por LEOPOLDO BRIZUELA
A casi diez años de su aparición, Nueve noches, novela de Bernardo Carvalho, ya es considerada un clásico contemporáneo de Brasil. Traducida a más de veinte idiomas, con su asombrosa destreza para entretejer autobiografía y ficción, lirismo y aventura, sin perder jamás el pathos trágico y un suspenso de thriller. El libro gira en torno a la figura real de Buell Quain, un brillante antropólogo estadounidense que a los veintiséis años, en agosto de 1939, en medio de la selva brasileña y de los indios que había elegido estudiar, terminó por suicidarse. Leída por casualidad en un artículo de periódico en el año 2001, la tragedia apasionó a Carvalho impulsando a una aventura riesgosa y alucinada que constituye el espinazo de la novela.
Ciertas circunstancias biográficas ayudan a comprender esa pasión: el bisabuelo materno de Bernardo Carvalho fue el Mariscal Rondón, prócer brasileño admirado entre otras cosas por su sus ideas de avanzada en torno de la cuestión indígena. El padre de Carvalho, en cambio, tal como aparece en la novela, fue una especie de playboy megalómano, uno de aquellos “fazendeiros” a quienes, en los años setenta, la dictadura militar concedió vastos territorios de la selva al precio de la devastación de la floresta. A aquellas aventuras fracasadas del padre de Bernardo Carvalho, de chico, “se figurara el infierno bajo la forma xingú”, como él mismo dice parafraseando a Borges.
Pero para comprender todo lo que él supuso que el pobre Quain tenía para decirle, no queda otro camino que acompañarlo a ese otro “corazón de las tinieblas”, a una tierra donde “la verdad y la mentira no tienen los sentidos que lo han traído hasta aquí”. Donde, de pronto, en el terror de los indios, reconocemos nuestro propio terror a la ausencia de un sentido.
Ciertas circunstancias biográficas ayudan a comprender esa pasión: el bisabuelo materno de Bernardo Carvalho fue el Mariscal Rondón, prócer brasileño admirado entre otras cosas por su sus ideas de avanzada en torno de la cuestión indígena. El padre de Carvalho, en cambio, tal como aparece en la novela, fue una especie de playboy megalómano, uno de aquellos “fazendeiros” a quienes, en los años setenta, la dictadura militar concedió vastos territorios de la selva al precio de la devastación de la floresta. A aquellas aventuras fracasadas del padre de Bernardo Carvalho, de chico, “se figurara el infierno bajo la forma xingú”, como él mismo dice parafraseando a Borges.
Pero para comprender todo lo que él supuso que el pobre Quain tenía para decirle, no queda otro camino que acompañarlo a ese otro “corazón de las tinieblas”, a una tierra donde “la verdad y la mentira no tienen los sentidos que lo han traído hasta aquí”. Donde, de pronto, en el terror de los indios, reconocemos nuestro propio terror a la ausencia de un sentido.
-La crítica ha señalado que Nueve noches parece escrita “en estado de gracia”. Usted declaró que la gran energía creativa que exuda la novela provino de un largo período de bloqueo.
-Bueno, no sólo de un bloqueo. Mis tres libros anteriores, alguno de los cuales ya fueron publicados en la Argentina, correspondían a la misma estructura narrativa. Para romper con aquel vicio, que me asfixiaba, resolví volver al cuento, un género que yo no abordaba desde mi primer libro, Aberración (1993). Entregué el libro, y al mes el editor me llamó para decirme no sólo que los cuentos eran pésimos sino que seguían repitiendo lo que había hecho hasta entonces, sólo que peor. Fue lógico que perdiera la chaveta. Quedé en un estado de hipersensibilidad, un estado límite, como si hubiera fracasado para siempre como escritor y nunca más fuera a escribir nada, enfermizamente atento a todo lo que pudiera traerme de vuelta a la literatura. Hasta que, tal como se narra en la novela, leí en el periódico Folha de Sao Paulo el artículo que hacía mención al suicidio de Buell Quain. Fue una centella.
-Bueno, no sólo de un bloqueo. Mis tres libros anteriores, alguno de los cuales ya fueron publicados en la Argentina, correspondían a la misma estructura narrativa. Para romper con aquel vicio, que me asfixiaba, resolví volver al cuento, un género que yo no abordaba desde mi primer libro, Aberración (1993). Entregué el libro, y al mes el editor me llamó para decirme no sólo que los cuentos eran pésimos sino que seguían repitiendo lo que había hecho hasta entonces, sólo que peor. Fue lógico que perdiera la chaveta. Quedé en un estado de hipersensibilidad, un estado límite, como si hubiera fracasado para siempre como escritor y nunca más fuera a escribir nada, enfermizamente atento a todo lo que pudiera traerme de vuelta a la literatura. Hasta que, tal como se narra en la novela, leí en el periódico Folha de Sao Paulo el artículo que hacía mención al suicidio de Buell Quain. Fue una centella.
-Quizá lo que resulte hipnótico de la novela sea el truco del “cazador cazado”. La figura del antropólogo, dedicado a observar indios krahó, sus redes de parentesco, es observada cuidadosamente por el autor en el marco de su tiempo –las vísperas de la Segunda Guerra y el apogeo del Estado Novo brasileño– y su propia familia de elección –los verdaderos caciques de la antropología como Lévi Strauss, Margaret Mead y Ruth Benedict, maestra de Quain. Su fracaso es el fracaso de toda una cultura; y en más de un sentido evoca el destino del poeta.
-Para mí, la seducción del personaje de Buell Quain, la belleza trágica de ese sujeto, más que en ninguna virtud suya o en nada que haya hecho, reside en haberse dejado contaminar por el objeto. Es un sujeto que parte de un lugar seguro –una familia de la alta burguesía, de profesionales americanos–, un lugar de conocimiento la Universidad de Columbia, donde era el niño mimado de la eminente antropóloga Ruth Benedict, para enredarse de tal modo con lo desconocido, que termina por perderse. Completamente. Hasta la muerte. Quain pasa a vivir el mismo terror que viven los indios. Es el sujeto que se confunde con el objeto, la imagen de la locura. Me interesa mucho lo que usted me decía sobre la identidad del itinerario de Quain con el trabajo de la literatura. Pero no estoy muy seguro de ver una identidad entre el suicidio de Quain y el fracaso del poeta, que en el fondo nunca es un fracaso, porque si no dejaríamos de escribir. Lo que sí puedo decir con certeza es que esa contaminación se dio en el mismo proceso de escritura de Nueve noches: yo mismo me contaminé de la locura de Quain. Hice esas entrevistas, investigaciones; pero también, como se cuenta en la novela, llegué a enviar cartas a todos los Quain que encontré en las guías telefónicas de tres estados norteamericanos, poco antes de la avalancha de cartas letales con ántrax. Me fueron devueltas por cientos, la mayoría sin abrir, y algunas abiertas, supongo, por los servicios de información. En mi caso, inversamente, fue esa contaminación lo que me salvó.
Nueve Noches reconoce deudas con las novelas de Joseph Conrad, sobre todo de El cómplice secreto –como si Quain fuera su propio doble escondido en el camarote; o de Juan José Saer, de quien Carvalho tradujo Nadie nada nunca “por pura devoción”, en los años noventa. Sin embargo, lo más notorio es su ruptura con la tradición de la narrativa de tema indígena: la selva que pinta Nueve noches, por ejemplo, no es ya ningún Edén, sino el último sitio en donde los indios lograron refugiarse, sólo para morir más lenta y patéticamente.
-Para mí, la seducción del personaje de Buell Quain, la belleza trágica de ese sujeto, más que en ninguna virtud suya o en nada que haya hecho, reside en haberse dejado contaminar por el objeto. Es un sujeto que parte de un lugar seguro –una familia de la alta burguesía, de profesionales americanos–, un lugar de conocimiento la Universidad de Columbia, donde era el niño mimado de la eminente antropóloga Ruth Benedict, para enredarse de tal modo con lo desconocido, que termina por perderse. Completamente. Hasta la muerte. Quain pasa a vivir el mismo terror que viven los indios. Es el sujeto que se confunde con el objeto, la imagen de la locura. Me interesa mucho lo que usted me decía sobre la identidad del itinerario de Quain con el trabajo de la literatura. Pero no estoy muy seguro de ver una identidad entre el suicidio de Quain y el fracaso del poeta, que en el fondo nunca es un fracaso, porque si no dejaríamos de escribir. Lo que sí puedo decir con certeza es que esa contaminación se dio en el mismo proceso de escritura de Nueve noches: yo mismo me contaminé de la locura de Quain. Hice esas entrevistas, investigaciones; pero también, como se cuenta en la novela, llegué a enviar cartas a todos los Quain que encontré en las guías telefónicas de tres estados norteamericanos, poco antes de la avalancha de cartas letales con ántrax. Me fueron devueltas por cientos, la mayoría sin abrir, y algunas abiertas, supongo, por los servicios de información. En mi caso, inversamente, fue esa contaminación lo que me salvó.
Nueve Noches reconoce deudas con las novelas de Joseph Conrad, sobre todo de El cómplice secreto –como si Quain fuera su propio doble escondido en el camarote; o de Juan José Saer, de quien Carvalho tradujo Nadie nada nunca “por pura devoción”, en los años noventa. Sin embargo, lo más notorio es su ruptura con la tradición de la narrativa de tema indígena: la selva que pinta Nueve noches, por ejemplo, no es ya ningún Edén, sino el último sitio en donde los indios lograron refugiarse, sólo para morir más lenta y patéticamente.
-La excursión a los indios trumai, que usted acomete para comprender que los secretos de Quain se le revelen por la experiencia, resulta en una desopilante parodia de sus propias fobias, que demuelen toda posibilidad de acumulación verdadera.
-Pero no hubo ningún tipo de toma de posición respecto del tema indígena. Lo que sí hubo en mí, desde el principio, fue una especie de espíritu de contradicción frente a cierta tradición reciente de la literatura mundial. Sobre todo la anglosajona, de reducir todo a la expresión de la experiencia y de la identidad del autor. Es la base del multiculturalismo: lo que interesa al multiculturalismo literario en primer lugar es si usted es negro o gay o mujer o indio o lo que sea. La identidad del autor ha pasado a tener valor literario. Eso que para mucha gente puede ser liberador, no lo niego, para mí es una prisión. La obligación de expresar mi experiencia y mi identidad de autor (brasileño, gay, etc.) reduce la literatura a límites insoportables. Yo quise hacer una provocación, jugar con esa percepción hegemónica, crear una “autobiografía” fundada sobre terreno movedizo, donde no se consigue distinguir hecho y ficción.
Nueve noches está protagonizada casi exclusivamente por varones. En muchas páginas no sólo presenta situaciones de rupturas entre padre e hijo, sino que llegan a cuestionar el fracaso de la institución misma de la paternidad.
-Pero no hubo ningún tipo de toma de posición respecto del tema indígena. Lo que sí hubo en mí, desde el principio, fue una especie de espíritu de contradicción frente a cierta tradición reciente de la literatura mundial. Sobre todo la anglosajona, de reducir todo a la expresión de la experiencia y de la identidad del autor. Es la base del multiculturalismo: lo que interesa al multiculturalismo literario en primer lugar es si usted es negro o gay o mujer o indio o lo que sea. La identidad del autor ha pasado a tener valor literario. Eso que para mucha gente puede ser liberador, no lo niego, para mí es una prisión. La obligación de expresar mi experiencia y mi identidad de autor (brasileño, gay, etc.) reduce la literatura a límites insoportables. Yo quise hacer una provocación, jugar con esa percepción hegemónica, crear una “autobiografía” fundada sobre terreno movedizo, donde no se consigue distinguir hecho y ficción.
Nueve noches está protagonizada casi exclusivamente por varones. En muchas páginas no sólo presenta situaciones de rupturas entre padre e hijo, sino que llegan a cuestionar el fracaso de la institución misma de la paternidad.
-Sus personajes en el fondo no son más que huérfanos desesperados, ansiosos de inventar lazos de parentesco sustituto con otros varones, y quizá sea esa la única razón de empatía con los indios: la sensación de que ellos son los “huérfanos” que intentan labrar con la civilización que apenas si consiguen entender.
-Sí, claro. Pero esto ya está en la idea misma de la antropología moderna. De hecho, algo que me interesaba muchísimo es que la antropología estructural de Levi Strauss surge justamente con la noción de parentesco, con su comprensión genial de sistemas muy complejos de lazos de parentesco entre los indios. Como bien dice, toda la novela está asentada sobre la figura del padre y su falta. Creo que en todos mis libros, y no solamente en “Nueve noches” hay un cierto encanto por la idea del ser humano como un callejón sin salida, una contradicción en los términos, una especie suicida. Y es eso lo que da sentido a la literatura.
-Sí, claro. Pero esto ya está en la idea misma de la antropología moderna. De hecho, algo que me interesaba muchísimo es que la antropología estructural de Levi Strauss surge justamente con la noción de parentesco, con su comprensión genial de sistemas muy complejos de lazos de parentesco entre los indios. Como bien dice, toda la novela está asentada sobre la figura del padre y su falta. Creo que en todos mis libros, y no solamente en “Nueve noches” hay un cierto encanto por la idea del ser humano como un callejón sin salida, una contradicción en los términos, una especie suicida. Y es eso lo que da sentido a la literatura.
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De Ñ Literatura, 15/06/2011
Imagen: Bernardo Carvalho a los 8 años con un miembro de la tribu xingú
Imagen: Bernardo Carvalho a los 8 años con un miembro de la tribu xingú
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