo que desearía, escribe en su diario, y olvidarse de las restricciones y las limitaciones, ya como Sylvia Plath, sin necesidad de dualizar su personalidad (Sherry no tenía apenas fuerza). Pero la felicidad de la futura poeta es siempre efímera, porque su autoexigencia la mantiene constantemente alerta y sin relajarse, como decía el profesor Crockett: Me aterra pensar que la vida se me escapa como agua entre los dedos… tan deprisa que tengo poco tiempo para parar de correr. No quiere descansar y detenerse un momento a pensar, porque le angustia no poder estar en todos los sitios que desea; sitios, por supuesto, de reino intelectual. Lo único que la calma es sacar las notas brillantes que saca y que la inviten al baile los chicos, pero no es suficiente.
La vida es soledad, pese a todos los opiáceos, pese a las máscaras risueñas que todos nos ponemos. Y cuando al fin encuentras a alguien a quien crees que podrás mostrar tu alma, te detienes asustado por tus propias palabras… palabras tan apagadas, tan feas, tan vacías y débiles… por haber permanecido tanto tiempo en tu angosto y oscuro interior. Sí, existe la alegría, la satisfacción y el compañerismo… pero la soledad del alma en su pasmosa timidez es abrumadora y espantosa.
Sylvia Plath vivía atemorizada por sus propias preguntas: ¿Para qué es mi vida? ¿Qué voy a hacer con ella? En sus diarios, que escribía metódicamente, vemos cómo se va abocando a un dramatismo poco característico para una joven de su edad, con las oportunidades y la mente brillante que poseía; todas las cualidades que tenía se volvían en su contra, hasta el mundo de angustiarse por no tener pareja, una pareja real, y creía que se volvía loca, que el sueño era negro, y el desvanecimiento, y la muerte. Igual que Alfonsina Storni vivía como un hombre (que quería decir, para la época, libremente), Sylvia Plath siente que la mujer tiene a su alrededor unos barrotes, como de cárcel, que el hombre ni siquiera ve. Y escribe:
Estoy de malas. Me disgusta ser chica porque como tal he de comprender que no puedo ser hombre. En otras palabras, tengo que canalizar mis energías en la dirección y la fuerza de mi compañero. Mi único acto libre es elegir o rechazar a ese compañero.
Mi gran tragedia es haber nacido mujer
Dick Norton y Sylvia Plath eran novios en su primer año de Smith. En las vacaciones de primavera, Sylvia aceptó un trabajo para poder estar más cerca del que creía que sería su marido. Aunque discutían y vivían momentos que a Sylvia le parecían desagradables, estaba tan angustiada por ser todavía virgen y no encontrar al hombre perfecto, que se negaba a romper con su compromiso. En aquellas vacaciones, Sylvia, resentida, se negó a visitar a Norton cuando este se lo pidió, de modo que acabó intimando con una camarera a la que había conocido en aquellos días. La traición de Norton hizo que Sylvia sintiera todavía con más pesar aquel disgusto por ser una chica, aquella importancia que se le daba a ciertas cosas porque así estaba determinado socialmente. Estaba absolutamente decepcionada e indignada: Mi gran tragedia es haber nacido mujer. La poeta se estaba reservando la virginidad para su marido, posiblemente Dick Norton, mientras él había hecho el amor con una mujer que no le importaba en absoluto. La sexualidad era un tema recurrente en los cuentos y en sus meditaciones, sobre todo por lo que leía y por lo que debía ser en aquella época una mujer ideal; además, no dejaba de tener en cuenta todo lo que se decía, como que la mujer no se siente satisfecha con el acto sexual o que se necesita tiempo y seguridad para alcanzar el placer completo. El sexo era el enemigo; el hombre, por tanto, también.
Sylvia Plath con NicholasEn aquel curso Sylvia leía a Ortega y Gasset o Thomas Man, pero uno de los libros más importantes fue Male and Female, deMargaret Mead, precisamente porque encontraba en él la provocación para sus propios pensamientos y vivencias. Plath subrayaba: ¿Hemos hecho algo igualmente desastroso para todos educando a las mujeres igual que a los hombres? Las mujeres verán el mundo de forma distinta que los hombresEd Cohen, un amigo con el que se escribía filosófica, literaria e íntimamente, un gran apoyo que Plath necesitaba, le mandó estas líneas:
Tienes que afrontarlo… nosotros los “radicales” creemos que la mujer debe compartir la vida y las experiencias de su marido, pero para la mayoría de la gente la mujer tiene un papel social definido en el matrimonio que no permitirá la existencia (sic) que me siento inclinado a creer que tú deseas antes de dedicarte al hogar y a los niños y todo lo demás. Si me permites ser mordaz por una vez, los buenos chicos pulidos que conoces (ya sabes, los que quieren que la madre de sus hijos sea virgen, etc.) se morirían ante la sola idea de que su esposa viviera en la selva mexicana o en la orilla izquierda de París. Lo cual significa simplemente que el tipo de individuo que cree en lo que yo llamo un tanto despectivamente moralidad convencional, llevará también un tipo de vida un tanto convencional. Y es probable que tal situación sea literariamente bastante estéril… Puedes dedicarte a tu carrera, o puedes criar una familia. Pero me extrañaría mucho que pudieras hacer ambas cosas dentro del marco social en que vives.
La elección de Sylvia la dejaba profundamente deprimida, porque no quería renunciar a nada (la imagen de la higuera en La campana de cristal). No sabía quién era, adónde quería ir, qué sentido podía encontrarle a su existencia. Tenía grandes esperanzas en convertirse en escritora y, a un tiempo, no creía poder hacerlo aunque confiaba en su trabajo y lo defendía. Por otra parte, no había otra cosa que deseara más que encontrar un buen hombre con el que casarse y tener una familia (esa sumisión que Aurelia aceptaba para tener un hogar tranquilo). Pero algo la iba a hacer desplomarse y dejar el matrimonio y todas las cosas que le preocupaban a un lado, porque estaba a punto de sucumbir a su propia oscuridad. Fue invitada cuatro semanas a Nueva York como redactora de Mademoiselle, una revista femenina de moda de la que era becaria, y allí le prepararon una cita con un rico peruano sin escrúpulos, que intentó violarla, insultándola con violencia. Después de aquello, y de la relación con Dick cada vez más insignificante, arrojó toda la ropa que se había comprado para aquellas cuatro semanas, renunciando a la moda femenina, a ese lado de la mujer; sería una persona distinta a partir de entonces. Pero después de aquel forcejeo consigo misma, cayó, como tantas otras veces pero con un motivo mayor, en su propia enfermedad. Estaba tan deprimida, con (sus primeras) ganas de acabar con su vida, que su madre, al encontrarle cortes en las piernas, acabó por convencerla para que hiciera terapia de shockAlgún dios me agarraba por las raíces del pelo. Y aquel dios que le agarraba por las raíces del pelo con sus voltios azules, con aquella terapia de shock, no fue suficiente para aplacar el mal de Sylvia Plath, que acabó tomando somníferos hasta perder el conocimiento. Estuvo inconsciente dos días en el sótano de su casa, donde se escondió. Salgo a dar un paseo largo. Volveré mañana.
La bella joven de Smith
Sylvia Plath estuvo desaparecida esos dos días porque se había metido en un lugar poco accesible debajo de la casa y no daban con ella. Aurelia, su madre, denunció la desaparición: investigaciones, policías, reporteros, voluntarios, ciudadanos, noticias nacionales. La bella joven de Smith, que así fue como la llamaron, estuvo desaparecida en Wellesley hasta que Warren oyó un gemido, la buscó y la encontró semiinconsciente, con contusiones y cortes bajo el ojo derecho. Una vez en el hospital, cuando abrió los ojos y su madre le dio ánimos, diciéndole que toda la familia estaba muy contenta de hacerla encontrado, Sylvia se lamentó: Fue mi último acto de amor. Aurelia explicó que el suicidio se debía a su incapacidad para escribir, a la falta de fluidez (entonces ya tenía muchos relatos escritos, además de ser redactora de la revista), o incluso que Sylvia estaba enamorada dePerry Norton (hermano de Dick y amigo de su hija) y este se había comprometido hacía poco. Los médicos dijeron que no había síntomas de psicosis ni esquizofrenia y que, con ayuda, se recuperaría completamente; aun así, la actitud de Sylvia era incompatible con el diagnóstico esperanzado: no quería curarse y no quería avanzar hacia ninguna parte, sino de nuevo al interior, a ese abismo. Había perdido la facultad de escribir y leer, y una vez en semana su antiguo profesor Crockett la visitaba y le daba refuerzo para que volviera a ser la señorita Plath que todos conocían. En 1953, Sylvia estaba recuperada y un año más tarde estaba lista para ingresar de nuevo en Smith, ya como escritora respetada y admirada por todas sus compañeras de estudio. En cuanto a su enfermedad, que extrañaba tanto a sus amigas, la escritora decía que Duele todoEra como si ardiera bajo la piel. De la relación entre locura y escritura, que tan romántica parece, Plath dijo que no existe: Cuando estás loca, estás ocupada en estar loca… todo el tiempo… Yo cuando estaba loca, era solo eso, una loca.
Un Adán violento
En 1955 le dan una beca para que estudie en Cambridge y Sylvia parece que recupera toda la vitalidad y la energía necesaria. Por entonces, la poeta se ha despedido de aquella niña Sherry que quería liberarse y volverse algo más ligera, pero precisamente esa libertad, sobre todo sexual, tensa la relación con su madre. Sylvia mantiene relaciones con varios hombres, y para su ingreso en Cambridge sigue en pie encontrar un marido, pero como la beca financia todo lo que tendría que hacer un hombre, su despreocupación la lleva a una vida un poco menos ordenada e inmediata. Aun así, Inglaterra no iba a ser la cura a todos sus temores, porque en febrero de 1956, en su diario se puede ver cómo vuelve a analizarlo todo minuciosamente hasta el hartazgo. Lo determinante es una carta que le manda a su médico en la que le confiesa que vuelve a sentir los mismos síntomas, cuando se intentó suicidar:
Querido doctor: Me encuentro muy mal. He tenido el corazón en un puño con palpitaciones y amagos. De repente, los simples rituales del día se resisten como un caballo terco. Resulta imposible mirar a la gente a la cara. ¿Puede irrumpir de nuevo el mal? ¡Quién sabe! La conversación intrascendente es fatal.
Sylvia Plath y Ted HughesTambién la hostilidad aumenta. Esa virulencia peligrosa y devastadora que surge del alma enferma. La mente enferma, también. En nuestro interior se derrumba la imagen de identidad que a diario luchamos por grabar en el mundo indiferente u hostil; y nos sentimos aplastados.
Esa inseguridad la reconduce en cólera, porque tiene 23 años y sigue soltera. Y ese pesar, sin que lo sepa todavía, estaba a punto de disolverse, porque compra un ejemplar de una revista literaria en la que vienen poemas de Ted Hughes que, como ya imaginamos, la sobrecogen. Aquella misma noche se presentó en la fiesta de la revista y conoció al poeta, que se convertiría en su marido. En una habitación aislada…
Me besó violentamente en la boca y me arrancó la cinta del pelo, mi pañuelo rojo del pelo que había soportado el sol y mucho amor y no volveré a encontrar otro igual, y mis pendientes de plata preferidos: ja, continuaré, rugió. Y me besó el cuello y yo le mordí fuerte la mejilla y cuando salimos de la habitación la sangre le caía por la cara.
Sylvia Plath se enamora y cree haber encontrado al hombre más fuerte del mundo, un Adán alto, desmañado, saludable, con voz de trueno (así se lo cuenta a su madre en una carta), un vagabundo que jamás se detendrá. Un hombre (le cuenta a su hermano) igual a ella, con la voz más rica y extraordinaria que Dylan Thomas, capaz de sacar uno de los libros de su vitrina y ponerse a leerlos como ella misma, un contador de historias. Sin embargo, también le parecía un aplastador de cosas y personas, un hombre al que le gustaba beber y conquistar mujeres. El 16 de junio de 1956, Ted Hughes y Sylvia Plath se casan.
Tiempo antes de la muerte
Aunque por fin había encontrado lo que tanto anhelada, un marido, la Sylvia Plath esposa escribe esto en su diario en el primer tiempo de su matrimonio (tan diferente a la actitud sumisa de su madre, que también se había casado con un hombre inteligente al que admiraba):
La ofensa penetrando, nítida como una navaja, y sangre oscura que mana… Sentada en el comedor con camisón y jersey contemplando la luna llena, hablando con la luna llena, iniquidad que crece hasta llenar la casa como planta antropófaga. La necesidad de salir. Todo está en silencio. Quizá él esté dormido. O muerto. Cómo saber cuánto tiempo hay antes de la muerte…
El amor que sentían el uno por el otro era devastador y fuerte. Si tenemos en cuenta el historial de Sylvia Plath, podríamos adivinar, sin saber cómo acabó finalmente el matrimonio, que no le haría ningún bien. Era la esposa de un hombre brillante al que admiraba y al que seguía donde fuera, pero su condición de casada le coartaba, como ya había reflexionado tanto en su reciente juventud, una libertad que para la poeta había sido siempre vital. Caminaba un poco por detrás de Ted y siempre le complacía lo que a él, como advertían los amigos que compartían con ellos los primeros años de noviazgo. Pero Sylvia quedó embarazada y las sombras eran menos sombras, daban menos miedo y de alargadas pasaron a insignificantes. Frieda encarnaba la luz que tanto faltaba a su madre.
Me miré el vientre y vi a Frieda Rebecca [su primera hija], blanca como harina, con la crema que cubre a los recién nacidos, con graciosos garbancitos de pelo aplastados en la cabeza, y enormes ojos azul oscuro… La comadrona la limpió con una esponja junto a mi cama en la palangana grande de pírex y la echó en la cuna bien tapadita con una botella de agua caliente; mamó unos minutos como una pequeña experta, consiguió sacar unas gotas de calostro y luego se durmió… Nunca me había sentido tan feliz.
Sylvia Plath y Ted Hughes 2
Entonces Sylvia Plath pasó a ser madre, no escritora. Y el cambio de rol le traía problemas de identidad con Ted y consigo. Estoy pensando ponerme a trabajar yo misma si Ted se ocupa de dar de comer a la niña al mediodía.Sylvia empezaba a ser, aunque lo advirtiera solamente ella, la madre de Frieda y también una escritora publicada; sus dos identidades estaban condenadas a entenderse, porque eran igual de fuertes. Después de las buenas críticas, el The New Yorker le ofrece mandar todos los poemas para publicárselos. Por entonces, Sylvia sufre un aborto y en el poema Tulipanes aparece una mujer hospitalizada que quiere quedarse ingresada, en un momento de plenitud total (quizá porque la relación con Ted ya había estado salpicada de momentos tensos, coléricos; el hospital ofrecía a Plath un lugar sin connotaciones negativas, como un limbo).
Soy una monja ahora, nunca he sido tan pura.
No deseaba flores, querría únicamente
yacer con las palmas hacia arriba, totalmente vacía.
La campana de cristal
La novela autobiográfica que escribió Sylvia Plath tenía la intención de narrar las cuatro semanas que pasó como redactora invitada por Mademoiselle, su ruptura, su depresión, el intento de suicidio. Pero además, con la imagen de la higuera, trataba un tema que todavía le preocupaba: elegir. Una mujer tenía necesariamente que elegir, y ahora Plath era madre y escritora a la vez.
Vi mi vida desplegándose ante mí mi vida como las ramas de la higuera verde…
En la punta de cada rama, como un grueso higo morado, me hacía señas y me llamaba un futuro maravilloso. Un higo era un marido y un hogar feliz e hijos y otro higo era una famosa poeta y otro higo era una brillante profesora y otro higo era E Ge, la asombrosa editora, y otro higo era Europa y África y Sudaméricca y otro higo era Constantino y Sócrates y Atila y un montón de amantes con nombres extraños y profesionales originales y otro higo era una campeona del equipo olímpico y por encima y más allá de todos los higos había muchos más que ni siquiera podía distinguir.
Me veía sentada en la horquilla de la higuera, muriéndome de hambre, sólo porque no podía decidir qué higo quería elegir. Los quería todos y cada uno, pero elegir uno significaba perder todos los demás…
Entretanto, Sylvia y Ted tienen su segundo hijo, Nick, pero el matrimonio es cada vez más una desgracia para ambos. Ted se ausenta injustificadamente, amantes, esas mujeres a las que le gustaba conquistar como ya sospechaba Plath en el noviazgo. Sylvia es celosa y aquel primer encuentro, en el que él la besa violentamente y ella le muerde la mejilla hasta sangrar, no es más que la primera escena de una vida que los iba a conducir a la locura, a la desesperación, cuando ya no controlas nada. El forcejeo al que se vieron sometidos era más de lo que Plath podía soportar; aunque daba muestras de querer solucionar su matrimonio y convertirlo en aquel perfecto que tanto había soñado, la realidad era bien distinta. Sus hijos, Frieda y Nick, eran pequeños, y Sylvia quemaba las cartas y el manuscrito de una novela dedicada amorosamente a Ted en una pequeña pira funeraria, para horror de Aurelia, que quiso evitarlo sin éxito. Sylvia estaba desatada, encolerizada. La ruptura era inevitable. Y finalmente Ted la abandona por la poeta Assia Wevill.
Se han librado de los hombres
patanes torpes, embotados, balbucientes.
Morir es un arte
No creía en la cura. Si el corazón es frágil, como una taza de porcelana, y una gran pérdida lo hace añicos, ni todo el tiempo y la bondad del mundo podrán ocultar las feas grietas. En cuanto el precioso líquido del amor se derrama, te quedas seca. Seca y vacía.
Sylvia se había quedado seca y vacía, y además tenía un corazón frágil y ya lo sabía, como una taza de porcelana que lo único que había hecho era romperse en más pedazos, unos irreconciliables, tras una gran pérdida, como la ausencia de su padre. No, no había cura. Y la cura era devastadora. Ya en el poema Filo, la mujer alcanza la perfección cuando está muerta. Sylvia Plath tiene una gran (y oscura, tremenda) productividad que compensa la soledad, la ausencia y ese mal que volvía, como advertía en la carta que le mandó desde Cambridge a su doctor; ese mal volvía y no solo eso, sino que estaba dispuesto a quedarse, estaba dispuesto a volver el cuerpo de la mujer pura perfección, pura muerte.
Morir
es un arte, como todo.
Yo lo hago excepcionalmente bien
Tan bien, que parece un infierno.
Tan bien, que parece de veras.
Supongo que cabría hablar de vocación.
El 11 de febrero de 1963, Sylvia se despierta a las seis de la mañana y le prepara el desayuno a sus hijos, de tres y un año. En una bandeja lleva a la habitación de Frieda y Nick: pan, mantequilla, leche. Vuelve a la cocina en la que acaba de prepararlo, cierra la puerta, tapa todos los resquicios con toallas. Mete la cabeza en el horno. Abre el gas.
La mujer alcanzó la perfección.
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De JotDown, 04/2013