Friday, August 31, 2012

El amigo Emery/Baúl de mago

Roberto Burgos Cantor

Emery Barrios representaba la huella viva de una Cartagena de Indias que, arrasada por los huracanes que conspiran contra las felicidades elementales de la vida, desaparece sin dejar sobrevivencias,.
Nunca concertamos un encuentro. Cada vez que lo vi, en la calle de la Universidad, parecía una cita preparada con antelaciones de la cortesía. Eran tropiezos de acera que ahondaban  una comunicación fluida en la cual se compartían motivos de la vida desde la alegría y el aliento que la hace posible. No en balde los cartageneros de antes al relatar un abrazo propiciado por la casualidad, manera de llamar lo inexplicable, decían: me tropecé con fulana. El tropiezo como saludo fugaz en los años que el tiempo duraba más y solo corrían los locos y los perseguidos.
Aparecía Emery de repente con su bigote amexicanado, sus lentes de vidrios gruesos con la neblina de salitre de quienes viven cerca al mar, detrás de los cuales se alcanzaban a ver unos ojos sobresaltados por emociones. Con un malabarismo de equilibrios imposibles por los papeles, libros, que cargaba, gesticulaba para acompañar sus palabras.
Esa reunión de acera, en los andenes angostos que fue agregando el urbanismo a las callejas para caminar o pasear en un victoria o un landó, no causaban mortificación a los paseantes raudos de hoy en Cartagena de Indias. Ellos con resignada solidaridad se bajaban de la acera y una delicadeza espontánea los hacia respetuosos de la conversación imprevista. A menos que fuera un foráneo, quien protestaba por la ocupación indebida del espacio público, vociferaba recomendaciones no pedidas, y tantas ocurrencias de hoy que no han logrado hacer la vida más vivible.
El tema de Emery Barrios era cada vez una progresión del mismo: la música popular.
Tenía una manera propia y muy de la Cartagena de Indias que se nos escurre sin condolencias de contar sus emociones. Es decir, no pontificaba, no hablaba de un descubrimiento a punto, no descalificaba a nadie, le bastaba con su vida para ser él como los seres nobles y admirables que hacen la vida sin aspavientos, sin resquemores, sin descalificar al vecino. Imagino así al boticario que recomendaba la Curarina de Juan Salas Nieto, o al inventor de la Kola Román, o al del vino afrutado de aroma intenso para la semana santa.
Por esto su diálogo era una ofrenda. Oferta de amistad sin contraprestación. Daba cuenta de las canciones que con una constancia de pirata enamorado encontraba en los larga duración de treinta y tres revoluciones que algún picotero decepcionado abandonaba en cajas sin candado en un patio de Lo amador, o de Torices, o del Camino de arriba. Así había reunido los momentos de inolvidable esplendor del maestro Pianetta Pitalúa, de la A número 1, los boleros de Gladys Julio.
Bajo un aguacero, en la acera, con el padre de Alfonso Múnera, hablamos una vez más. Me regaló un disco del Michi Sarmiento.
Generoso amigo a quien no vi bailar, que ese montón de acetatos con su anuncio de una felicidad alcanzable, te acompañen al aburrimiento de la eternidad.

De El Universal (Cartagena de Indias), 08/2012

Foto: Emery Barrios Badel

Thursday, August 30, 2012

La oscuridad de los premios literarios


Por José Sanclemente
Creo que Michael Connelly sabrá disculparme por parafrasear el título de su última novela ‘La oscuridad de los sueños’. Además en estos días estará por otras cosas, entretenido y feliz, porque el día 6 de setiembre recibirá el premio de Novela Negra de RBA, dotado con 125.000 euros.
Hace unos meses, cuando RBA se hizo con los derechos del autor norteamericano que ostentábamos en Rocaeditorial, ya me dijeron que la editorial de Ricardo Rodrigo había hecho una oferta importante, con premio incluido, que en la editora española durante los últimos años no íbamos a poder igualar.
Hasta ahí bien por Michael, un tipo genial, buen escritor y buena persona, al que tuve el gusto de saludar en Barcelona cuando le concedieron el Premio Pepe Carvalho en 2009. Y también habría que felicitar a RBA por dejarse de tonterías, que los tiempos están muy difíciles y es mejor ir sobre seguro y quitarle un autor a alguien que ya ha hecho un esfuerzo por darlo a conocer y no empezar de cero, que hoy en día los libros se están quedando en las estanterías de las librerías ante los vacíos bolsillos de los lectores. 
–Ya en la convocatoria pasada –me dice el amigo periodista–, RBA premió a Patricia Cornwell de Ediciones B y ésta acabó pasando a su cuadra de autores.
–O sea que debe de ser una táctica estudiada, le digo yo.
–Sí, será eso –me dice él sonriente– RBA quiere decir hoy en día Robo Buenos Autores. Es muy común en otras editoriales también. Me han pedido que escriba sobre eso… pero… no sé. Hay que guardar equilibrios.
–Pero si sabéis quién es el ganador que os van a contar en la rueda de prensa… ¿y el jurado, qué? ¿Me vas a decir que los cinco miembros del jurado saben desde hace cinco meses o más que el premio es para la nueva novela de Connelly? ¿Se prestan a eso? ¿Y todos los escritores que han entregado sus originales antes del 30 de junio? Algunos estarán esperando ganar… y ni siquiera se habrán leído sus originales.
–No seas inocente. Este es el juego de las editoriales. Y a mí me da igual ir a esa rueda de prensa que a las que se chupan mis compañeros de política en la que no se admiten preguntas. En cuanto al jurado… nadie en su sano juicio, dueño de una editorial, va a aceptar que se publique hoy en día a un autor desconocido por muy buena que sea su novela. Nadie le soltaría 125.000 euros. Eres un pardillo.
–Sí, seguramente tienes razón. Qué mal esta el mundo editorial… y qué mal el periodismo.
Publicado en Zona crítica (eldiario.es), 30/08/2012
Foto: Michael Connelly

Wednesday, August 29, 2012

Monsiváis


Elena Poniatowska
Conocí a Monsiváis en 1957 al lado de José Emilio Pacheco. Siempre los vi juntos. Delgadísimos, ágiles, implacables, pero también consigo mismos. (“Mi texto es un bodrio”, decía Monsi; “no tengo ni para comer” exponía José Emilio.) Ambos de pelo oscuro, mordaces, traviesos, anteojudos, deslumbrantes, caminaban y tomaban café y se leían en voz alta sus engendros. Ambos eran poetas y escribían en la revista Medio Siglo. Desde entonces los tres nos quisimos mucho porque nos unió la risa y nunca nos hicimos confidencias. Monsiváis está obligado a medio quererme porque doña Ester, su madre, se lo ordenó antes de irse al cielo, pero si por él fuera ya estaría yo cuatro metros bajo tierra, en la fosa pantanosa de su maledicencia.
Como todos sabemos que es punzante y taimado, su tartufería se transforma en una suerte de cordial virtuosismo que ejerce relamiéndose como el gato de Cheshire, ése que sonreía sin parar a la incauta Alicia enseñando sus dientes en la oscuridad del país de las maravillas. Que el rostro de Monsiváis es cada vez más felino, sus carcajadas más próximas al maullido, lo comprobamos quienes lo seguimos desde hace cuarenta y siete años y vemos cómo se blanquean prematuramente sus cabellos y se afilan sus uñas. A medida que pasa el tiempo Monsiváis se parece cada vez más a sus gatos: Rosa Luz Emburgo, Ansia de militancia, Eva Sión, Fetiche de peluche y Fray Gatolomé de las bardas, Chocorrol.
Monsiváis es un defensor de las grandes causas del país. Le importan las causas y los individuos le interesan en tanto que las promueven. Es la acción colectiva la que lo entusiasma y con ella se relaciona eficazmente y da generosas y valiosas directivas. Con nosotras, las mujeres, protagoniza escenas de pudor y liviandad a las que tenemos que acostumbrarnos para que prosiga la amistad. No visualizo a Monsiváis repartiendo sopas colectivas ni llevando pañales a guarderías, su acción es más amplia; lo personal le parece risible y frágil y lo pasa por alto. Para él, lo personal vale en tanto lo puede convertir en movimiento de masas. Si no, existe como motivo de risa y de escarnio. Odia los hospitales y no asiste a entierros, salvo al de Cantinflas, acompañando a María Félix, al de Pedro Infante o al de Lola Beltrán para ver a la gente llorar y poder desternillarse de risa. Para reírse de sus maldades cuenta con el apoyo incondicional de Sergio Pitol y Luis Prieto que se le unen en un trío temible frente al que palidecen las brujas de Macbeth.
Foto: Carlos Monsiváis

Tuesday, August 28, 2012

Al Chaco

Pablo Cingolani


No son mis huellas las que extraño, sino las otras, las que me abandonaron, las que se fueron yendo, tal vez las vuelva a encontrar, tal vez no
Esas, las otras,  latían entre la geometría y la gloria, la geografía y el destino, entre la luna del Parapetí y las salinas bravas y el cerro de San Miguel, estoico y recio, cortado a pico por algún gigante que amaba el delirio geológico y los misterios
Tan lejos en el mapa, tan cerca de mi memoria, que ya no me acuerdo.

Eres esa distancia implacable: estás y no estás, estás en mis nervios de fiebre que te buscan, no estás en la piel, presente que te ansia; estás y no estás, estás en el vino añejo desde donde te evoco y te convoco, no estás en el olvido; estás y no estás, estás entre lo que ves y lo que no podemos ni hablar, tanto silencio, tanto vacío, tanto arenal
Hasta que una de las setenta especies de víboras con veneno viene, cascabelea, desaparece y vuelves a estar y no estar, y así siempre.

Tu desmesura alucina, y no habrá amparo jamás que la desmienta; no puede haberlo. Tu único destino debería ser el que dicta tu nombre y que en tu seno siempre haya sin límites un lugar para los nómades y los poetas, que son lo mismo. Eres el espejo de todo aquello que se detesta y por lo mismo, eres lo más amable, lo que más amamos, lo más generoso que puede existir en este mundo de pérdidas, en este mundo de rastros, en este mundo de ausencias, si lo buscamos.

Lo hice tanto y hace tanto ya. Fui tras tus montes vagabundos, tras tus pecaríes pinchudos, tras la grandiosidad de tu desolación intacta, más allá de una guerra. Fui tras tus toborochis[1] que dan tantas ganas de abrazarlos como si fueran hermanos o hijos en el desierto, fui tras las flores que de tan tímidas se deshacían cuando las mirabas y derramaban esa leche que la belleza concede casi nunca, fui tras tus atardeceres que enamoraban de pura soledad compartida. Fui tras un sueño, tal vez era el mío, o el tuyo, no sé, pero era un sueño. Tal vez era un sueño salvaje, de libertad, un sueñoyanaigua,[2] tal vez así, sí que era mi sueño.

No lo sé. Eres el amo de mi sueño. Del mejor de todos ellos. Eso sí. Y voy a ir, voy a volver, voy a buscarlo.

Río Abajo, 17 de agosto de 2012
Del archivo del autor
Foto: Chorisia insignis, cerca de Infante Rivarola, frontera con Bolivia



[1] Palo Borracho
[2] Ayoreo, en guaraní

Monday, August 6, 2012

SOBRE LA HISTORIA DE LA EMPANADA BOLIVIANA



 

 

Beatriz Rossells

El origen de la empanada boliviana de ancestro colonial hispánico tiene la sabiduría de combinar los sabores europeos y el ají americano. En realidad, este exquisito bocado  tiene en Bolivia como elemento característico el ají colorado. La empanada tiene una larga y expandida historia, en España se tiene empanadas en gran parte de las regiones pero sobre todo en Galicia y Asturias. Según los especialistas, la empanada es un alimento muy antiguo y existe en diversos lugares del mundo. A su vez, las empanadas españolas derivan de las empanadas de Cercano Oriente y son próximas a las empanadas triangulares persas.
Existen en gran parte de los países hispanoamericanos como Argentina, Chile, Perú, México, Venezuela, Colombia pues llegó de España con los conquistadores.

NUESTRA EMPANADA, EN POTOSI Y TODA BOLIVIA

En el libro La gastronomía en Potosí y Charcas, siglos XVIII al XXI, la autora de esta nota,  analiza el recetario de Potosí de 1776, hasta el momento el mayor recetario colonial encontrado en América, perteneciente a Doña Maria Josepha de Escurrechea y Ondusgoytia, miembro de la aristocracia potosina, en el que se encuentra interesantes referencias sobre la importancia de la empanada en el territorio de la Audiencia de Charcas. 

Entre los platillos más importantes de este recetario aparecen los pasteles en fuente o empanadas. Pastelillos y empanadas tienen básicamente la misma composición en cuanto a la masa y el “picadillo” así denominado, de carne o de pescado. Los pastelillos y empanadas pueden ser fritos o al horno. Como podemos apreciar, allí estaba todo el concepto de las futuras empanadas bolivianas aunque no en el tamaño y la cantidad de ingredientes.

La receta del pastel se refiere a la masa y al relleno: la pulpa de carnero o cordero ha de ser molida con toda limpieza para acompañar a otras carnes y a una cantidad de ingredientes entre los que se encuentra la pimienta, cominos, cebollas picadas, perejil, orégano, ajíes verdes, más otras especies, y se fríe todo ello en manteca para finalmente cubrir con la masa y llevar al horno. Esta mezcla de ingredientes es denominada recaudo, mas tarde continúa usándose en Sucre el término recado. Equivalente al término que también sobrevive, el jigote antes higote, al hablarse del relleno de las empanadas. Está también en el recetario la empanada flamenca, con masa de trigo enriquecida con azúcar, vino, manteca y anís, huevos, pimienta, pasas, perejil y especies y el picadillo de carne ya cocida, para hacer las empanadas untadas con yemas de huevo y llevadas al horno.

En coincidencia con esta información, Julia Elena Fortún sostiene en su libro Manual de Cocina de Manuel Camilo Crespo, que la empanada fue mencionada en Bolivia desde el siglo XVIII. El de Crespo es un recetario paceño de la primera mitad del siglo XIX, en el que figura la receta de las Empanadas de Caldo. Se recomienda tanto una masa delgada como un buen jigote de carne picada y dispuesta en manteca de vaca y toda especie. Finalmente instruye doblar y repulgar la masa, no sin antes echarle una cucharada de caldo preparado.

Es imprescindible dedicar unas líneas a este entremés de gran tradición en la ciudad capital Sucre, antes Chuquisaca y La Plata. Su masiva presencia hace plena prueba del arraigo de este bocado de origen europeo, transformado lentamente en el territorio andino hacia los gustos más condensados de los habitantes, como reuniendo en su pequeño cuerpo un compendio de sabores siempre presentes en el paladar de la gente. De las siete recetas de empanadas de caldo que figuran en el recetario fechado en 1917, de Doña Sofía Urquidi, todas tienen componentes básicos y procedimientos similares: el jigote preparado el día anterior con carne suave de vaca, el rehogado con manteca, pimienta, cominos, arvejas, azúcar, aceituna, orégano, sal, ají molido, cebolla picada blanca y verde, papas cocidas, huevos duros picados y pasas de uva. Se humedecen los bordes de las masas individuales con clara de huevo para cerrarlas y se untan con manteca derretida por encima, para hornearlas al fuego fuerte.

En Sucre reinan también las empanadas de Santa Clara, hace décadas vendidas por algunos conventos, el día de la Santa, en el mes de agosto. Estas tienen algunas variantes pues llevan un fino jigote  amarillo de pollo, huevo duro, aceituna, cebollas y uvas pasas en una masa dulzona, con granitos de azúcar de adorno.
El recorrido de la empanada se extendió por todo el país a partir del siglo XIX. Sin duda, una versión de la empanada salteña llegó desde la Argentina a Tarija y La Paz, cambiándose incorrectamente el nombre de empanada al de salteña. Por lo menos en Sucre llevaba el nombre de empanada de caldo hasta la década de 1970. Los bolivianos que viven fuera del país  cuando intercambian por internet recetas de este bocado,  se ven en la necesidad de nombrarlas “salteñas bolivianas” pues las empanadas de la ciudad de Salta del siglo XXI,  no son lo mismo que las empanadas bolivianas, cuyo principal atractivo es el picante.
En cada región de Bolivia, los habitantes se identifican con los sabores propios que unidos a los recuerdos de la infancia y la familia forman parte de sus más profundos sentimientos. Así, las empanadas no son sólo sabrosos bocados sino alimentos del corazón.

UN HOMENAJE POETICO

El poeta chuquisaqueño Rafael García Rosquellas dejó hacia 1960, un homenaje a este manjar reconocido como uno de los platillos típicos de Sucre "la empanada de caldo", refiriéndose a su versión más popular, la que se vende en las calles, como una adhesión simbólica a su significado mestizo, pues la empanada en Sucre, de rancio abolengo, se transformó en un bocado popular conformando así una pieza más del patrimonio gastronómico de la ciudad:

!!Empanada, maravilla, q'oñisitu!!..*
para....un día cuando menos.
Sal y ají
papa y arvejas
aceitunas, carne y huevos
!hay que ver!
si desciende la bandeja,
es seguro que, en no más de diez minutos
sólo queda de la torre de empanadas
que diez manos diligentes retiraron,
un pedazo todavía calentito
de papel enrojecido por el jugo
de la sólida y picante,
confortante
"empanada maravilla q'oñisitu"

*caliente

Foto: Salteñas

Saturday, August 4, 2012

LAS MIL Y UNA NOCHES DE VÍCTOR HUGO VISCARRA



Víctor Hugo Viscarra no murió en su ley, como quería: “solo y como un perro, pero libre, tomando el último trago”. No pudo decirle nada al alcohol —que tanto le dio y tanto le quitó— en sus últimos suspiros. No pudo brindar ni tan siquiera con una gota de licor adulterado. Porque dijo adiós desde una cama de hospital, no en una cantina. Porque su estómago maltrecho sólo admitía las cucharaditas de sopa que la escritora Vicky Ayllón le daba a la boca con la paciencia de un editor de textos.
Viscarra solía decir a sus amigos más cercanos que no pasaría de los cincuenta. Que si lo hacía, “nacionalizaría un revólver para pegarse un tiro”. Pero no hizo falta. El cuadro clínico que lo llevó a la tumba resultó más contundente que un disparo: reumatismo, neumonía crónica, alteraciones digestivas y cirrosis galopante. Se fue un miércoles, a las diez de la mañana del veinticuatro de mayo de 2006, a los cuarenta y nueve años.
Antes, intuyendo probablemente la fatalidad, bautizó el último libro que publicó en vida con un título premonitorio: Avisos necrológicos. Y poco después el suyo, su obituario, apareció en las páginas de los periódicos más importantes del país a modo de noticia.
“El Bukowski boliviano” o “Viskarrowski”, le llamaban algunos periodistas. “El narrador de los márgenes”, decían otros. Pero él se definía simplemente como un pobre diablo que esperaba ir al infierno. Porque allí, bromeaba, “por lo menos hay calefacción”.
***
Mi primer encuentro con Víctor Hugo fue sin trago de por medio, en enero de 2004, a las siete y media de la noche en la Casa de la Cultura de La Paz. Yo no le conocía. No había visto antes ninguna fotografía suya. Y las interrogantes eran muchas. ¿Serán sus lentes gruesos? ¿Será dueño de una barba mal cortada o de un bigote bien cuidado? ¿Llevará una botella estrangulada en alguna de sus manos? ¿Fumará negro?, me preguntaba. Hasta que el portero de la Casa de la Cultura me devolvió a la realidad con un anuncio escueto. “Ahí está”, dijo, estirando luego el dedo índice como un pirata, hacia lo lejos.
Más que una persona, medio encorvado, parecía una sombra. Caminaba lento, a pasos cortos, mezclado entre la gente sin que nadie reparara en su presencia. Se cubría con una chamarra café, una camisa medio blanca, medio sucia, una chompa vieja y un pantalón negro. Tenía la pinta lúgubre de un enterrador antes de meter pala a una tumba.
Cuando le hice una señal se acercó enseguida y alargó la mano para darme un apretón tibio. Después soltó uno de los chistes que usaba a veces para romper el hielo.
—Hola, soy Víctor Hugo Viscarra, el antropólogo —me dijo.
—¿El antropólogo? —contesté con un ademán de sorpresa, medio confundido.
—Sí, sí, el especialista en antros —dijo él con cara de no haber roto nunca un plato. Y luego me mostró una sonrisa de niño malo a la que le faltaban varios dientes.
Días atrás, Viscarra había llamado a la redacción del diario en el que yo trabajaba porque lo había mencionado en un reportaje sobre el binomio escritura-alcohol y quería conocerme. Hablamos un ratito por teléfono y acordamos una cita. Pero con él los compromisos tenían menos valor que un cheque sin fondos. Y corría el riesgo de que no se presentara.
Un año antes, una periodista del rotativo chileno La Nación pasó las de Caín para ubicarle. Pablo Gozalves, su editor en aquel tiempo, lo había dejado esperando en la capilla del Sagrado Corazón, pero escapó para continuar con su farra interminable y demoraron casi una semana en rescatarlo de las calles para que atendiera la entrevista.
Por eso, el hecho de tenerlo frente a mí era un alivio. Y en un par de minutos comprendí el porqué de su puntualidad y su buen aspecto, cuando me confesó que llevaba casi once meses sin beber para cumplir con un tratamiento contra la tuberculosis que le había impuesto el médico. Aunque borracho de corazón, lo hizo con la misma determinación con la que un predicador alza la Biblia para pregonar el fin del mundo. En los momentos de mayor flaqueza, Viscarra solía lanzar una amenaza contra sí mismo como quien recita una poesía: “El trago o yo”, decía. Esta vez fue él y su salud se lo agradeció.
De mutuo acuerdo, decidimos ir a una cafetería cercana en los bajos del hotel Gloria, al abrigo de una ciudad gris, con olor a orín en las aceras, paredes mal pintadas y subidas y bajadas en cada esquina. El escritor pidió un mate y un sándwich de jamón con queso. Y a continuación depositó en la mesa un amasijo de recortes y varios de sus libros con un gesto de cierta pesadez, como si también dejara ahí encima sus más de treinta años vividos en la calle, la apariencia de alguien de sesenta y su tos de perro apaleado.
“Nací viejo”, escribió Viscarra en Borracho estaba, pero me acuerdo, quizás su obra más autobiográfica. “Si es cierto eso de que en cada hombre hay un niño, el que habita en mí debe de ser muy triste”, añadía unos renglones más abajo. Su madre, según él mismo contaba, rompió varias escobas contra su espalda. Su padre, “aunque un buen hombre”, cuando Viscarra le dio a escoger entre él o ella tras una paliza de su madrastra, la prefirió a ella. Y a los doce años comenzó el vía crucis del autor en la indigencia.
Desde entonces, no dejó de sentir frío. “Es artero, sale como de un gigantesco refrigerador y lo envuelve a uno por completo”, describía. Por eso andaba siempre encogido. Por eso observaba a todos de abajo arriba y no de arriba abajo. Y desde esa posición me vigilaba mientras esperaba su tentempié con una ansiedad no disimulada.
—Esto es un robo a mano armada —me dijo apenas tuvo la oportunidad, tras echar una mirada a la carta de los precios. Acostumbrado a pagar sólo unos pesos por los “soldaditos” —pequeños envases de plástico con alcohol casi puro dentro—, el café con leche de dos dólares que acababa de pedirme le parecía quizás un caro capricho.
De cerca, los rasgos de Víctor Hugo se intensificaban. Su nariz, fruto de las caídas y los golpes recibidos, parecía un gancho retorcido de derecha a izquierda. La línea de sus cejas subrayaba unos ojos achinados y meditabundos. Y disimulaba la lámina de grasa que le invadía el pelo con un peinado clásico con la raya a un lado.
Conversamos, sobre todo, de la calle. Su máxima era ésta: “Allí, con mis delincuentes, mis putas, mis maracos, mis mendigos y mis ladrones me siento en casa”. Me comentaba que los ambientes en los que se movía eran los tugurios que pueblan diferentes rincones de la ciudad: La Garita de Lima, Tembladerani, Achachicala, Gran Poder, Alto Tejar y Chijini, entre otros. Que los protagonistas de sus escritos subsistían en los callejones de algunos de estos lúgubres enclaves. Y aseguraba que el mayor halago que recordaba se lo debe a una mujer en estado de embriaguez. “Escritor, he leído tu libro. No mentiste”, le dijo.
Memorioso, Víctor Hugo enlazaba una anécdota detrás de otra, recordando con detalle cada fecha, cada espacio, cada nuevo remiendo en la ropa de sus cuates, cada cicatriz que conformaba el mapa de sus rostros. Era capaz de recitar párrafos enteros de sus libros. Es más, lo hacía a menudo porque recordar se convirtió en su estrategia de supervivencia. Como escribía en servilletas y pedacitos de papel que solía perder por el camino, aprendió a reconstruir los textos en tan sólo unos minutos. Y manifestaba tanto arte a la hora de reescribirse que cualquiera diría que vivía en un monólogo constante.
Al hablar, sus mañas se hacían más visibles. Sus manos se movían rápidas de un lado para otro, como las de un mago veterano. Silabeaba. Se secaba los labios una y otra vez relamiéndolos con la lengua sin sutileza. Marcaba las eses y las pes para dar mayor énfasis a las palabras. Y un leve tartamudeo, imperceptible, acompañaba su discurso.
También se mostraba deslenguado:
—Aunque digan que no tengo estilo literario, a mí me encanta escribir de esta manera. Es mi forma de hacer las cosas, y al que no le guste que se meta su dedo y su desagrado en el orificio de su disgusto —me dijo mientras hincaba el diente al emparedado.
Y cuando la charla no dio más de sí, se retiró con lentitud a tomar un minibús con dirección a la parroquia del Rosario, de su amigo Humberto, cura en el barrio de Villa Dolores, de la ciudad de El Alto.
Allí Viscarra dormía a veces porque el sacerdote le prestaba una computadora en la que escupía sus historias tremebundas; y porque luego le guardaba los archivos, ya que él no sabía manejar bien aquella máquina.
***
Tras la muerte de Viscarra, visité en Villa Copacabana a uno de los hombres que mejor lo conocía: Manuel Vargas, su último editor.
Villa Copacabana es un barrio en el que rige el caos de las laderas, sin un orden lógico de números en el marco de las puertas, con algunas edificaciones de ladrillo descubierto y otras salpicadas de cal blanca. Un lugar en el que los perros —esos perros que fueron durante décadas los compañeros más fieles de Víctor Hugo— suelen buscar algún resto de comida entre las bolsas de basura. Y Manuel es un hombre espigado que rodea de silencios prolongados todo lo que hace, que oculta su rostro alargado bajo unos lentes de alambre y que luce siempre una perilla bien dibujada que otorga un aire de mayor calidez a la expresión de su cara. El día que me recibió usaba una gorra de chulapo madrileño (boina con visera con estampado blanquinegro de pata de gallo) para recoger su media melena. Y no tardó en confirmarme una realidad que a menudo había sospechado: tras mi primer encuentro con él, Víctor Hugo volvió enseguida al trago. “Estuvo sin chupar once meses y tres días —me dijo Manuel—. Y estoy seguro de que eso fue para él una auténtica condena”.
Cuando Manuel me hizo pasar a su escritorio había allí decenas de libros: muchos, bien ordenados en los estantes; otros, formando montañitas que crecían desde el suelo. Hallé de todo: literatura inglesa, francesa y latinoamericana. Y también estaban a la vista las obras de Viscarra: Coba, lenguaje secreto del hampa boliviano (1981), Relatos de Víctor Hugo (1996), Alcoholatum y otros drinks: crónicas para gatos y pelagatos(2001), Borracho estaba, pero me acuerdo (2002) y Avisos necrológicos (2005).
Coba es una experiencia creativa que refleja la jerarquización de clases y la división de la sociedad a través del lenguaje. Viscarra publicó la primera edición con la ayuda desinteresada del escritor tradicionalista Antonio Paredes Candia, ya fallecido. Y solía compartir una anécdota muy jugosa sobre la publicación con sus colegas. “Me entregaron el primer ejemplar en la plaza Alonso de Mendoza, una tarde nublada. Me fui a festejar y se lo regalé a la mesera que me atendía sin saber si ella sabía leer”, decía.
Con Relatos, Alcoholatum, Borracho estaba y Avisos necrológicos, el escritor se adentró en un universo de supervivencia que, en palabras del crítico paceño Germán Aráuz, “bebió a cada momento en carne propia”. Y en las páginas de Alcoholatum dejó además plasmado su único testamento conocido, un testamento literario que muestra a un Víctor Hugo con todos sus aderezos: irónico, sarcástico y tremendamente ácido.
El documento en algunas de sus partes, dice así: “Mis libros los dono a la Biblioteca de Alejandría. Puesto que los he perdido irremediablemente, presumo que a ese lugar han ido a parar. Los textos que me fueron robados quedan en calidad de perdidos. Ya que no pude hacer nada para retenerlos, menos puedo hacer para recuperarlos. Mis pensamientos se los cedo a la humanidad entera, no para que los aproveche, sino para que aprenda cómo en el más completo estado de abandono uno puede cultivarse y educarse sin pasar por institutos, universidades, simposios, congresos, diplomados, maestrías y demás tucuymas. Todas mis deudas se las dejo generosamente a mis acreedores, porque, sabiendo que yo vine al mundo sin traer nada, ¿cómo voy a tener algo para pagar deudas a otarios y prestamistas? Lo que sé es que cada obrero es digno de su salario. Por lo tanto, lo único que hice fue cobrarme las lecciones que les di, desasnándolos. Los culturicé un poco. Las pocas ropas que poseo son sólo para mí. A los que se jactaban y se jactan todavía de ser mis enemigos les dejó mi perdón. Y mi pobre corazón, hecho pomada desde los tiempos en que era ingenuo y cándido y con el que recorrí los caminos de la frustración y el desengaño, se lo dejo a aquellas personitas que se divirtieron hasta el cansancio con sus juegos sentimentales; a esas personitas que supieron poner en práctica sus ardides y sus mañas femeninas, lastimando a su gusto mis pálidos estertores personales para dejarme llorando mi desconsuelo en cantinas y chicherías donde estúpidamente moría ahogado en ingentes cantidades de licor. Sólo a ellas pertenecen los guiñapos de mi devaluado corazón”.
Tras leerme en voz alta algunos fragmentos de ese texto cuando menos curioso, Manuel quiso enseñarme la edición española de Borracho estaba, pero me acuerdo, que llegó a La Paz tan sólo dos días después de la muerte de Viscarra. Un libro de tapa blanca con una botella de cristal, una hoja de libreta y un lapicero ilustrando una portada —según un lector —“ajena al miedo y asco que se esconde entre las páginas”.
—¿Y por qué quisiste publicar a Víctor Hugo en tu editorial (Correveidile)? —le pregunté a Manuel aprovechando un minuto en el que no decía nada. Y él simplemente se sentó, sonrió y acomodó su voz grave y pausada a la acústica de papel de su refugio.
—Marcela Gutiérrez, una amiga suya, tenía en sus manos un cuaderno con los escritos de Víctor Hugo. Había buenos textos, pero ella no sabía si él estaba vivo o muerto porque hacía ya mucho que no lo veía. Luego, él me buscó y me dejó un caja mal amarrada llena de recortes. “De ahí escoge tú”, me dijo. Era todo una especie de rompecabezas, con hojas sueltas, relatos incompletos, cuartillas rotas y un sinfín de anotaciones. En ocasiones, escribía un párrafo, lo numeraba y había que buscar en otro de los papeles la numeración siguiente para continuar con la lectura. Al final, logré hacer una selección de lo rescatable y de ahí nació Alcoholatum, la primera obra suya que edité.
Por convenio, Manuel le daba a Viscarra sus derechos de autor en ejemplares. A veces, todos de golpe y a veces unos cuantos, porque, cuando peor estaba, Víctor Hugo todo lo que vendía lo bebía de un trago: cambiaba ejemplares por una botella o los ofrecía sin ton ni son en las cantinas. En una ocasión, en pleno proceso de impresión, llegó a aparecerse completamente borracho en la imprenta para pedir libros. Y a veces él mismo se pirateaba: fotocopiaba sus Relatos de Víctor Hugo para multiplicar la plata.
Según Manuel, cuando estaba farreando no se podía contar con él para nada. Sano, sin embargo, era serio y responsable.
—Y durante esos guiños de sobriedad aprovechábamos para trabajar juntos.
Solían juntarse en casa de Manuel, en una sala con suelo de madera y olor a pipa en la que el editor intentaba transmitirle a Víctor Hugo algo del calor que le faltaba.
—Yo le daba ropa y él, cuando conseguía nuevas prendas, regalaba las viejas o las tiraba al botadero. Su ropa interior decía que estaba sucia y destrozada. No lavaba.
Sus enseres eran siempre desechables. Y, así como las serpientes cambian de piel, él mudaba de aspecto a cada rato. Para mimetizarse con las calles que tantas veces se convirtieron en su madriguera y le ocultaban.
Viscarra pudo escapar de ellas, pero no quiso. Por eso, cuando se mencionaba su nombre en algún sitio la pregunta era casi inevitable: ¿Seguirá vivo?
***
Mi segundo encuentro con Víctor Hugo fue casual, en 2005, otra vez en las puertas de la Casa de la Cultura. A las tres de la tarde de un día de lluvia. Lo vi venir mientras estaba esperando a que escampara, con sus pisadas irregulares pero bien marcadas. Apareció tambaleándose, dando saltitos, como un duende salido de las entrañas de una bestia, como un Don Quijote que no se acuerda dónde dejó a su Dulcinea. Su cara me pareció una mueca macabra, muy distinta a la del escritor que un año antes compartió conmigo un café dulce y una charla amena sin vapores etílicos de por medio.
Cuando se acercó hasta donde estaba, masculló primero un par de maldiciones. Después puteó a unos policías. Se quejó además de dos mujeres que yo no conocía. Y luego ahogó sus palabras en un susurro inentendible. Estaba borracho. Temblaba. Una capa de mugre envolvía su ropa ajada. Su noche había sido demasiado “larga”, me confesó apenas.
Cuando bebía, Viscarra caminaba a menudo sin rumbo para luchar contra las bajas temperaturas. A veces se animaba a dormitar en alguna gradita. Pero no siempre, porque cuando lo hacía no faltaba el vecino madrugador que lo despertaba temprano con un balde de agua. Cuando su cuerpo estaba helado, se animaba a armar una fogata en compañía de los maleantes que suelen rodear algunos basurales, sacrificando los cartones mal cortados que le servían para enrollar su propio cuerpo en los amaneceres congelados.
Antes de irse, Viscarra me pidió sin mucha amabilidad veinte pesitos.
—No tengo más que diez, Víctor Hugo —le dije mientras buscaba en mi cartera.
—Entonces, me das diez ahora nomás y me debes otros diez —me dijo. Aquella frase era habitual en él, y la solía conjuntar con la sonrisa más pícara de su repertorio.
Le entregué un billete arrugado y antes de meterlo en su bolsillo jaló la tela para comprobar que no había agujeros por donde pudiera salir la plata. De cerca, pude ver una cara muy hinchada, y me di cuenta también de que fruncía el ceño impulsivamente, como si de un tic se tratara, concentrando un mar de arrugas sobre su nariz desviada.
Se marchó sin despedirse. Para seguir peregrinando en su improvisado papel de recaudador de impuestos. Porque cuando deseaba alcohol, visitaba a los amigos y les reclamaba dinero sin cuidar las formas. Sobrio, sin embargo, el orgullo le podía. Y no se dejaba invitar ni siquiera a un té o un pan con queso. Incluso se permitía el lujo de dar limosna a algún borracho. “Yo sé lo que es necesitar para tomar un trago”, decía.
Se alejó atravesando puestos llenos de enchufes, dulces, peluches, películas y libros piratas. Esquivando a charlatanes que ofrecían lociones contra la calvicie, antenas de televisión y manuales para todo y para nada. Paró después frente a una nutrida marcha de protesta. Y no tardó en ser absorbido por el magma de una ciudad que al mismo tiempo era su trinchera, rumbo a las cantinas hasta quién sabe qué día del almanaque.
Él resumía esta experiencia itinerante mejor que nadie. “Pierdo la noción del tiempo y algunas noches, víctima de los insomnios prolongados, me hace fechorías mi cerebro. Se acelera, se me escapa todo lo negativo y me asusto. A veces lloro, pero como estoy sin compañía nadie se entera. La hora avanza y espero la amanecida para huir del antro en el que me encuentre en ese momento. Entonces, me pongo más tranquilo. Cuando me siento ya muy mal, tengo mi propio tratamiento: primer día, puro líquido, agua, mates o refrescos; después, cosas suaves, como sopa; y luego me meto lo que venga: pollo, res o lo que sea. Soy como un perro, sin ayuda me curo, yo solito”.
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Uno de los “infiernos” favoritos de Viscarra era el Bocaisapo, una taberna impregnada de un profundo olor a viejo, iluminada por la luz delgada de un puñado de velas, con mesas robustas y embovedada rústicamente con ladrillos rojizos que parecen recién horneados. Un punto de reunión casi obligado para jóvenes universitarios, alcohólicos con cierto pedigrí y poetas trasnochados. Y el boliche en el que semanas después de la muerte de Víctor Hugo me cité con Erick Ortega, periodista y buen amigo del escritor.
El viernes en el que nos encontramos el ritmo del folklore boliviano armaba la banda sonora del local: morenadas, cuecas, sayas, diabladas y demás familia. Los vasos chocaban con energía y se repartían sin cesar cuencos con hoja de coca desde una pequeña barra adornada con una campana que quisiera pensar que estaba allí para dar el toque de queda a los últimos borrachos. Un vaho de humo de cigarro lo inundaba todo, conformando un sinfín de formas caprichosas que se confundían sutilmente con la decoración. Un mural con personajes de la bohemia paceña ocupaba una de las paredes. Y, como no podía ser de otra manera, en él también estaba inmortalizado Víctor Hugo.
Erick pidió un yungueñito —aguardiente con naranja— para recordar los buenos tiempos. Tenía ojeras profundas, pero ya no por las noches en vela a lomos de una copa. “Sino por mi beba, que no perdona”, me dijo. Luego me contó que siempre traía aquí a sus chicas para que las conociera Víctor Hugo. Que a una le recitó algunos versos en quechua y quedó eramoradísima. “Pero lo que jamás olvidaré —me confesó Erick— es cuando le presenté a la madre de mi hija. ‘Por fin te has jodido la vida’, se reía a carcajadas. Así era él, conciso y directo en sus apreciaciones, y lleno de anécdotas. Una vez me habló de un morguero que tenía relaciones con una cholita muerta. Y cuando se deprimía lloraba, lloraba muchísimo, con un llanto bien indígena, sin soltar lágrimas”.
Erick fue un privilegiado. Sin ser alcohólico, pudo acompañar a Viscarra en algunas de sus muchas escaramuzas para calentar el alma, un alma que el escritor sentía siempre fría. Y en cada salida con él se sorprendía. “Un par de veces quiso llevarme al Averno, un local de mala reputación, pero ya no existía, y en una ocasión terminamos en un bar en el que sólo había baldes para tomar. ‘Si entras aquí, no vas a querer salir’, me dijo”.
En Borracho estaba, pero me acuerdo, Víctor Hugo dibuja escondrijos similares con sus afiladas descripciones. Uno de ellos es el famoso Cementerio de los Elefantes. Y lo describe así: “Para los que quieren suicidarse bebiendo sin parar está el traguerío de doña Hortensia, conocido entre los ‘artistas’ —los borrachos— como el Cementerio de los Elefantes, un lugar en el que el ‘artista’ que decide suicidarse es conducido a un cuarto para que pueda terminar con su existencia. Como los bebedores tienen el pulso de pajero, doña Hortensia les vende el trago en un balde de plástico en el que caben dos litros de líquido. Para beber, a falta de un vaso de cristal, les da un vasito vacío de yogurt. Y para que el tipo no se eche atrás, cierra la puerta con un candado, cuya llave guarda luego en uno de los bolsillos de su pollera. Cuando hay necesidad de botarlo a la calle —porque está tieso—, no faltan nunca voluntarios para llevarlo al callejón, donde lo recoge luego la furgoneta de homicidios”.
Según Erick, la mayoría de los sitios que Viscarra visitaba eran sórdidos, sucios, desaconsejables para los estómagos sensibles, pero excelentes para que Víctor Hugo alimentara sus relatos. El escritor aseguraba que en La Casa Blanca, donde atendían de domingo a domingo, tomó una vez diecinueve días y diecinueve noches consecutivos, y que no recordaba haber comido nada en aquella aventura. En el Callejón Tapia, ubicado en un rincón con el mismo nombre, tuvo su bautizo de fuego: allí, a los dieciséis años, comenzó a probar sus primeros tragos fuertes; y allí comprendió que con alcohol en el cuerpo las bajas temperaturas son más llevaderas. Del Averno destacaba las peleas, tan violentas que “a nadie le extrañaba ver el empedrado manchado de sangre cuando amanecía”. Y contaba que, cuando tenía plata, trataba de no abandonar estos tugurios hasta las primeras luces, cuando el sol entraba en el cuerpo de uno como si fuera agua bendita.
—Cuando tomaba, él era consciente de que moriría joven —me dijo Erick antes de que abandonáramos juntos el Bocaisapo.
Después, subimos las graditas que conectan con la calle Jaén, una vía estrecha y adoquinada, llena de balcones señoriales, donde los vecinos aseguran haber escuchado cascos de caballo, lamentos de condenado y los pasos de una viuda negra.
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Mi último encuentro con Víctor Hugo fue en abril de 2006, en el café Alexander de Sopocachi, un barrio de La Paz con casas de pocas alturas y grandes edificios donde en los últimos años se ha instalado una buena parte de la bohemia de la ciudad, pero una bohemia bastante ligada a una clase media que desagradaba especialmente al escritor.
Quizá por eso no tardó mucho en llegar el primer reproche de la tarde:
—¡Esta mate no tiene nada de sabor, parece agua, carajo! —protestó.
Aquel día estaba a mi lado Mabel Franco, también amiga de Viscarra y periodista del diario La Razón. Aunque él quería irse, insistimos en quedarnos para que llenara el buche con algo consistente. Y al final pidió a regañadientes una ensalada muy frugal: sin champiñones, ni pepino, ni tomate, ni pan, ni aliño. Lechuga y punto.
—El estómago no me acepta casi nada —justificó al notarnos a Mabel y a mí un poco inquietos. Su cara estaba inflada, parecía una caricatura. Sus palabras, a ratos, sonaban como un aullido apagado. Pero no había perdido su buen humor: su humor negro.
—Si pudiera, me compraría un cuerpo a medio uso en el Barrio Chino —nos dijo, divertido, acto seguido.
El Barrio Chino es un pequeño territorio Comanche de La Paz, entre las calles Sagárnaga e Isaac Tamayo, donde transan los volteadores, descuidistas, rateros y raterillos. Y donde se dan cita habitualmente los “vizcachas” (vendedores de objetos robados), quienes, según Viscarra, están sindicalizados y afiliados a la Central Obrera Boliviana.
Mientras Víctor Hugo hablaba, algunas miradas furtivas se concentraban a nuestro alrededor. Un par de encorbatados de las mesas contiguas parecían incómodos con nuestra presencia. Examinaban disimuladamente al escritor, pero con asco. Hasta que Víctor Hugo volteó los ojos y, sin pronunciar palabra, los tuteó con apenas un golpe de vista. Fue como si dijera: más asco les tengo yo y no pasa nada.
—No soy como ellos. No me gusta el deporte. No me gusta la política. Y no me gustan los intelectuales. Pero bueno, aunque otros ganan el quivo (la plata), yo me he llevado la fama. Hay que tener agallas para desenvolverse en este mundo y no en el cuento de hadas donde habita la mayor parte de esta gente —resumió Viscarra de un tirón (porque Mabel y yo reaccionamos como si no entendiéramos bien lo que pasaba). Era un Viscarra envuelto en una bufanda roja desgastada y en una chompa gris con agujeros que se veía igual de mal que el escritor, igual de maltratada.
Víctor Hugo lucía como un viejo achacoso. Su tos se había vuelto crónica. Un temblor repetitivo en una mano dificultaba sus movimientos. Y su listado de dolencias se había multiplicado. Por eso el reencuentro duró menos de lo habitual, menos de lo esperado. Y con la ensalada todavía a medio terminar nos retiramos del café despacio, a su paso.
Cuando salimos, Viscarra se agarró al brazo de Mabel como si fuera una botella. Andamos unos pocos metros, hicimos parar un taxi y él se despidió con una sola frase:
—Ya estoy demasiado mayor para amargarme —nos dijo.
Ya nunca más volvería a escuchar su voz. Dos semanas más tarde, ingresó al hospital Arco Iris. Otras dos después murió.
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Vicky Ayllón estuvo a su lado en esos momentos tan difíciles. Aquellos días muchos de los que conocían a Víctor Hugo desaparecieron. Ella no: el escritor le había rescatado en una de las dictaduras más sangrientas de Bolivia, la de García Meza, en los ochentas, que persiguió y castigó con saña a muchos de los miembros del Partido Comunista.
Cuando me entrevisté con Vicky en un despacho de la editorial Plural, poco después del fallecimiento de Viscarra, ella combatía el frío a base de cafés y cigarrillos. Y recordaba con los párpados completamente cerrados cómo el escritor le guió por una parte de la ciudad que desconocía para protegerla de los torturadores que por aquel entonces la acechaban. Concentrada, sin abrirlos ni siquiera un segundo mientras hablaba.
—El día que Víctor Hugo me ayudó a escapar de los que me buscaban nos vimos en el mercado Uruguay. ¿Estás dispuesta a ir donde sea?, me dijo. Le contesté que sí. Estaba anocheciendo y me llevó primero por un sinfín de recovecos. Yo era una intrusa, pero sabía que él dominaba bien el barrio y eso me daba confianza. Seguimos por más callejones hasta llegar a una puerta de latón. Y luego comenzamos a bajar hasta un lugar con una tela blanca. Detrás había un hueco. Era un cuarto de tierra con las paredes blanqueadas con cal, un colchón de paja y una manta. Había que usar velas para ver bien. Y me dejó allí sola. Dos horas más tarde volvió con una hamburguesa y varias revistas: Vanidades y Cosmopolitan. Me salvó la vida. Y yo le quedé eternamente agradecida.
La complicidad creció y Vicky se convirtió después en una incondicional de Víctor Hugo. Por eso no me extrañó ver encima de su mesa un par de libros de Viscarra. Mientras hablábamos los manoseaba. Pero sin detenerse a mirar ninguna de las páginas.
—Su estrategia, sin duda, se basaba en la supervivencia —siguió contando Ayllón mientras sorbía su café de a poco, como si eso la tranquilizara—. Y consiguió algo muy difícil de lograr cuando la calle es casi el único mundo en el que uno se desenvuelve: ser respetado. En una ocasión, me invitó a La Guerra, un local de los bajos fondos de La Paz, y la experiencia fue hermosa. “Puedes poner tu cartera y el celular sobre la mesa. Han destinado a un tipo para cuidarnos”, me dijo. Luego, la señora que nos atendía le felicitó sincera. “Podías habernos delatado y no lo has hecho. Eso significa que eres un buen escritor”, le dijo. Para mí no hay crítica literaria más profunda que ésa.
En casa de Vicky, Víctor Hugo, que no tenía un peso casi nunca, y menos para comprarse libros, leía los clásicos y los no tan clásicos con la voracidad de un lector al que le quema el papel entre las manos.
—Cuando lo hacía, se encogía. Mostraba toda su joroba y volcaba su cuerpo sobre el libro. Era muy inquieto. Reía, puteaba, exclamaba. No era educado. Ejercía su derecho activo sobre la lectura: hacía escuchar las reacciones que le provocaba el texto.
Gracias a estos encuentros, Vicky pudo saber algo más del pasado de Viscarra, aunque tampoco mucho. Supo que estuvo en un albergue para menores. Que luego entró al seminario como novicio. Que allí no duró mucho. Que perteneció a las juventudes comunistas. Que trabajó para el Servicio de Aduanas en la localidad fronteriza de Charaña, conocida por su dureza, por ser un punto perdido en mitad del Altiplano. Que le dieron un puesto en la Casa de Cultura de Cochabamba. Que no aguantaba eso de estar en medio de oficinas. Que su psiquiatra le recomendó escribir todo lo que sentía. Y que así lo hizo, pero llevando la experiencia con el alcohol hasta las últimas consecuencias.
La conversación se interrumpió cuando Vicky recibió una llamada telefónica de sus amigos, que le estaban convocando a tomar unos “traguines” más tarde en el Bocaisapo. Unos de esos que a Viscarra tanto le gustaban. Porque le distraían. Porque le relajaban. Porque supuraban las heridas.
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En diciembre de 2006, casi siete meses después de su muerte, fui al Cementerio General para volver a ver a Víctor Hugo. Tardé un poco en dar con su tumba. Las únicas referencias para localizarla me las había proporcionado Manuel Vargas, su editor, tomando como único punto de partida la capilla donde se realizan los responsos a los difuntos antes de los entierros.
Desde ahí desfilé frente a una hilera interminable de tumbas, todas parecidas, con flores de plástico y pequeñas fotos de los fallecidos insertadas en portarretratos minimalistas. Mientras caminaba, pensaba que en lugares como éste también hay diferencia de clases: granito, mármol y mausoleos para la gente con plata, y cemento, mucho cemento, para el resto. Seguí andando y me topé con dos o tres tumbas sin lápida, con una inscripción mal hecha cuando el cemento estaba todavía fresco. Y tardé un rato en hallar la de Viscarra, aún más sencilla. Su familia —al parecer— no quiso gastar ni un solo peso para adecentar su sepultura.
Como hicieron otros antes, le llevé una botella de aguardiente. Para que matara las penas. O las quemara. Porque su madre, a la que tanto odiaba, ni siquiera muerto le dejó descansar tranquilo. “Sinvergüenza, lo que me has hecho sufrir, te has dejado vencer porque eres un débil”, cuenta el cineasta Armando Urioste que exclamó ella en pleno entierro.
Ese día, Vicky Ayllón brindó a su salud con los alcohólicos que seguían la comitiva fúnebre.
—¡Viva La Guerra! —gritó alzando un botellín de cerveza en honor al boliche donde una vez se emborracharon juntos.
—¡Ya, mierda, así como pateaste la vida patea ahora la muerte! —dijo después. Y la tierra se tragó a Viscarra con la misma velocidad con la que él vaciaba los vasos una y otra vez cuando estaban llenos.
Víctor Hugo sostenía que los marginados —como él— conforman un gremio en extinción. “Pero, por suerte, siguen llegando nuevos adscritos”, añadía.
Hacen falta. Porque a veces los que parecen no tener ninguna dignidad cargan con toda la dignidad del hombre, como lo hacía Viscarra, que continúa todavía vivo como personaje literario, en sus libros.
Salí del cementerio y atrás quedaron las “aves funerarias”, adolescentes que conocen las historias de cada una de las fosas del camposanto; los rezadores profesionales que reparten avemarías y padresnuestros con la misma seriedad con la que los panaderos hornean el pan cada mañana; las lloronas que lloran como lo hacía Víctor Hugo, sin verter lágrimas; los limpiadores de tumbas que, escalera en mano, por unos pocos pesos, se encargan de que los sepulcros se mantengan blancos; los niños sin techo que esnifan pegamento en los nichos vacíos; y Viscarra.
A falta de fogatas, esperaba que el escritor se mantuviera caliente con la botella de alcohol que unos minutos antes dejé a su lado. Aquel día hacía frío, mucho frío.
De la revista MARCAPASOS, Venezuela
Ilustración: Viscarra por Alvaro Alvarez Huayllas