Elena Poniatowska
Conocí a Monsiváis en 1957 al lado de José Emilio Pacheco. Siempre los vi juntos. Delgadísimos, ágiles, implacables, pero también consigo mismos. (“Mi texto es un bodrio”, decía Monsi; “no tengo ni para comer” exponía José Emilio.) Ambos de pelo oscuro, mordaces, traviesos, anteojudos, deslumbrantes, caminaban y tomaban café y se leían en voz alta sus engendros. Ambos eran poetas y escribían en la revista Medio Siglo. Desde entonces los tres nos quisimos mucho porque nos unió la risa y nunca nos hicimos confidencias. Monsiváis está obligado a medio quererme porque doña Ester, su madre, se lo ordenó antes de irse al cielo, pero si por él fuera ya estaría yo cuatro metros bajo tierra, en la fosa pantanosa de su maledicencia.
Como todos sabemos que es punzante y taimado, su tartufería se transforma en una suerte de cordial virtuosismo que ejerce relamiéndose como el gato de Cheshire, ése que sonreía sin parar a la incauta Alicia enseñando sus dientes en la oscuridad del país de las maravillas. Que el rostro de Monsiváis es cada vez más felino, sus carcajadas más próximas al maullido, lo comprobamos quienes lo seguimos desde hace cuarenta y siete años y vemos cómo se blanquean prematuramente sus cabellos y se afilan sus uñas. A medida que pasa el tiempo Monsiváis se parece cada vez más a sus gatos: Rosa Luz Emburgo, Ansia de militancia, Eva Sión, Fetiche de peluche y Fray Gatolomé de las bardas, Chocorrol.
Monsiváis es un defensor de las grandes causas del país. Le importan las causas y los individuos le interesan en tanto que las promueven. Es la acción colectiva la que lo entusiasma y con ella se relaciona eficazmente y da generosas y valiosas directivas. Con nosotras, las mujeres, protagoniza escenas de pudor y liviandad a las que tenemos que acostumbrarnos para que prosiga la amistad. No visualizo a Monsiváis repartiendo sopas colectivas ni llevando pañales a guarderías, su acción es más amplia; lo personal le parece risible y frágil y lo pasa por alto. Para él, lo personal vale en tanto lo puede convertir en movimiento de masas. Si no, existe como motivo de risa y de escarnio. Odia los hospitales y no asiste a entierros, salvo al de Cantinflas, acompañando a María Félix, al de Pedro Infante o al de Lola Beltrán para ver a la gente llorar y poder desternillarse de risa. Para reírse de sus maldades cuenta con el apoyo incondicional de Sergio Pitol y Luis Prieto que se le unen en un trío temible frente al que palidecen las brujas de Macbeth.
Foto: Carlos Monsiváis
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