Monday, January 27, 2014

Don Nicanor Parra


por RAFAEL GUMUCIO

Señor 
Nicanor Parra Sandoval 
Calle Lincoln ·# 10 
Las Cruces, San Antonio 
Chile 

Don Nicanor:

Habría querido ir a visitarlo en mi último viaje a Chile pero fui víctima de una serie de bodas y no pude ni por un minuto dejar de abrazar gente en Santiago. No sé manejar y no sé si me habría atrevido a ir solo a Las Cruces, en bus, como un fan cualquiera. Podría haber usado a Ignacio Echevarría y pasar por su acompañante, pero tengo entendido que juntos completaban su proyecto de Obras completas y esas cosas serias a mí me espantan.
Si he de ser sincero, no sólo no lo visité por razones logísticas. En mi lucha sin cuartel contra la timidez, sólo en dos campos de batalla pierdo, todavía, sin remisión: con las mujeres y con la literatura. Mis libros y los de otros me hacen sonrojar de deseo y de vergüenza. En cuanto a los escritores, juego a ser uno de esos relajados y despreciativos hombres de letras que detestan a los de su especie. Con orgullo repito que he sido un maestro en esto de evitar conocer a escritores, más aún a escritores famosos, y más todavía a escritores famosos que me gustan. Pero es cada vez menos cierto. De hecho, la primera vez que lo visité fui con Germán Marín, quien, a pesar de ser uno de mis escritores favoritos, no me hace tartamudear. Y así hay otros.
Sin embargo, sigue repugnándome y fascinándome al mismo tiempo la corte literaria. Más aún la suya, la de Las Cruces, donde bajo su sarcástica paciencia se mezcla tanto pelotudo gringo, tantos curas Valente, tantas licenciadas de la Católica y tantos hippies que de pronto descubren cómo está hecho el mundo. Creo que conocer a un escritor que uno admira es como conocer a los padres de tu novia. Si resultan ser feos y tontos, ya no podrás dejar de pensar en el momento en que tu amada se parezca fatalmente a ellos. Si son interesantes —o, peor, fascinantes—, entonces terminas por dejar a tu novia y frecuentar sólo a los padres. Es lo que me pasó con usted. Su poesía sigue gustándome, claro, y sigue corriendo por mis venas (como le sucede a casi todo el mundo en Chile; sobre todo a quienes no la han leído ni en pelea de perros). Pero ahora me fascina mucho más su lógica que su poética. Lo que no deja de ser normal, siendo usted un matemático de profesión.
Don Nicanor, a usted le gusta ser el toqui, la machi o el werkén de su tribu. Pero también es —y eso me interesa mucho más— ese ecologismo de chaleco vuelto con el que seduce a las damiselas; el profesor de Ingeniería que sabe de política, plata y farándula. La radiocasete que toca a Cole Porter, al ritmo del cual usted baila para demostrar su estado físico; la bandeja llena de tazas con las que les sirvió el té a mis hermanos, su implacable necesidad de seducir en todo momento, su incapacidad para decir tonteras y su gusto por que alguna rebote para hacer piruetas con ella, sin caerse. La conversación, aunque en apariencia delirante, fue siempre tan civil. Me impresionó conocer al poeta y al mito, y todas esas huevadas. Pero sobre todo me gustó estar con un chileno universalmente chilensis.
No le escribo, don Nicanor, sólo como chupamedias literario que quiere encomendar su obra a la sombra de una sombra mayor. En aquella visita a su casa no sólo me di cuenta de que, al revés de lo que piensan los huevones, usted no ha pasado de ser ingeniero a ser ingenioso, sino que del chiste extrae la precisión y deja el humor como una esquirla. Todo eso —los objetos, los dibujos, las traducciones de Shakespeare— es muy interesante, pero no tiene nada que ver conmigo. En cambio sí me concierne (y me duele y me gusta) que lo hiciera el primer chileno completo que he conocido. Porque, a diferencia de mí, usted no vive en Chile, sino que Chile vive en usted.
Sin drama y sin gritos, sin explicaciones, sin lamentos y sin himnos. Su obra es universal y nada criollista. Expone en Nueva York pero es de Chillán, esa ciudad que yo he buscado dos o tres veces en la carretera sin encontrar más rastros que dos carteles: uno que dice “Bienvenido a Chillán”, y otro que dice “Gracias por su visita”. Eso es Chillán para mí. Para usted, es un universo del que me toca ser el arqueólogo sin ruinas que desenterrar.
Hablamos, a la salida de ese boliche costero en el que almorzamos, de Neruda (“Pablito”, lo llamaba usted) y después pelamos a De Rokha. Ya en su casa, sobre el sofá había una foto de Violeta Parra con un señor que parecía su papá y que era usted hacía más de treinta años. Puros símbolos patrios de feria artesanal que para usted eran recuerdos vivos, bromas, ideas para ponerle etiquetas a sillas rotas. Usted, como quien no quiere la cosa, ha sido parte de todas las instituciones patrias. El Barros Arana, donde estudió e hizo clases. La Universidad de Chile, donde ídem. Las editoriales Nascimento y Universitaria, en las que publicó. La poesía chilena —esa institución entre todas nuestras instituciones—, en la que usted se ha sentido tan cómodo que hasta ha podido, como un niño, rayar con caca las paredes del panteón.
Todo eso que para usted es biografía, para mí es cadáver. Soy de una generación de chilenos que no tuvo derecho a la parodia sangrante ni a rastros de esos símbolos o instituciones: colegios intervenidos por milicos, universidades arruinadas en las que no iban a clases ni las ratas, editoriales miedosas, diarios de mierda, poetas que se quemaban la cara o se abrían las venas por temor a que los escuchasen, escritores que no se atrevían ni a pronunciar frases completas, para no molestar… Por eso puedo escribir esta historia de Chile. Porque ese Chile que usted aún habita, del cual es no sólo el sobreviviente sino el único viviente, ese Chile a mí me tocó muerto. Déjeme, a mí, que no lo conocí, escribir su epitafio.
Ya no hay Chile, su Chile, pero hay mitos chilenos. Fantasmas sin cuerpo que vienen a molestar a los guardias en los muros del castillo, hasta hablar con un hijo que se llama como ellos. El rey Chile le cuenta su propia muerte al príncipe Chile. ¿No le parece un comienzo ideal para una historia, don Nica? Hay una leyenda que contar, una mentira que desmontar para montarla de nuevo. Hay una forma de hablar y no hablar, que en su casa, sobre los sillones cubiertos de sábanas húmedas, descubrí que quería escribir. En su casa, en invierno, se me ocurrió escribir esta historia. Esta carta es para responsabilizarlo por los daños.
Uno, o al menos yo, siempre escribe para alguien. La última vez que lo vi usted elogió el Manual de historia de Chile de Frías Valenzuela. Este libro quiere ser su contrapeso y su ilustración. La juventud de un escritor se malgasta en la búsqueda de ancestros que le gusten más que los que le tocaron al nacer. Después uno sabe que los de uno son también los otros, y que la Historia de Chile es sólo una historia, y al mismo tiempo toda la historia, de cualquier provincia cagona y muerta de miedo (y todos los países, hasta los imperios, son provincias cagonas y muertas de miedo). Esta explicación de por qué y cómo soy chileno la escribo para usted, un chileno sin explicaciones.
Espero que le guste.
Rafael Gumucio
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De Revista Ñ, 08/01/2014 
Fotografía: Rafael Gumucio 

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