PABLO CEREZAL
La temperatura de la mañana se vestía de asfixia para dar la bienvenida al vendaval de escapes tóxicos de los innumerables vehículos que enajenaban la capital tailandesa en una maraña de estridencias y poluciones.
Bangkok acostumbra a arrullar tus sueños al ritmo de silencios inquietantes y a desbaratarlos al clamor de un frenesí acústico y aromático de difícil digestión.
Afortunadamente, me alojaba en un hostel que, arrumbado a la sombra de ciclópeos rascacielos, pero profusamente decorado con vegetación exuberante de esa que sólo puedes encontrar en Asia y que lograba que el pequeño recinto pareciese un mundo virgen y cuajado de deleites entre la pesadilla de hormigón y bocinas de la ciudad circundante.
Aquella mañana, el desayuno se componía de una sopa de noodles salpimentados con cilantro y cebollino, más un delicado cuenco con cerdo y gambas aderezadas con exquisito arroz y sabrosos y ácidos pepinillos. Tamaña delicia me hizo desistir de acometer, después, el obligado componente occidental del mañanero almuerzo: mantequilla, mermelada, huevos revueltos, tocino, ya saben, ese tipo de viandas que, producto del ansia por agasajar al turista extranjero, no pocos países han convertido casi en desayuno nacional, a pesar de que gusten de llamarlo internacional. Parece ser que la ensalada de grasa y aceite recalentada propia del mundo anglosajón, como sus diferentes productos de consumo, han de ser lo que a todos los habitantes del planeta hagan sentir satisfechos. Globalización, lo llaman. Yo, aquel día, como digo, prefería repetir la sopa típicamente thai, mucho más ligera y nutritiva. Y tal vez fue eso, a pesar de todo, lo que me hizo tomar constancia, a la hora, de que aún tenía hambre.
Paseaba, después, la ribera del Chao Praya, recordando la copiosa cena que pude disfrutar bajo uno de los puentes que desorganizan el fluir del río, en la otra orilla, la noche anterior. Abrumado por una turba de adolescentes que cocinaban su comida en pequeños fogones ubicados en cada una de las mesas, al estilo tailandés, descubrí nuevas texturas y sabores. Aunque, para qué mentir, salí del local algo hambriento de distintas texturas. Las jóvenes tailandesas gustan de vestir ropajes de colegialas incluso para salir a festejar, lo cual, ustedes sabrán disculpar, remueve en exceso el estúpido imaginario erótico masculino. Ahora, el río desmembraba neblinas mañaneras y zarandeaba las pequeñas embarcaciones que ponían en comunicación uno y otro lado de los dos Bangkoks en que, caprichosamente, el Chao Praya decidió dividir esta ciudad, años atrás.
Es más fácil trasladarse en barco que intentar cruzar el río, por alguno de sus puentes, en taxi, por ejemplo. El embotellamiento es descomunal y cualquier persona cuerda temería quedar atrapada en tal atolladero por siempre.
Pero aquella mañana, los cantos de las sirenas que en Chao Praya no habitan me incitaban a surcar sus aguas cual salmón, hacia arriba, contracorriente.
Pregunté en uno de los embarcaderos y el simpático vendedor de boletos me dijo que había un pequeño ferry que conducía aguas arriba, hasta la zona de los mercados flotantes. También me advirtió que debería apearme cuando el capitán de la embarcación anunciase la llegada a Mae Klong, un pequeño pueblecito en que podría disfrutar de algo que siempre, pase lo que pase, ocurra lo que ocurra, no dejo de visitar en ningún lugar del mundo al que mis piernas me conducen: mercados. La palabra mercado reverberaba, lujuriosa y aterciopelada, en mis oídos atronados por el tronar de los vehículos, y decidí seguir las recomendaciones del amable operario.
Sí debía, me advirtió, tener cuidado de no ir a parar al mercado flotante de no sé qué… disculpen, no fui capaz de retener el nombre, sólo memoricé el que él insistió en recomendarme: Amphawa, Amphawa, tras repetir en numerosas ocasiones: no turistas, no turistas. Afortunadamente, la abigarrada embarcación estaba a punto de zarpar. Así que deposité en las manos del amable señor un puñado de baths (moneda oficial del país) superior al que el precio marcaba, y entré al barco, sin saber muy bien cuánto tiempo transcurriría hasta llegar a Mae Klong, el lugar donde, supuestamente, debía apearme.
En aquellos momentos ignoré, y aún lo hago y prefiero seguir haciéndolo, qué aguas surcó aquel pequeño ferry confeccionado con pedazos de metal y madera herrumbrosos ambos. Sólo sé que serpenteamos corrientes en que pude disfrutar de la vida oculta del verdadero Bangkok. Plena ebullición de niños regodeándose en las aguas de un río no muy limpio pero cuajado de festividades paganas, como la de sorprender grandes reptiles correteando sus aguas, abrazarse a los juncos que brotan, como por generación espontánea, o prender inciensos y velas a las miles de variaciones del Buda que, sí, también pueden flotar y así lo demuestran en las aguas que lamen las costas de Bangkok.
Y, por el camino, un despliegue de nombres imposibles que pueden hacer las delicias de cualquier enamorado de la palabra, como Mahachai, Wongwienyai, Ban Laem y Naam Thai Chin, que despiertan sensaciones como ira, lujuria, sosiego y placer mientras tu mirada se viste de colores violetas, carmesís, anaranjados o verdosos y sueñas con viajar, seguir viajando para recorrer las calles de todos esos lugares, para reconocer el por qué sus habitantes (o sus gobernantes) han decidido bautizarlos con tanta sonoridad y belleza, para recordar que, del viaje, lo único imprescindible es la entrega al desvarío, ese salir de nosotros mismos que nos incita a entrar en contacto con personas distintas que mueven sus labios de manera diferente para dar forma a realidades verbales en las antípodas (bella palabra) de las que de habitual nosotros utilizamos, y recordar que los lenguajes, también, son seres vivos plenos de sonoridad y pura vida.
Después llegas a Mae Klong y pierdes el rumbo entre sus callejas que nada advierten de las delicias miríficas que esconde su perímetro.
A pocos kilómetros del lugar en que comienza mi paseo, se encuentra el mercado quizás más extraño al que se pude acudir para proveer las estanterías de la cocina: un mercado que se sitúa sobre las vías del tren. Y sí, el trazado ferroviario está en uso. Sólo que los mercaderes conocen bien los horarios en que el tren hace acto de presencia a su paso por Mae Klong, y tienen medido a la perfección el tiempo que precisan para desplegar su paleta de coloridos productos comestibles y textiles sobre los rieles para, instantes antes de que el rugido de la máquina devore los alrededores, desocupar aquellos y volver a empezar una vez el tren haya definitivamente abandonado la ciudad, con su rugido de tormenta y su nube de combustión.
Un simpático tendero intentó explicarme que esos raíles pertenecían, originalmente, al trazado del Tren de la Muerte, aquel que construyeron los japoneses para unir Birmania y Tailandia, en la Segunda Guerra Mundial. En realidad, no fueron los japoneses quienes cimentaron el citado trazado . Más bien, lo hicieron miles de prisioneros de guerra que sufrieron condiciones de subsistencia realmente espantosas perdiendo, muchos de ellos, la vida por razón de éstas, y otros muchos por los bombardeos aliados que pretendían acabar con el plan de Japón que, de haberse llevado a cabo con éxito hubiese supuesto una de las vías de abastecimiento militar mayores de todo el sudeste asiático. Sobre parte de este desastre histórico, Hollywood realizó un film que no pocos réditos proporcionó a su director y equipo técnico: El puente sobre el río Kwai. Aunque lo cierto es que el puente de la película, lo que sobrevolaba con sus férreos travesaños era el río Mae Klong, y no el Kwai. Tal vez por eso no me he preocupado desde entonces de corroborar la versión que me disertó el comerciante. O tal vez por no desmentir a un extraño que lo único que pretende es facilitarte algo de entretenimiento antes de que caigas en sus mercantilistas garras y acabes comprándole numerosos productos que de nada te servirán. El Arte de Vender, de eso trata. Al fin, ya que vas a dilapidar tu economía, al menos, que el instante en que lo haces sea lo más agradable posible.
A pocos metros del mercado, abandonada ya su jauría de vegetales en desuso y carnes amancebadas de polvo y moscas, pude dar con el lugar donde podría tomar un colectivo que me acercase hasta Amphawa, una recolección de canales fluviales en los que, según me indicó horas antes, en Bangkok, el tailandés que dispensaba billetes para el viaje en ferry, flotaban numerosas barcazas que vendían todo tipo de productos: desde suculenta comida hasta coloridos ropajes.
En el interior del microbús, los chillidos de los escolares en efervescencia de día festivo se mezclaban con las conversaciones etéreas de los ancianos que acudían al mercado en busca de una buena recolección de viandas que les proveyese de sustento durante la semana. El interior del vehículo era un festival de voces y aromas, no todos agradables, que colisionaban con los virajes demoledores que imprimía el chofer más o menos a cada minuto.
Tras muchos vaivenes y no pocos encontronazos entre quienes nos apilábamos en el interior del vehículo, arribamos a las orillas del mercado flotante de Amphawa, el lugar que escuché del operario.
La primera sorpresa que espera al viajero es la minuciosidad con que los muelles que rodean la multitud de canales en que se enhebra el mercado acometen la decoración de sus edificaciones de madera y el primoroso enlosado que, en forma de recoletos escalones, baja hasta la orilla de cada canal.
Después, las aguas, turbias pero calmas, surcadas aquí y allá por multitud de pequeñas embarcaciones de madera o bambú en cuyo interior se afanan, mayormente mujeres de avanzada edad, en cocinar deliciosos platos que los futuros comensales que pasean por puentes y caminos, decidirán ordenar de un momento a otro. El cliente baja los escalones hasta la orilla, hace señas a la propietaria de la barquita cuya especialidad culinaria más les llama la atención, ésta separa las manos del pequeño fogón instalado en el fondo del paquebote para tomar los remos que lo mantienen en movimiento y, con marinera pericia, se acerca hasta el lugar donde espera, frotándose las manos, el nuevo comensal. Una breve transacción oral que incluye el pacto del precio acorde, y el plato brota del interior de la embarcación crujiente de aroma y sabor.
El espectáculo de las barcas surcando los canales con parsimonia cercana a la inactividad, en contraste con el gentío que deambula los caminos que orillan los canales de Amphawa es, quizás, una de las más reconfortantes visiones que un viajero avezado puede enfrentar. Y luego los aromas, envolviendo la atmósfera, apenas mutilada por las conversaciones de los visitantes. Sencillamente arrebatador.
No obstante, recordé las palabras de quien hasta allí me condujo: no turistas. Aquello no era Disneylandia, no, pero tampoco un lugar virgen de turistas: numerosos tailandeses, no pocos coreanos, y algún que otro japonés paseaban las estrechas callejas y se tomaban fotografías junto a las añosas barqueras que, a orillas del río, hacían despliegue de toda su increíble sabiduría culinaria confeccionando platos cuyo sabor es difícilmente olvidable.
Aun así, insisto, el paseo merece la pena. Y mucho más la comida: desde el delicioso pad thai bien aderezado con guindilla y mixtura de maní, hasta los pedacitos de sepia a la plancha embadurnados en salsa de mango, pasando por el suculento nam prik pao en cuya espesa salsa de chile tostado flotan cadáveres de los camarones secos. Y es que, en Amphawa, como en cualquier lugar de Tailandia, la comida es Arte, y enfrentar el plato principal del día en cualquiera de sus puestos callejeros supone, además de un económico modo de alimentarse (como en cualquier parte del mundo en que la comida se sirva en la calle), también un deleite para el paladar y los sentidos (al contrario que en cualquier parte del mundo en que la comida se sirva en la calle). Comer barato y poco higiénico no ha de significar comer, o simplemente engullir. Los tailandeses son conscientes de que la comida ha de ser embriaguez de los sentidos y no simple acto de tragar. Y en Amphawa, doy fe, las señoras que gobiernan las embarcaciones.
Pero para un servidor, la experiencia de Amphawa, no se agotó en el consumo atropellado de deliciosos platillos de comida (lo lamento, todo me apetecía probar), y el paseo abotargado por entre las tiendecitas de souvenirs que avasallaban los estrechos caminos por entre los que caracoleaban los canales.
Afortunadamente, debido a que un simpático tailandés me ayudó a utilizar los palillos de madera para comer sin ofender a los ancestros (sí, hasta la manera de comer tiene modos ligados a costumbres de respeto y buen gusto), pude saber que Amphawa ofrece más que el mercado acuático.
Acompañado por el citado joven, que debería ahora aclarar que no era simpático sino simpática joven, tomé una escueta embarcación que sortearía barcazas de comida y me llevaría en taimado y delicado paseo por entre los manglares. Todo un espectáculo para los sentidos… y mi sensación de habitar uno de los memorables decorados de Apocalypse Now.
¡Ah! Y explico lo de la joven tailandesa. De todos es conocido el tremendo porcentaje de transexuales que habita este país, y aunque a muchos les parece que esto se debe únicamente a la pujanza del comercio sexual europeo más depravado (ya saben, y si no se los recuerdo: uso y abuso de niños, niñas y etcéteras propiciados por la sensación de impunidad que proporciona un puñado de billetes), puedo afirmar que no es así, y que la benevolencia de esta sociedad se sustenta en unos dictados de comportamiento y urbanidad guiados por el respeto que impone la raíz misma de la religión que, de manera mayoritaria, allí se practica: el budismo. Sí, una religión no discriminatoria, y que realmente lleva hasta sus últimas consecuencias el dictado máximo que debería guiar a cualquiera de las creencias religiosas: el respeto e, incluso, amor al otro, incluido el diferente. No es tan bonito, no se crean. Todo depende de la rama del budismo a que refiramos. Pero la que reina en Tailandia es, quizás, de las más apreciables en este aspecto.
Así pude, junto a aquella hembra que antes fue varón sin dejar nunca de ser fémina, informarme de las diversas variedades de cocodrilo que habitan las aguas de Amphawa, de cómo éstos entran y salen, a voluntad, de las viviendas de madera que sumergen sus pilares en las aguas del río, de cómo las familias dejan preparados auténticos festines para ellos (normal, mejor que elijan el festín de carne preparada por el humano que el banquete de carne cruda que puede suponer dicho humano), de la obscena variedad de vegetación que enreda las aguas, de la capacidad de aguante de los lotos gigantes a que los niños se suben para después sumergirse en las aguas tras intentar dar vueltas en el breve vuelo de sus piruetas y, lo más importante: pude conocer de primera mano no pocos de los ritos que debe seguir cualquier fiel cuando entra en un templo dedicado al Buda.
Los templos que deshilvanan el atardecer de Amphawa con sus delicados tirabuzones de piedra y silencio merecen, por sí solos, la visita. Y los ritos, oraciones, costumbres que están obligados a seguir los fieles que en su interior deciden situar sus pies desnudos, merecen, más que una visita, una vida entera.
Respeto. Eso es lo que encontré en Amphawa: respeto por la comida, respeto por las costumbres, respeto por el otro, respeto por la calma y el sosiego, respeto por la vida de animales y plantas, e incluso por la del extranjero, aunque llegue éste hasta aquí, en no pocas ocasiones, con la insana intención de imponer. Sí, respeto. Les invito a visitar Tailandia. No se arrepentirán, y prometo respetarles si declinan la oferta en favor de un viaje irrespetuosamente consumista a Miami, por ejemplo.
_____
Publicado en Escape (La Razón/La Paz), 05/01/2014
Fotografía: Pablo Cerezal
No comments:
Post a Comment